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sábado, 13 de diciembre de 2008

El misterio pascual presente en toda celebración del misterio de Cristo

Eclesiástico, 28, 1-4.9-11
Sal. 79
Mt. 17, 10-13

El centro de todas las celebraciones cristianas, de la misma manera que es el centro de la vida del cristiano, es el misterio Pascual de Cristo, su muerte y su resurrección. Así lo hacemos en la Eucaristía donde proclamamos ‘anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor, Jesús’. Pero lo es la celebración de todos y cada uno de los sacramentos y todo lo que vamos celebrando a través del año litúrgico en cada uno de los misterios de la vida de Cristo. Ya sea ahora este mismo tiempo del Adviento en que nos encontramos, como también cuando celebremos la cercana Navidad, ya sea cuando celebramos la fiesta de un Santo o de la Virgen. Todo centrado en el misterio Pascual.
¿Por qué comienzo mi reflexión con este pensamiento? Por algo que vamos a ver en la Palabra de Dios hoy proclamada y que nos viene bien recordar para no perder de vista el sentido profundo que tiene toda nuestra liturgia, que alimenta nuestra vida cristiana.
Nos dice el evangelio hoy que ‘al bajar del monte’, fue la ocasión propicia para la pregunta que a continuación le hicieron a Jesús. ¿Qué había sucedido? Es bueno siempre a la hora de meditar un texto evangélico ver el contexto del mismo, porque nos ayudaría a comprender mejor y descubrir su mensaje. Lo que había sucedido fue la Transfiguración de Jesús, en presencia de aquellos tres discípulos preferidos.
Recordamos el texto, ‘subió Jesús con Pedro, Santiago y Juan a una montaña alta para orar’. Y mientras estaban allí Jesús se transfiguró delante de ellos. No vamos a entrar en todos los detalles, pero sí recordar que aparecieron dos figuras del Antiguo Testamento al lado de Jesús, Moisés y Elías, que significaban la Ley y los Profetas. Moisés que les había dado la ley del Señor en el Sinaí, y Elías, el prototipo de todos los profetas.
De ahí la pregunta de los discípulos al bajar del monte. ‘¿Por qué dicen los letrados que primero tiene que venir Elías?’ No hace muchos días en los textos de la Eucaristía que ya comentamos apareció también este tema. Elías de quien hoy nos habla la primera lectura en ese hermoso cántico del libro del Eclesiástico ensalzando su figura. ‘Surgió Elías, un profeta como un fuego, cuyas palabras eran horno encendido…’
Y describe en breves retazos lo que fue la vida y la misión de Elías en momentos difíciles de idolatría y abandono de la Alianza. Habla de cómo fue llevado al cielo. ‘Un torbellino te arrebató a la altura, tropeles de fuego hacia el cielo…’ Pero habla también de su vuelta antes de la plenitud de los tiempos. ‘Está escrito que te reservan para el momento… para reconciliar a padres con hijos, para restablecer las tribus de Israel’. Palabras que nos evocan las pronunciadas por el ángel en el anuncio a Zacarías del nacimiento del Bautista.
De ahí la respuesta de Jesús. ‘Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo’. No fue recibido de igual manera por todos el Bautista, que terminaría decapitado en las mazmorras de Herodes, por instigación de Herodías. Pero es importante el anuncio que Jesús hace a continuación. ‘Así también el Hijo del Hombre va a padecer a manos de ellos’. Con lo que estaba anunciando su pasión y su muerte.
Mirando el contexto, vemos que lo que hablan Jesús, Moisés y Elías en lo alto del Tabor fue de lo que iba a suceder, de la próxima pasión de Jesús. Después de todo lo sucedido en lo alto del monte, Jesús les recomienda a los discípulos que no hablen de aquello hasta que haya resucitado de entre los muertos, aunque ellos no lo entienden. Pero si miramos anteriormente ya Jesús había anunciado que subía a Jerusalén donde sería entregado en manos de los gentiles y habría de morir, aunque resucitaría al tercer día.
Nos viene bien en este camino de Adviento tener presente esta dimensión de la Pascua de Jesús. No nos podemos quedar en un Dios niño, - no podemos infantilizar excesivamente nuestra fe y nuestras celebraciones - sino que tenemos que contemplar a ese Jesús que hace en Belén, como el Dios que se encarna y se hace hombre, para entregarse por nosotros para nuestra salvación. Es bueno y necesario tener presente esa dimensión que da unidad a todo el misterio de Cristo que celebramos y que realmente es el centro de nuestra vida.
Como hemos pedido en la oración de la liturgia de este día ‘que amanezca en nuestros corazones tu Unigénito, resplandor de tu gloria, para que su venida ahuyente las tinieblas del pecado y nos transforme en hijos de la luz’. Es la muerte y la resurrección de Cristo la que viene a disipar y a destruir toda tiniebla y sombra de muerte. Que en verdad nos iluminemos por los resplandores de la luz de la resurrección que ya comenzaremos a vislumbrar en el nacimiento de Jesús.

