Aprendamos
a saborear lo que es la misericordia, porque no nos creamos tan justos que
pensemos que no la necesitamos y es la llave que abre nuestro corazón a los
demás
Miqueas 7, 14-15. 18-20; Sal 102; Lucas 15,
1-3. 11-32
‘Se acercaron a Jesús todos los publicanos
y pecadores a escucharlo… y los fariseos y los escribas lo criticaban: Ese
acoge a los pecadores y come con ellos’.
Esto da pie para que Jesús nos proponga la hermosa parábola de la misericordia.
¿Quién necesitaba aprender a saborear
lo que era la misericordia? ¿Lo habremos saboreado nosotros también o acaso nos
tenemos por tan justos que nos decimos que no lo necesitamos?
Cumplidores no significa siempre lo
mismo que justos; podemos convertir lo de cumplidores en una pantalla que
oculte muchas cosas que llevamos en el corazón pero no querríamos que
aparecieran en público, que lo supieran los demás. Porque con lo de cumplidor
ocultamos con apariencias otras actitudes profundas que hay dentro de nosotros
y que no queremos dejar relucir, pero ahí están.
Porque están nuestros juicios y
consideraciones, por no decir condenaciones, que nos hacemos de los demás. Sí,
como los fariseos que estaban juzgando a Jesús queriendo meterlo todo en el
mismo saco como hacemos tantas veces cuanto queremos desprestigiar a los demás.
Cómo tan fácilmente marcamos con un ‘sambenito’ a quien un día cometió
un error y ya lo tenemos marcado de por vida, no somos capaces de admitir que
esa persona pudo tener un momento de debilidad pero puede levantarse de su
debilidad y ahora no volver a tropezar en la misma piedra. Sabemos que el ‘sambenito’ era algo así como un sombrero
o un cartel que habían de llevar de por vida quienes fueran condenados por
ciertos delitos, porque para ellos parece que no hubiera perdón.
Seguimos marcando, en lugar de tender
la mano para levantar, para ayudar a corregir, tender la mano para animar a la
persona a que busque ayudas o recursos para rehacer su vida, lo que hacemos con
nuestro desprecio hundir más en la miseria. Y esto es algo que sigue sucediendo
y hasta en ámbitos que llamaríamos cristianos pero donde se tienen unas
actitudes y posturas tan distintas a las del evangelio. Aislamos, separamos,
alejamos de nosotros, no queremos mezclarnos, como hizo el hijo mayor de la
parábola que no quiso mezclarse con su hermano, ni siquiera lo llamaba
hermano, no fue capaz de acercarse para
darle un abrazo lleno de alegría por su vuelta a la casa paterna.
La primera parte de la parábola, es
cierto, nos habla de la miseria del hijo menor, que reclamó al padre la parte
de su herencia, no quiso vivir en la casa del padre y se marchó a lugares
lejanos donde vivió de una manera disoluta envuelto en las miserias del pecado.
Pero fue capaz de entrar en sí mismo, recapacitar y ser capaz de volver a la
casa del padre, aunque aún le quedaban muchos miedos en su interior.
‘trátame como a uno de tus jornaleros’, intentaba decirle al padre porque
no se consideraba digno de ser aceptado y acogido.
Pero si manifiesta la miseria del
pecado – y siempre nos hemos detenido mucho en ello a la hora de comentar esta
parábola – manifiesta también lo que es la misericordia de Dios expresada en la
actitud del padre que le acoge, le trata como a un hijo que siempre fue a pesar
de sus infidelidades, y preparó un banquete para la vuelta del hijo pródigo.
Pero el hijo mayor no entendía de estas
cosas, no sabía saborear en su corazón lo que es el amor y la misericordia,
porque estaba lleno de resentimientos, de cosas guardadas de mala manera en su corazón
que ahora incluso le echa en cara al padre. Cumplidor, sí, pero con el corazón
endurecido; cumplidor, sí, pero ignorante de lo que es la misericordia y la
compasión; cumplidor, sí, pero incapaz de tener amor en sus entrañas.
Siempre decimos nos parecemos al hijo
menor, por tantas veces que nos hemos marchado de la casa del padre, pero aun
permaneciendo en la casa del padre, aunque solo fuera de una forma aparente,
quizás qué lejos hemos estado de ese amor del padre, de esa misericordia
divina, de ese sentirnos en verdad hermanos de todos aunque también tengan
tantas debilidades como las que nosotros tenemos, si acaso nosotros no tenemos
más.
Aprendamos a saborear lo que es la misericordia, porque no nos creamos tan justos que pensemos que no la necesitamos. Saborear la misericordia abre nuestro corazón a Dios, pero es la llave que abre también nuestro corazón a los demás para sentirnos en verdad todos hermanos.