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sábado, 21 de julio de 2012


La victoria desde el silencio y desde el amor

Miqueas, 2, 1-5; Sal. 10; Mt. 12, 14-21
‘Jesús se marchó de allí…’ Habían comenzado los fariseos a poner sus pegas a Jesús, a rechazarle y hasta decir que expulsaba los demonios con el poder del príncipe de los demonios, le llamaron blasfemo y no soportaban que se acercara a los publicanos y pecadores; ahora ante las respuestas tajantes de Jesús que va desenmascarando sus intenciones y su manera de actuar, ‘planearon ya incluso el modo de acabar con Jesús’.
‘Jesús se marchó de allí’, pero no dejó de actuar ofreciendo la salvación a los hombres. Lo que no quería ahora eran publicidades baratas, por así decirlo. ‘Muchos lo siguieron. El curó a todos, mandándoles que no lo descubrieran’, que no lo divulgaran.
Será la victoria desde el silencio que es la más hermosa y en muchas ocasiones también más costosa. Es costosa si porque nos gustarían victorias de otra manera, pero el estilo de Jesús es bien distinto de nuestros estilos y maneras de actuar. Esto hace recordar al evangelista lo anunciado por el profeta. Hace como un resumen un tanto libre de las diferentes profecías.
Juan había visto venir al Espíritu y posarse sobre El en forma de paloma. Recordamos el bautismo de Jesús. Era lo anunciado por los profetas. ‘Sobre El he puesto mi espíritu… Mirad a mi siervo, mi elegido, mi amado, mi preferido…’ La voz del Padre resonaba allá en el Jordán con palabras semejantes, y de la misma manera volverían a sonar en lo alto del Tabor. Ahora lo recuerdan los discípulos, lo recuerda y subraya el evangelista.
Pero era el amado y preferido de Dios que venía lleno del Espíritu pero no gritando ni imponiéndose por la fuerza ni por la violencia. Será el rey pacífico y príncipe de la paz. ‘Como cordero llevado al matadero enmudecía y no profería grito alguno’, diría también el profeta. Así se manifiesta Jesús en la humildad y en la mansedumbre. ‘No porfiará, no gritará, no voceará por las calles’. Querrá mantener la llama encendida aunque sea solo una pequeña brasa, aunque sea un pabilo vacilante. Ya llegará el momento en que se convertirá en luz resplandeciente, pero ahora se va manifestando en la humildad de lo pequeño y de lo sencillo. Es así como se manifiesta Dios, como hemos reflexionado muchas veces. Es la lección del silencio.
El amor no hace ruido pero resplandecerá un día como la más reluciente y asombrosa luz; el amor desde el silencio y lo pequeño se llegará a convertir en un hermoso y grandioso grito que nos despertará para que nos demos cuenta qué es lo que en verdad va a transformar nuestro mundo. Pero el amor va actuando en el silencio, en lo callado y en lo humilde y va construyendo el más hermoso edificio de la comunión. Porque no pretendemos escachar a nadie con nuestro amor, sino levantar corazones para que comiencen a amar también.
Igual que se ponen calladamente una piedra junto a otra para ir levantando pausadamente el edificio, así vamos poniendo nuestros gestos de amor, nuestras palabras de paz, los sentimientos hondos de bondad, de comprensión, de cercanía, de generosidad. Sin hacer alardes. Sin buscar reconocimientos. Ni siquiera que nos den las gracias. Lo que buscamos es la gloria de Dios.
El amor es paciente y bondadoso, sabe sufrir también en silencio y sabe también excusar y disculpar, porque el amor está lleno de esperanza, se alimenta también en la esperanza. ¡Qué hermoso el cántico del amor del apóstol San Pablo en la Carta a los Corintios!
Tenemos que aprender esos caminos y para eso miramos a Jesús, lo contemplamos hoy en el evangelio. Aprender la lección del amor verdadero en el silencio; aprender la victoria desde el silencio y desde el amor que nos llenará de la verdadera paz. Aunque le rechazaban y tramaban contra El y El pudiera hacerles callar y dominarles de otras maneras, solamente quería encender en el mundo la hoguera del amor porque su victoria seria la del silencio y la de la paz.

