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sábado, 7 de noviembre de 2009

Fidelidad en las cosas pequeñas

Rom. 16, 3-9.16. 22-27
Sal. 144
Lc. 16, 9-15


Como una prolongación del mensaje de la parábola del administrador injusto nos deja Jesús una serie de sentencias de rico contenido.
Nos viene a decir que hemos de santificarnos en esas cosas de cada día que traemos entre manos, ya sean tan pequeñas e insignificantes que nos parezcan sin importancia como en las cosas materiales como el dinero o las riquezas que tenemos que administrar. Es ahí en ese lugar concreto y con esas cosas concretas donde nos quiere Dios y ya hemos de saber utilizarlas de modo que no nos impidan que Dios sea el único Señor de nuestra vida, como de saber utilizarlas con honradez y responsabilidad de modo que sean un camino seguro de nuestra santificación.
Fijémonos en cosas concretas que nos señala Jesús. ‘El que es de fiar en lo menudo… el que es honrado en lo menudo… también en lo importante es de fiar… es honrado’. No podemos decir yo no me fijo en esas menudencias, esas cosas sin importancia, me reservo para cosas grandes. Es un error. ¿Quién te ha dicho que se te van a confiar cosas grandes? Además las menudencias, pueden ser un buen entrenamiento y un aprendizaje para las cosas grandes. Pero es que además está en juego la fidelidad. Y la fidelidad hemos de tenerla también en las cosas pequeñas.
Como había hablado del administrador injusto que no había sabido ser responsable, sino más bien corrupto en la administración de los bienes que se le habían confiado, nos habla ahora de la necesaria responsabilidad y fidelidad también en esas materialidades de la vida como puede ser el dinero. ‘Si no fuisrtes de fiar en el vil dinero, ¿quién os va a confiar lo que vale de veras?’ No lo olvidemos, somos unos simples administradores, pero que hemos de saber ser fieles hasta en lo más pequeño.
Pero además vendrá a decirnos que nunca el dinero o la riqueza pueden ocupar el lugar de Dios. ‘Ningun siervo puede servir a dos amos: porque o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo’. Y tajantemente nos dice: ‘No podéis servir a Dios y al dinero’.
¡Cómo se adueña de nuestra vida si no estamos lo suficientemente vigilantes, el dinero y la riqueza! ¡Qué fácilmente nos hacemos avaros y egoístas con la ambición de la posesión de las riquezas! Fácilmente se convierten en dioses de nuestra vida. De ahí la sentencia de Jesús.
Por allá estaban ‘los fariseos, amigos del dinero y se burlaban de él’. Quienes tienen apegos en el corazón les cuesta mucho entender que las cosas puedan ser de otra manera. Además, en consecuencia, lo que les decía Jesús les resbalaba por su endurecida conciencia. ‘Vosotros presumís de observantes delante de la gente, pero Dios os conoce por dentro’, les desenmascara Jesús. Terminará diciéndoles: ‘La arrogancia de los hombres, Dios la detesta’. Dios que se revela y se manifiesta no a los arrogantes, que se creen sabios y entendidos, sino a los pequeños, a los sencillos y a los humildes.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Astucia, sagacidad, esfuerzo, sacrificio…

