Desde
la contemplación de la Sagrada Familia de Nazaret aprendamos a descubrir lo
maravilloso de la vida familiar y la riqueza inmensa que en ella tenemos
Eclesiástico 3, 2-6.12-14; Sal 127;
Colosenses 3, 12-21; Lucas 2, 22-40
Un evangelio rico en colorido se nos
ofrece hoy, un viaje a Jerusalén, un matrimonio con su hijo recién nacido, una
ofrenda de un par de tórtolas o dos pichones, la ofrenda de los pobres, los
atrios del templo que se ven sorprendidos con algo que no ha sucedido otras
veces, un anciano que sin ser el sacerdote de la ofrenda toma al niño en sus
brazos y se desgañita en alabanzas y anuncios proféticos, otra anciana que se
une al grupo para unirse también a las alabanzas y a los anuncios a todos los
viandantes del templo que se ven sorprendidos por lo que allí sucede. No vamos
a ser unos simples espectadores porque en ello también nos vemos nosotros
implicados e interpelados cuando escuchamos este evangelio.
Podría pasar por un acto ritual más,
pero que sin embargo tiene hondo significado; podrían pasar por una familia
más, como tantos que por la misma razón de la presentación del primogénito recién
nacido y la purificación de la madre
igualmente se encontraban en el templo aquel día. Pero para nosotros no es ni
una familia cualquiera, ni un niño más que es presentado en esa ofrenda en el
templo.
Y hoy queremos en medio de este
ambiente y estas fiestas navideñas que venimos celebrando queremos contemplar a
esa familia que tanto significado va a tener para nosotros. Una familia de
Nazaret que para nosotros es la Sagrada Familia de Nazaret porque allí está el
Hijo de Dios encarnado en el seno de María y que va a ir creciendo en edad,
sabiduría y gracia ante Dios y los hombres, precisamente en aquel hogar de
Nazaret.
Es cierto que hemos envuelto las
fiestas navideñas en un hermoso marco familiar, de manera que para muchos todo
se puede quedar en esa cena familiar celebrada en la noche de la Navidad. Pero
somos conscientes también, que en algunas ocasiones resulta en cierto modo una
fiesta forzada por las circunstancias, por el ambiente o por la costumbre, pero
que se puede quedar solo en la fiesta y la cena familiar de un día, porque
cuando cerramos la puerta al finalizar la cena de navidad cerremos también ese
ambiente que solo volvamos a revivir al año que viene.
Creo que cuando la liturgia de la
Iglesia nos propone que en este domingo siguiente a la Navidad celebremos la
fiesta de la Sagrada Familia de alguna manera nos está queriendo centrar en lo
que verdaderamente es importante para que desde la contemplación de aquel hogar
y aquella familia de Nazaret nosotros aprendamos a descubrir la maravilloso de
la vida familiar y la riqueza inmensa que en ella tenemos para nuestra vida.
Es una familia hemos nacido y hemos
crecido. No es solo lo biológico del nacimiento y del crecimiento de la persona
lo que en un hogar o una familia se realiza sino que tiene que ser otra
apertura a la vida, otro crecimiento en la vida, en lo humano y en lo
espiritual, y que ahí de esa fuente hemos de beber para que nazcan y se fortalezcan todos esos
valores que nos van a hacer más humanos y más personas, nos va a ejercitar en
la verdadera libertad y en el más hermoso respeto de los unos para con los
otros, nos hará encontrar la verdadera dignidad y grandeza de la persona, va a
ser semillero de vida y de amor, porque ahí aprendemos lo que son los
verdaderos encuentros, lo que es cultivar la flor de la libertad y el respeto,
lo que de verdad es caminar juntos, lo que es ese apoyo que mutuamente nos
vamos a dar ese crecimiento como personas, y donde en verdad vamos a elevar
nuestro espíritu a grandes y sublimes alturas que nos llenen de grandeza y de
dignidad. Y de todo eso es escuela la familia, y todo eso en medio de la
familia va a crecer en nuestro corazón.
Y hoy nosotros miramos a aquella
familia que nos puede parecer humilde e insignificante, que podría pasar
desapercibida para tantos, pero en quien nosotros sabemos que vamos a encontrar
la gran lección pero también se va a convertir en medio de gracia que viniendo
de lo alto va a ser que todos vayamos creciendo también en sabiduría y gracia
ante Dios y ante los hombres.
Relaciones de amor y de respeto,
posturas y actitudes de valentía para afrontar los problemas y para encontrar
luz en las oscuridades, valoración de cada uno de sus miembros que actúan
siempre con la libertad del espíritu, pero que harán sentir la paz de Dios que
contagia de la presencia divina a cuantos están a su alrededor. Todas esas
cosas y muchas más podríamos irlas contemplando en cada uno de sus miembros que convierten así aquel hogar de Nazaret en
verdadero Magisterio para nuestras vidas.
Cultivemos esos hermosos valores en
nuestros hogares. Sepamos vivir y defender la maravilla y la riqueza de la vida
familiar. Seamos capaces de superar con valentía y poniendo siempre como centro
y como eje el amor las oscuridades que se puedan presentar. Seamos capaces de
en el seno de nuestros hogares están también abiertos a Dios para escuchar su
Palabra, para hacer ese silencio que María y José supieron hacer para escuchar
a Dios y encontrar en Dios las respuestas a los problemas que se les iban
presentando.
¿No recordamos la actitud de José ante
las dudas que se le iban presentando? ¿No recordamos el corazón abierto de
María para dejarse inundar por la gracia del Dios que la amaba y quería hacerla
su madre? ¿No recordamos la actitud de Jesús que decía que tenía que atender a
las cosas de su Padre?
Que nos ciñamos el cinturón del amor
como nos decía san Pablo; que hagamos resplandecer en nosotros la humildad y la
sencillez, la comprensión y la misericordia, para que mantengamos siempre
nuestro espíritu lleno de paz para que sepamos regalar en todo momento el perdón,
que florezcan la mansedumbre y la paciencia, así nuestros hogares estarán
revestidos de Dios.