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sábado, 16 de agosto de 2014

Nuestras actitudes hacia los demás han de ser camino para que todos puedan llegar hasta Jesús

Nuestras actitudes hacia los demás han de ser camino para que todos puedan llegar hasta Jesús

Ez.18, 1-10.13.30-32; Sal.50; Mt. 19, 13-15
Era costumbre entre los judíos presentar sus hijos a los rabinos o maestros de la ley para que éstos los  bendijesen. Los mayores recordamos también cómo en nuestra infancia había en nuestra tierra esa bonita costumbre, los hijos le pedían la bendición a sus padres, los nietos a los abuelos, los ahijados a sus padrinos, y también era muy habitual que cuando se encontraba uno con un sacerdote se le pedía la bendición. Desgraciadamente esas costumbres se han ido perdiendo, pero confieso que en mis relaciones con las gentes de América o con personas que hayan estado en América uno ve que aún se mantienen esas costumbres, porque incluso entre personas amigas muchas veces se comienza o se termina una conversación con la petición de bendición.
La escena del evangelio se desarrolla en ese entorno, las madres traen a sus hijos para que Jesús los bendijese. Pero por allá andan muy celosos los apóstoles de que no se moleste al maestro y ya les parece mucha pesadez que todos vengan a pedir la bendición de Jesús; por eso tratan de apartar a los niños de la cercanía de Jesús.
Pero eso Jesús no lo puede permitir. El había dicho, y lo hemos escuchado recientemente, que había que hacerse como niño para entrar en el Reino de los cielos; por otra parte las actitudes limpias y puras de los niños que se dan con amor y generosidad allí donde encuentran amor nos lo pone Jesús como modelo de lo que han de ser las relaciones entre sus discípulos. ‘Si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el Reino de los cielos’, hemos vistos estos últimos días que les decía Jesús a los discípulos.
Es Jesús el que dice que ‘los limpios y puros de corazón serán los que verán a Dios’ proponiéndonoslo en una de las bienaventuranzas, como todos bien sabemos. Y nos dirá además que sus ángeles están viendo el rostro de Dios. Y también por otra parte nos enseña a acoger a los pequeños y a los sencillos, porque el que no sabe acoger a un niño, a alguien que sea pequeño, no entenderá lo que es el Reino de Dios y no lo sabrá acoger a El.
Por eso ahora, ante la reacción de los discípulos que quieren alejar a los niños del lado de Jesús, les dirá regañándolos: ‘Dejadlos, no impidáis a los niños que vengan a mi, de los que son como ellos es el Reino de los cielos’. ¿Cómo vamos a atrevernos a impedir que alguien se acerque a Jesús? Es en lo que tenemos que reflexionar seriamente.
Muchas son las enseñanzas que podemos deducir de este pasaje del Evangelio y lo que venimos comentando en sus textos paralelos. Por una parte la actitud que en nosotros hemos de tener para hacernos pequeños y sencillos, para purificar nuestro corazón de toda malicia y ambición, para tener una mirada limpia y sin mala intención en lo que hacemos o en lo que pensamos para así merecer la bienaventuranza del Señor.
 Pero también nos enseña a tener una mirada distinta hacia cuantos nos rodean porque la aceptación sincera de quien esté a nuestro lado o venga a nosotros es la mejor contribución para unas relaciones amistosas y para poner fundamentos de verdadera dicha y felicidad en nuestro encuentro con los otros. Eso significa cómo han de estar lejos de nosotros las posturas y actitudes de discriminación porque todos merecemos la misma dignidad y respeto. Somos muy fáciles a hacer distinciones entre unos y otros poniéndonos nuestras propias pautas y categorías por las que aceptamos a unos y a otros rechazamos, ya sea porque nos caigan bien o no nos sean simpáticos… y así no sé cuantas discriminaciones más que nos hacemos.
Será pequeño o será grande, nos parecerá importante o se nos presentará poderoso, será de este o aquel lugar o es de no sé qué condición, será de esta procedencia o de qué color de la piel, se nos presentará desarrapado o vendrá no sé con qué aires de grandeza, será un pesado con sus manías o nos caerá bien por su simpatía, pero no somos quienes para juzgar ni para discriminar y el amor que tiene que ser el fundamente de nuestra vida nos llevará a aceptar a todos y a amar a todos, porque ya Jesús nos enseña que el amor ha de tener siempre ese carácter universal. Y la actitud que tengamos ante los demás puede ser obstáculo o ayuda para que todos lleguen hasta Jesús.
Unos pocos versículos del evangelio, pero cuando nos dejamos iluminar por el Espíritu divina, son muchas las cosas que el Señor quiere decirnos allá en lo hondo de nuestro corazón.

viernes, 15 de agosto de 2014

Celebrar la Asunción y glorificación de María nos compromete a darle un sentido pascual a nuestra vida