Rom. 15, 14-21
Sal. 97
Lc. 16, 1-8


Una parábola que siempre desconcierta. Y nos desconcierta porque nos habla de un administrador injusto, o sea, de alguien que no está actuando correctamente y si mal había administrado antes que su amo le pidiera cuentas, después se vale de su cargo para hacer sus apaños corruptos que le beneficiarían a posteriori.
¿Qué nos quería decir Jesús? ¿por qué nos propone esta parábola tan desconcertante a primera vista? Porque ciertamente la parábola casi termina con una felicitación del amo por la astucia con que actuó. ¿Nos justifica eso las malas mañas? Seguro que no. Por eso hemos de buscar el verdadero sentido de la parábola y no quedarnos en apariencias.
Pero Jesús sí nos hace pensar con su sentencia final. ‘Ciertamente los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz’. El que obra el mal se vale de lo que sea para conseguir sus fines. Pone su empeño, su ingenio, todo lo que sea por conseguirlo.
Y nosotros ¿qué hacemos? ¿en verdad nos esforzamos por mostrarnos siempre como hijos de la luz? Tenemos de nuestra parte la verdad de Dios, a Jesucristo y su evangelio; sabemos cuál es el camino de rectitud, de amor, de justicia por el que tenemos que caminar; se nos ofrece la vida eterna, la gloria del cielo como premio, ¿nos afanamos por conquistarla? ¿Qué camino preferimos o escogemos? ¿El camino del amor, de la justicia, de la verdad, la santidad, o buscamos otras cosas donde simplemente nos dejemos arrastrar por la pasión, envolver por nuestro egoísmo, seducir por la pereza y el engaño?
Lo que nos cuesta esfuerzo lo dejamos de lado para otro momento. Lo que nos exige superación, ya en otro momento comenzaremos. Esa lucha con la tentación y contra el pecado, vamos a ver qué es lo que podemos hacer porque es difícil, decimos.
Algunas veces por evitar el esfuerzo o el sacrificio vivimos una vida ramplona donde no crecemos espiritualmente, sino que más bien tenemos la tendencia de ir hacia atrás, hacia el pecado.
Esa sagacidad y astucia – dos palabras que aparecen en la parábola y en el evangelio – tendrán que significar ese esfuerzo, ese sacrificio, esos deseos de crecimiento y superación. Aunque nos cueste.
El deportista que quiere alcanzar una meta y un triunfo en su competición deportiva, tiene que sudar la camiseta, se suele decir. Será el entrenamiento previo y duro, y será toda la tensión y el esfuerzo en el momento de realizar la prueba. Es lo que necesitamos en nuestra vida cristiana, en el camino de nuestra fe y seguimiento de Jesús. Por eso El nos hablará en otras partes del evangelio de ser capaces de cargar la cruz.

Jesús se acerca a todos y todos se acercan a Jesús

Rom. 14, 7-12
Sal. 26
Lc. 15, 1-10


Jesús se acerca a todos y todos se acercan a Jesús. No hace ninguna discriminación. ‘Su gozo es estar con los hijos de los hombres’, como dice la Escritura.
Lo vemos a la orilla del lago con los pescadores o caminando los caminos de Palestina. Le veremos en la casa de la suegra de Pedro, yendo a la casa de Jairo, comiendo a la mesa de un fariseo, u hospedándose en la casa del publicano Zaqueo.
Todos le buscan y quieren escucharle. Todos quieren tocarle o que El ponga su mano sobre ellos. La mujer pecadora se atreverá a introducirse en casa de Simón, el fariseo, y poner a sus pies para lavárselos con sus lágrimas y ungirlo con caros perfumes, o Mateo hará un banquete con sus amigos los publicanos para invitar también a Jesús. Los niños llegan hasta El porque sus madres los traen para que los bendiga o aquellos hombres se atreverán a romper la terraza para bajar hasta los pies de Jesús al paralítico.
Es Dios con nosotros que camina en medio nuestro y siente como suyas nuestras preocupaciones y anhelos, nuestras debilidades y flaquezas, y para todos tiene un corazón acogedor y misericordioso para impulsarnos a que vayamos hasta El porque en El vamos a encontrar nuestro descanso y nuestra paz. Muchos textos y páginas del evangelio podríamos recorrer y recordar en este sentido.
Como sucede siempre surgirá la envidia o el puritanismo de algunos que se creen más puros o más merecedores que nadie y a quienes no les gustará esa actitud abierta y misericordiosa de Jesús para con todos y en especial para los pecadores. Nos lo dice hoy el evangelio.
‘Se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos: Ese acoge a los pecadores y come con ellos’. No será sólo en esta ocasión donde contemplemos esa actitud discriminatoria y despreciativa de los fariseos y los letrados.
No importa que ellos se pongan a murmurar así, porque esto dará ocasión y motivo para que Jesús nos deje hermosas y bellas parábolas y el rico mensaje del amor y la salvación que Dios ofrece para todos.
Nos hablará hoy del ‘pastor que tiene cien ovejas y se le pierde una, o de la mujer que pierde la moneda preciosa’, para indicarnos cómo Dios nos busca hasta que nos dejemos encontrar por su amor, pero también para hablarnos de ‘la alegría del cielo por un solo pecador que se convierta’.
Es un gozo el mensaje que nos deja Jesús. Nos manifiesta una vez más el rostro misericordioso de Dios que tanto nos ama y que nos busca y espera nuestro regreso. Nos busca hasta encontrarnos y nos lleva sobre sus hombres para curar nuestras heridas. Nos busca para lavarnos de nuestras manchas y miserias y para vestirnos del traje nuevo de fiesta, de la gracia y de la vida nueva, como nos dirá más adelante en la otra parábola que todos conocemos como la del hijo pródigo o que podemos llamar también del padre misericordioso.
Dios sigue buscándonos y ofreciéndonos su amor. Su Palabra sigue llamándonos y nos invita una y otra vez para que vayamos hasta El para vestirnos de su gracia. Sigue llamándonos y ofreciéndonos el traje de fiesta de la gracia en los sacramentos donde podemos experimentar una y otra vez ese gozo del reencuentro y del perdón, esa alegría honda del perdón recibido, esa fiesta del banquete del Reino de Dios, cuando en la Eucaristía se nos da y se nos ofrece como comida, como alimento de gracia donde le comemos a El mismo que así se quiere hacer vida para nosotros.
No nos olvidemos y nos cansemos de darle gracias a Dios por tanto amor, por el perdón que nos ofrece, por la vida nueva que nos da. Que nosotros también por nuestra misericordia y amor para con todo hermano manifestemos ese rostro de amor de Dios.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Tendremos que conocer la meta antes de emprender el camino

