Lam 3, 17-26
Sal. 24
Mc. 15, 33-39; 16, 1-6
Sal. 24
Mc. 15, 33-39; 16, 1-6
Si ayer celebrábamos la gran fiesta de la Iglesia, de Todos los Santos, y contemplábamos a quienes en la Jerusalén del cielo eternamente alaban a Dios con el Cántico del Cordero, el cántico de los vencedores que han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero, y al mismo tiempo queríamos echar una mirada a los que peregrinos aún en esta tierra quieren vivir en fidelidad y santidad, hoy queremos recordar, contemplar y sentirnos en una comunión solidaria con aquellos que habiendo salido ya de este mundo se purifican para poder entrar en el Banquete de las Bodas eternas.
Es la conmemoración de todos los fieles difuntos que hacemos en este día. Un día en el que, aún enfrentándonos a la cruda y dolorosa realidad de la muerte, sin embargo no queremos vivir desde la amargura sino desde la esperanza.
Es cruda y dura le realidad de la muerte a la que todos tenemos que enfrentarnos. Ya sea en la desaparición de nuestros seres queridos, familiares, amigos, conocidos, personas cercanas a nosotros, ya sea en esa realidad de la muerte que estamos viendo todos los días a nuestro alrededor, muchas veces muy dolorosa como consecuencia de la violencia de la vida manifestada en tantas cosas, ya sea la realidad de nuestra propia muerte a la que un día tenemos que enfrentarnos y que nos lo recuerda la propia debilidad de nuestro cuerpo, las enfermedades o también los achaques como consecuencia de la longeva edad.
Pero ante el hecho de la muerte nosotros no sufrimos como los hombres sin esperanza, como nos lo recuerda san Pablo en ese texto de la carta a los Tesalonicenses que tantas veces habremos escuchado y meditado. Nuestra esperanza está en el Dios de la vida. Nuestra esperanza está en Jesucristo, muerto y resucitado.
Sí, Jesús, el Hijo del Dios vivo que se hizo hombre como nosotros asumiendo nuestra naturaleza humana en toda su condición; asumiendo también el hecho de la muerte. Lo contemplamos muerto en la Cruz, pero lo contemplamos vivo y resucitado. Va delante de nosotros asumiendo nuestra realidad humana porque quiere conducirnos a la vida, y a una vida sin fin.
Cristo resucitó y quiere así llevarnos a nosotros a la vida. ‘Sé que mi Redentor vive’, decía el santo Job. Y, desde la experiencia dura de dolor que experimenta en su vida - muerte de sus hijos, pérdida de sus posesiones, enfermedad que envuelve su vida, desprecio de amigos y conocidos -, porque mi Salvador vive, sabe que él también vivirá. Podemos sentirnos abrumados por el dolor o la muerte que nos aterra, como veíamos en el autor de las Lamentaciones - ‘Se me acabaron las fuerzas y mi esperanza…’ decía el autor sagrado -, para enseguida sin embargo reacciona y pone toda su confianza en ‘la misericordia del Señor que no termina y en la compasión que no acaba’. Así nos confiamos en el Señor.
En la liturgia lo expresamos de muchas maneras. Cuando pedimos por los difuntos en la plegaria eucarística decimos ‘a cuantos murieron recíbelos en tu Reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria, allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro, seremos semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas’.
Llegaremos al Reino eterno de Dios. Es nuestra esperanza y eso pedimos para el que ha muerto. Pero decimos más, vamos a gozar de la plenitud eterna de la gloria de Dios. ¿No hay ansias de plenitud en nuestro corazón? Pues esa es nuestra certeza y esperanza. Pero aún más, podremos contemplar cara a cara a Dios. ¿Todos no deseamos ver a Dios, conocerle tal cual es? Lo podremos contemplar, pero la dicha está además en que seremos para siempre semejantes a El. Así nos unimos a Dios.
¿Queremos más razones para la esperanza? ¿Queremos más motivos para que el recuerdo de nuestros difuntos no sea para el llanto y la amargura? Por supuesto que sentimos la pena y el desgarro de la separación, pero nuestros lloros, ¿no serán muchas veces una falta de fe y de esperanza?
Iremos a gozar de la visión de Dios ¿por qué tenemos miedo? Tenemos la esperanza de que nuestros seres queridos estén gozando de esa visión de Dios y para eso rezamos por ellos, ¿por qué tantas lágrimas y tanta amargura? Recemos, pidamos por ellos, con esperanza, con confianza en la Palabra del Señor. ‘A todos los que han muerto en tu misericordia admítelos a contemplar la luz de tu rostro… concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz’.
Es por eso por lo que podemos dar gracias a Dios, como hacemos en uno de los prefacios ‘porque, al redimirnos con la muerte de tu Hijo Jesucristo, por tu voluntad salvadora nos llevas a nueva vida para que tengamos parte en su gloriosa resurrección… quiso entregar su vida para todos tuviéramos vida eterna’.
Todo esto tiene que motivarnos a que no tengamos miedo a nuestra propia muerte. En el temor del Señor, sí, nos prepararemos tratando de vivir en la santidad a la que estamos llamados, apartando de nosotros el pecado pero, acogiéndonos a la misericordia infinita de Dios, nos ponemos en sus manos amorosas de Padre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario