Madurez, equilibrio interior y paz para afrontar la responsabilidad del momento y no dejarnos aturdir por los agobios de la vida y vivir en plenitud el hoy de Dios en nosotros
Daniel 7, 15-27; Sal. : Dn 3,82.83.84.85.86.87; Lucas 21,
34-36
Hay cosas que a veces nos aturden, nos dejan como embotados y
ensimismados; algo impresionante que hemos contemplado, un suceso
extraordinario e inesperado que nos sucede en la vida, preocupaciones por los
problemas que nos vamos encontrando en el camino, una enfermedad que nos afecta
mucho en un ser querido, cosas que nos van ensombreciendo en la vida y que van
haciendo que nuestro pensamiento ande girando siempre en torno a ellas y parece
que no hubiera otra cosa que nos preocupara. Nos cruzamos con las personas y no
las vemos, nos hablan y no nos enteramos, vamos como encerrados por aquel
acontecimiento o aquella preocupación.
También nos puede suceder cuando vivimos una vida muy liviana y
absorta quizás en superficialidades que entonces no le prestamos a ninguna cosa
que se nos presente en profundidad y que quizá pudiera hacernos pensar; pero
son también los que se dejan arrastrar por vicios y malas costumbres que viven
atados a esas cosas sin las cuales ya no se pueden pasar y no saben hacer ni
pensar otra cosa.
Cuesta mantener el equilibrio, vivir con una sana libertad interior,
saberle dar a cada cosa su importancia y su valor, tener tiempo para cada
situación que se nos presente, liberarnos de ataduras, no dejarnos arrastrar
por prejuicios, no perder la paz interior por muchas que sean las dificultades
o las tormentas a las que tengamos que enfrentarnos en la vida, estar atentos a
la vida para vivir la intensidad de cada momento y saber ser feliz con lo que
somos o tenemos aunque siempre con deseos y ansias de superación y de lo mejor.
Todo esto que es muy humano y manifestará la madurez de nuestra
persona todavía se ve engrandecido mucho más cuando en la vida queremos tener
actitudes y posturas de verdadero creyente. Es saber descubrir, como quizá
muchas veces hemos reflexionado, esa presencia de Dios en nuestra vida y escuchar
la voz de Dios que nos habla desde esas situaciones invitándonos a una vida
superior, a un crecimiento interior y a un saber sobrenaturalizar nuestra vida
porque siempre está la gracia de Dios que nos acompaña y nos fortalece.
Hoy Jesús nos previene diciéndonos que no nos dejemos embotar nuestra
mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida y se nos eche encima de
repente aquel día. Y nos pide que andemos alertos y despiertos. Una referencia,
es cierto, al día final de la historia donde será el juicio de Dios, pero una
referencia también al día a día de nuestra vida. Como momento para el creyente
es el día del Señor, porque en cada momento el creyente sabe descubrir y sentir
esa presencia de Dios que viene a nuestra vida. Es el hoy de nuestra vida que
es el hoy de Dios en nosotros.
Vivir y sentir esa presencia de Dios en nosotros; vivir y sentir cada
momento con toda intensidad, con la intensidad de nuestra responsabilidad y de
nuestro amor. Por eso nos pide estar despiertos, alertas, atentos; el que tiene
una responsabilidad no se puede dormir, sino que ha de estar atento en aquello
que hace, en aquello que se le ha confiado. Así nuestra vida, la
responsabilidad de cada momento.
Atentos porque siempre tendremos la oportunidad de expresar nuestro
amor; atentos porque con amor siempre hemos de ir al encuentro con los demás;
atentos porque nuestra vida es servicio y esa es nuestra mayor riqueza, el bien
que podemos hacer a los demás. Vigilantes y atentos, despiertos para ir
logrando ese crecimiento interior, esa superación de nuestra vida, esa madurez
y serenidad con que afrontamos los problemas y vivimos con paz la lucha de cada
día.