La humildad no nos exime de un camino de superación y de
crecimiento, el hombre verdaderamente humilde busca crecer en el desarrollo de
los valores que Dios le ha confiado
Oseas 6, 1-6; Sal 50; Lucas 18, 9-14
De entrada
decimos que no es malo que valoremos aquello que vamos consiguiendo; siempre
hemos de tener metas que nos ayuden a crecer, a mejorar, a lograr mejores cosas
en la vida; y hay que reconocerlo, es bueno y hasta necesario reconocerlo;
sicológicamente se nos habla de autoestima y de valoración de nosotros mismos;
es el camino de la vida que ha de ser siempre en ascensión.
Pero que nos
valoremos a nosotros mismos no significa que tengamos que minusvalorar a los
demás, despreciar a los demás; tampoco es humano que nos sintamos superiores de
los otros, porque cada uno tiene sus valores y hemos también de saber reconocer
los valores de los demás, y tampoco nos podemos creer dioses que nos pongamos
sobre pedestales para mirar por encima del
hombro a los otros.
Y en la
postura y en el camino del creyente, junto al reconocimiento de lo que somos,
de los talentos que Dios nos ha puesto en nuestras manos siguiendo la imagen de
otra parábola del evangelio, hemos de reconocer por otra parte lo recibido de
las manos de Dios. Como creyentes nos sentimos en las manos de Dios, como
creyentes vemos el actuar de Dios en nuestra vida, como creyentes tenemos que
saber dar gracias a Dios por los dones que nos ha concedido.
Y haciéndonos
todas estas consideraciones previas donde nos ponemos ante la parábola que hoy
Jesús nos ofrece en el evangelio. En ese necesario camino de humildad que como
creyentes hemos visto que hemos de tomar. Ya el evangelista nos dice que ‘dijo
Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse
justos y despreciaban a los demás’. Es importante que veamos la motivación de la parábola para
que nos demos cuenta de la autentica actitud de aquellos dos hombres que
subieron al templo a orar.
‘Considerarse
justo y despreciar a los demás’. Es lo que nos reflejan la actitud, las palabras,
las posturas de aquel fariseo. Actitud soberbia del que se queda de pie, que ni
ante Dios sabe postrarse; orgullo y vanidad haciendo recuento de lo que hace
como si todo fuese de su valor, claro que al tiempo tenemos que ver las
intenciones torcidas con que hace las cosas que en si mismas pueden ser buenas;
desprecio hacia el que está postrado allá en el ultimo rincón, porque el
fariseo se considera mejor y no quiere ni mezclarse con aquel hombre, y
humildad del publicano que se siente pecador y así se postra ante el Señor
pidiendo perdón. ¿Todo es malo en aquel hombre pecador al que desprecia el
fariseo? No tenemos por qué pensarlo, porque cosas buenas tienen que haber
también en su vida, pero está la grandeza de la humildad que así se siente
pecador delante del Señor.
Es la
sentencia con la que Jesús concluye la parábola. ‘Os digo que este bajó a su
casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y
el que se humilla será enaltecido’. El camino de la grandeza no es el camino
de la soberbia. Aparentemente pueden aparecer grandes y poderosos, pero se
queda todo en la fachada. Hay que buscar la verdadera grandeza del hombre, en
el interior del hombre.