Celebrar la Asunción y glorificación de María nos compromete a darle un sentido pascual a nuestra vida

Apc. 11, 19; 12, 1.3-6.10; Sal. 44; 1Cor. 15, 20-27; Lc. 1, 39-56
Es ésta una fiesta de la Virgen en la que uno quisiera hacerse poeta para encontrar las más bellas palabras de alabanza a la Madre de Dios y ser cantor que entone los mejores cánticos en la glorificación de María en su gloriosa Asunción a los cielos. Es una fiesta muy entrañable para el pueblo cristiano que alaba a María en su Asunción al cielo, pero que lo expresa en las más diversas advocaciones con las que la celebra a lo largo y ancho de nuestros pueblos.
Es algo así esta fiesta que celebramos como la culminación de un camino en su glorificación junto a Dios en el cielo, pero que se prolonga a lo largo de los siglos en la protección maternal que María ejerce sobre nosotros sus hijos de todos los tiempos.
Un camino iniciado un día con un Sí que en su amor y humildad quería expresar la disponibilidad total de su corazón para Dios sin quizá ella misma vislumbrar el alcance y repercusión que para si misma, pero para toda la humanidad iba a tener. El Sí de María a la embajada angélica estaba mostrando la generosidad grande de su corazón que se abría a Dios porque quería ser toda para Dios y allí, como una humilde esclava, ella estaba en esa disponibilidad para lo que Dios quisiera de ella.
María, que se sentía pobre y pequeña, era grande porque ya Dios se había adueñado de su corazón porque en ella y por ella el Señor quería realizar cosas grandes de manera que iba a ser cauce de la salvación que Dios nos ofreciera porque su generosidad y disponibilidad haría posible que el Hijo de Dios en ella se encarnase por obra del Espíritu Santo para ser para nosotros el Emmanuel, el Dios con nosotros, nuestro Salvador y nuestra vida.
Ella era la llena de gracia, la que en ella Dios quería habitar y habitaba de manera especial, la poseída por el Espíritu Santo que la cubriría con su sombra para que el Hijo que de ella naciera fuera el Hijo del Altísimo. ¡Cómo no iba María a cantar al Señor desbandándose de gozo su corazón cuando ella se sentía tan agraciada del Señor! Se sentía humilde y pequeña pero reconocía la obra de Dios en su corazón pero que también a través de ella iba a ser camino de una humanidad nueva y renovada. María se había convertido en camino para hacernos llegar el Reino de Dios porque nos traería a Jesús; se sentía instrumento de Dios y no se cansaba de cantar a Dios y de dar gracias reconociendo las maravillas del Señor.
Fue el camino de María, un camino de Sí y de amor, de humildad y de servicio, de apertura a Dios pero también de ojos atentos siempre para mirar con una mirada nueva a los demás; un camino el de María en el que ella iba a ser referencia de comunión en los discípulos reunidos en el cenáculo y de estímulo y ejemplo para la oración que entonces hacían en la espera del Espíritu prometido que ella ya llevaba en su corazón desde la anunciación del ángel en Nazaret. Y es que en María se estaban dando las señales de ese Reino nuevo de Dios, María vivía las señales del Reino de Dios, porque ella había convertido con su Si a Dios en el único Señor de su vida.
Hoy, concluido el camino de su vida terrenal, la vemos subir gloriosa a la gloria de los cielos como primicia de la creación entera que por su Hijo había sido redimida. Si ella fue preservada en virtud de los méritos de su Hijo del pecado original y por ello la proclamamos Inmaculada, limpia de toda culpa y de todo pecado desde el primer instante de su Concepción, ahora también la contemplamos, elevada en cuerpo y alma a los cielos, coronada de gloria y esplendor participando de la gloria del cielo. No quiso Dios, como expresamos en el prefacio, ‘que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que por obra del Espíritu, concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo, el Señor’.