viernes, 20 de julio de 2012

La autoridad de Jesús… el amor será el que de verdadero corazón a nuestra vida

La autoridad de Jesús… el amor será el que de verdadero corazón a nuestra vida
Is. 38, 1-6.21-22.7-8; Sal.: Is. 38, 10-16; Mt. 12, 1-8

Varias consideraciones podemos hacernos a partir de este texto del evangelio. Un texto que viene a expresarnos con toda rotundidad que Jesús es el Mesías Salvador, el Señor. Nos manifiesta toda la autoridad de Jesús, que es el Señor. ‘Os digo que aquí hay uno que es más que el templo’.

La controversia surge desde un hecho totalmente natural y espontáneo. Al ir pasando en medio de un sembrado, los apóstoles cogen algunas espigas, las estrujan entre sus manos y comen los granos de trigo. Era sábado. Aquello podía considerarse, para quienes vivían bajo el duro yugo de las normas y preceptos estrictos en sus duras interpretaciones, todo un trabajo, segar, lo que no estaba permitido el sábado porque ya en sus interpretaciones habían llegado a contar los pasos que se podían dar en sábado para no quebrantar la ley.

Recordamos lo que reflexionábamos ayer que el yugo de Jesús ‘es llevadero y su carga ligera’. Pero las interpretaciones que se hacían de la ley mosaica, sobre todo por los estrictos fariseos, la convertían en carga dura. ‘Los fariseos al verlo le dijeron: Mira, tus discípulos están haciendo una cosa que no está permitida en sábado’.

Pero allí estaba la autoridad de Jesús. Recuerda algunos hechos del Antiguo Testamento que todos aceptaban con total naturalidad, pero Jesús se manifiesta con la autoridad del Maestro y del Hijo de Dios. No había venido para abolir la ley, como había dicho en el Sermón del Monte, sino para darle plenitud. Eso significaba que en verdad tendríamos que poner el acento en lo que verdaderamente es importante. Por eso terminará recordando aquel dicho de la Escritura ‘misericordia quiero y no sacrificios’. Será el amor verdadero el que tiene que dar corazón a nuestra vida.

Esto nos puede llevar, aunque fuera brevemente a alguna otra consideración. Cuando Jesús les recuerda lo de ‘misericordia quiero y no sacrificios’, les dice que si lo entendieran bien ‘no estaríais condenando a los que no tienen culpa’. Nos viene bien este pensamiento porque ya sabemos cómo somos en nuestros comentarios de todo tipo ante lo que hacen los demás y nuestras críticas y condenaciones.

Qué fáciles somos para juzgar. Todo lo queremos pasar por el prisma de nuestro pensamiento y nuestra sospecha y con qué facilidad vemos en los demás la malicia que llevamos en nuestro corazón. Todo se ve según el color del cristal con que se mira, se suele decir en nuestros refranes populares; y qué cierto es. Si tenemos malicia en nuestro corazón, no veremos sino maldad en el actuar de los que nos rodean; si nos acostumbramos a andar con sospechas y desconfianzas pensando que los demás andan con doblez de corazón es porque quizá nosotros somos los que andamos con esa malicia dentro de nosotros que nos lleva a pensar así y a desconfiar de los demás.

Quitemos las intenciones torcidas de nuestro corazón; no andemos con desconfianzas ni sospechas; supongamos siempre la bondad de los demás, porque nosotros no seamos capaces sino de actuar también siempre desde esa bondad; veremos como nuestras relaciones mutuas son mejores, cómo seremos más felices y haremos también más felices a los demás, nos sentiremos más hermanos que nos queremos y nos comprendemos y por eso somos capaces de aceptarnos y también de perdonarnos cuando en algún momento nos podamos hacer algo que no sea tan agradable para los otros; estemos dispuestos a disculpar y perdonar a los otros como nosotros a ser capaces de pedir una disculpa o pedir perdón por lo que podamos hacer mal.

