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sábado, 19 de noviembre de 2011

Creemos en la resurrección de la carne y la vida del mundo futuro


1Macb. 6, 1-13;

Sal. 9;

Lc. 20, 27-40

‘Se acercaron a Jesús unos saduceos que niegan la resurrección para hacerle una pregunta’. No todos los judíos en el tiempo de Jesús tenían esa fe y esa esperanza en la resurrección. Este era el caso de los saduceos, uno de los principales grupos influyente entre los judíos a quienes vemos en distintas ocasiones que manifiestan esa duda o ese rechazo de la resurrección. Ahora quiere apoyarse en leyes de la Escritura, como era la ley del levirato, para manifestar sus dudas y rechazo.

Pero esto también nos puede dar ocasión a nosotros para reflexionar sobre si tenemos claro o no el tema de la resurrección y de la vida eterna. Es un tema que la liturgia nos ofrece de manera especial en este final del año litúrgico, pero que en cierto modo nos afecta y de modo fundamental a toda nuestra fe y esperanza cristiana.

¿Creemos en la resurrección? ¿Creemos en la vida eterna? ¿Es ésta la fe y la esperanza de la gente que nos rodea? Lo confesamos, es cierto, en el credo de nuestra fe, pero podría sucedernos que, aunque es un artículo de nuestra fe, en la práctica de nuestra vida viviéramos sin pensar nunca ni en la resurrección ni en la vida eterna; que viviéramos como si le hubiéramos cortado las alas a la esperanza y sólo pensamos en la realidad de este mundo concreto y terreno de nuestros días, como si nada más existiera.

Por otra parte, como a aquellos saduceos de los que nos habla el evangelio, pusiéramos tanta imaginación en pensar cómo sería esa vida eterna, que sólo pensáramos en ella con las imágenes de la vida terrena, y pudiera ser que sea entonces por donde nos asalten las dudas a las que nos es difícil encontrar respuesta y la salida más fácil sea vivir sin pensar nunca en la vida eterna.

La respuesta que da Jesús a las dudas que le plantean los saduceos, de si se cumple con la ley del levirato y si aquella mujer se hubiera casado unos tras otro con los siete hermanos, de quién sería esposa en la vida eterna, la respuesta, digo, es que en la vida futura no podemos pensar en las mismas cosas que aquí ahora vivimos. ‘En esta vida los hombres y mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán… son como ángeles, son hijos de Dios porque participan de la resurrección’.

En muchas ocasiones a lo largo del evangelio Jesús nos habla de vida eterna y de resurrección. En nuestra alma y en nuestro corazón están plantadas esas semillas de vida eterna que nos llenan de esperanza y nos hacen ansiar con el mayor ardor del mundo esa vida eterna junto a Dios, disfrutando eternamente de la plenitud de Dios. No son ya disfrutes a la manera de los disfrutes o felicidades terrenas, porque hay otra plenitud que sólo en Dios podemos alcanzar, aunque ahora no sepamos bien como será.

Es la esperanza que da trascendencia a nuestra vida; es la esperanza que nos da fortaleza para superar todo lo malo que aquí en esta vida tengamos que sufrir; es la esperanza que nos hace pregustar la felicidad que en la plenitud de Dios vamos a tener y que nos hará superar angustias y amarguras, nos dará serenidad y paz en nuestro espíritu a pesar de los malos momentos que ahora en este mundo tengamos que pasar por los problemas de la vida, por los sufrimientos que las enfermedades y debilidades humanas nos puedan ocasionar; es la esperanza que nos ayuda a caminar en fidelidad para llenar siempre de santidad nuestra vida aunque nos cueste porque nos fiamos de Dios por encima de todo y creemos en su Palabra que siempre es fiel y se cumplirá.

Y ya sabemos que la razón última y más profunda de nuestra fe y esperanza en la resurrección es la propia resurrección de Jesús, porque si no hay resurrección de entre los muertos Cristo no hubiera resucitado y si Cristo no resucitó vana sería nuestra fe, como nos enseña san Pablo.