Pero decimos de María que es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada; ella caminó delante de nosotros y para nosotros es ejemplo; por eso cuando hoy celebramos su glorificación tenemos que mirar su camino y aprender de ella para hacerlo nosotros también. Camino del Reino de Dios que María vivió y camino del Reino de Dios que nosotros hemos de vivir también.
El camino de María, decíamos, fue el camino de un Sí a Dios en disponibilidad total de su corazón para Dios. Es el Sí de la obediencia de la fe por el que nos fiamos de Dios y en El y en sus manos queremos poner para siempre nuestra vida; es ese Sí de la fe que día a día ha de ir transformando nuestra vida porque queremos también dejarnos llenar e inundar de Dios aprendiendo a orar a Dios como lo hizo María; es el Sí de la fe en la Palabra de Dios que queremos plantar en nuestro corazón para que sea el único norte de nuestra vida, la única luz que nos ilumine en todo momento para comprender el misterio de Dios, pero para descubrir los caminos del amor y del servicio que también nosotros hemos de vivir.
Es el Sí de la fe que nos hace en todo momento dejarnos conducir por el Espíritu de Dios que nos irá inspirando toda obra buena que hemos de realizar, pero también será ese camino de compromiso por los demás y por hacer ese mundo nuevo que en el estilo del Reino de Dios hemos de construir. Como María, no nos podemos cruzar de brazos ante el sufrimiento y las necesidades de los demás o ante la injusticia que domina nuestro mundo. Es lo que ella canta en el Magnificat, donde bendice a Dios porque todo se siente transformado; por eso con María aprendemos a vivir el Reino de Dios, a comprometernos por el Reino de Dios que Jesús anunciaría e instauraría con su Pascua; con María aprendemos a hacer que Dios sea el único Rey y Señor de nuestra vida.
Es el Sí de la fe que nos irá dando sentido a cuanto vivimos y nuestras alegrías serán más profundas pero también a nuestras penas y sufrimientos le vamos a encontrar un sentido y un valor porque hemos aprendido con María, que estuvo al pie de la Cruz de Jesús, a ponernos a su lado con nuestro dolor y sufrimiento para convertirlo también en una ofrenda de amor que se puede hacer corredentor al estar unidos al sacrificio de la Pascua de Cristo. María nos enseña, pues, a darle ese sentido pascual a toda nuestra vida.
Es lo que hoy estamos celebrando en su glorificación y asunción en cuerpo y alma a los cielos, porque es también lo que aprendemos de María y a lo que nos sentimos estimulados desde el ejemplo de María. Que lleguemos a participar con ella de su misma gloria en el cielo, pedimos en las oraciones de esta fiesta; que nuestros corazones vivan abrasados en el amor en el amor de Dios para que podamos incendiar al mundo de amor, contagiándolo del fuego del Evangelio, en esa civilización nueva del amor que hemos de saber construir.
Y no podemos terminar sin hacer mención en esta solemnidad de la Asunción de María a nuestra advocación tan entrañable de María con la que la invocamos como Virgen de Candelaria en este día en que también celebramos su fiesta. María de Candelaria, la portadora de la candela, de la Luz, porque ella fue la primera que trajo la luz de Jesús en su bendita imagen a nuestra tierra, antes incluso que llegara el anuncio del evangelio por los misioneros. María de Candelaria fue una adelantada del Evangelio en su bendita imagen para anunciarnos que ella era la Madre de Dios, era la Madre de la luz y que nos traería a Jesús.

