Dejemos
atrás las costumbres del hombre viejo dejándonos renovar por la novedad del
Evangelio para revestirnos de su luz y en verdad podamos ser luz de nuestro
mundo
Amós 9,11-15; Sal 84; Mateo 9,14-17
En ocasiones en los caminos de la vida
nos encontramos personas que nos llaman la atención sobremanera por la
serenidad y paz que nos trasmiten; quizá los vemos envueltos en muchos años y
como consecuencia con muchas limitaciones que realmente no les harían la vida fácil,
porque en muchas cosas están dependiendo de lo que les puedan ayudar los demás;
o quizá por otro lado nos enteramos de sus muchos problemas y de las
dificultades por las que ha atravesado en la vida, con pérdidas incluso de
seres queridos que las han podido dejar en la soledad u orfandad.
Sin embargo en esa paz que nos
trasmiten notamos que hay como una alegría interior por lo que no se les borra
nunca de su rostro una sonrisa agradable. Nos sentimos a gusto con esas
personas, al mismo tiempo podríamos decir que maravillados por la alegría con
que viven a pesar de todo lo que sabemos que la vida les ha hecho sufrir.
Personas profundamente religiosas, pero no con una religiosa superficial sino
con una fe profunda que se nos trasmite por esos gestos de su vida y por la
confianza que vemos que tienen puesta totalmente en Dios.
¿Qué ha hecho, podríamos decir, madurar
a esas personas para que a pesar de todo no pierdan la alegría de su vida? Hablábamos
ya de su fe profunda, de esa confianza total que han sabido poner en Dios, y es
que han sentido que en verdad Jesús es el auténtico esposo de su alma, y que
estando con Jesús nos sentimos seguros, tenemos la certeza de la verdad de la
vida, y con El inundando nuestro corazón no hay tristeza que nos pueda vencer.
En la medida en que a través del camino
de su vida se han ido encontrando con Jesús, han sentido que con El la vida se
transforma totalmente para hacernos unos hombres y mujeres nuevos en que de
verdad nos sentimos revestidos y más aun inundados por Cristo. Cuando el
evangelio fue llegando a sus vidas – porque realmente tenemos que decir que la
fe y la vida cristiana es un camino que tenemos que recorrer – no simplemente
se contentaron con ir poniendo como remiendos en su vida, sino que realmente se
dejaron renovar por la fuerza del Espíritu para vivir una vida nueva. Son otros
los valores, son otros los principios, son otros los fundamentos que en el
Evangelio de Jesús le hemos dado a nuestra vida y entonces nuestro vivir tiene
que ser distinto.
No es simplemente someternos a unos
ritos – como aquellos ritos de los ayunos a los que se sometían los fariseos
para simplemente ser cumplidores -, seguir unas costumbres heredadas sin haber
asumido hondamente en la vida el sentido de la fe, creer simplemente porque
todos creen sin habernos dejado impactar por el encuentro vivo con Jesús, sino
en verdad dejar empapar nuestra vida por ese sentido nuevo, por ese estilo
nuevo, por ese nuevo vivir. Por eso hoy el evangelio nos habla de que no
podemos remendar con un paño nuevo un vestido viejo, ni podemos poner el vino
nuevo en odres viejos, porque se perderían ambos paños o se perderían los odres
pero también el vino nuevo.
Pero hemos de reconocer que esto que
nos dice hoy el evangelio no es precisamente la manera de actuar y de vivir la
fe de la mayoría de nosotros. Vamos poniendo demasiados remiendos en la vida
sin buscar ese vestido nuevo del que tenemos que revestirnos para ser ese
hombre nuevo del evangelio. Queremos seguir con los odres viejos de las viejas
costumbres, que a veces parece que los cristianos no hemos traspasado el umbral
del antiguo testamento para entrar en la novedad de la vida nueva que en Jesús
encontramos. Nos cargamos de ritos, de viejas rutinas, vivimos con frialdad
nuestra fe por lo que no llegamos a convencer a nadie del valor del evangelio y
así se va descristianizando, perdiendo el sentido del evangelio, nuestra
sociedad.
Dejemos atrás las costumbres del hombre
viejo, dejémonos renovar por la novedad del Evangelio, revistámonos de su luz
para que en verdad podamos ser luz de nuestro mundo. Demasiado vivimos en
oscuridades porque no nos dejamos iluminar por la luz de Jesús. Así podremos
dar signos de aquella paz y serenidad de la que hablábamos al principio y
expresar con toda nuestra vida la alegría del Evangelio.