Vivamos hondamente ese artículo de nuestra fe. Creemos en la resurrección de la carne y la vida del mundo futuro. Amén.

viernes, 18 de noviembre de 2011

En la barca de la Iglesia nunca vamos solos

Hechos, 28, 11-16.30-31;

Sal. 97;

Mt. 14, 22-33

Los dos textos que nos ofrece la Palabra de Dios nos hacen clara referencia a la celebración de la Dedicación de las Basílicas de san Pedro y San Pablo en Roma. Hace pocos días la liturgia nos ofrecía la celebración de la Dedicación de san Juan de Letrán, Archibasílica de El Salvador, la catedral de Roma y el 5 de agosto celebramos la dedicación de la cuarta Basílica santa María la Mayor.

La primera lectura, final del libro de los Hechos de los Apóstoles nos habla de la llegada de san Pablo a Roma, a donde era conducido preso desde Jerusalén para ser juzgado ante el emperador, y tras las múltiples peripecias de un viaje muy accidentado a través del Mediterráneo. Ahora se establece en Roma, allí predicará, aunque esté preso, porque se lo permiten; allí mas tarde entregará su vida, mártir de Cristo y en la Basílica de San Pablo Extramuros, llamada así por estar fuera de la ciudad en la vía que conducía al puerto romano de Ostia, y la Basílica guarda su tumba.

El Evangelio nos hace referencia a San Pedro, cuyo martirio fue en la colina Vaticano, y sobre cuya tumba se edificó la Basílica cuya dedicación, el 18 de noviembre de 1626, hoy conmemoramos, y junto a la cual está los palacios apóstolicos residencia del Papa y todos los organismos centrales de la Iglesia.

Vamos a fijarnos en este relato evangélico para nuestra reflexión y alimento espiritual. Después de la multiplicación de los panes allá en el descampado ‘Jesús apremió a los discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla mientras él despedía a la gente…’

Ahí contemplamos la bella y significativa imagen de la barca atravesando el lago con el grupo de los discípulos, no sin dificultades porque ‘era sacudida por las olas, y el viento era contrario’. En esta celebración con profundo sentido eclesial que queremos vivir hoy en esta fiesta de la dedicación de las mencionadas basílicas de san Pedro y san Pablo puede servirnos muy bien de imagen de la Iglesia en medio del mundo, conducida por los sucesores de Pedro y de los Apóstoles, no sin dificultades también.

Olas que sacuden y vientos en contra encontramos fácilmente porque ni todos aceptan el mensaje del evangelio que predicamos, ni siempre es bien considerada y comprendida por todos la obra y la misión de la Iglesia. El poder del infierno no la derrotará le prometió Jesús a Pedro cuando le confió la misión de ser piedra sobre la que se fundamentaría la Iglesia, pero como decía Pablo VI el rabillo del diablo se mete por medio enredando y poniéndonos dificultades.

Ahí es la misión de los pastores, del Papa, de los Obispos para conducir la nave de la Iglesia. Nos pudiera parecer que caminamos solos, porque son tentaciones a las que todos estamos sometidos, como los apóstoles que creían ir solos en medio del mar embravecido. Pero Cristo no nos abandona. Es bien significativo que mientras ellos luchaban con la barca en medio de las olas, el estaba en la montaña orando. ‘Después de despedir a la gente subió al monte para orar’, nos dice el evangelista. Y luego aparecerá en medio del mar al lado de ellos, caminando sobre las aguas, aunque se confundieran y pensaran que era un fantasma.

Pedro quiere ir hasta Jesús caminando también sobre el agua, aunque duda y le parece que va a hundirse, por lo que grita al Señor para que lo salve. Pero ahí está la mano y la palabra de Jesús. ‘¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?’ Con Jesús se apaciguan las tormentas, todo vuelve a la calma, nos llenamos de paz. ‘En cuanto subieron a la barca amainó el viento’.