Que en esa devoción tan entrañable que sentimos todos los canarios por María de Candelaria de ella aprendamos en verdad todos esos valores del Evangelio; de ella escuchemos siempre que tenemos que ir a Jesús; de ella aprendamos a plantar la Palabra de Dios en nuestro corazón llevando siempre con nosotros el evangelio de Jesús para impregnarnos de él. Que María nos alcance la gracia de una sincera conversión al Señor que se traduzca luego en esa vida comprometida seriamente por  hacer de nuestra tierra un lugar donde en verdad vivamos y sintamos la presencia de Dios y su salvación trabajando todos por hacer un mundo mejor.

jueves, 14 de agosto de 2014

El más valiente y el más fuerte es el que saber perdonar siempre con generosidad de corazón

Ez. 12, 1-12; Sal. 77; Mt. 18, 21-19, 1
Pedro quizá quería pasar por generoso ofreciéndose a perdonar hasta siete veces al que pudiera ofenderle. Aunque ahora nosotros, conociendo como conocemos el mensaje completo de Jesús y lo que a continuación nos dice con la parábola que nos ofrece, quizá nos atreviéramos a juzgar a Pedro porque su generosidad se quedaba raquíticamente en lo de las siete veces, sin embargo hemos de reconocer que Pedro quería estar en camino porque habría escuchado lo que Jesús ya les había hablado muchas veces de la misericordia y de la compasión con las que habrían de llenar sus corazones.
Ya allá en el sermón del monte Jesús les había invitado a ser compasivos como nuestro Padre del cielo es compasivo. Frente a lo que era la ley del talión, del ojo por ojo y diente por diente, podríamos decir que ya Pedro iba escuchando en su interior el evangelio de Jesús, la novedad que Jesús nos venía a enseñar, y al menos quería perdonar hasta siete veces.
Creo que no debemos ponernos a juzgar lo que podríamos llamar el raquitismo de Pedro a la hora de ofrecer el perdón, porque pensemos cómo somos nosotros y cuanto nos sigue costando perdonar. Nos podría parecer que perdonar es rebajarnos porque nos respondemos con gestos de fuerza y prepotencia a lo que nos podrían hacer los demás. Pensemos que ésos son los criterios del mundo que nos rodea, un mundo que tenemos que decir que en nuestro entorno está formado por personas que están bautizadas en la fe de Jesús.
Nuestro mejor gesto de fuerza o poder, como queramos llamarlo, que podemos presentar frente al que nos haya agraviado, es precisamente el del perdón. Hace falta mucho más valentía y fuerza interior para perdonar que para vengarnos o guardar rencores. Además quien guarda rencor y no es capaz de perdonar nunca alcanzará paz para su corazón. Pero es  que tenemos que comenzar por reconocer que la mejor expresión del poder de Dios sobre nosotros es su misericordia y su perdón.
Es lo que nos viene a enseñar la parábola que Jesús nos propone, con lo que nos viene a hablar de la generosidad que tiene que haber también en nuestro corazón para perdonar a los demás, cuando hemos experimentado sobre nosotros lo que es la misericordia y el perdón del Señor. Por eso  nos dirá Jesús que no siete veces, sino setenta veces siete, para indicarnos cómo siempre tenemos que estar dispuestos a perdonar.
Además, tenemos que pensar, ¿qué es lo que le decimos nosotros al Señor cuando rezamos el padrenuestro, la oración que nos enseñó Jesús, y queremos pedirle perdón al Señor? Estamos manifestando que también nosotros tenemos deseos de perdonar; ‘perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden’, le pedimos; pero ¿cómo nos atrevemos a decir con toda sinceridad esas palabras, si las actitudes que hay en nuestro corazón son totalmente distintas?
Mucho podríamos decir y comentar sobre este texto del evangelio y sobre esa actitud de disponibilidad para el perdón que ha de haber siempre en nuestro corazón. Seamos capaces de saborear el perdón cuando hemos sido perdonados; que cuando nos acerquemos al Señor para pedirle perdón por nuestros pecados, por ejemplo cuando nos acercamos al sacramento de la penitencia, seamos capaces de saborear ese perdón que el Señor nos ofrece. Cuando hayamos aprendido a saborear el perdón que recibimos, seguramente estaremos más dispuestos a ofrecer generosamente ese perdón a los demás.
Finalmente, algo así casi como un lema y que está en sintonía con lo que Jesús nos viene enseñando hoy, es un cartel que me encontré precisamente, ayer mismo en internet; dice así: ‘El primero en pedir disculpas es el más valiente. El primero en perdonar es el más fuerte. El primero en olvidar es el más feliz’. 

miércoles, 13 de agosto de 2014

Desde el amor una nueva vivencia de la presencia de Dios y una nueva experiencia de relación con los demás

Desde el amor una nueva vivencia de la presencia de Dios y una nueva experiencia de relación con los demás

