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sábado, 26 de noviembre de 2016

Despiertos y vigilantes caminamos por la vida cultivando una verdadera espiritualidad iluminando nuestra vida desde la fe y el sentido del evangelio de Jesús

Despiertos y vigilantes caminamos por la vida cultivando una verdadera espiritualidad iluminando nuestra vida desde la fe y el sentido del evangelio de Jesús

Apocalipsis 22,1-7; Sal 94; Lucas 21,34-36

‘Estad siempre despiertos… y manteneros en pie ante el Hijo del hombre’. ¿Estaremos dormidos en la vida? hay muchas formas y muchas veces no sé si andaremos como zombis por la vida; aparentemente despiertos, pero para aquellas cosas verdaderamente importantes dormidos.
Estar despiertos en la vida nos habla de estar atentos y vigilantes para ver lo que pasa, estar atentos y vigilantes en el cumplimiento de nuestras responsabilidades, estar atentos a las personas de nuestro entorno, estar atentos a lo que va sucediendo en el mundo. Quien desempeña una función en la vida no se puede dormir, ha de cuidar todos los detalles de lo que va realizando para sacar las cosas adelante, vigilantes ante los problemas que surgen porque muchas veces incluso hay que preverlos para saber darles solución a tiempo.
Quien tiene una responsabilidad familiar – y todos pertenecemos a una familia de la que no podemos desentendernos – ha de cuidar del bien de los suyos, de la felicidad de cada uno, de los problemas que podamos tener, de tener todo lo necesario para una vida digna, de cuidar del futuro de los hijos preparándolos debidamente desde la función de padres. Y así podíamos pensar en multitud de cosas en la vida.
Pero creo que cuando hoy escuchamos que el Señor nos dice que estemos despiertos algo más querrá decirnos, en otros aspectos fundamentales de nuestra vida también tendremos que fijarnos, aunque muchas veces en el materialismo con que vivimos o en la solución de esos problemas que día a día se nos presentan quizá el aspecto espiritual de nuestra existencia no lo cuidamos como tendríamos que hacerlo.
Ahí está nuestro crecimiento como personas pero también la profundidad espiritual que tenemos que darle a nuestra existencia. Esa espiritualidad que ha de dar fondo a nuestra existencia, que nos hará mirar a metas altas, y que llenará de trascendencia nuestro vivir. Es esa reflexión que hondamente dentro de nosotros hemos de ir haciéndonos para rumiar los acontecimientos de nuestra vida y saber aprender de cuanto nos suceda. Será entonces esa sabiduría que iremos aprendiendo de la vida misma cuando reflexionamos, cuando vamos contemplando lo que nos va sucediendo para saber leer en esos acontecimientos muchas lecciones buenas y positivas que hemos de saber ir sacando.
Y en esa espiritualidad de la persona un lugar importante, yo diría esencial, ha de ocupar nuestra fe. Esa fe que da sentido a nuestro vivir, a lo que hacemos y por qué lo hacemos. Esa fe que hemos puesto en Jesús y en su evangelio para convertirlo de verdad en centro de nuestra vida. En esa reflexión que nos hacemos es importante que iluminemos nuestra vida con esa luz de la fe y contrastemos lo que hacemos y vivimos con el sentir del evangelio de Jesús.
Despiertos para nuestra fe, despiertos en nuestra fe para mantenernos en pie ante el Hijo del Hombre como nos ha dicho hoy el evangelio. Nos está hablando, sí, de ese momento final de nuestra existencia cuando vayamos a presentarnos definitivamente ante Dios para su juicio. Quizá sea una cosa en la que no pensemos, o que muchas veces hasta tratemos de alejar de nuestros pensamientos. Pero no tendría que haber temor si en verdad nos hemos mantenido despiertos en el caminar de nuestra vida también en ese aspecto de nuestra fe.
El juicio de Dios tenemos siempre la esperanza que es desde la misericordia; es cierto que no siempre somos fieles porque somos muy débiles y muchos tropiezos vamos teniendo en la vida; pero si andamos despiertos habremos sabido ir corriendo y enderezando  nuestros caminos. Sabemos que al final nos vamos a encontrar con el Dios misericordioso que nos ama. Que en El encontremos esa luz plena  definitiva de vivir para siempre en su presencia.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Aprendamos a descubrir esos brotes del Reino de Dios que hay en tantos a nuestro alrededor que aman y se entregan por los demás