Rom. 13, 8-10
Sal. 111
Lc. 14, 25-33


‘¿Quién de vosotros si quiere construir una torre no se sienta primera a calcular los gastos a ver si puede terminarla?’ El evangelio dice que ‘mucha gente acompañaba a Jesús’. Siguen a Jesús, pero ¿por qué le siguen? ¿hasta donde están dispuestos a llegar? Y a la hora de plantear el interrogante no sólo les habla de construir la torre sino también del rey que va a hacer la guerra.
¿Qué nos quiere decir Jesús? Creo que nos quiere hacer pensar. Tendríamos que conocer la meta antes de emprender el camino. Tendremos que conocer los planes antes de iniciar una obra. Tendremos que conocer las exigencias antes de hacer una opción de vida. Tendremos que conocer cuál es el sentido de Cristo antes de decir que nos llamamos cristiano.
La cosa es seria. Si queremos seguir a Jesús necesariamente tenemos que querer conocerle, buscarle a fondo, como aquellos primeros discípulos que preguntaban ‘Maestro, ¿dónde vives?’ y es que nos encontramos con muchas carencias en el conocimiento de Cristo y su evangelio, lo que es su plan de vida y salvación. ‘¿Dónde vives?’ es algo más que saber un lugar. Alegremente nos llamamos cristianos sin haber profundizado lo suficiente en lo que es el meollo de nuestra fe.
Nos decimos cristianos y nos contentamos con vivir como todos, sin diferenciarnos mucho de los que no tienen fe o tienen otros planteamientos distintos en la vida y distantes de lo que son los principios cristianos o lo que nos dice el evangelio. Muchas veces por ignorancia, vamos a decir.
Hemos de tener claro que cuando hacemos una opción por Jesús, o sea, nos decidimos a ser cristianos de verdad, porque queremos seguirle y ser sus discípulos, hemos de saber bien qué camino emprendemos, cuál es el sentido que quiero darle a la vida, cuál el planteamiento que me hago en mi relación con Dios, conmigo mismo, con los demás o con la sociedad y el mundo en el que vivo. Eso nos exigirá ese conocimiento de Jesús, de su evangelio, de lo que es la doctrina cristiana, o sea, en qué consiste la fe que tengo en Jesús.
Hoy Jesús nos habla en el evangelio de renuncias, de tomar la cruz para seguirle, de qué es lo que tengo que poner en primer lugar en mi vida. Precisamente por esto último, por cuál es la cosa que va a tener lugar preferencial en mi vida, es por lo que Jesús nos habla de esa renuncia y de esa cruz, de ese valor relativo que tengo que darle a las cosas materiales, etc…
Quitar esos apegos del corazón suele ser algo doloroso. Ir a la contra de lo que es el sentido del mundo para poner a Dios y su amor en el primer lugar y en el centro de mi vida, es algo que nos tiene que costar. Decir no a cosas que nos pueden encantar puede ser algo costoso y difícil en ocasiones. Muchas son las cosas, e incluso las personas y uno mismo que tengo que posponer para en verdad llamarme su discípulo.
Vivir en un estilo de amor generoso hasta el límite de lo infinito algunas veces nos puede costar porque bien sabemos que se nos mete el egoísmo, el orgullo y tanta pasión por medio que nos hace tambalearnos.
Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío… quien no renuncia todos sus bienes…’, que le atrapan y le esclavizan, ‘no puede ser discípulo mío’.
‘A nadie debáis nada, más que amor; porque el que ama tiene cumplido el resto de la ley’,
que nos decía san Pablo en la carta a los Romanos. ‘Amar es cumplir la ley entera’. Es lo que nos pide Jesús.