Ez. 9, 1-7; 10, 18-22; Sal. 112; Mt. 18, 15-20
Cuando ponemos como base y fundamente de nuestra vida el amor va a surgir una nueva vivencia de la presencia de Dios en nuestra vida y una nueva y distinta experiencia de relación con los demás, con cuantos convivimos o cuantos nos rodean.
Una nueva vivencia de la presencia de Dios, porque siendo Dios Amor allí donde haya amor verdadero está Dios, se hace presente Dios, se siente de manera especial la presencia de Dios. Es de lo que nos habla hoy Jesús en el Evangelio, aunque empecemos por el final, cuando nos dice que si dos o tres estamos reunidos en su nombre, allí estará El en medio de nosotros. ‘Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’.
Estar reunidos en el nombre del Señor implica algo, pues no es estar reunidos de cualquiera manera; estar reunidos en el nombre del Señor implica que entre aquellos que estamos unidos hay comunión, hay amor del verdadero, queremos amarnos con un amor como el de Jesús. Y El nos asegura que estará con nosotros.
Pero es que Jesús nos asegura más cosas, y es que si pedimos algo a Dios, no cada uno por su cuenta, sino en unión con los demás, El nos garantiza también que seremos escuchados. ‘Os aseguro, además, nos dice, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo’. ¡Qué importante la oración en común, la oración comunitaria! Cómo esa comunión que tendría que haber entre nosotros, nacida del amor que nos tenemos, nos tiene que llevar también a vivir esa misma comunión en la oración.
¡Qué hermoso lo que hemos ido rescatando en la piedad del pueblo cristiano tras la reforma litúrgica del concilio Vaticano II! Hemos aprendido a orar en común; hemos aprendido a vivir la Eucaristía en comunidad, en comunión los unos con los otros. Vivíamos antes una piedad muy individualista, en que cada uno venía a la Misa y mientras el sacerdote celebraba cada uno estaba con sus devociones, o muy encerrado en sus oraciones o peticiones particulares. Hemos aprendido a orar y a celebrar en común, aunque mucho camino nos queda por realizar. ¿Nos quedará algo todavia de aquella piedad individualista?
Pero decíamos al principio que poniendo el amor como fundamento de nuestra vida comenzábamos a vivir una nueva experiencia de relación con los demás, con aquellos con los que convivimos de una forma más cercana. Cuando nos amamos queremos el bien los unos para con los otros; cuando amamos nos sentimos en comunión entre nosotros y sabremos aceptarnos, pero también tenemos que aprender cómo mejor ayudarnos mutuamente mejorando así nuestra convivencia y nuestra comunión.
Es el tema de la corrección fraterna, el otro aspecto del que nos habla hoy el evangelio. Buscamos el bien, queremos el bien del otro, y querer el bien del otro es ayudarlo a que haga las cosas bien. Todos cometemos errores y tenemos fallos; muchas veces nos comportamos de forma torpe y hacemos lo que no deberíamos hacer. ¿Somos siempre conscientes? Deberíamos de serlo, pero en ocasiones nos cegamos. Y aquí es donde entraría el amor de los demás para ayudarnos a corregir aquello que no hacemos bien.
Una tarea difícil y delicada es la corrección fraterna, para saberla hacer bien con todo amor y humildad, y para saberla aceptar también desde ese amor y con mucha humildad por nuestra parte. Quien quiere corregir a otro no lo puede hacer nunca desde la superioridad ni la soberbia de creerse mejor que los demás; estaría echando a perder las bases necesarias del amor. Si en mi conciencia creo que debo de hacerle una corrección a alguien, tengo que ir siempre desde la humildad de yo sentirme primero pecador y sujeto a muchos errores y fallos. Es como verdaderamente nos podemos ayudar.
Jesús nos da unas pautas que hemos de saber seguir; pero siempre por encima de todo tiene que estar el amor. Es una experiencia hermosa que podemos vivir si sabemos hacerlo con todo amor. Y para que sepamos hacerlo siempre bien, siempre antes de atrevernos a acercarnos a los demás para esa corrección fraterna oremos mucho al Señor, por quien vamos a corregir, pero también para que el Señor nos acompañe con su gracia en momentos tan delicados y El con la fuerza de su Espíritu ponga en nosotros las palabras, los gestos, la delicadeza necesario para hacerlo siempre desde el amor y con amor.

martes, 12 de agosto de 2014

Hacernos niños, pequeños, los últimos es la grandeza del Reino de Jesús