‘Si comprendierais bien lo que significa quiero misericordia y no sacrificios, no condenaríais a los que no tienen culpa’, nos dice el Señor.

jueves, 19 de julio de 2012

Creemos en Jesús, le seguimos y vivimos su vida

Creemos en Jesús, le seguimos y vivimos su vida
Is. 26, 7-9.12.16-19; Sal. 101; Mt. 11m 28-30

¿Qué significa decir que creemos en Jesús? Creer en Jesús es algo más que sentir admiración por El. Creer en Jesús implica el seguirle, pero no como se sigue a cualquier líder o ídolo que en el mundo tengamos - y no empleamos ahora la palabra ídolo en una connotación religiosa - sino que creer en Jesús nos lleva a imitarle y a vivir su vida.

En la vida, en el mundo en que vivimos surgen líderes con sus ideas que la gente quiere seguir, o nos creamos ídolos en un personaje, ya sea un deportista, por ejemplo, o un cantante a quien la gente admira, copia sus gestos, sus maneras de actuar o de vestir, pero bien sabemos cómo esos ídolos pronto se apagan y son sustituidos por otros que en el ritmo de la vida van surgiendo y van llamando así la atención. Recordemos en los años de nuestra vida cuántos personajes de ese tipo han estado de moda y pronto han sido sustituidos por otros. Son estrellas que pronto se apagan pero nosotros queremos seguir a Jesús quien es la Luz verdadera que dura para siempre.

Creer en Jesús y seguirle, como decíamos antes, es mucho más que admiración, la admiración que podamos sentir por esa clase de líderes o ídolos que mencionábamos; no es copiar cosas externas sino que el seguimiento de Jesús es algo que nos coge mucho más por dentro para implicar toda una vida, que cuando en verdad nos hemos encontrado con El ya será para siempre distinta. Recordemos cómo en el evangelio vemos que mucha gente se quedaba admirada por las cosas que Jesús hacía o decía, pero que no dieron un paso más y pronto le dieron la espalda. Es mucho más que admiración lo que hemos de sentir por Jesús para decir que creemos en El.

‘Venid a mí…’ nos dice hoy Jesús en el evangelio. Y nos invita a ir a El desde lo que es nuestra vida con sus ilusiones y también con sus desesperanzas, con sus cansancios y sus sufrimientos, con sus luchas y sus alegrías, porque en El vamos a encontrar lo que nos va a dar respuesta verdadera por dentro de nosotros a todos nuestros interrogantes y preocupaciones. ‘Yo os aliviaré…’ nos dice Jesús. ‘Encontraréis en vuestro descanso’. En El encontramos esa paz que necesitamos, como esa fuerza de vida que nos hará vivir una vida nueva y distinta.

‘Cargad con mi yugo y aprended de mí…’ nos dice y quizá esa palabra yugo si no sabemos entenderla bien nos pueda sonar o fuerte o fuera de lugar. Nos puede sonar a carga pesada y algo que nos quite la libertad, porque nos llene de obligaciones. Esta expresión era muy utilizada en la literatura rabínica en los tiempos de Jesús, para significar esas normas o ese nuevo estilo de vivir de quien seguía a un maestro.

Pero Jesús nos dirá que su ‘yugo es llevadero y su carga ligera’, porque con El adquirirá, por así decirlo, un nuevo sentido. Pesado era el yugo que se imponía a los judíos desde las diferentes escuelas rabínicas con una cantidad de normas y leyes. Con Jesús todo será distinto. ‘La verdad os hará libres’, nos dirá Jesús en otro lugar del evangelio. Cristo es esa verdad de nuestra vida y el camino que nos lleva a la vida. ‘Yo soy el Camino y la Verdad y la Vida’, nos dirá Jesús. El yugo de Jesús, que nos invita a cargar, nunca será algo pesado ni insoportable. Es el camino que nos llevará a la verdadera dicha y felicidad. Recordemos las Bienaventuranzas.

‘’Cristo nos ha liberado’, como bien comenta y reflexiona san Pablo en sus cartas. El Espíritu que recibimos de Jesús no es para la esclavitud sino para la libertad, la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Es el Maestro, sí, al que tenemos que seguir, pero el seguimiento de Jesús es para libertad, para la paz, para el amor. Nunca la verdadera libertad, el amor verdadero y la paz serán una carga pesada, sino todo lo contrario nos conducirá a caminos de felicidad, que es lo que realmente Jesús quiere para nosotros.