‘Realmente eres Hijo de Dios’, es la proclamación de fe que todos hacen. Es la proclamación de fe que nosotros hemos de hacer también. No podemos dudar, aunque nos llegue el agua al cuelo, porque el Señor está siempre con nosotros y si nos fiamos de El no nos vamos a hundir. Sabemos bien que cuántas veces nos hemos hundido, hemos fracasado, hemos caído, es porque confiamos demasiado en nosotros mismos y pusimos poca confianza en El. Que no nos falta nunca la fe. En la barca de Pedro, en la barca de la Iglesia nunca vamos solos.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz…



1Macb. 2, 15-29;

Sal. 49;

Lc. 19, 41-44

Bajando el Monte de los Olivos, hacia la mitad de la ladera, y teniendo enfrente una hermosa panorámica de la ciudad santa de Jerusalén hay una pequeña capilla llamada ‘dominus flevit’, donde Jesús lloró, que nos hace mención a lo escuchado hoy en el evangelio. Lucas nos enmarca el episodio dentro de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. ‘Al acercarse Jesús a Jeerusalén y ver la ciudad le dijo llorando: Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz…’

Para todo buen judío acercarse a Jerusalén o contemplarla como se hacía desde el monte de los olivos era motivo de gran orgullo y emoción. Era la belleza de la ciudad por una parte, con la visión del hermoso templo en primer término, pero era todo lo que significaba la ciudad porque en ella estaba el templo del Señor, era la capital de su territorio y así se convertía en un gran emblema para la nación. Sentían orgullo por su ciudad y la amaban profundamente.

Jesús llora por Jerusalén, porque será destruida. ‘Llegará un día en que tus enemigos te rodearán con trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro y no dejarán piedra sobre piedra…’ Esto tendría que producirle un gran dolor en su corazón que tanto amaba aquella ciudad por todo lo que significaba.

Pero el llanto de Jesús es por algo más. ‘Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz’. Había venido quien traía la paz, pero era rechazado. Llegaba la Palabra viva de Dios, pero no era escuchada. Llegaba quien traía la vida, pero preferían la muerte. Llegaba quien era la luz del mundo, pero preferían las tinieblas. Así era rechazado Jesús. ‘Porque no reconociste el momento de mi venida’, terminará diciéndole Jesús cuando anuncia su destrucción.

Pero todo esto es como un ejemplo y una señal para nosotros. Cuando leemos un texto sagrado, cuando escuchamos la Palabra del Señor no nos contentamos con ver lo que podían significar las palabras de Jesús para otros, en este caso para la ciudad de Jerusalén que no lo aceptaba. Escuchamos la Palabra que el Señor nos dice a nosotros. Y nos tendríamos que preguntar si ese llanto de Jesús no será tambien por nosotros.

No respondemos con nuestro amor a tanto amor cómo el Señor nos manifiesta. No siempre le prestamos toda la atención que deberíamos a su Palabra. Muchas veces nos llenamos de violencia y desamor en nuestros gestos y en nuestras palabras y no caminamos los caminos de la paz que tendríamos que caminar. Y están tantas debilidades nuestras que nos merman en nuestra santidad. Somos cobardes en nuestro interior y no damos la cara por el Señor como tendríamos que hacerlo con una vida de testimonio, de amor, de buenas obras. Nos sentimos tentados y preferimos nuestros caminos que nos llevan por el mal antes que seguir y hacer lo que el Señor nos pide.

Por eso sentimos que esas lágrimas de Jesús son también por nosotros. Pero esto tiene que motivarnos a que pongamos más amor cada día en neustra vida. Son lágrimas de gracia que riegan nuestra vida para que nos despertemos a lo bueno. ‘Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz…’ le decía Jesús a la ciudad de Jerusalén. Sintamos que nos lo dice a nosotros para que busquemos siempre esos caminos que nos conducen a la paz; que busquemos a Jesús, que busquemos su Palabra, que busquemos en verdad esa paz que sintamos en nuestro corazón y con la que regalemos a los demás.

Ojalá sintamos en nosotros esa fuerza y esa gracia del Señor que nos mueva a ser cada día mejores. Es lo que tenemos que pedirle al Señor continuamente.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Por el Reino de Dios que construimos ponemos al servicio de los demás los dones recibidos


2Macb. 7, 1.20-31;

Sal. 16;

Lc. 19, 11-28

‘El que no trabaja que no coma’. Seguramente habremos escuchado esta frase en más de una ocasión y hasta la habremos utilizado ante situaciones diversas. Nos la recoge san Pablo en la carta a los Tesalonicenses, como lo habremos escuchado más de una vez, desde una situaciones y problemas que se habían ido presentando en aquella comunidad porque ante el anuncio de la Palabra del Señor que nos habla de su segunda venida, habían surgido algunos que ya ni siquiera querían trabajar, si eran tan inminente la venida del Señor.