Hacernos niños, pequeños, los últimos es la grandeza del Reino de Jesús

Ez. 2, 8-3, 4; Sal. 118; Mt. 18, 1-5.10. 12-14
La gota de agua que cae repetidamente y con constancia sobre un mismo lugar, aunque fuera una dura piedra, irá dejando poco a poco una huella que a la larga puede producir marcas mayores; el arroyo de agua que continuamente va bajando por el mismo cauce, aunque nosotros no nos demos cuenta a primera vista, poco a poco irá agrandando su cauce porque el correr del agua va como limando las asperezas de la roca y puede llegar a producir profundas gargantas; ¿qué son a la larga nuestros barrancos y hasta valles?
¿Por qué comienzo con estas imágenes? Sencillamente porque la Palabra de Dios que día a día va llegando a nuestra vida, en especial desde nuestras celebraciones y más aún si personalmente luego le dedicamos tiempo a su lectura y reflexión, poco a poco irá dejando su huella en nuestra vida para ir realizando esa transformación del corazón que el Señor nos pide con nuestra conversión.
Algunas personas a veces se quejan de que son siempre los mismos textos, que el evangelio se repite, o que vamos repitiendo las mismas o parecidas reflexiones; pero quizá tendríamos que preguntarnos si en verdad las vamos acogiendo en nuestro corazón y vamos cambiando y mejorando nuestra vida desde su escucha y reflexión. Somos repetitivos en nuestros fallos y defectos, porque siempre tropezamos en la misma piedra, por así decirlo, pues seamos repetitivos en la escucha de la Palabra que despierte nuestros corazones y nos mueva  a una sincera conversión al Señor. Pero ya sabemos cuanto nos cuesta; que caiga nosotros como aquella gota de agua a la que hacíamos referencia al principio para que poco a poco vaya marcando nuestra vida el espíritu del Evangelio.
Una vez más los discípulos andan preocupados por quien va a ser importante y el primero en el Reino de los cielos; cuántas veces discutían por el camino o se atrevían como los hermanos Zebedeos a pedir un lugar uno a la derecha y otro a la izquierda. Cuántas veces Jesús les había explicado y les explicará que en el Reino de los cielos no podemos andar con esas ambiciones y luchas de poder entre unos y otros para ver quien está  mejor situado como sucede entre los poderosos de este mundo. Claro que tenemos que ser sinceros y preguntarnos si muchas de esas luchas no han existido a lo largo de los siglos y siguen existiendo en nuestra Iglesia a pesar de todo lo que nos dice Jesús.
A la pregunta hoy sencillamente Jesús ‘llamó a un niño y lo puso en medio’. Seguro que les llamaría la atención ese gesto de Jesús. Pero ¿no fue Jesús el que le había dicho a Nicodemo que había que nacer de nuevo para entrar en el Reino de Dios? Y nacer de nuevo significa de nuevo hacerse niño para comenzar con un estilo y con un sentido distinto.
‘Os digo que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el Reino de los cielos. Por tanto el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el Reino de los cielos. El que acoger a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí’. Hacerse niño, hacerse pequeño, acoger a un niño… no es cualquier cosa. Pero, ¿cómo es la mirada de un niño? ¿cuáles son los deseos del corazón de niño? ¿qué es lo que te ofrece un niño continuamente por poco que tú pongas de tu parte?
No hay malicia en su mirada inocente ni en su corazón puro, hay siempre deseos de búsqueda y de saber que se traducen en sus múltiples preguntas y en su mirada atenta, siempre tiene el corazón abierto en disponibilidad para hacer lo que se le pida en una bonita actitud de servicio y de colaboración, su sencillez, su humildad… cuántas cosas podemos aprender; cuántas actitudes nuevas y limpias tenemos que meter de nuevo en nuestro corazón.
Qué lejos están esas actitudes y posturas de las que tenemos los mayores llenos siempre de miedos y desconfianzas, ambiciosos en nuestros pensamientos y deseos que nos pueden llevar incluso a destruir a cuanto pueda manifestarse como oposición u obstáculo que nos impida alcanzar esos deseos; qué lejos de esas ansias de grandezas, de dominio y de poder que nos pueden llevar a manipular lo que sea con tal de alcanzar nuestros objetivos. No pueden ser esas las actitudes de un seguidor de Jesús, pero ya sabemos como diablo nos tienta con los brillos del poder y de las grandezas humanas; recordemos la primera tentación del paraíso por donde iba.