Por eso Jesús nos hablará de mansedumbre y de humildad cuando nos invita a imitarle, a copiarle en nuestra, a vivir su estilo de vivir. Es el estilo de su evangelio, son los valores que nos enseña a vivir, es el camino que nos lleva a la verdadera dicha y felicidad que encontramos en el Reino de Dios.

Vayamos a Jesús, escuchemos su llamada e invitación, pongamos en El toda nuestra fe y sigámosle con toda nuestra vida.

miércoles, 18 de julio de 2012


¿Quiénes pueden conocer a Dios?
Is. 10, 5-7.13-16; Sal. 93; Mt. 11, 25-27

¿Quiénes pueden conocer a Dios? Aquellos a quienes Dios se les revela. ¿A quienes quiere revelárseles Dios? Es lo que hoy quiere decirnos el evangelio. Jesús es la revelación de Dios, la Palabra de Dios que nos revela a Dios, que nos hace conocer a Dios. La Palabra de Dios eterna en Dios desde toda la eternidad que quiso plantar su tienda entre nosotros. ‘El Verbo, la Palabra de Dios, se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros’, que nos dice el evangelio de Juan. Hoy nos dice el Evangelio que ‘nadie conoce al Hijo más que el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar’. 

Es lo que venimos contemplando en el evangelio. El anuncio que Jesús va haciendo del Reino de Dios en el que hay que creer es venir a revelarnos a Dios. Conocer el Reino de Dios es conocer a Dios; reconocer el Reino de Dios es plantar a Dios en nuestra vida, es llenarnos de Dios; es conocer, vivir a Dios. Maravillas de los misterios de Dios, tenemos que reconocer.

Hemos venido escuchando en nuestra lectura continuada del evangelio de san Mateo cómo Jesús iba haciendo ese anuncio del Reino de Dios. Pero también hemos visto - ayer lo contemplábamos de manera concreta en las recriminaciones que Jesús hacia a Cafarnaún, Betsaida y Corozaín -  la no acogida o rechazo de muchos ante el anuncio de Jesús. ¿Qué pasaba con aquellos fariseos y doctores de la ley que tanto les costaba aceptar a Jesús? Su autosuficiencia y orgullo les hacía ponerse como en frente de Jesús y querían medir todas las palabras y toda la revelación de Jesús desde sus propias medidas e intereses. No llegaban a conocer a Dios. Cuando Jesús se encontraba con alguien en el que había humildad en su corazón, en sus deseos de búsqueda de Dios entonces sí les decía ‘tú estas cerca del Reino de Dios’.

¿Quiénes pueden conocer a Dios? nos preguntábamos al principio. Cuando tenemos lleno el corazón con nuestra autosuficiencia o nuestro orgullo, cuando no hay humildad en el corazón para aceptar el misterio de Dios que nos desborda no podremos llegar a conocer a Dios. Nos llenamos de nuestras sabidurías y no damos cabida a la sabiduría de Dios en nuestro corazón.

Recordemos  que en el sermón del monte nos decía Jesús los pobres eran los podrían alcanzar el Reino de los cielos, los limpios de corazón podrían conocer a Dios, los que en verdad buscan la paz serán llamados hijos de Dios, los mansos y humildes de corazón podrán heredar el Reino de Dios. Dichosos si están esas actitudes en nuestro corazón, dichosos si así somos capaces de abrirnos a Dios, dichosos porque podremos poseer a Dios, conocer a Dios, llenarnos de Dios. Las Bienaventuranzas nos ayudan a reconocer cuales son los caminos que nos llevan a Dios, nos llevan a conocer a Dios.

Hoy escuchamos a Jesús dando gracias a Dios por todos aquellos que pueden llegar a conocerle, todos aquellos a los que Dios se les revela. ‘Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla’. Maravillas de los misterios de Dios. Maravillas de la revelación de Dios.