martes, 3 de noviembre de 2009

Unas pautas para la comunión y la unidad entre hermanos

Rom. 12, 5-16
Sal. 130
Lc. 14, 15-24


¡Qué maravillosa y admirable es la unidad que existe entre todos los que creemos en Jesús y nos unimos a El por la gracia y los sacramentos! San Pablo nos lo expresa con la imagen del cuerpo en la que todos los miembros están unidos formando una unidad y están todos en función los unos de los otros. En varios lugares de sus cartas nos presenta la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo. Es lo que hoy hemos escuchado en esta carta a los Romanos.
‘Nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros’. Y nos habla a continuación que aquellos dones o carismas que hayamos recibido no están en función solo de nosotros mismos, sino en función de todo el cuerpo. En el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia cada uno de sus miembros, o sea nosotros los que creemos en Cristo y en virtud de esa fe nos unimos a Cristo y formamos ese cuerpo, esa unidad, con lo que somos, con los dones recibidos estamos llamados a enriquecer la unidad de la Iglesia.
Nos hablará de la predicación, del servicio, de la administración, del ejercicio de la caridad, de la presidencia en el amor todo para el bien de los demás, para el bien de la comunidad. No somos para nosotros mismos sino para los demás.
Pero todo esto no lo podemos hacer o realizar como si fuera una imposición, o un mero cumplimiento, porque el corazón estaría bien lejos de lo que hacemos. Todo tiene que estar impulsado por el amor.
El apóstol nos da unas pautas. Nos habla de autenticidad –‘que vuestra caridad no sea una farsa’, viene a decir – nuestro amor tiene que nacer desde lo más hondo del corazón; habla de bondad para con todos, de atención, cuidado e intensidad en lo que hacemos – ‘como buenos hermanos sed cariñosos unos con otros’ -; nos habla de la alegría y de la esperanza – ‘que la esperanza os tenga alegres’ nos dice - , de la hospitalidad y de la acogida a todos –‘contribuid a las necesidades del pueblo de Dios, practicad la hospitalidad’ -.
Nos habla de capacidad de comprensión, aguante y perdón – ‘bendecir a los que os persiguen, bendecir, sí, no maldigáis’ – nunca podremos desear mal al otro sino que todo tendrán que ser deseos de bendición; de cercanía y solidaridad – ‘con los que ríen, estad alegres, con los que lloran, llorad’ -; de sencillez y humildad y en consecuencia lejos la arrogancia y las ambiciones desmedidas – ‘tened igualdad de trato unos con otros, no tengáis grandes pretensiones, sino poneos al nivel de la gente humilde’ – porque entre hermanos no caben suspicacias ni envidias.
Y todo con espíritu de fe y alimentado con la oración – ‘servid constantemente al Señor… sed asiduos en la oración’ – porque sólo con la fuerza del Señor podremos lograrlo.
¡Qué texto más hermoso! ¡Qué distinta seria nuestra vida, nuestras relaciones mutuas, nuestra convivencia si nos dejáramos conducir por estas pautas! ¡Qué distinto a la prepotencia con que nos relacionamos, las vanidades que mueven nuestras relaciones y deseos!
Todo es cuestión de dejarse conducir por el espíritu del amor. Es el distintivo del cristiano, aunque a veces parece que lo olvidamos. Porque nos amamos tenemos que saber estar al servicio de los otros. Porque nos amamos aquello que tengo yo, ya no es solo mío sino que también es de mi hermano, está al servicio del hermano. Porque nos amamos y haya esa hermosa comunión, esa hermosa unidad entre nosotros todo lo que somos y valemos hará crecer precisamente más y más esa comunión y esa riqueza mutua.

lunes, 2 de noviembre de 2009

A los que han muerto admítelos a contemplar la luz de tu rostro

Lam 3, 17-26
Sal. 24
Mc. 15, 33-39; 16, 1-6


Si ayer celebrábamos la gran fiesta de la Iglesia, de Todos los Santos, y contemplábamos a quienes en la Jerusalén del cielo eternamente alaban a Dios con el Cántico del Cordero, el cántico de los vencedores que han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero, y al mismo tiempo queríamos echar una mirada a los que peregrinos aún en esta tierra quieren vivir en fidelidad y santidad, hoy queremos recordar, contemplar y sentirnos en una comunión solidaria con aquellos que habiendo salido ya de este mundo se purifican para poder entrar en el Banquete de las Bodas eternas.
Es la conmemoración de todos los fieles difuntos que hacemos en este día. Un día en el que, aún enfrentándonos a la cruda y dolorosa realidad de la muerte, sin embargo no queremos vivir desde la amargura sino desde la esperanza.
Es cruda y dura le realidad de la muerte a la que todos tenemos que enfrentarnos. Ya sea en la desaparición de nuestros seres queridos, familiares, amigos, conocidos, personas cercanas a nosotros, ya sea en esa realidad de la muerte que estamos viendo todos los días a nuestro alrededor, muchas veces muy dolorosa como consecuencia de la violencia de la vida manifestada en tantas cosas, ya sea la realidad de nuestra propia muerte a la que un día tenemos que enfrentarnos y que nos lo recuerda la propia debilidad de nuestro cuerpo, las enfermedades o también los achaques como consecuencia de la longeva edad.
Pero ante el hecho de la muerte nosotros no sufrimos como los hombres sin esperanza, como nos lo recuerda san Pablo en ese texto de la carta a los Tesalonicenses que tantas veces habremos escuchado y meditado. Nuestra esperanza está en el Dios de la vida. Nuestra esperanza está en Jesucristo, muerto y resucitado.
Sí, Jesús, el Hijo del Dios vivo que se hizo hombre como nosotros asumiendo nuestra naturaleza humana en toda su condición; asumiendo también el hecho de la muerte. Lo contemplamos muerto en la Cruz, pero lo contemplamos vivo y resucitado. Va delante de nosotros asumiendo nuestra realidad humana porque quiere conducirnos a la vida, y a una vida sin fin.
Cristo resucitó y quiere así llevarnos a nosotros a la vida. ‘Sé que mi Redentor vive’, decía el santo Job. Y, desde la experiencia dura de dolor que experimenta en su vida - muerte de sus hijos, pérdida de sus posesiones, enfermedad que envuelve su vida, desprecio de amigos y conocidos -, porque mi Salvador vive, sabe que él también vivirá. Podemos sentirnos abrumados por el dolor o la muerte que nos aterra, como veíamos en el autor de las Lamentaciones - ‘Se me acabaron las fuerzas y mi esperanza…’ decía el autor sagrado -, para enseguida sin embargo reacciona y pone toda su confianza en ‘la misericordia del Señor que no termina y en la compasión que no acaba’. Así nos confiamos en el Señor.
En la liturgia lo expresamos de muchas maneras. Cuando pedimos por los difuntos en la plegaria eucarística decimos ‘a cuantos murieron recíbelos en tu Reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria, allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro, seremos semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas’.
Llegaremos al Reino eterno de Dios. Es nuestra esperanza y eso pedimos para el que ha muerto. Pero decimos más, vamos a gozar de la plenitud eterna de la gloria de Dios. ¿No hay ansias de plenitud en nuestro corazón? Pues esa es nuestra certeza y esperanza. Pero aún más, podremos contemplar cara a cara a Dios. ¿Todos no deseamos ver a Dios, conocerle tal cual es? Lo podremos contemplar, pero la dicha está además en que seremos para siempre semejantes a El. Así nos unimos a Dios.
¿Queremos más razones para la esperanza? ¿Queremos más motivos para que el recuerdo de nuestros difuntos no sea para el llanto y la amargura? Por supuesto que sentimos la pena y el desgarro de la separación, pero nuestros lloros, ¿no serán muchas veces una falta de fe y de esperanza?
Iremos a gozar de la visión de Dios ¿por qué tenemos miedo? Tenemos la esperanza de que nuestros seres queridos estén gozando de esa visión de Dios y para eso rezamos por ellos, ¿por qué tantas lágrimas y tanta amargura? Recemos, pidamos por ellos, con esperanza, con confianza en la Palabra del Señor. ‘A todos los que han muerto en tu misericordia admítelos a contemplar la luz de tu rostro… concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz’.
Es por eso por lo que podemos dar gracias a Dios, como hacemos en uno de los prefacios ‘porque, al redimirnos con la muerte de tu Hijo Jesucristo, por tu voluntad salvadora nos llevas a nueva vida para que tengamos parte en su gloriosa resurrección… quiso entregar su vida para todos tuviéramos vida eterna’.
Todo esto tiene que motivarnos a que no tengamos miedo a nuestra propia muerte. En el temor del Señor, sí, nos prepararemos tratando de vivir en la santidad a la que estamos llamados, apartando de nosotros el pecado pero, acogiéndonos a la misericordia infinita de Dios, nos ponemos en sus manos amorosas de Padre.