En el evangelio de hoy, antes de proponernos el evangelista la parábola de los talentos, que hemos escuchado y meditado recientemente, nos dice que ‘Jesús les dijo una parábola y el motivo era que estaba cerca de Jerusalén y se pensaban que el Reino de Dios iba a despuntar de un momento a otro’. ¿Sucedía como iba a suceder luego con los cristianos de Tesalónica? Ya vemos cuál es la motivación de esta parábola, como nos dice san Lucas. Era el anuncio del Reino que Jesús iba haciendo en la predicación de la Buena Nueva unido a la esperanza de la pronta llegada del Mesías que palpitaba en el pueblo, con su manera de entender el sentido del Mesías.

Volvemos hoy a escuchar esta parábola en la que aquel hombre noble al marcharse a un país lejano reparte diez onzas de oro entre sus empleados con la misión de que las negocien y les hagan dar fruto. Hay una diferencia de matices, en las cantidades que reparte a cada uno, entre la parábola tal como nos la cuenta Mateo y como aquí nos la cuenta Lucas, pero en el fondo el mensaje sigue siendo el mismo. Los dones que hemos recibido del Señor tenemos que hacerlos fructificar. Y precisamente en nombre de ese Reino de Dios en el que creemos y que queremos vivir.

Algunas veces han querido achacar a los cristianos que porque pensamos en la vida eterna y en el cielo nos desentendemos de este mundo y sus problemas. Nada más lejos de la verdad, aunque pudiera ser una tentación para muchos. Vivimos en este mundo y esta sociedad Dios nos la ha puesto en nuestras manos. Y precisamente desde esa fe que tenemos en Dios nos sentimos más obligados, más corresponsables de la situación de nuestro mundo para mejorarlo y hacer un mundo mejor.

Quizá algunos quieren achacar a la iglesia un excesivo espiritualismo que le hace desentenderse de este mundo concreto. Quizá a algunos les moleste lo espiritual, porque vivan tan metidos en un materialismo en la vida, que les impida darle una trascendencia profunda a la vida que le dé autentico valor y sentido. Pero hablar así de la Iglesia por otra parte significa una ceguera enorme para no ser capaz de ver las obras que realiza la Iglesia y ha realizado a través de los siglos en favor de los hombres, en beneficio de la humanidad.

Cuántas obras y cuanto trabajo en la atención a los problemas de los hombres, de la cultura, de la enseñanza, del cuidado y atención a enfermos, discapacitados, ancianos abandonados. No hay peor ciego que el que no quiere ver y eso sucede a muchos en nuestro mundo, que en su fanatismo no quieren reconocer la obra de la Iglesia y la obra de los cristianos.

No ha enterrado la Iglesia los talentos que Dios le confió; no entierran tantos cristianos comprometidos los dones recibidos del Señor. Hoy se habla mucho en la sociedad de voluntariado y de servicios de atención a los necesitados, pues seamos capaces de ver y reconocer ese ejército innumerable, y tenemos que decir así innumerable, de personas que desde su fe, en el ámbito de la Iglesia y en el ámbito de la sociedad trabajan por los demás en tantos campos y tantas acciones.

Un reconocimiento de todo esto para darle gracias al Señor nos tiene que llevar a nosotros a ver también qué es lo que podemos hacer, porque esos talentos, esas onzas de oro que el Señor nos ha confiado en nuestros valores y cualidades que valen mucho más que unas onzas de oro materiales, hemos de saber ponerlas a disposición de los demás en nuestra generosidad y en nuestro espíritu de servicio. Que no nos presentemos con las manos vacías delante del Señor.

martes, 15 de noviembre de 2011

Dos miradas que se entrecruzan, Zaqueo y Jesús



2Macb. 6, 18-31;

Sal. 3;

Lc. 19, 1-10

Dos miradas que se entrecruzan. La mirada de un pecador que está buscando aunque no sabe bien qué, y la mirada del Salvador que viene a buscar y a salvar lo que estaba perdido.