Os digo una cosa, muchas veces en mis caminos sacerdotales de acompañamiento de las personas de fe me he encontrado con personas humildes y sencillas con un gran, digámoslo así, olfato de Dios. Personas humildes y sencillas en las que uno puede apreciar que, si bien en lo humano quizá no posean grandes conocimientos, sin embargo espiritualmente uno puede apreciar cómo están llenas de Dios, cómo experimentan y sienten a Dios en su vida y nos lo trasmiten desde su pequeñez y sencillez. 

Es la actitud de María también que contemplamos en el evangelio, la que se decía a sí mismo la humilde esclava del Señor pero el ángel la saludó como la llena de gracia porque Dios estaba con ella. Ella en su humildad y en su fe será capaz también de reconocerlo para darle gracias a Dios, para bendecir al Señor, como lo vemos en el cántico del Magnificat. Que tengamos ese corazón sencillo y humilde para que sintamos esa revelación de Dios en nuestra vida y así podamos cada día más dar gloria al Señor.

martes, 17 de julio de 2012

Una respuesta de amor que el Señor nos pide

Una respuesta de amor que el Señor nos pide
Is. 7, 1-9; Sal. 47; Mt. 11, 20-24

‘Jesús se puso a recriminar a las ciudades donde había hecho casi todos sus milagros, porque no se habían convertido’. Cafarnaún donde había puesto como su centro probablemente viviendo en la casa de Pedro, Betsaida de donde eran naturales Simón Pedro y su hermano Andrés y algún otro de los apóstoles, Corozaín, lugares costeros alrededor del Lago de Tiberíades o Mar de Galilea. Pero no daban los frutos que el Señor pide, la conversión.

Cuando el evangelista nos narra que Jesús se vino a establecer en Cafarnaún dejando Nazaret recuerda palabras del profeta Isaías, porque aquellos momentos fueron momentos de luz para aquellas gentes que les llenaba de esperanzas. ‘El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande, a los que habitaban en una región de sombra de muerte una luz les brilló’. Así quiere recoger el evangelista lo que significó el comienzo de la predicación de Jesús anunciando el Reino de Dios.

Pronto veremos que las gentes se llenaban de esperanza al escuchar el mensaje de Jesús y ver los signos que realizaba. Muchos se entusiasmaban por seguirle. Solo un pequeño grupo se mantenía fiel, de entre los que escogió a los doce apóstoles. Aunque muchos se entusiasmaban la constancia en el seguimiento de Jesús no fue buena entonces como nos sigue sucediendo a nosotros hoy. Nos entusiasmamos, prometemos muchas cosas, pero pronto nos enfriamos y terminamos por olvidar. Malo cuando incluso nos ponemos en contra como sucede tantas veces.

Pero era, podíamos decir, la lucha entre las tinieblas y la luz. El evangelio de Juan que es muy expresivo en sus imágenes nos lo recuerda. ‘La luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió… vino a los suyos y los suyos no lo recibieron…’ Jesús les recrimina a los fariseos que están ciegos porque quieren ser ciegos, porque rechazan la luz. Recordamos el episodio del ciego de Jerusalén que Jesús envía a lavarse a Siloé, y como rechazan su testimonio y no quieren ver la luz.

Ahora Jesús, como venimos comentando, recrimina a aquellas ciudades donde tantos milagros había hecho. Como les dice, si hubiera hecho esos milagros en Sodoma o Gomorra, o en Tiro o en Sidón se hubieran convertido y no merecerían castigo, pero los ha hecho allí entre aquellas gentes que no terminan de aceptarle. El día del juicio les será más llevadero a aquellas ciudades que siempre habían sido consideradas malditas y paganas, porque aquí se había prodigado el Señor con su predicación y con su amor en los signos que realizaba y sin embargo no se convertían.

Todo esto tiene que hacernos pensar. Porque no es cuestión simplemente de juzgar o condenar a aquellas ciudades, sino de mirarnos a nosotros mismos. Mirarnos a nosotros mismos para ver cuánto nos ha regalado el Señor y lo mezquinos que somos tantas veces en nuestra respuesta. ¿Amamos todo lo que deberíamos al Señor?

Podríamos pensar en todo lo que hemos recibido a lo largo de nuestra vida. Habría que hacerlo con corazón agradecido al Señor. Si nos detuviéramos un poquito para hacer un recuento de cuántas veces en nuestra vida hemos sentido la presencia y la llamada del Señor quizá hasta nos sorprenderíamos. Pero quizá no sea necesario tanto, sino mirar nuestros últimos tiempos, lo que ahora mismo nosotros vivimos y veamos si en verdad estamos correspondiendo como deberíamos a tanto amor del Señor.

No nos hacemos estas consideraciones para llenarnos de temor, sino para aprender a tener un corazón agradecido. Hacemos este recuento de las maravillas del amor del Señor en nosotros que se manifiesta de tantas maneras para que nos sintamos más motivados para dar esa respuesta de amor que el Señor está esperando de nosotros.

Respondamos con más amor a tanto amor que el Señor nos tiene.

lunes, 16 de julio de 2012

Vestidos de María con el escapulario del Carmen comportémonos como buenos hijos de tal madre


Vestidos de María con el escapulario del Carmen comportémonos como buenos hijos de tal madre

La devoción a la Virgen del Carmen ha estado muy arraigada desde siempre en nuestro pueblo cristiano en la piedad popular; de ahí cuántos llevan el nombre de la Virgen, el que en casi todas nuestras Iglesias siempre haya una imagen bendita de la Virgen del Carmen muchas veces junto al cuadro de Animas, el que de manera especial marineros y navegantes la invoquen con especial devoción como madre protectora y patrona, y que proliferen las estampas de la virgen o su medalla o escapulario haya estado colgada al cuello de muchos pechos de hombres y mujeres en su devoción a la Virgen.

Es la devoción entrañable a la Madre de Dios que es nuestra madre y que, a pesar que haya otras muchas advocaciones con especial patronazgo sobre nuestras parroquias o territorios, - con cuantos nombres y advocaciones, como piropos a María la invocamos - haya proliferado sin embargo y se haya mantenido esta devoción a la Virgen del Carmen o del Monte Carmelo.

Siempre seremos como niños que queremos sentir a nuestro lado a nuestra madre. Los hijos de María queremos sentir la compañía y la protección de la madre y esta advocación nos hace mirarla como un escudo protector que nos ayuda, que nos libra de peligros y tentaciones y nos conduce siempre por los caminos de Jesús que nos lleven a alcanzar la vida eterna.

Es es en el fondo el sentido del escapulario o de la medalla que llevamos con nosotros de la Virgen del Carmen. Si además tenemos en cuenta lo que era en su origen el escapulario que era algo así como un delantal protector que se ponía durante el trabajo para protegerse de la suciedad o de los daños que se pudieran ocasionar en nuestras labores a la ropa ordinaria que llevamos puesta, comprendemos un poco mejor lo que tiene que significar el llevar el escapulario de la Virgen con nosotros.

Queremos sentir su protección frente a todos los peligros y ya no es sólo el vernos libres de peligros materiales o físicos, sino que en nuestro deseo de seguir el camino de Jesús, el camino de nuestra vida cristiana queremos sentir una fortaleza especial, una protección contra todo aquello que pudiera dañar nuestra alma. Con María a nuestro lado nos sentimos como con un escudo que nos protege.

En el escapulario de la Virgen llevado al cuello, no como un amuleto, sino como un signo de la presencia de María junto a nosotros, nos sentimos seguros porque estando la Virgen a nuestro lado nos sentiremos siempre fortalecidos con la gracia del Señor para no irnos por los caminos del mal o del pecado.

Por ahí va la verdadera devoción a la Virgen. Podríamos decir que el vestir el escapulario - tengamos en cuenta que aunque lo hayamos reducido a la más minima expresión, en su origen era un vestido que nos sobreponíamos - es vestirse de María. Queremos imitarla tanto, queremos parecernos tanto a María que la copiamos en nuestra vida en todo para ser semejantes a ella. Vestirnos de María es vestirnos de sus virtudes, es vestirnos de su fe y de su amor. No nos vestimos como algo externo que nos ponemos, sino que cuando nos vestimos de María es porque desde lo más hondo de nosotros queremos parecernos a ella con sus virtudes, con su fe, con amor, con su santidad.

