Ha llegado la hora de que sea
glorificado el Hijo del Hombre
Jer. 31, 31-34;
Sal. 50;
Hebreos, 5, 7-9;
Jn. 12, 20-33
Se acercaba la fiesta de la Pascua. Jerusalén estaba
llena de peregrinos, judíos venidos de todas partes, también gentiles
simpatizantes o prosélitos. Unos gentiles han oído hablar de Jesús y quieren
saber más de él. Entre los discípulos cercanos a Jesús hay dos que llevan
nombres griegos, Felipe y Andrés; pueden resultar más asequibles para ellos y
que les sirvan como de intermediarios y faciliten el acercamiento a Jesús. ‘Acercándose a Felipe el de Betsaida, le
rogaban: Señor, queremos ver a Jesús.
Felipe fue a decírselo a Andrés y Andrés y Felipe fueron a decírselo a
Jesús’.
‘Queremos ver a Jesús’. Ver para el griego o el semita es
algo más que mirar con los ojos; es conocer. Quieren conocer a Jesús. Puede ser
también nuestra súplica ahora cuando nos acercamos a la Pascua. En todo tiempo
es bueno ese deseo. Ahora, en este recorrido que llevamos haciendo cercano ya a
los cuarenta días puede ser especialmente oportuno. Queremos ver a Jesús,
queremos conocer más íntima y profundamente a Jesús.
Pudiera parecer algo que nos hacemos formalmente, casi
como un rito que repetimos, pero vamos a intentar que sea un deseo profundo.
Nos decimos que ya lo conocemos, y tenemos el peligro de hacernos la pregunta
casi como un mero formulismo. Vamos a tratar de dejarnos conducir por el
Espíritu del Señor que es el que nos guía y así profundicemos más y más en la
Palabra que se nos ha proclamado hoy. Sólo por la acción del Espíritu en
nosotros es como podemos decir Jesús es el Señor.
La respuesta de Jesús pudiera parecer que no responde
al interrogante y a la búsqueda que están haciendo aquellos gentiles. Pero va a
ser una respuesta que nos ayude a profundizar en el conocimiento del misterio
de Cristo.
‘Ha llegado la hora de
que sea glorificado el Hijo del Hombre’. A través del evangelio de Juan vemos cuán importante
es la llegada de la hora. Ya casi desde el principio, cuando María suplica en
las Bodas de Caná, Jesús dirá que no ha llegado su hora. Cuando van intentando
prender a Jesús – se nos relata en distintos momentos del evangelio -, se les
va de las manos a quienes lo intentan porque no ha llegado aún la hora. Ahora
ya nos habla de que ‘ha llegado la hora
de que sea glorificado el Hijo del Hombre’. Cuando va a comenzar la pasión,
en la última cena, nos dirá el evangelista que ‘sabiendo Jesús que había llegado su Hora de pasar de este mundo al
Padre y habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo’.
‘Ha llegado la hora de
que sea glorificado el Hijo del Hombre’, porque ha llegado la hora de la pasión, de la
entrega, del amor supremo. Es su gloria, su pasión, su muerte, aunque nos
pudiera parecer un contrasentido. Y nos hablará Jesús en esta ocasión del grano
de trigo que cae en tierra y muere para dar fruto, como cuando nos ha hablado
de que no hay mayor amor que el de quien da la vida por el que ama. ‘Os aseguro que si el grano de trigo no cae
en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto’.
Es la entrega de Jesús hasta la muerte. Es el anuncio
de la pasión y de la muerte. Sabe que su vivir es morir, que es entregarse para
dar vida. Pero ahora el evangelista Juan nos va a adelantar lo que los otros
evangelistas nos narrarán de la angustia de Getsemaní. Parece como calcado uno
y otro momento. ‘Ahora mi alma está
agitada y ¿qué diré? Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido,
para esta hora. Padre, glorifica tu nombre’. Como dirá en Getsemaní, ‘no se haga mi voluntad sino la tuya’.