Ya conocemos bien quien era Zaqueo, un publicano, un recaudador de impuestos, un hombre pecador y un hombre despreciado por sus coetáneos. Pero quería ver a Jesús. No sabe bien lo que busca, pero va de un lado para otro, había mucha gente, era bajo de estatura, la gente no le abre sitio. No le queda mas remedio que irse más adelante y subirse a una higuera. Desde allí tras las hojas podrá verlo pasar. Pero es la imagen del que está buscando. Es bien significativo.

Pero allí está el Buen Pastor que busca la oveja perdida, aunque sea por profundos barrancos o por áridas estepas, allá donde se haya escondido o perdido aunque sea tras las hojas de una higuera. Y será Jesús el que se detenga y haga la invitación. ‘Jesús, al llegar a aquel sitio levantó los ojos’, dice el evangelista. Y ahí están las miradas que se cruzan. Y la mirada de Jesús nunca nos dejará insensibles o indiferentes.

‘Zaqueo, baja enseguida porque hoy tengo que alojarme en tu casa’. Buscamos a Jesús, pero es Él quien va a tomar la iniciativa más importante. ‘Quiero alojarme en tu casa’, quiere venir a nuestra casa, a nuestra vida. Aunque quiere contar con nosotros. también hemos de poner parte en esa búsqueda porque siempre el Señor respeta nuestra libertad.

Por eso decíamos antes que era bien significativo todo lo que hizo Zaqueo en su deseo de ver a Jesús, aunque solo fuera por curiosidad. Porque tendríamos que reconocer que aquello le costó lo suyo. Todo eran dificultades por el desprecio de la gente, y los que le rodeaban no le daban facilidades. Tendrá que correr más adelante para ingeniárselas subiéndose a la higuera, ya que además su estatura tampoco le ayudaba. Pero, diríamos, que fue constante en su búsqueda.

Y el Señor le estaba esperando; mejor aún, el Señor le iba conduciendo en esa búsqueda porque el Señor va moviendo nuestro corazón, inspirándonos buenos deseos que algunas veces parece que no sabemos de donde nos salen, pero hemos de reconocer que es la gracia del Señor. hemos de saber dejarnos conducir por el Señor, que nos ama y nos busca siempre.

‘Hoy ha sido la salvación de esta casa’, terminará diciendo Jesús, cuando al final Zaqueo depués que se haya visto mirado en lo más hondo por Jesús decida cambiar totalmente su vida. Pero la mirada de Jesús le llevó a la paz, a la paz más verdadera porque le hizo encontrar con la misericordia de Dios, aunque él se sentía muy pecador.

La mirada de Jesús nos penetra profundamente pero nos llena de luz. Una luz que nos hace ver y reconocer nuestra realidad pecadora, como le pasó a Zaqueo, pero una mirada de luz que nos hace mirar a donde está la luz más pura y más misericordiosa que es la luz y la mirada de Dios.

Es la mirada de gracia que nos hace bajarnos de las higueras en las que nos hemos subido, refugiándonos quizá porque nos cuesta reconocer nuestro mal. Podemos encerrarnos en nosotros mismos o aislarnos por nuestros orgullos y egoísmos, o por nuestras ambiciones comno le pasaba a Zaqueo. Muchas veces podemos haber vivido quizá lejos del Señor, con una religiosidad pobre, o nos habremos visto envueltos por malas costumbres en nuestra vida, pero mira por donde el Señor nos ha ido llamando, nos ha ido trayendo a sus caminos porque El siempre quiere llenarnos de su gracia, manifestarnos lo misericordia grande y entrañable de Dios.

