La sinceridad y la autenticidad de nuestras palabras y de nuestra vida nos facilita el encuentro para caminar juntos y hacer que nuestro mundo sea mejor
2Corintios 5, 14-21; Sal 102; Mateo 5, 33-37
Hoy para todo necesitamos dejar constancia en documento escrito
firmado y sellado y si es ante notario mejor, y aun así seguimos con la
desconfianza de la falsedad, porque la veracidad de nuestras palabras no es
algo que brille con brillo especial.
Recordamos la veracidad de la palabra dada por nuestros mayores, daban
su palabra, un apretón de manos y ya no era necesario ningún documento más porque
nos podíamos fiar de la palabra dada. Hoy quizá hay momentos que ni bajo
juramento nos creemos en lo que nos decimos. Ocultamos, engañamos, dejamos
lados oscuros que nadie entiende o para que no nos entiendan y así vamos por la
vida con la desconfianza por delante porque no nos fiamos, como se suele decir,
ni de nuestra propia sombra.
Estamos haciendo mención por una parte a la veracidad y a la
sinceridad con que hemos de andar por la vida en este mundo tan lleno de
vanidades y de falsedades. Prima nuestro yo y nuestros intereses y ocultamos la
verdad para que nada nos perjudique en nuestros intereses particulares y
egoístas y nos vamos envolviendo en trampas de todo tipo. ¿Qué mundo y qué
sociedad hacemos así?
Pero también estábamos haciendo mención a que ni siquiera respetábamos
lo sagrado del juramento. Jurar es poner a alguien por testigo de aquello que
hacemos o decimos, pero, ¿quién se puede fiar de nosotros para ser testigos de
la veracidad de lo que decimos? Claro que en su sentido más profundamente
religioso el juramento es poner a Dios por testigo de lo que decimos. Si en
cualquier juramento unas condiciones necesarias son la sinceridad de lo que
decimos y la justicia con que lo hacemos, ¿cómo podemos atrevernos a jurar por
Dios en la falsedad y en la injusticia de nuestros actos? Grave pecado, grave
sacrilegio tendríamos que decir. Por eso para no mermar la santidad y la
importancia del juramento no ha de hacerse sin necesidad.
Es de lo que nos está hablando hoy Jesús en el Evangelio. Y nos dice
que no juremos ni por lo más sagrado. Que nos basta decir si o decir no. Con lo
que hay que resaltar entonces la sinceridad con que andamos por la vida. Ojalá
siguiéramos el mandato del Señor. Qué felices seríamos y que bonitas serían
nuestras mutuas relaciones. Crearíamos confianza entre unos y otros y así
seriamos capaces de tendernos las manos los unos a los otros para caminar
juntos y para juntos hacer que nuestro mundo sea mejor.
Desgraciadamente llenamos de oscuridades nuestra vida con nuestra
falta de sinceridad. Y no son solo ya las palabras que pronunciemos sino las
actitudes negativas con que vivimos en la vida. Nos queremos revestir de
honorabilidad pero tenemos muchos lados oscuros en la vida, esas sombras de
vanidad, de falsedad de hipocresía en que nos envolvemos. Despojémonos de esas
falsas vestiduras y revistámonos de luz, la luz de la sinceridad y de la
verdad, la luz de la autenticidad y de la congruencia.
La sinceridad y la autenticidad de nuestras palabras y de nuestra vida
nos facilitan el encuentro para caminar juntos y hacer que nuestro mundo sea
mejor. Y en esto los que nos decimos seguidores de Jesús tenemos un compromiso
que cumplir. Seguimos a Jesús que es el Camino, y la Verdad, y la Vida.