1Macb. 6, 1-13;
Sal. 9;
Lc. 20, 27-40
‘Se acercaron a Jesús unos saduceos que niegan la resurrección para hacerle una pregunta’. No todos los judíos en el tiempo de Jesús tenían esa fe y esa esperanza en la resurrección. Este era el caso de los saduceos, uno de los principales grupos influyente entre los judíos a quienes vemos en distintas ocasiones que manifiestan esa duda o ese rechazo de la resurrección. Ahora quiere apoyarse en leyes de la Escritura, como era la ley del levirato, para manifestar sus dudas y rechazo.
Pero esto también nos puede dar ocasión a nosotros para reflexionar sobre si tenemos claro o no el tema de la resurrección y de la vida eterna. Es un tema que la liturgia nos ofrece de manera especial en este final del año litúrgico, pero que en cierto modo nos afecta y de modo fundamental a toda nuestra fe y esperanza cristiana.
¿Creemos en la resurrección? ¿Creemos en la vida eterna? ¿Es ésta la fe y la esperanza de la gente que nos rodea? Lo confesamos, es cierto, en el credo de nuestra fe, pero podría sucedernos que, aunque es un artículo de nuestra fe, en la práctica de nuestra vida viviéramos sin pensar nunca ni en la resurrección ni en la vida eterna; que viviéramos como si le hubiéramos cortado las alas a la esperanza y sólo pensamos en la realidad de este mundo concreto y terreno de nuestros días, como si nada más existiera.
Por otra parte, como a aquellos saduceos de los que nos habla el evangelio, pusiéramos tanta imaginación en pensar cómo sería esa vida eterna, que sólo pensáramos en ella con las imágenes de la vida terrena, y pudiera ser que sea entonces por donde nos asalten las dudas a las que nos es difícil encontrar respuesta y la salida más fácil sea vivir sin pensar nunca en la vida eterna.
La respuesta que da Jesús a las dudas que le plantean los saduceos, de si se cumple con la ley del levirato y si aquella mujer se hubiera casado unos tras otro con los siete hermanos, de quién sería esposa en la vida eterna, la respuesta, digo, es que en la vida futura no podemos pensar en las mismas cosas que aquí ahora vivimos. ‘En esta vida los hombres y mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán… son como ángeles, son hijos de Dios porque participan de la resurrección’.
En muchas ocasiones a lo largo del evangelio Jesús nos habla de vida eterna y de resurrección. En nuestra alma y en nuestro corazón están plantadas esas semillas de vida eterna que nos llenan de esperanza y nos hacen ansiar con el mayor ardor del mundo esa vida eterna junto a Dios, disfrutando eternamente de la plenitud de Dios. No son ya disfrutes a la manera de los disfrutes o felicidades terrenas, porque hay otra plenitud que sólo en Dios podemos alcanzar, aunque ahora no sepamos bien como será.
Es la esperanza que da trascendencia a nuestra vida; es la esperanza que nos da fortaleza para superar todo lo malo que aquí en esta vida tengamos que sufrir; es la esperanza que nos hace pregustar la felicidad que en la plenitud de Dios vamos a tener y que nos hará superar angustias y amarguras, nos dará serenidad y paz en nuestro espíritu a pesar de los malos momentos que ahora en este mundo tengamos que pasar por los problemas de la vida, por los sufrimientos que las enfermedades y debilidades humanas nos puedan ocasionar; es la esperanza que nos ayuda a caminar en fidelidad para llenar siempre de santidad nuestra vida aunque nos cueste porque nos fiamos de Dios por encima de todo y creemos en su Palabra que siempre es fiel y se cumplirá.
Y ya sabemos que la razón última y más profunda de nuestra fe y esperanza en la resurrección es la propia resurrección de Jesús, porque si no hay resurrección de entre los muertos Cristo no hubiera resucitado y si Cristo no resucitó vana sería nuestra fe, como nos enseña san Pablo.
Vivamos hondamente ese artículo de nuestra fe. Creemos en la resurrección de la carne y la vida del mundo futuro. Amén.