Escuchemos la invitación del Señor que quiere alojarse en su casa, como le dice Jesús a Zaqueo, y bien sabemos lo que en otros momentos del Evangelio nos dice Jesús que quiere habitar en nuestro corazón. Que con la Palabra de Dios que llega nosotros llegue la salvación a nuestra vida.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Jesús, ten compasión de mi… Señor, que vea otra vez


1Macab. 1, 11ss;

Sal. 118;

Lc. 18, 35-43

Jesús de nuevo en camino, atraviesa Jericó, sube a Jerusalén, suscita la fe, ofrece salvación, llena de vida y de luz.

‘Había un ciego sentado al borde del camino, pidiendo limosna’. Algo en cierto modo habitual. Su discapacidad le impedía ejercer cualquier tipo de trabajo. Su ceguera significaba pobreza. Al borde del camino, por donde pasan los peregrinos que suben a Jerusalén. Sabemos cómo era habitual para los galileos bajar por el valle del Jordán para desde Jericó subir a Jerusalén evitando así tener que pasar por Samaría. Junto al borde de los caminos los pobres que piden limosna.

Pasa Jesús camino de Jerusalén atraviesa Jericó y el ciego pregunta cuál es aquel tumulto. Le explican: ‘Pasa Jesús, el de Nazaret, el nazareno’. Y surgen sus gritos y súplicas. ‘Jesús, hijo de David, ten compasión de mí’. Ahora es el ciego el que alborota y quieren hacerlo callar, pero el grita más fuerte.

Es su súplica esperanzada, no sólo por una limosna en su necesidad, sino que habiendo oído hablar de Jesús él está suplicando algo más. Necesita luz para sus ojos. Así lo expresará cuando Jesús le pregunte. ‘Señor, que vea otra vez’. Pero ¿será sólo la súplica por la luz de sus ojos o estará pidiendo algo más? Su forma de suplicar – lo llama Hijo de David que tiene una resonancia mesiánica – está manifestando una fe y una esperanza. Podríamos atrevernos a decir que el ciego de Jericó es imagen del hombre creyente que suplica desde su necesidad. Suplica misericordia, compasión, de lo que el corazón de Cristo está rebosante. Pide luz pero no serán los ojos de su cuerpo los que se van a iluminar.

‘Tu fe te ha curado’, y comenta el evangelista que al recobrar la vista ‘lo siguió glorificando a Dios’. La fe que obra maravillas, porque nos acerca a Dios y nos hace confiar en El. El milagro lo realiza Cristo porque sólo Dios es el que puede realizar tales maravillas, pero fue importante la fe de aquel hombre. Importante la fe en nuestra súplica, en nuestra oración. Es un reconocimiento de la gloria y el poder del Señor. Y esa gloria y poder del Señor se va a manifestar con toda certeza porque así es el corazón de Dios lleno de amor y de misericordia.

Es la forma cómo de acudir nosotros a Dios en nuestras súplicas y en nuestra oración. Que El Señor nos ilumine, abra los ojos de nuestra fe para reconocer las obras de Dios. Jesús viene a nosotros, atraviesa también el Jericó de nuestra vida, ese Jericó de nuestras dudas y cegueras, de nuestras debilidades y carencias; junto al camino estamos muchas veces excesivamente absortos en nuestra cosas, quizá hasta en nuestro mismo dolor y nos falta la sensibilidad para sentir el paso del Señor que llega a nuestra vida, ahí donde estamos. Quizá pensamos o esperamos cosas espectaculares pero silenciosamente muchas veces quiere llegar hasta nuestro corazón.

Ojalá sepamos sentir, descubrir como aquel ciego los pasos del Señor que se acerca a nosotros. No temamos preguntar, dejarnos conducir porque quizá alguien a nuestro lado quiere ayudarnos, decirnos que llega Jesús, o darnos la mano para nos acerquemos con mayor seguridad a El. Aquel ciego preguntó quienes eran los que pasaban porque él no podía verlos; y aunque algunos al principio se oponían a sus gritos otros le ayudaron para que se acercara a Jesús.

Algunas veces podemos tener el peligro y la tentación de rehusar esa ayuda que nos viene del sacerdote, de la comunidad, de la Iglesia, de una persona que nos atiende o de alguien que llega a nosotros y seguimos entonces en nuestra ceguera. Dios va poniendo personas, señales, signos que nos ayudan y hemos de saber leerlos o escucharlos porque son manifestación y prueba del amor del Señor que viene así en nuestra búsqueda.