Y vestidos de María sentimos mejor su protección porque parece que sentimos mejor su cercanía. Mirándola a ella nos sentimos impulsados a luchar por ser mejores, por arrancar todo lo malo de nosotros. Con María a nuestro lado nos sentimos estimulados a ese camino de superación, de crecimiento en nuestra santidad. Y tenemos la certeza además que ella nos alcanza del Señor la gracia que necesitamos. Mediadora de la gracia, intercesora nuestra, madre que ruega por nosotros. Así se muestra siempre María a nuestro lado.

Si vamos vestidos de María, no sólo porque llevamos su medalla o su escapulario o incluso su nombre, sino porque queremos ser buenos hijos que nos parezcamos a la Madre, sentiremos en nosotros el ardor del corazón que nos impulsará siempre a la santidad, para ser un buen hijo de María imitándola en todo. Ella siempre será para nosotros una buena madre, que nosotros nos comportemos con ella siempre como unos buenos hijos. Sabiendo que asi lo hacemos estamos seguros de que estaremos siguiendo el camino de Jesús.

domingo, 15 de julio de 2012

Expulsaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban, nuestra misión


Expulsaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban, nuestra misión

Amós, 7, 12-15; Sal. 84; Ef. 1, 3-14; Mc. 6, 7-13
‘Ellos marcharon y predicaban la conversión. Expulsaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban’. Lo hemos escuchado en el evangelio. Jesús llama a los doce y los envía con su misma misión. Ya nos decía de entrada que ‘Jesús recorría las aldeas de alrededor enseñando’. Lo hemos venido escuchando en el evangelio.
Es la misión de Jesús y es la misión de los que seguimos a Jesús. A nosotros nos la confía. Es la misión de la Iglesia de todos los tiempos que se sigue realizando, que hemos de seguir realizando hoy. Porque creemos en Jesús no para buscar un refugio donde escondernos porque las cosas marchen mal en nuestro entorno o en nuestro mundo, y allí nos refugiamos desentendiéndonos de esos problemas, de ese mal que nos envuelve. Como siempre recordamos la fe en Jesús nos compromete.
Como Jesús, como los apóstoles que hoy vemos enviados por Jesús tenemos un anuncio que realizar, el Evngelio, la Buena Nueva del Reino de Dios; pero ese anuncio lo hacemos con nuestras palabras y con nuestros signos; porque hemos de dar señales con nuestra vida de que sí es posible ese Reino de Dios.
Hemos de ser nosotros los primeros que nos dejemos transformar por ese mensaje, por esa gracia del Señor. La invitación primera de Jesús, como la de los apóstoles enviados, es a la conversión, a dejarnos transformar para encontrarnos con Dios, para que en verdad Dios esté en el centro de nuestra vida. Y cuando vivamos ese encuentro vivo con el Señor y nos convirtamos a Dios, cuando convirtamos a Dios en el centro de nuestra vida significará que también muchas otras cosas tendrán que cambiar, transformarse, vivirlas con un nuevo sentido y valor. Nuestra nueva forma de vivir tendrá que ser un signo para quienes nos vean de lo que es el Reino de Dios. ¡A cuánto nos compromete nuestra fe en Jesús!
Dice el evangelio que al tiempo que anunciaban el Reino ‘expulsaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban’. Quizá podríamos preguntarnos cómo vamos a realizar eso hoy. Porque no vamos a buscar al diablillo con ojos de fuego y rabo y un tridente, como las imágenes nos lo han presentado tantas veces y nos ha llenado la imaginación.
¿Cuáles son los demonios de nuestro mundo de hoy, cuáles son los males que lo acechan y que cuando se nos meten en nuestro corazón nos llevan a nosotros también al mal? Podemos pensar en el egoísmo que nos hace pensar tanto en nosotros mismos y nos vuelve insolidarios; podemos pensar en el materialismo de la vida que nos invade y nos hace consumistas o nos impide darle horizontes grandes a la vida; podemos pensar en tantas situaciones de injusticia que llevan al sufrimiento de tantos, que nos lleva a no respetar la dignidad de toda persona, que conduce a la miseria de los más pobres cada vez más pobres por el enriquecimiento egoísta e insolidario de los que se sienten más fuertes; podemos pensar en la violencia de todo tipo que hemos convertido en base de nuestro trato y de nuestras relaciones mutuas; podemos pensar en la falsedad e hipocresía con que vivimos la vida, en el lujo y el despilfarro que nos lleva a vivir desde las apariencias… en la muerte de tantos inocentes desde la violencia de las guerras, en el crimen abominable del aborto o la eutanasia… y así en tantas cosas más.