viernes, 12 de diciembre de 2008

El que te sigue, Señor, tendrá la luz de la vida

Is. 48, 17-19

Sal.1

Mt. 11, 16-19

Hay gente que siempre está viendo una doble intención en lo que hacen los demás, y en ellos siempre actúa la sospecha, la desconfianza, y ven siempre la mala intención en los otros. Realmente una vida así se hace muy insoportable y dura, y mantener una relación de sinceridad con estas personas se hace difícil. Que bonito es actuar siempre con sinceridad y rectitud, tener una mira limpia y clara hacia los otros, y descartar toda mirada a través de un cristal turbio.

Es a lo que hace referencia Jesús en el evangelio de hoy. Sospechaban de Juan y no querían aceptarlo con sinceridad. El modo de vida de Juan de gran austeridad les hacía desconfiar y hasta llegaban a decir que estaba poseído por un demonio. Pero tampoco aceptarán el modo de actuar de Jesús, que se acerca a todos, que busca la oveja perdida mezclándose hasta con los pecadores, con tal de ganárselos para el Reino. ‘Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores’.

Lo vemos en diversos pasajes del evangelio. Ya sabemos cómo sospechaban de Jesús y como no llegaban a aceptar que Jesús se acercase a todos porque a todos quería ganarlos, El que había venido para traer la salvación a todos. Lo criticaban porque comía con publicanos y pecadores, pero el médico no es para los sanos sino para los enfermos, decía Jesús.

Cosas así nos suceden muchas veces incluso en el seno de la Iglesia en la desconfianza de la actuación pastoral de los pastores y de la misma Iglesia. Lo tremendo es que muchas veces esa crítica no viene de los que podríamos considerar enemigos sino lo que es peor desde el mismo seno de la Iglesia.

Pero fijémonos en algo más que nos dice la Palabra proclamada en este día. Recojamos el responsorio del salmo. ‘El que te sigue, Señor, tendrá la luz de la vida’. Seguir al Señor, querer escucharle, aceptar sus palabras, convertir su voluntad en la razón de ser de mi vida. ‘Tendrá la luz de la vida… porque será como un árbol plantado al borde de la acequia. Da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas…’ Cuánto necesitamos nosotros de esa luz, para que no nos puedan las tinieblas del error, del pecado, de la maldad de nuestro corazón.

El Señor nos decía por medio del profeta: ‘Yo, el Señor, tu Dios, te enseño para tu bien, te guío por el camino que sigues. Si hubieras atendido a mis mandatos, sería tu paz como un río, tu justicia como las olas del mar…

Que sepamos escuchar al Señor, dejarnos conducir por El. Que sea en verdad la luz de mi vida. Que, como pedíamos en la oración, ‘siguiendo las enseñanzas de nuestro Salvador, salgamos a su encuentro cuando El llegue con la lámparas encendidas’. Que enraicemos las raíces de nuestra vida en su Palabra, en lo que es su voluntad. Será así como podremos tener vida y dar fruto en abundancia.

Que en este camino de Adviento sepamos así escuchar la voz del Señor allá en lo más hondo de nuestro corazón y nuestra vida.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Te convierto en trillo aguzado, nuevo, dentado….