‘Señor, ten compasión de mi… Señor, que vea…’

domingo, 13 de noviembre de 2011

¿Qué has hecho con los talentos?

Prov. 31, 10-13.19-20.30-31;

Sal. 127;

1Tes. 5, 1-6;

Mt. 25, 14-30

¿Qué has hecho con los talentos? ¿Qué he hecho con los talentos que se me han confiado? Es la pregunta que surge, que me hago yo también a mí mismo, casi como un examen de conciencia, cuando escuchamos la parábola que nos ha propuesto Jesús.

Y en muchas facetas de nuestra vida lo podemos aplicar. Porque todos entendemos que no nos podemos quedar en una interpretación economicista de la parábola, aunque nos hable de talentos de plata – monedas de la época – y de ganancias que se habrían de obtener. Es mucho más lo que nos quiere decir. Nos vale para nuestra vida personal, familiar, en el ámbito de la vida social de la sociedad y el mundo en el que vivimos, en el camino de nuestra vida espiritual, en el sentido eclesial que hemos de darle a nuestra fe y que nos viene bien este día de la Iglesia Diocesana que estamos hoy celebrando.

¿Qué he hecho con los talentos que se me han confiado? Y podemos comenzar pensando en la misma vida, don y regalo de Dios, con todos los valores, cualidades, posibilidades que recibimos y que tenemos. Son la verdadera riqueza de la persona. ‘A cada cual según su capacidad’, dice la parábola. Hemos de comenzar por reconocer la riqueza que hay en nuestra vida. Y no se trata de ridículos orgullos e ilusorias vanidades, ni tampoco de falsas humildades. Unas y otras son tentaciones que podemos sentir y que hemos de saber superar. Es reconocer la realidad de nuestra vida con nuestras propias posibilidades.

Cualidades y valores que me han de llevar a un crecimiento personal en la medida que las ejercitemos y las cultivemos. Es como una semilla que se ha plantado en nosotros y que hemos de cultivar. Y todos tenemos esa semilla en mayor o menor cantidad, pero es un regalo que en la vida hemos recibido, como creyentes decimos, de Dios. Y en la tierra de nuestra vida hemos de cultivar. Me siento responsable ante Dios por cuánto ha enriquecido mi vida y del desarrollo que yo he de hacer de todos esos valores y cualidades. Tengo que dar fruto en ese crecimiento personal. Y eso, en todos los momentos de la vida, porque no podemos decir que es es sólo para los jóvenes.

Pero cuya riqueza, bien sabemos, no se va a quedar sólo en nosotros, porque no somos seres que vivimos aislados de los demás. Tenemos una familia y ahí están nuestras propias responsabilidades en ese ámbito; vivimos inmersos en una sociedad, hacemos una convivencia rodeados de otras personas de las que no nos podemos sentir ajenos, porque hay siempre una mutua intercomunicación y enriquecimiento. Y eso de lo que Dios me ha dotado no es sólo para mí, pues con ello puedo yo beneficiar y enriquecer a los demás. Yo contribuyo con mi vida, con lo que soy, con mis valores a esa sociedad en la que vivo, o al bien de esas personas con las que convivo.

Y lo que estamos diciendo tanto en ese ámbito personal, como familiar o social hemos de decir también en nuestro sentido eclesial. Ser iglesia es ser comunidad, sentirnos una familia, sentirnos en comunión de hermanos; somos la comunidad de los que creemos en Jesús y por eso mismo nos sentimos llamados a vivir en comunión y amor mutuo unidos a los otros creyentes. Por eso, esos valores, esas cualidades que enriquecen mi vida y que he de desarrollar como decíamos antes, van a enriquecer a mi iglesia, a mi comunidad.

Escuchar esta parábola, esta Palabra que hoy el Señor nos está dirigiendo nos hace mirarnos a nosotros mismos, pero no para subirme en el pedestal del orgullo por lo que valgo o por lo bueno que soy, sino para examinar si verdad estoy respondiendo a todo eso que Dios espera de mí. ¿Seremos el empleado fiel y cumplidor o se nos puede recriminar por ser el empleado negligente y holgazán?