Aprendamos a descubrir esos brotes del Reino de Dios que hay en tantos a nuestro alrededor que aman y se entregan por los demás

Apocalipsis 20,1-4.11-15; Sal 83; Lucas 21,29-33

‘Pues cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el Reino de Dios…’ Son las palabras que escuchamos decir hoy a Jesús. ‘Sabed que está cerca el Reino de Dios’. ¿Cómo podemos verlo? ¿Es en realidad así? ¿Sólo se referirá a los momentos finales de la historia?
Creo que sin dejar de referirse a ese momento final de la historia que será una realidad aunque no sabemos cómo ni cuando, también el Señor se nos está queriendo referir al momento presente. El Reino de Dios hoy y aquí, que está cerca como nos dice, que está dentro de nosotros como nos dirá en otro momento.
Ha comenzado el texto con unas imágenes. Habla de la higuera que parece seca y muerta en el tiempo del invierno, pero cuando se va acercando la primavera comienzan a aparecer sus brotes. Aquella vida estaba como oculta, encerrada en el ser de la higuera, pero que hará falta unas condiciones climatológicas apropiadas para que comiencen a surgir sus brotes y pronto se llene de hojas en toda su frondosidad y será anuncio de unos futuros frutos no tan lejanos.
El Reino de Dios está cerca, nos dice Jesús. Pero tenemos que descubrir sus señales, que están ahí presentes aunque no las veamos. Nos fijamos más pronto en la sequedad de las ramas sin hojas que en la vida que se oculta tras ellas. Nos pasa en la vida, nos aparecen más pronto a la vista las cosas negativas que todo lo positivo que en potencia está también presente en nuestro mundo. Miramos excesivamente la vida con pesimismo y nos dejamos aturdir por las malas nuevas que nos puedan llegar quizá por todas partes pero no somos capaces de captar, de ver, de descubrir tantas cosas buenas y bellas que se están realizando y que parecen estar ocultas.
Muchas señales de que el Reino de Dios está cerca, está en y con nosotros, está en medio de nuestro mundo floreciendo también hay y tenemos que saber descubrir. Son tantas las personas buenas que siguen haciendo el bien aunque nos parezca que prevalezca el mal. Tantos voluntarios del amor; tantos comprometidos con la justicia; tantos que se arremangan cada día para vivir su compromiso por los demás; tantos que con humanidad, con mucho amor siguen atendiendo a enfermos, a personas necesitadas, a los que no cuentan a los ojos de este mundo; tantos que en silencio sin hacer cosas brillantes o extraordinarias están rezando a Dios por los demás, por los que trabajan por los otros; tantos que van sembrando alegría y esperanza con sus pequeñas acciones levantando los corazones desesperanzados, tantos, tantos…
Abre los ojos. ¿No hay a tu alrededor muchas personas que hacen de todo esto de lo que venimos hablando? Son personas que tú conoces también y que tenemos que saber valorar. No todo son ramas secas e infructuosas.
El Reino de Dios está ahí y está en tu corazón inquieto aunque muchas veces quizá no sepa qué hacer pero que siente preocupación por los demás. Son las señales del Reino que está presente en nuestro mundo, en nuestra vida. Quizá tendríamos que darlo a conocer un poco más para que la visión que se tenga de las cosas no sea siempre negativa; tendríamos que dar a conocer más la obra de la Iglesia en tantas personas que aman, que se entregan, que hacen el bien, que quieren vivir su fe en Jesús, que se reúnen para dar gloria al Señor con un compromiso también en sus vidas.
Sí, el Reino de Dios está cerca, como nos dice Jesús, está en medio de nosotros, está también en nuestra vida. Vivámoslo y hagámoslo más presente.