Como nos hacía reflexionar la carta a los Hebreos ‘Cristo en los días de su vida mortal, a
gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de
la muerte, cuando en su angustia fue escuchado… y aprendió, sufriendo a
obedecer…’ Así había emprendido libremente y por amor el camino de la subida
a Jerusalén, que seria el camino de subida al Calvario y a la Cruz.
‘Queremos ver a Jesús,
queremos conocer a Jesús…’
Estamos pregustando ya todo el misterio de la Pascua, de la entrega, del amor
sin límites. Estamos metiéndonos dentro del misterio de Jesús. Estamos nosotros
queriendo entrar en ese misterio de la pascua, que es caminar por esos mismos
caminos de amor y de entrega. Porque no vamos a mirar desde fuera el misterio
pascual de Cristo, sino que vamos a hacer pascua en nuestra vida. Queremos
aprender también a sembrar ese grano de trigo, a ser ese grano de trigo que se
siembra, en la entrega y el amor hasta el final como es el amor y la entrega de
Jesús. ¿Querremos nosotros también hacer esa misma subida que hizo Jesús, vivir
esa misma entrega y ese mismo amor?
Ya Jesús nos está diciendo qué tenemos que hacer. ‘El que se ama a sí mismo se pierde, y el
que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna’.
Por eso nos dirá tajantemente ‘el que
quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí estará también mi servidor;
a quien me sirve, el Padre lo premiará’. Ya nos había dicho en otro momento
que seguirle a El es tomar la cruz de cada día. Seguir a Jesús es amar con un
amor como el de Jesús. Seguir a Jesús es olvidarnos de nosotros mismos porque
quien ama de verdad no piensa en sí mismo sino siempre en los demás; seguir a Jesús
es darse y entregarse por ese amor.
El profeta había anunciado un tiempo nuevo de una
alianza nuevo en que la ley del Señor estaría inscrita en lo más hondo de nuestros
corazones. ‘Meteré mi ley en su pecho, la
escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo… todos me
conocerán desde el más pequeño al grande cuando perdone sus crímenes y no
recuerde sus pecados’. Es la nueva alianza sellada en la sangre de Cristo,
alianza nueva y eterna.
Nos cuesta ser ese grano de trigo que cae en tierra y
muere para dar fruto. También sentimos en nosotros ese interrogante, esa duda y
esa angustia por la pasión y por la muerte que hemos de vivir. Son muchos los
apegos de nuestro corazón, muchas las cosas a las que tenemos que morir.
Pero mirando a Jesús, queriendo seguir a Jesús lo
entendemos y pedimos la fuerza del Espíritu para ser ese grano de trigo que se
entierra y muere, para vivir un amor y una entrega así como la de Jesús.
Tenemos que aprender a morir. Tenemos que aprender a hacer pascua en nosotros.
Es Pascua, será Pascua, porque es el paso de Dios por nuestra vida para
aprender a morir y aprender a vivir esa vida nueva que en Jesús podemos
alcanzar.
Morir es destruir las raíces del pecado que hay en
nuestro corazón, enterrando el egoísmo y muriendo a tantos orgullos que se nos
meten dentro; es arrancar de nosotros todo tipo de violencia para vivir para
siempre en la mansedumbre y ser sembrador de semillas de paz allá por donde
vayamos; es aprender a hacernos los últimos siendo siempre servidores de todos;
es llenar el corazón de comprensión para perdonar sin ninguna reserva, para
amar con la ternura más grande, para desparramar generosamente amor entre los
que nos rodean.
Hacer la Pascua de Cristo en nosotros es sonreír en la
adversidad y en los problemas porque nos sentimos seguros en el Señor que es
nuestra fortaleza; es desterrar el pesimismo y los mantos negros que oscurecen
nuestra vida en la tristeza, en la envidia y en los resentimientos; es destruir
el pecado y todo lo que nos llene de muerte para poder vivir la vida de Dios
para siempre.
Que haya Pascua de verdad en nuestra vida. Caminemos
con entusiasmo y esperanza hacia la Pascua de Cristo y demos todos esos pasos
necesarios en nuestra vida para que lleguemos a cantar con alegría el ‘aleluya’ de la resurrección.