Ya decíamos antes que habíamos de evitar ridículos orgullos o ilusorias vanidades, pero también falsas humildades. En este aspecto es lo que vemos reflejado en el tercero de los empleados de los que nos habla la parábola. Sólo le habían confiado un talento y se sintió incapaz de hacer nada con aquel talento que le habían confiado. Lo escondió, lo enterró. Como dice la parábola ‘tuve miedo y me fui a esconder mi talento bajo tierra’. Tuvo miedo de perderlo y simplemente lo guardó bien guardo para no perderlo.

Cuántos miedos que paralizan, que nos hacen escondernos en falsas humildades o incapacidades. No es la incapacidad sino el miedo el que nos paraliza, nos inutiliza. Cada valor es importante en cada uno, por insignificante que nos pueda parecer; es una riqueza que hay en nuestra vida y que siempre nos tiene que hacer crecer.

No tenemos por qué sentirnos nunca anulados por nada, porque cada uno tenemos nuestra dignidad y nuestro propio valor. Algunas veces nos hacemos comparaciones entre unos y otros que pueden acabar por remordernos por dentro y hacer que afloren orgullos que nos hieren y hacen daño, y esa falsa humildad se pueda convertir en una soberbia camuflada. Ya vemos en la parábola como se le recrimina al que escondió sus talentos por no hacerlos fructificar.

Ya decíamos al principio que la reflexión sobre esta parábola es como un examen de nuestra vida, al tiempo que es un estímulo para que descubramos nuestros valores y los hagamos fructificar por nuestro propio bien y también por bien de cuantos nos rodean en los distintos ámbitos de la vida. Lo que somos nunca nos puede encerrar en nosotros mismos de forma egoísta. Precisamente el reconocimiento de esos valores nos tiene que conducir a abrirnos más a los demás. Con nuestro compartir lo que somos enriquecemos a los demás.

En los momentos difíciles en que vivimos creo que este compartir solidario tiene que despertarse muy fuertemente en nosotros porque sabemos que sólo si ponemos de nuestra parte cada uno en juego nuestros valores estaremos ayudando mejor a nuestra sociedad a salir de esos malos momentos. Cuántas soluciones se encontrarían si fuéramos en verdad solidarios. ‘El que está animado de una verdadera caridad, nos enseña el Papa, es ingenioso para descubrir las causas de la miseria, para encontrar los medios para combatirla, para vencerla con intrepidez’.

Y como decíamos, sobre todo teniendo en cuenta esta Jornada especial del Día de la Iglesia Diocesana que hoy celebramos, tenemos que preguntarnos si estamos haciendo de nuestra parte todo lo que podemos en bien de la iglesia, de la que formamos parte. Hoy al celebrar esta Jornada miramos a nuestra Iglesia y vemos a tantas personas comprometidas en las diferentes acciones pastorales, en todo lo que es la marcha de nuestra Iglesia y hemos de sentirnos nosotros estimulados a vivir intensamente ese sentido eclesial con nuestra participación de lo que somos y de todo lo que podemos.

Como nos dice nuestro obispo en su carta con motivo de esta Jornada Todos constituimos la Iglesia y somos miembros activos en ella. Por eso, podemos afirmar con verdad que, por el vínculo de la caridad, en la variedad de carismas y ministerios, "todos somos Iglesia Diocesana" y de todos nosotros depende lo que la Iglesia es ante Dios y ante el mundo… El sentido de pertenencia a la Iglesia debe llevarnos a una implicación directa en las tareas pastorales y en el sostenimiento económico de la misma: la Iglesia necesita nuestra colaboración personal… Todo ello debe hacernos más conscientes de la necesidad de nuestra participación y llevarnos a un mayor compromiso en la vida y misión de la Iglesia…

Como nos sigue diciendo: Es un día para dar gracias a Dios por la Iglesia y por todos los bienes espirituales que a través de ella recibimos. Es un día para sentirnos miembros vivos y activos de una familia, la familia de los hijos de Dios, que forma un pueblo nuevo y sin fronteras, con gentes de toda raza, lengua y nación.