Is. 41, 13-20

Sal.144

Mt. 11, 11-15

Cuando Juan el Bautista habla de sí mismo lo hace con mucha humildad, diciendo que él no es nadie, sino una voz que grita en el desierto. Lo vamos a escuchar con todo detalle el próximo domingo de Adviento en el evangelio. Y en otra ocasión dirá que no le importa a él menguar con tal de que crezca Jesús, d quien él había venido como Precursor.

Sin embargo Jesús dirá de él que es el mayor de los hijos de mujer. ‘Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista’. Pero nos dirá algo más: que es profeta y el mayor de los profetas, y que es el Elías que tenía que venir en referencia a la creencia entre los judíos de que Elías, que había sido arrebatado al cielo en un carro de fuego, había de volver antes de la venida del Mesías. ‘Los profetas y la Ley han profetizado hasta que vino Juan; él es Elías, el que tenia que venir, con tal que queráis admitirlo’.

Era grande la misión de Juan y el lugar que Dios quería que ocupara en la historia de la salvación. Había de ser el Precursor del Mesías, el que venía antes que el Mesías para preparar precisamente los caminos del Señor. ‘Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de los pecados’. Así cantará proféticamente Zacarías a la hora de su nacimiento.

O como le había dicho el ángel en la anunciación a Zacarías. ‘Será grande a los ojos del Señor… irá delante del Señor, con el espíritu y el poder de Elías… preparando para el Señor un pueblo bien dispuesto’. Lo anunciado por los profetas lo podemos ver realizado en Juan, como aquel que prepara el camino del Señor.

Preparar caminos, hacer nuevos caminos exigirá transformar muchas cosas aunque duelan. Como el trillo que tritura la paja para sacar limpio el grano. Hoy hemos escuchado al profeta que decía: ‘Mira, te convierto en trillo aguzado, nuevo, dentado, trillarás los montes y los triturarás; harás paja de las colinas; los aventarás y el viento los arrebatará, el vendaval los dispersará; y tú te alegrarás con el Señor…’ Ricas imágenes que nos ayudan a comprender esa transformación que tiene que realizarse en nuestros corazones para trazar en ellos un verdadero camino para el encuentro con el Señor que viene a salvarnos.

Cuando nos dejamos transformar por el Señor todo será nuevo en nuestra vida como un vergel lleno de manantiales y de frondosa vegetación. Será como un volver a aquel paraíso terrenal donde Dios puso a nuestros primeros padres. Hoy nos dice el profeta: ‘Alumbraré ríos en cumbres peladas; en medio de las vaguadas, manantiales; transformaré el desierto en un estanque y el yermo en fuentes de agua; pondré en el desierto cedros, y acacias, y mirtos y olivos, plantaré juntos en la estepa cipreses, olmos y alerces’.

Así se manifiesta la gloria del Señor. Así llegaremos a reconocer el poder de su gracia sobre nosotros y la vida nueva que El nos ofrece. ‘Para que vean y reconozcan, reflexionen y aprendan de una vez, que la mano del Señor lo ha hecho, que el Santo de Israel lo ha creado’.

Es lo nuevo que el Señor quiere hacer en nosotros.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Yo os aliviaré... encontraréis vuestro descanso

Is. 40, 25-31

Sal.102

Mt. 11, 28-30

‘Bendice, alma mía, al Señor’. Sí que tenemos que bendecir y alabar en todo momento al Señor. ‘Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios’. Tenemos que recordar cuánto recibimos de El. Es nuestra fuerza, nuestra vida, nuestra esperanza. En El tenemos que poner toda nuestra confianza y nuestra seguridad. Todo es gracia recibida de El. El colma nuestra vida de gracia y de ternura.

Sin embargo, muchas veces lo olvidamos. Nos quejamos. Decimos que no nos escucha. Que no atiende a nuestras súplicas. ¿Será que nos falta fe para descubrir cuánto recibimos de El?

