Es
necesario darle profundidad a nuestra vida y a nuestra fe, ese crecimiento
espiritual que tenemos que ir realizando en profunda espiritualidad
Corintios 10, 14-22; Sal 115; Lucas 6, 43-49
Cuando vamos
a plantar o trasplantar un árbol cavamos profundo en la tierra para hacer un
espacio lo suficientemente amplio para poder enterrar bien sus raíces que luego
se extenderán profusamente en el suelo para quedar bien enraizado y pueda
obtener los nutrientes necesarios para que el árbol prospere, un día nos ofrezca
exuberantes ramas presagio de las flores y los frutos que un día podremos
obtener.
Hoy nos habla
Jesús del árbol que da buenos frutos, como queriendo indicarnos lo que nosotros
hemos de conseguir hacer en la vida; ser ese árbol bueno que no se quede en
darnos maderas para el fuego, sino que un día pueda ofrecer buenos frutos. Pero
es necesario estar bien enraizado, haber encontrado esa profundidad de donde
las raíces puedan sacar los necesarios nutrientes. Y ese es un tema muy
importante en la vida.
Vivimos en un
mundo con demasiadas superficialidades; algunas veces ni en los estudios
exigimos a los estudiantes que ahonden y profundicen bien en aquello que
estudian que les está preparando un buen futuro; por otra parte vivimos en una
carrera loca donde de la manera más rápida logremos eso que decimos de
disfrutar de la vida; evitamos los esfuerzos, no somos exigentes ni con
nosotros mismos para proponernos metas grandes ni para luego luchar por ellas;
en la vida lo queremos todo pronto y fácil; en esa loca carrera no queremos
detenernos para ahondar en las cosas, para buscar donde están los verdaderos
nutrientes de la vida, y terminamos con una vida muy superficial.
Y de eso que
está en el ambiente podemos contagiarnos todos. No queremos entender que el edificio
le levanta piedra a piedra, que aunque con los modernos métodos de construcción
parece que nos dan las cosas hechas, prefabricadas y lo que tenemos que hacer a
lo sumo es montarlas; nos olvidamos que esa prefabricación ha llevado también
un tiempo y un proceso, y que otros hayan realizado bien su trabajo para que
ahora todo quede bien ensamblado. Como muchas veces solo vemos el último
momento, nos parece que todo va por lo pronto y por lo fácil, olvidando lo que
hay detrás.
Así en la
vida, si ahora nos encontramos con algo serio y bien pensado, recordemos el
tiempo que ha habido detrás de preparación, de profundización, de ahondar bien
en los cimientos de la vida para lograr lo que ahora tenemos. Podemos pensar en
todos los aspectos de la vida, y tenemos que pensar en lo más hondo de nosotros
mismos que tenemos que saber construirlo desde lo más profundo. Y tenemos que
hablar de nuestra fe y de lo que es nuestra vida cristiana. Porque de esa
superficialidad podemos contagiarnos a la hora de vivir nuestra fe o
manifestarnos como cristianos, como creyentes en Jesús.
Hemos
comenzado hablando de las raíces del árbol que hemos enterrado, pero Jesús nos
ha hablado hoy en el evangelio también de los cimientos sobre los que tenemos
que construir la casa de nuestra vida, el edificio de nuestra fe. Y nos habla
Jesús de la escucha de la Palabra de Dios, tan importante y tan necesaria. Y
escuchar no es solo que lleguen unos sonidos a nuestros oídos, sino prestar
atención para que lo que oímos lo escuchemos también.
Es como el
que va perdiendo audición en sus oídos y al final lo que escucha son cosas
diversas como revueltas que se convierten en un ruido ininteligible; necesitará
unos audífonos que le clarifique los sonidos, que le hagan escuchar bien y
poder comprender lo que oye – lo digo por experiencia -; es lo que necesitamos
de esa escucha de la Palabra de Dios, que llegue de forma inteligible a nuestro
corazón, que la plantemos de verdad en nuestro corazón, para que seamos en
verdad ese árbol que al final da buenos frutos.
Es la
profundidad que tenemos que darle a nuestra vida y a nuestra fe; es ese
crecimiento espiritual que tenemos que ir realizando en nuestra vida; es esa
espiritualidad profunda que nos ayudará a encontrar el verdadero sentido de las
cosas; es ese empuje de la gracia que moverá nuestros corazones y nuestra vida
para manifestar de forma auténtica nuestra fe.