jueves, 24 de noviembre de 2016

Cuando el Señor ha derramado su amor y su misericordia sobre nosotros de ese amor y de esa misericordia estamos obligados a hacer partícipes a los demás como sembradores de paz y de esperanza

Cuando el Señor ha derramado su amor y su misericordia sobre nosotros de ese amor y de esa misericordia estamos obligados a hacer partícipes a los demás como sembradores de paz y de esperanza

Apocalipsis 18,1-2.21-23; 19,1-3.9ª; Sal 99; Lucas 21,20-28

El texto del evangelio que venimos escuchando en estos últimos días del ciclo litúrgico nos pueden producir un cierto desasosiego porque pensar en los últimos días ya de de nuestra vida personal o ya sea pensar en los últimos tiempos como final del mundo y de la historia es algo que nos puede resultar incómodo, duro, de difícil comprensión y fácilmente pueden aparecer temores, dudas, miedos en nuestro corazón. No pretende el Señor angustiarnos sino precisamente todo lo contrario, son palabras que nos invitan a la tranquilidad, a la paz, a la esperanza.
Se entremezclan en este texto como en los anteriores que hemos venido comentando imágenes que hacen referencia a lo que fue la destrucción de Jerusalén – como hemos dicho quizá ya acaecida cuando san Lucas nos trasmite el evangelio – con imágenes que nos hablan de tiempos difíciles como en todos los momentos de la historia ha habido o imágenes que nos puedan hacer imaginar – valga la redundancia – lo que pudiera ser el fin del mundo.
En el momento presente hay acontecimientos en los que pudiéramos ver reflejadas algunas de las cosas que se nos dicen, terremotos que asolan poblaciones enteras, huracanes y ciclones que van destruyendo todo por donde pasan, guerras violentas que se repiten en distintos lugares de nuestro planeta, destrucción y muerte como lo estamos viendo en Siria e Irak a la que van unidas persecuciones de tipo religioso. Son cosas que a cualquier persona sensible le llenan de inquietud.
Por otra parte cada uno en su historia personal se encuentra con incomprensiones, momentos de difícil convivencia con los que nos rodean, vemos a nuestro alrededor matrimonios rotos que dejan mucho dolor tras de sí, abandonos, pobreza, muchas cosas que en su cercanía a nosotros o a los seres que apreciamos nos llenan también de dolor y hacen que sintamos una cierta preocupación y hasta angustia porque muchas veces no vemos fácil salida a esas situaciones.
Y ante todo eso, ¿qué hacemos? ¿Cuál ha de ser nuestra actitud, nuestra postura, nuestro compromiso? ¿Cómo nos tenemos que sentir por dentro?
Y hoy escuchamos a Jesús que nos dice: ‘cuando veáis todo eso… levantad la cabeza, se acerca vuestra liberación’. ¿Qué nos quiere decir Jesús? Anunciarle la liberación a quien se siente oprimido es una forma de alentar su esperanza y hacer que viva esos momentos duros por los que pueda estar pasando de una forma distinta. Cuando tenemos esperanza de una pronta liberación parece que nos sentimos con nuevas fuerzas.
Eso quiere el Señor para nosotros.  No olvidemos que ya desde el principio de su evangelio Lucas nos va presentando a Jesús como el que viene a traernos la libertad, como el que viene a liberarnos. Lo vemos expresado ya en el cántico de María en que se anuncia una gran misericordia y los pobres y los hambrientos se llenaran de bienes hasta hartarse; lo vemos en la sinagoga de Nazaret en aquel texto de Isaías que Jesús proclama y del que dice que todo aquello que acaban de oír se está cumpliendo ya.
El Señor nos ha liberado y nos ha llenado de su gracia; nos sentimos ya renovados en el amor del Señor, ¿qué hemos de temer? Y cuando el Señor ha derramado su amor y su misericordia sobre nosotros de ese amor y de esa misericordia estamos obligados a hacer partícipes a los demás. Allí donde hay sufrimiento, dolor, angustia, desesperanza, muerte nosotros tenemos que llevar vida, luz, amor. Allí tenemos que estar con nuestro amor que se hace compromiso, consuelo, que lleva paz, que da esperanza. Allí hemos de estar queriendo poner nuestro granito de arena para hacer un mundo nuevo, un mundo mejor.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Aunque el seguimiento de Jesús hoy no siempre es fácil para los cristianos no podemos perder la paz porque el Espíritu de Jesús nos da fortaleza y el don de la perseverancia