‘¿Por qué andas hablando, Jacob, y diciendo, Israel: mi suerte está oculta al Señor, mi Dios ignora mi causa?’ Es la pregunta que el Señor nos hace por el profeta ante nuestras dudas y desconfianzas. ‘¿Acaso no lo sabes, es que no lo has oído?’ Y nos recuerda al Señor Dios grande y poderoso que ha creado todo y que sin El nada se sostiene. Y si Dios cuida así de todas sus criaturas, cuánto no va a cuidar de sus hijos, los hombres.

Tendríamos aquí que recordar lo que Jesús nos enseña en el evangelio de la Providencia amorosa de Dios que no deje que se caiga sin su consentimiento ni un pelo de nuestra cabeza. Es el Señor grande en su sabiduría y su amor para con nosotros. ‘El da fuerza al cansado, acrecienta el valor del inválido’, nos dice. ‘El perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades’, decíamos en el salmo. Es el Señor que ‘no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas’, porque es misericordioso y compasivo.

Por eso tenemos que escuchar también lo que nos dice hoy en el evangelio. ‘Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré… y encontraréis vuestro descanso’. Lo vemos en el evangelio. A todos acoge, a todos escucha, a todos reparte su amor. Serán los enfermos o los pecadores. Los que van con su sufrimiento y dolor o los que van cargados con el peso de sus pecados Serán los que tienen interrogantes en su vida o lo que se sienten desorientados. Serán los que van buscando algo, aunque fuera sólo conocerle de lejos, o los que se acercan hasta El esperando una palabra de vida, de consuelo, de esperanza.

Con qué confianza tenemos que seguir haciendo este camino de Adviento que nos lleva al encuentro con El. El viene a nosotros para ser nuestra luz, nuestra vida, nuestro descanso y alivio, nuestra esperanza, para serlo todo para nosotros. Que haya disponibilidad en nuestro corazón, que haya verdadera esperanza, que surja confiada, entonces, nuestra oración. Ven, Señor Jesús.

martes, 9 de diciembre de 2008

Como un pastor apacienta el rebaño

Is. 40, 1-11

Sal. 95

Mt. 18, 12-14

Lo mismo vuestro Padre del cielo: no quiere que se pierda ni uno sólo de estos pequeños’. Es el comentario que hace Jesús a la parábola que ha propuesto.

Se la propone así como un ejemplo, con sencillez, para que ellos vean y juzguen, para que aprecien lo que es el amor que nos tiene el Padre. El pastor que guarda las noventa y nueve y se va a buscar a la oveja perdida por donde sea. La alegría del pastor por la oveja encontrada. La alegría y el gozo del Padre del cielo cuando arrepentidos volvemos a El, porque El nos ha llamado y encontrado.

Es lo que ha hecho y hace Jesús. Es toda la historia de la salvación, en que Dios es siempre el que nos busca. Es la oferta de amor que El nos está haciendo siempre.

Viene el Señor – seguimos en nuestro camino de Adviento escuchando a los profetas – y viene el Señor con su gloria, con todo poder. ‘Aquí está nuestro Dios’, nos dice el profeta. ‘Mirad: Dios, el Señor, llega con fuerza’. Y ¿cómo se manifiesta esa fuerza del Señor? Podríamos pensar en presencia en medio de cosas grandiosas y extraordinarias. Pero nos dice el profeta: ‘Como un pastor apacienta el rebaño, su brazo lo reúne. Lleva en brazos los corderos, cuida de las madres’. Nos busca, no guía, nos lleva a pastos abundantes, cuida con cariño a sus corderitos y a todas sus ovejas, las conoce por su nombre, es capaz de dar la vida por ellas por defenderlas contra el lobo asesino.

Será de lo que nos hable Jesús en el evangelio muchas veces. Cuando vio a aquellas muchedumbres que acudían a El de todas partes, dice el evangelista que sintió lástima ‘porque andaban abandonados y extraviados como ovejas que no tienen pastor’. Y tuvo compasión y les enseñaba, y curaba sus enfermos, y en aquella ocasión en el desierto hasta multiplicó milagrosamente el pan para que no desfallecieran y todos comieran hasta hartarse.