¿Queremos que nuestro mundo siga siendo así? ¿En el nombre de Jesús que expulsaba los espíritus inmundos, pero que vino a rescatarnos del mal con su redención no tendríamos nosotros que ir también expulsando ese mal de nuestro mundo? Es nuestra tarea. Primero, convirtiéndonos nosotros al Señor para que ese mal no entre en nuestro corazón y nuestras actitudes sean buenas, nuestros valores sean esos nuevos valores del evangelio, y así nos sintamos transformados desde lo más hondo para que nada de eso nos domine. Hemos de ser los primeros curados para que nuestra vida de justicia, de amor, de verdad, de paz sea un signo para cuantos nos rodean. ¡Cuánto tenemos que hacer en nuestra vida y también para transformar nuestro mundo y no sea nunca más el reino del mal sino que sea en verdad el Reino de Dios! El compromiso de nuestra fe. El compromiso por el Reino de Dios.
No siempre será fácil, como le sucedía a los profetas y como le anunciaba Jesús que les pasaría a los apóstoles - lo hemos escuchado esta semana en el texto paralelo de san Mateo - porque nuestra lucha contra el mal se tiene que convertir muchas veces en denuncia de ese mal y de esa injusticia. Y los poderosos no lo van a soportar ni permitir. Recordemos, en lo escuchado hoy en el profeta, que querían expulsarlo de Betel, la Casa de Dios, para que se fuera con sus profecías a otra parte porque sus palabras y los gestos de su vida incomodaban a los poderosos. ‘No soy profeta ni hijo de profeta, respondía, sino pastor y cultivador de higos, pero el Señor me sacó de junto al rebaño y me dijo: ve y profetiza a mi pueblo de Israel’. Así nos puede suceder también a nosotros.
‘Ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban’. Tenemos que ser los enfermeros de Dios para nuestro mundo. Como el médico o el enfermero que va aplicando la medicina, el remedio y la cura a los cuerpos enfermos para hacerles recobrar la salud, así nosotros a nuestro mundo enfermo, a tantos corazones tan llenos de sufrimientos y que no solo solo los sufrimientos derivados de una enfermedad física - que también - hemos de llevarles el aceite humilde y generoso de nuestra caridad, de nuestro amor, de nuestro servicio, de nuestra solidaridad, de nuestro consuelo, de nuestra compañía, de nuestra palabra de aliento, de nuestra sonrisa que les dé ánimo, que les levante el espíritu, que les sane el dolor del alma.
¿Se podrá decir que ya no se pueden hacer milagros, que no podemos hacer milagros? Creo que son muchos los milagros que podemos hacer como pequeños granitos de arena en gestos pequeños, humildes, sencillos pero llenos de amor y generosidad con los que podemos mitigar muchos dolores y sufrimientos de nuestros semejantes.
Como consecuencia de aquel espíritu del mal que tanto domina nuestro mundo y a tantos hace sufrir, como decíamos antes, nos encontramos, si somos capaces de abrir un poquito los ojos, mucho sufrimiento a nuestro alrededor, muchas soledades, muchas carencias de afecto, muchos corazones desgarrados, muchas angustias, muchas desesperanzas y desilusiones. Ahí nos envía Jesús con su misma misión, con su fuerza y con su gracia.
Bendito sea el Señor que nos ha confiado esta misión. Como nos decía san Pablo en la carta a los Efesios: ‘Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales… y nos eligió para que fuésemos santos e irreprochables ante El por el amor’. Que seamos irreprochables por el amor, que resplandezca así el amor en nuestra vida para que seamos en verdad signo del Reino de Dios para cuantos nos rodean. Que no nos falte la gracia y la fuerza del Señor para esa misión que nos ha confiado de ser testigos de su Reino.