Aunque el seguimiento de Jesús hoy no siempre es fácil para los cristianos no podemos perder la paz porque el Espíritu de Jesús nos da fortaleza y el don de la perseverancia

Apocalipsis 15,1-4; Sal 97; Lucas 21,12-19

Ayer escuchábamos a Jesús que nos decía que no perdiéramos la calma, que no nos dejáramos confundir, hoy además nos dice que con nuestra perseverancia alcanzaremos la salvación.
Perseverancia… Se conoce como perseverancia a aquel valor que disponen algunos seres humanos en su actuar y que implica la constancia, la firmeza y la tesón en la consecución de algo… la perseverancia es aquello que uno se propone alcanzar y por el cual empleará los medios, las estrategias que sean necesarias para llegar a tal o cual fin.  Así nos dicen los diccionarios de su significado.
Cuánto necesitamos de la perseverancia en la vida, pronto nos cansamos, abandonamos el empeño en conseguir algo, tiramos la toalla como se suele decir. Eso en la consecución de nuestras metas, en el trabajo de cada día, en nuestro crecimiento como persona, en las cosas buenas que hacemos para ayudar a los demás, en el camino de nuestra fe. Abarca muchos aspectos de la vida, nos es necesaria continuamente. También cuando las cosas no son fáciles, cuando encontramos dificultades, cuando quizá todo se nos pone en contra; cuando todo marcha bien es fácil simplemente dejarse ir por el impulso, pero cuando las cosas son difíciles o encontramos oposición es fácil que nos pueda venir el desánimo.
Jesús nos está hablando de ello hoy cuando nos anuncia que los caminos de su seguimiento no se nos van a poner fáciles, porque incluso podemos ser perseguidos. Y nos dice que no temamos, que no nos preocupemos para buscar palabras para defendernos si nos mantenemos en fidelidad. Su Espíritu estará con nosotros y nos dará la fuerza que necesitamos. Es necesario despertar nuestra fe en la presencia del Espíritu porque cuando nos aparecen contratiempos en nuestra vida cristiana fácilmente nos angustiamos, perdemos los ánimos y poco menos que queremos escondernos de todo y de todos para no seguir pasando esos malos momentos.
Es la fortaleza que han sentido los mártires de todos los tiempos. Ya desde un primer momento en los Hechos de los Apóstoles vemos que aparecen esas dificultades y persecuciones, pero los apóstoles son capaces de salir contentos del Sanedrín porque tuvieron el honor de sufrir por Jesús. Tenían muy presentes en su vida las palabras de Jesús. Siempre recordamos aquellos primeros siglos del cristianismo con todas las persecuciones originadas en Roma, pero los mártires son hijos de todos los tiempos.
También en los momentos presentes de la historia se siguen produciendo esas persecuciones de los cristianos. Y no es solo que en nuestra patria recordemos a los mártires del siglo XX en aquellos años tan difíciles para España, sino que hoy en diversos lugares del mundo siguen muriendo cristianos a causa de su fe. No son noticias que se divulguen mucho por los grandes medios de comunicación, pero en esas cruentas guerras del Oriente medio – Siria, Irak, Irán… -  que hoy se sufren muchos son los que han muerto solamente por el hecho de ser cristianos. E igualmente en otros lugares del mundo. Y esto hemos de saberlo, tenerlo en cuenta, ofrecer nuestra solidaridad y nuestra oración.
También cada uno de nosotros allí donde vivimos no estamos lejos de encontrar dificultades semejantes en el desprecio de muchos, en la forma como en muchos medios se trata de ridiculizar todo el hecho religioso, en la forma de tratar las cosas de la Iglesia, en los juicios y prejuicios de tantos a todo lo que suene a religioso, a iglesia o a cristiano. Claro que no podemos olvidar también tantas cosas que desde el exterior o desde dentro de nosotros mismos nos quieren arrastrar por otros caminos.
Hemos de ser concientes de ello para no perder la paz, sabiendo que Jesús nos lo ha anunciado. También nosotros los cristianos hoy tenemos que escuchar esas palabras de Jesús ‘con vuestra perseverancia salvaréis vuestras alma’. El Espíritu del Señor está con nosotros y es nuestra fuerza.