Así siente compasión por nosotros, que tantas veces andamos extraviados, caminos por caminos oscuros, olvidamos sus sendas y sus mandatos, nos llenamos de las tinieblas del pecado y de la muerte. Pero El nos llama, nos busca, nos ofrece su gracia. No nos busca para recriminarnos sino para vestirnos del traje nuevo de la vida y de la gracia. Y todo eso porque nos ama. Todo eso por su iniciativa y su benevolencia. ‘El amor consiste en que El nos amó primero’.

No somos nosotros los que hacemos méritos para alcanzar el perdón. No somos nosotros los que le vamos a ofrecer cosas que tengan el valor suficiente para alcanzar el perdón de nuestros pecados. ‘Gritadle: que se ha cumplido su servicio, está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados… Mirad: lo acompaña el salario, la recompensa lo precede…’ Es El quien salda nuestras deudas. Es la sangre de Cristo derramada por nosotros.

Con humildad, sí, pero con la seguridad y la confianza de lo que es el amor que El nos tiene nos acercamos a El. Queremos caminar por sus caminos, queremos dejarnos apacentar por El que es nuestro Buen Pastor. No nos queda otra cosa sino lo que decíamos ayer que teníamos que aprender de María. Seamos dóciles a la gracia de Dios. Dejémonos conducir por la mano del Señor.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Con Maria Inmaculada cantamos la victoria de nuestro Dios

Con María Inmaculada cantamos la victoria de nuestro Dios

Gén. 3, 9-15.20;

Sal. 97;

Ef. 1, 3-6.11-12;

Lc. 1, 26-38


En el camino del Adviento celebramos esta fiesta de María, la Solemnidad de su Inmaculada Concepción. No rompe, ni mucho menos, el ritmo de nuestro camino, sino que ella es el mejor modelo de nuestro caminar y esperar, de nuestro camino de esperanza, que tiene que ser también un camino de amor. ¿Quién mejor que ella abrió su corazón para acoger a Dios que venía al encuentro del hombre? Y de qué manera lo acogió que en sus entrañas se encarnó y así se convirtió en la Madre de Dios.

Sentimos deseos de cantar a María - y por supuesto que lo hacemos y ojalá supiéramos recoger los mejores cánticos con las más hermosas palabras que los poetas y enamorados de María le han dedicado – cuando la contemplamos Purísima e Inmaculada, adornada de tantas virtudes y gracias.

Pero os digo una cosa. Es cierto que es una fiesta de María pero es el triunfo y la victoria de Cristo lo que celebramos. Por supuesto que es así en toda celebración cristiana y precisamente en esta fiesta de María lo podemos ver con mayor claridad si cabe.

‘Cantad al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas: su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo’, hemos cantado en el salmo. Y más adelante continuaba: ‘Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios’. Pero si queréis fijémonos en el cántico de María. Ella canta al Señor desde lo hondo de su corazón, se regocija desde lo más hondo de sí misma, y aunque su prima Isabel está echándole piropos de alabanza por su fe, ella reconoce que ‘el poderoso ha hecho obras grandes en ella’. No es ella, es el Poderoso, es Dios el que hace maravillas en ella.

María, podemos decir, es la primicia, la primera en la que se manifiesta el triunfo, la victoria de Cristo sobre el mal y el pecado. ¿Qué significa que la llamemos Inmaculada en su Concepción sino ese triunfo de Cristo? En virtud de los méritos de Cristo, en previsión de la muerte de Cristo, como dice la definición del Dogma y lo repetimos varias veces en los textos eucológicos de la liturgia, fue preservada de todo pecado, de toda mancha de pecado original.

Dios la quiso para su madre, quería que ella ocupara un lugar importante en la historia de la salvación y siguiera luego ocupándolo en la vida de la Iglesia, y la hizo pura y santa, la preservó incluso del pecado original con el que todos nacemos innato a nuestra condición humana y pecadora desde que se introdujo el mal en el hombre y en el mundo con el pecado de Adán.

‘En la plenitud de la gracia iba a ser la madre de su Hijo’… la limpió entonces de toda mancha original.