Pidamos al Señor que nos dé ese corazón humilde y sencillo por el que no temamos hacernos pequeños y los últimos y servidores de todos. El ejemplo lo tenemos en María que siempre se consideró la humilde esclava del Señor.

lunes, 11 de agosto de 2014

La pasión y la pascua de Jesús, con la pasión y pascua de los hermanos ha de ser también nuestra pasión y nuestra pascua

La pasión y la pascua de Jesús, con la pasión y pascua de los hermanos ha de ser también nuestra pasión y nuestra pascua

Ez. 1, 2-5.24- 2,1; Sal. 148; Mt. 17, 21-26
Cuando queremos a alguien y nos enteramos que le ha pasado algo que no es bueno o sabemos que lo está pasando mal o lo va a pasar mal nos llenamos de tristeza y de preocupación. Son las consecuencias del amor. Y entre Jesús y los discípulos más cercanos poco a poco se habían ido creando unos lazos de amor que les hacía que les doliera y les costara meter en la cabeza los anuncios que Jesús va haciendo de su Pascua.
‘Mientras Jesús y los discípulos recorrían juntos la Galilea, les dijo Jesús: A Hijo del Hombre lo van a entregar en manos de los hombres, lo matarán, pero resucitará al tercer día’. Y comenta el evangelista ‘ellos se pusieron muy tristes’. Es la segunda vez que en el evangelio de san Mateo Jesús les hace este anuncio. Ya sabemos de las reacciones que habitualmente tienen los discípulos ante estos anuncios, que no terminan de entender. Hoy nos dice que ‘se pusieron tristes’, manifestando con esa expresión la preocupación que sentían por lo que Jesús les anunciaba que le iba a pasar. En otros momentos veremos cómo Pedro trataba de convencer a Jesús de que eso no le podía pasar y que se lo quitara de la cabeza, a lo que Jesús le replicará - lo hemos escuchado hace pocos días - que se aparte de El porque lo está tentando como el tentador.
Entender todo lo que significa el misterio pascual nos cuesta. Como nos cuesta aceptar todo lo que pudiera ser dolor o sufrimiento. En cierto modo es una reacción natural. Pero podría enseñarnos muchas cosas. Aceptar que el misterio de nuestra redención pasa por la pascua, y la pascua es pasión y muerte,  pero también resurrección. Entender que todo es un misterio de amor, porque la entrega que Jesús hace es una entrega de amor, del amor más sublime.
Y eso tenemos que mirarlo para nosotros mismos en lo que hemos de asumir esa pascua en nosotros, porque también pasamos muchas veces en la vida por ese camino de dolor y de sufrimiento desde los problemas que nos pueden abrumar, desde los sufrimientos que nos van apareciendo en la vida con nuestras limitaciones y hasta nuestras enfermedades, o desde ese esfuerzo de superación que hemos de saber vivir en nuestra vida para crecer humana y espiritualmente, para purificarnos de tantas cosas que nos manchan la vida o nos entorpecen nuestra marcha.
Hemos de saber asumir todas esas situaciones en las que nos vamos encontrando sabiendo unirnos a la pascua del Señor, sabiendo hacer entonces también de nuestra vida una ofrenda de amor para que encontremos un sentido a lo que tenemos que pasar o sufrir, y sabiendo unirnos a la pascua de Jesús, no olvidando que la pascua adquiere su plenitud total con la resurrección. No es un morir para quedarnos en la muerte; no es un sufrir estoicamente porque no nos quede más remedio; no es un aguantarnos en nuestros dolores o en nuestros problemas, sino que hemos de saber encontrar en todo ello el camino que nos lleve a la vida, que nos haga partícipes también de la resurrección del Señor sintiendo como renacemos a una vida distinta y mejor cuando hacemos esa ofrenda de amor. Cuánta oportunidad tenemos de santificarnos, de santificar nuestra vida en ese camino de pascua que cada día hemos de aprender a vivir.
Y me surge un nuevo pensamiento que podría ayudarnos a completar toda esta reflexión. Y es aprender a mirar no solo nuestro sufrimiento, sino el sufrimiento y el dolor de cuantos nos rodean. Tiene que despertarse nuestro corazón a la solidaridad, a sentirnos de verdad en comunión con nuestros hermanos que sufren. No es que simplemente vayamos a decir ¡ay probrecitos! ¡Cuánto están sufriendo!, para lamentarnos como unas plañideras, sino que esa pascua que nosotros vivimos nos hace saber estar al lado de los que sufren; ahí tiene que estar nuestra compañía y nuestro consuelo; ahí tiene que estar nuestra palabra de aliento o el remedio que nosotros podamos poner ante esos sufrimientos; ahí hemos de saber estar sintiendo como nuestro ese dolor, y acompañando aunque solo fuera en silencio, para que nos sientan a su lado, cuando no podemos hacer otra cosa.
La pasión y la pascua de Jesús tiene que ser también nuestra pasión y nuestra pascua; la pasión y el dolor que vemos en los demás, que es pasión y pascua de Jesús que asumió en si todo el dolor y el sufrimiento de todo ser humano, hará que también sea nuestra pasión y nuestra pascua desde el amor y desde una auténtica solidaridad. Todo eso nos dará una nueva luz y sentido para nuestro vivir.

domingo, 10 de agosto de 2014

En las turbulencias de la vida tenemos la certeza de que Jesús siempre está tendiéndonos su mano salvadora