martes, 22 de noviembre de 2016

Ante los momentos difíciles que nos va ofreciendo la vida el creyente ha de saber reaccionar con una fe madura y un compromiso serio por hacer un mundo mejor

Ante los momentos difíciles que nos va ofreciendo la vida el creyente ha de saber reaccionar con una fe madura y un compromiso serio por hacer un mundo mejor

Apocalipsis 14,14-19; Sal 95; Lucas 21,5-11

Se entremezclan hoy en el evangelio y en las palabras de Jesús diversas ideas o realidades que aunque nos pueden parecer confusas sin embargo Jesús nos quiere aclarar para que no nos dejemos engañar por nadie.
La oportunidad viene de unas consideraciones que algunos se hacen contemplando la belleza del templo de Jerusalén. No solo por lo que significaba para el mundo judío como centro de toda la vida del pueblo judío no solo en el aspecto religioso sino de la unidad de todo el pueblo de Dios. Era realmente hermoso en su amplitud, en sus adornos, en el culto que allí se celebraba aunque por otro lado estaba también muy lleno de muchas impurezas.
En esta subida de Jesús a Jerusalén vemos cómo quiere purificarlo para que no se convirtiera en un mercado, sino como había de ser de verdad en casa de oración. Con ello Jesús nos estaba llevando a la consideración de quien en verdad es el verdadero templo de Dios, hablando de sí mismo, pero hablando de lo que hemos de ser nosotros.
‘Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido’ les dice. Una referencia a la destrucción del templo y de la ciudad de Jerusalén que sucedería años más parte y que probablemente cuando Lucas nos escribe su evangelio ya habrá sucedido. Se preguntan cuándo será, qué señales habrá pero Jesús a eso no da respuestas concretas. Es lo efímero de las cosas de este mundo por muy bellas que sean.  ¿Será imagen de la destrucción que hacemos de nosotros mismos, verdadero templo de Dios, cuando dejamos meter el mal y el pecado en nuestro corazón?
Y nos habla a continuación de cosas que podemos interpretar como del momento final de la historia, pero que hemos de saber leer en los acontecimientos que cada día a lo largo de la historia se van sucediendo, vamos viviendo. No para que vivamos en medio de angustias y desesperanzas, pero sí para que constatemos la realidad y que nada nos debe confundir.
Catástrofes naturales que se van repitiendo continuamente en nuestro mundo, catástrofes humanas que los hombres nos provocamos con nuestras violencias y faltas de entendimiento, son cosas que se van sucediendo. Cada uno cuando las vivimos podemos sentir la tentación de la angustia y no saber que hacer. Serán momentos de confusión porque nos cuesta entender lo que sucede ya sea en las cosas de orden natural como en las que provocamos los hombres. Sucesos que nos pueden parecer irremediables y que nos parece que nos llevan al final de todo.
Jesús nos dice que no nos confundamos. Ante tales acontecimientos deberíamos saber tener una reacción de personas maduras. Jesús nos está anticipando como algunos aparecerán con falsos mesianismos hablándonos de apariciones maravillosas o diciéndonos que son las señales del fin del mundo. Sabemos bien cómo en nuestro tiempo las sectas de falta religiosidad por así decirlo hacen su agosto aprovechándose de la débil fe de la gente. Nos los encontramos cada día a la puerta de la casa o nos abordan por las calles. Cuántos desgraciadamente se dejan cautivar por esas interpretaciones calamitosas.
No os dejéis engañar, nos viene a decir. ‘Cuidado con que nadie os engañe… no os vayáis tras ellos…’ Todas esas cosas ocurren y es donde hemos de saber reaccionar con una fe madura y también sabiendo despertar lo mejor de nosotros mismos que nos provoque la búsqueda de la justicia, de la verdad, el despertar de una solidaridad verdadera. En verdad tenemos que sentirnos comprometidos a hacer un mundo mejor para que no reine la injusticia y renazca continuamente la solidaridad y el verdadero amor.