Quería Dios que fuese ‘comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo, llena de juventud y radiante hermosura’, como decimos en el prefacio; la preservó de todo pecado para que fuese así siempre santa e inmaculada y en ella la Iglesia se viese a si misma y caminase también por esos mismos caminos de santidad y de gracia.

De ella iba a nacer ‘el Cordero inocente que quita los pecados del mundo’, ella, pues, iba a ser la primera que se viese limpia de todo pecado.

Quería Dios dárnosla ‘como madre, como abogada de gracia, como ejemplo de santidad’, de esa manera tenía ella que resplandecer en santidad para que nosotros la copiáramos, para que a ella con mayor confianza acudiéramos, y así la tuviéramos siempre como intercesora de gracia. Resplandeciente y singular santidad la que contemplamos en María, enriquecida con la gracia divina desde el primer instante de su concepción. Purísima había de ser, como cantamos y repetimos una y otra vez en el prefacio de acción de gracias de esta Eucaristía.

Todo, porque en la persona de Cristo, nosotros hemos sido bendecidos, y María la primera, con toda clase de bienes espirituales y celestiales, como nos dice san Pablo en la carta a los Efesios. Todo por iniciativa de Dios. Todo por la benevolencia infinita de Dios. Si, desde toda la eternidad, en su benevolencia divina nos ha llamado, nos ha elegido, nos ha hecho hijos y herederos, cuánto más en María. La llena del favor de Dios, la llena de gracia. ‘Has encontrado gracia ante Dios… el Señor está contigo…’ le dice el ángel en la anunciación.

María, la primer rescatada de la garras del maligno es signo también de esa victoria de Cristo en nosotros a quienes por su sangre nos libra de nuestros pecados. Ese triunfo y esa victoria de Cristo también tiene que manifestarse en nosotros, porque por nosotros también murió Jesús.

Nos queda aprender de María en su docilidad a la gracia, en su apertura a Dios, en su rumiar en su corazón lo que el Señor le iba manifestando, en estar disponible para que el plan de Dios se realizase en ella y a través de ella en el mundo y a favor de todos los hombres. Es lo que tenemos que aprender de María y nos haremos partícipes también de ese triunfo de Cristo. Cuando miramos a Maria en esta fiesta y en medio del camino de Adviento que estamos queriendo recorrer es eso lo que de ella tenemos que aprender.

Celebremos a María. Cantemos la santidad de Maria en la que se manifiesta la gloria de Dios. Que así se manifieste también en nosotros porque nos esforcemos igualmente de caminar por esos mismos caminos de santidad. Que ella, abogada de gracia, nos consiga esos dones del Señor para nosotros. ‘Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios’, Que así todos, del uno al otro confín de la tierra, podamos celebrar y cantar la victoria de nuestro Dios.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Nuestro adviento un nuevo éxodo hacia un cielo nuevo y una tierra nueva

Is. 49, 1-5.9-11;

Sal. 84;

2Ped. 3, 8-14;

Mc. 1, 1-8


Lo que el profeta Isaías anuncia en aquel momento al pueblo era como un nuevo éxodo. El primer éxodo, en la salida de Egipto, Dios se manifiesta en medio de obras portentosas y maravillosas para liberar a los judíos de la esclavitud del faraón y llevarlos a través del desierto hacia la tierra prometida. En este nuevo éxodo, será la liberación de la cautividad de Babilonia y la vuelta a la tierra de la que habían sido arrancados por un desierto convertido en cañada real para el encuentro con el Dios que viene con su salvación.

Ponerse en camino, atravesar desiertos, pasar por en medio del agua, ir hacia una tierra nueva de promisión, hacer Pascua y sentir el paso del Señor era algo que estaba constantemente presente en su historia. Desde Abrahán que se puso en camino arrancándose de la tierra de sus padres. Luego con Moisés que les libera de la esclavitud. El paso del mar Rojo primero y luego el del Jordán. La presencia del Dios que les libera y que les salva y que lo celebran en la Pascua. Son hitos, momentos, puntos fuertes de su propia espiritualidad.