1Reyes, 19, 9.11-13; Sal. 84; Rm. 9, 1-5; Mt. 14, 22-33
‘La barca iba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque el viento era contrario’. Así nos describe el evangelista la situación de los discípulos que atravesaban el lago, tantas veces en calma, pero que en muchas ocasiones se transformaba en fuertes tormentas que hacían peligrar las barcas que lo atravesaban. Y Jesús no iba con ellos.
En otra ocasión se levantará también una fuerte tormenta mientras a, travesaban el lago, aunque entonces Jesús sí estaba, aunque dormía a popa sobre un almohadón, como si no sintiera o no le importara la tormenta que ponía en peligro sus vidas.
Estas descripciones nos quieren decir mucho más que la situación física de peligro que pasaban los discípulos en aquel momento o quienes se aventurasen en medio de una tormenta a atravesar el lago. Puede describirnos situaciones anímicas por las que podemos pasar en muchas ocasiones en la vida o que podemos contemplar también en otras personas en nuestro entorno. Situaciones que ponen en peligro la paz del espíritu, que pueden poner en peligro también nuestra fe y el sentido de nuestro vivir.
Todos conocemos cosas así que pasan o pueden pasar. Hace pocos días contemplaba a un padre al que se le había muerto un hijo en la flor de la vida como consecuencia de un cáncer que padecía. Sufría en silencio, por lo que primero pude contemplar, pero se adivinaba la tormenta que estaba pasando en su interior; más tarde alguien me comentaba su reacción contra Dios, del que no quería oír hablar, porque decía que tanto que le había pedido pero Dios no lo había escuchado.
O es la situación de personas, que incluso habían vivido e intentaban seguir viviendo una vida religiosa, pero que sintiéndose débiles por el paso de los años, los achaques propios de las enfermedades que van debilitando sus cuerpos, pierden las ganas de luchar, tiran la toalla como se suele decir, y casi se dejan morir. Ya no saben, a pesar de ser personas muy religiosas, ni qué pedir a Dios. Son los que se enfrentan a la muerte de seres queridos, como antes mencionábamos, o se tienen que enfrentar a sus propios sufrimientos y enfermedades.
Son las personas que les abruman los problemas personales o familiares, no encuentran o no saben encontrar solución o salida para esas situaciones, todo se les vuelve negro en su interior, pero se encierran en sí mismas, pierden los deseos de relacionarse con los demás; gritan en su oración a Dios pidiendo ayuda, pero en la oscuridad en que viven sus vidas lo ven todo oscuro y todo lo confunden.
Muchas situaciones y experiencias diversas que podríamos recordar y todos conocemos y ya sabemos que no siempre sabemos reaccionar con un verdadero sentido religioso y cristiano y que en muchas ocasiones hay personas que se dejan influenciar por falsas religiosidades muy lejanas a un verdadero sentido cristiano de la vida. Como nos decía hoy el evangelio, cuando viene Jesús a su encuentro allí en medio del lago, ellos creen ver un fantasma.
El verdadero creyente cristiano sabe que en esas turbulencias de la vida no estamos solos porque podemos tener la certeza de que Cristo viene a nuestro encuentro. Aunque lo veamos todo turbio porque los problemas nos agobien y nos cieguen hemos de estar preparados para tener ojos de ver y saber descubrir la presencia del Señor a nuestro lado. Algunas veces pensamos que la solución está en pedir milagros o acciones extraordinarias de Dios que nos liberen de esos males, y claro cuando no es esa la respuesta de Dios tenemos el peligro de que nuestra fe se nos debilite o la perdamos, como antes comentábamos.
La Palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado y no solo el Evangelio nos trata de dar una luz clara sobre todo esto. Es lo que escuchábamos en la primera lectura. Elías en su misión profética lo está pasando mal porque se ve acosado por todas partes y perseguido. Huye al desierto con deseos incluso de morir; en los versículos anteriores a lo que hoy hemos escuchado veríamos cómo Dios le va enviando señales en aquel ángel de Dios que se le manifiesta una y otra vez ofreciéndole pan y agua para que siga el camino; ahora le vemos llegar al monte de Dios, al Horeb.
Allí va a tener una experiencia maravillosa de la presencia de Dios en su vida que no se le va a manifestar precisamente en cosas grandiosas. ‘Sal y ponte en pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va a pasar!’ Pasó un huracán, pasó un terremoto, vino un fuego, pero ni en el huracán, ni en el terremoto, ni en el fuego estaba el Señor. Se hizo silencio, solo se escuchaba el susurro de la brisa y Elías se sintió envuelto de la presencia del Señor.
Buscamos cosas grandiosas, milagros extraordinarios, queremos encontrar a Dios entre los estrépitos de la vida, pero no lo encontramos. Hagamos silencio en el corazón y como un suave susurro vamos a sentir la presencia de Dios, nos vamos a sentir inundados de verdad por la presencia del Señor. Pero cuánto nos cuesta hacer ese silencio, porque somos nosotros los que quizá con nuestra palabrería incluso en nuestras oraciones, hacemos que nuestros oídos estén sordos, nuestro corazón esté cerrado a esa presencia y a esa Palabra de Dios que nos habla en nuestro interior.
En el mismo sentido nos ayuda el texto del Evangelio. Nos da la seguridad de que muchas pueden ser las turbulencias en las que nos veamos envueltos en la vida, pero siempre el Señor estará tendiéndonos la mano para darnos seguridad, para ser nuestra luz, para darnos esa fuerza que necesitamos, para llenarnos de paz el corazón.
Hay ocasiones en que nos puede parecer muy fuerte la tormenta por la situación anímica que estemos pasando, se nos puede cegar el corazón y todos pueden ser confusiones en nuestro interior. No nos vayamos tras cualquier canto de sirena que se nos acerque, sino en silencio, aunque haya mucho dolor en el corazón, busquemos a Dios, queramos escuchar a Dios en nuestro corazón. Muchos cantos de sirena podemos escuchar camuflados en espiritualidades salidas al final no sabe uno de donde. Muchos fantasmas de soluciones fáciles nos pueden aparecer por aquí o por allá; cuántas seudo religiosidades nos podemos encontrar a nuestro alrededor que lo  que hacen es crearnos dependencias y esclavitudes que nos alejan de Jesús y de su evangelio.

Pidámosle al Señor que por muy mal que lo estemos pasando nunca nos falte paz en nuestro espíritu; pidámosle al Señor que nos llene de su luz para que nuestros ojos se abran de verdad y podamos reconocerle. Nuestra verdadera espiritualidad la encontramos en el Evangelio y el Espíritu del Señor quiere habitar en nuestro corazón. Terminemos reconociendo de verdad que Jesús es nuestro único Señor y Salvador.