domingo, 1 de noviembre de 2009

La fiesta de Todos los Santos es la fiesta de toda la Iglesia


Apoc. 7, 2-4. 9-14;

Sal. 232;

1Jn. 3, 1-13;

Mt. 5, 1-12


Una fiesta importante para los cristianos la que hoy celebramos. Una fiesta, podemos decir, de toda la Iglesia o, si queremos, una fiesta en que celebramos a toda la Iglesia. Me explico. Decimos que celebramos hoy a todos los Santos. ‘Nos has otorgado celebrar en una misma fiesta a todos los santos’, decimos en la oración litúrgica. Pues bien, por eso mismo, es la fiesta de toda la Iglesia.
Nuestra mirada se dirige quizá en primer lugar a la ‘Jerusalén celeste, a la asamblea festiva de todos los santos que ya en la gloria del cielo eternamente alaba al Señor’. La Iglesia triunfante, decimos. Esa multitud incontable de la que nos ha hablado el Apocalipsis que cantan el cántico eterno de la gloria de Dios.
Pero, como sabemos, muy unida a esta fiesta está la conmemoración que el día 2 de noviembre hacemos de aquellos que han muerto y que purificándose en el purgatorio esperan llegar también a la gloria del cielo. Nosotros nos sentimos también unidos a ellos y por ellos oramos para que pronto puedan ya participar de la Jerusalén celestial. Dicha conmemoración, como ya reflexionaremos en otro momento, es también para la Iglesia una fiesta y celebración de esperanza.
Pero hoy también contemplamos y celebramos a la Iglesia que peregrina aún en la tierra, los santos que en medio de nosotros están caminando como nosotros peregrinos hacia esa patria del cielo; peregrinos todos nosotros que hemos de ser santos porque para eso fuimos consagrados en el Bautismo; nosotros que queremos ser santos y a pesar de nuestra debilidad y tropiezos queremos vivir en fidelidad al espíritu de las Bienaventuranzas que Cristo nos deja y enseña como verdadero camino de santidad.
Cuando nos miramos a nosotros mismos tan pecadores nos pueden parecer utópicas estas palabras que ahora nos están sirviendo de reflexión. Pero tenemos que ser utópicos y soñadores que con ilusión y esperanza queramos recorrer ese camino. Nos hace falta mirar hacia lo alto, aspirar a alcanzar los más altos niveles de santidad porque no es propio de un cristiano que se toma en serio su condición quedarse en la mediocridad, en simplemente irnos arrastrando sin más, porque sería además la manera de que nunca lleguemos a alcanzar esas altas cotas de la santidad.
Digo altas cotas, pero eso no significa que sean inalcanzables, porque además si nos fijamos bien en el evangelio Jesús no nos pide habitualmente heroicidades sino la fidelidad de las cosas pequeñas y sencillas que se hacen grandes por el amor. Es el camino de las Bienaventuranzas que hoy nos propone.
Sin seguir adelante, dejadme deciros una cosa; las bienaventuranzas que Jesús nos propone son su autorretrato. Miramos el espíritu de las Bienaventuranzas y como al trasluz a quien estamos viendo a Jesús. En ellas está retratada su vida, sus actitudes, su entrega, su amor. Y a ese Cristo lo vemos caminando a nuestro lado, en medio de nosotros, en tantos que calladamente y con sencillez viven, quieren vivir el espíritu de las Bienaventuranzas.
Jesús nos está diciendo que es el camino verdadero que nos lleva a la dicha, a la felicidad. Nos cuesta a veces entenderlo. Depende de verdad en lo que nosotros hayamos puesto como ideal o meta de felicidad. Cuando queremos impregnarnos del espíritu del evangelio quizá choquemos con la manera de pensar del mundo.