El profeta anuncia una transformación del desierto haciendo caminos, allanando colinas y valles, enderezando lo tortuoso y escabroso, porque se revelará la gloria del Señor. ‘Mirad: Dios, el Señor, llega con fuerza… como un pastor apacienta el rebaño, su mano los reúne…’ Pero de alguna manera el anuncio de Isaías se convierte también en anuncio de un nuevo camino, de una nueva voz que va a gritar en el desierto, que va a preparar definitivamente los caminos del Señor.

En el Evangelio vemos su cumplimiento. El Bautista es ‘ese mensajero… esa voz que grita en el desierto: preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos…’ El Evangelista nos lo describe, su figura, su misión y su anuncio. ‘Iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre… bautizaba en el desierto y predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados…’ Y hacía el anuncio definitivo: ‘detrás de mí viene el que puede más que yo, y no merezco agacharme para desatarle sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero El os bautizará con Espíritu Santo’.

Recogiendo toda esa espiritualidad del largo Adviento de Israel en la espera del Mesías y la más inmediata de Juan el Bautista, nosotros vivimos hoy nuestro Adviento. Que también tiene que ser éxodo, salida, ponernos en camino, desprendernos y arrancarnos para caminar hacia ese tierra nueva, ese cielo nuevo de nuestro encuentro total y definitivo con el Señor.

Ese arrancarnos para ponernos en camino hacia lo nuevo exige valentía, coraje, arrojo, decisión firme, no temer el riesgo de lo nuevo que el Señor nos ofrece. No podemos convertir este Adviento en un Adviento más, ni nuestra navidad de este año en algo superficial en que simplemente nos dejemos llevar por lo que todos hacen.

Como nos decía san Pedro en la segunda lectura ‘nosotros esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia’. Pero para caminar hacia él tenemos que realizar también ese camino de éxodo. Caminos que preparar, valles que aplanar, sendas tortuosas que enderezar, lugares escabrosos que igualar. Cuántas cosas que tenemos que transformar en nuestra vida. Cada uno tiene que mirarse a sí mismo con sinceridad.

Y lo hacemos con la certeza de la presencia de la gracia salvadora en nuestra vida, que es nuestra fuerza. Con la certeza de que el Señor ya nos ha redimido y lo que hemos de hacer es precisamente vivir en esa salvación que ya El nos ha ganado. Con la fuerza del Espíritu Santo que hemos recibido, nos ha hecho hijos y nos convierte en testigos de su Reino.

Las palabras iniciales de la profecía de hoy adquieren para nosotros un hondo sentido de consuelo y de fortaleza. ‘Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios: hablad al corazón de Jerusalén, gritadle: que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga pos sus pecados’. Que el Señor nos ha redimido. Que Cristo ya nos ha comprando con su Sangre redentora derramada en la Cruz.

Como decía el profeta: ‘Alza con fuerza la voz, heraldo de Jerusalén, álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: Aquí está vuestro Dios’. Aquí está nuestro Dios. Aquí lo estamos celebrando en la Eucaristía. Aquí lo vamos a celebrar con toda solemnidad cuando llegue la Navidad y veamos al Emmanuel, al Dios con nosotros, al Dios que se hace niño porque se ha encarnado en nuestra carne para ser uno como nosotros y traernos así su amor y su salvación.

Escuchemos al Bautista que también a nosotros nos invita a la conversión; escuchemos a los profetas; escuchemos con atención la Palabra de Dios y empapémonos de ella, para que sea nuestro alimento en este camino de Adviento que hemos emprendido.

‘Esperad y apresurad la venida del Señor’, nos decía san Pedro. ‘Y mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con El, inmaculados e irreprochables’. Creo que entendemos bien lo que significan estas palabras. En paz, inmaculados e irreprochables. Con Dios que significa también todas las señales de paz que tenemos que poner cada día en nuestra relación con los hermanos. Irreprochables, íntegros, sin mancha, purificándonos de nuestros pecados, pero procurando, comprometiéndonos a vivir alejados de todo pecado.

Nos espera el cielo nuevo y la tierra nueva de nuestro encuentro en plenitud con el Señor.