Algunos no conciben que se pueda ser feliz si no tienen de todo como si la abundancia de las cosas o la posesión de las riquezas sea lo único que les diera la felicidad llenando así su vida de mil cachivaches sustitutivos de lo que les falta en lo más hondo; piensan en pasárselo bien en la vida despreocupándose de todo y de todos; sólo se preocupan de sí mismos no permitiendo que nada ni nadie interfiera en su vida con problemas o sufrimientos, porque eso les podía mermar su aparente felicidad; que nada ni nadie los haga sufrir; lo importante es ganar o estar en el pedestal de la fama del poder o de la gloria a costa de lo que sea; los problemas del mundo o de los demás, que cada uno se las arregle; sólo piensan en disfrutar y pasárselo bien.
Claro que a quienes así piensan les puede sonar raro o inútil lo que Jesús nos propone, porque ellos no se van a complicar la vida. Pero ¿se es feliz así de verdad? ¿tendrán una felicidad duradera y que a la larga les haga sentirse bien por dentro? ¿no será todo vanidad y vacío interior?
Nosotros queremos mirar el sentido de lo que Jesús nos propone en el evangelio y de manera especial en las Bienaventuranzas. Y, como decíamos antes, esa mirada no es otra que mirar a Jesús, mirar lo que Jesús hacía y lo que era en verdad su vida. Y queremos tener una mirada sincera, auténtica porque también nosotros sentimos la tentación de lo que describíamos antes en el espíritu del mundo; nos sentimos muchas veces atraídos por esos cantos de sirena. Y hasta podemos tener la tentación algunas veces de poner en duda las palabras de Jesús.
Pobres y sin apegos, sintiendo hondamente la inquietud por los demás, por su bien, por su dicha y felicidad, aunque eso algunas veces nos haga sufrir; alejando de nosotros la malicia del corazón; haciendo nuestras las preocupaciones de los demás y queriendo poner nuestro granito de arena de cada día para que todos vivamos en paz; no temiendo el sufrir la incomprensión o el sarcasmo de los otros porque nosotros hayamos optado por una vida así; poniendo toda nuestra confianza en Dios, porque sabemos que es Padre, pero aprendiendo también a confiar en el hombre – cuánto necesitamos esa confianza de los unos en los otros – podíamos decir que son como traducción a hechos concretos lo que formula Jesús en la Bienaventuranzas; si lo hacemos así estaremos dando pasos y pasos muy certeros y seguros por el camino que nos conduce a la felicidad más plena, que nos conduce a una dicha sin fin.
No se nos piden cosas extraordinarias sino que lo extraordinario está en esa fidelidad a esas pequeñas cosas con las que sabemos que en verdad estamos construyendo el Reino de Dios. Y queriendo vivir todo eso hay muchos a nuestro lado que muchas veces nos pasan desapercibidos, pero que ahí están calladamente construyendo el Reino de Dios. Son esos santos que hoy también celebramos, porque como decíamos también tenemos que echar una mirada y celebrar a los santos de nuestro alrededor.
Que los santos que ya están en el cielo y que lo único que hicieron mientras peregrinaron por esta tierra fue el vivir el espíritu de las Bienaventuranzas de Jesús, sean para nosotros poderosos intercesores en el cielo para alcanzarnos del Señor esa gracia que tanto necesitamos y nos ayude a vivir ese camino de santidad, ese camino verdadero de dicha y felicidad.
Por último decir que celebrar esta fiesta de todos los Santos no la podemos entender sin nuestra fe en la resurrección y en la vida eterna. Sin esta fe y esperanza todo lo otro podría carecer de sentido. Porque es en esa vida eterna, en ese cielo al que aspiramos donde podremos vivir esa felicidad total, en plenitud y por toda la eternidad con Dios. Por eso pediremos en esta liturgia que ‘pasemos de esta mesa de la Iglesia peregrina al banquete del Reino de los cielos’. Cuando comemos a Cristo en la Eucaristía se nos está dando en prenda la vida futura.