lunes, 21 de noviembre de 2016

No son dos reales como la viuda del evangelio sino como hizo Maria es el corazón, la vida, la voluntad, es todo nuestro ser el que se hace ofrenda al Señor

No son dos reales como la viuda del evangelio sino como hizo María es el corazón, la vida, la voluntad, es todo nuestro ser el que se hace ofrenda al Señor

Apocalipsis 14,1-3.4b-5; Sal 23; Lucas 21,1-4

¿Qué es lo que damos? ¿Hasta donde llega nuestro compartir? Decimos, cada uno da lo que puede. Pero pensemos sinceramente qué es lo que podemos dar o hasta donde estamos dispuestos a dar y a compartir.
Parecen cosas muy elementales lo que estamos diciendo y que casi no tendríamos que planteárnoslo. Pero puede darnos la medida de nuestro amor, o si lo queremos decir de otra manera, la medida de nuestro egoísmo. Porque cuando estamos pensando en esto que decimos comenzamos por pensar en nosotros, en lo que tengo, en lo que necesito y entonces hasta donde voy a dar para que a mi no me falte. Estamos centrándonos en nuestro yo.
Es bien contrario a lo que vemos en el evangelio y que alaba Jesús. Nos cuenta el evangelio que Jesús estaba a la entrada del templo enfrente del cepillo de las limosnas. Quizá nadie se fijara porque era un episodio de todos los días, al menos en general, pero según iban las distintas personas iban depositando sus ofrendas. Como hacemos nosotros cuando entramos en la Iglesia o cuando nos pasan el cesto de las limosnas. Y como nos dice el evangelista ‘alzando Jesús los ojos, vio unos ricos que echaban donativos en el arca de las ofrendas’.
Pero Jesús se fijó en lo que quizá nadie se fijaba. ‘Vio también una viuda pobre que echaba dos reales’. ¿Se trataba simplemente de esa calderilla buscamos en el fondo de nuestros bolsillos y que ponemos para quedar bien? En este caso no era la calderilla que sobraba sino que era todo lo que aquella mujer tenía para comer. ‘Sabed que esa pobre viuda ha echado más que nadie, porque todos los demás han echado de lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’.
Es ahora cuando tenemos que hacernos aquellas preguntas con las que iniciábamos la reflexión. ¿Qué es lo que damos? ¿Hasta donde llega nuestro compartir? Es donde tenemos que ver el termómetro de nuestra generosidad. Es cuando hemos de ver si realmente nosotros ponemos corazón en lo que hacemos por los demás, en lo que damos y en lo que compartimos. Porque ya sabemos lo que generalmente nos puede pasar. Y es que con Jesús tenemos que aprender a dejar de mirarnos a nosotros mismos para comenzar a mirar a los demás.
Hoy la liturgia de la Iglesia celebra una fiesta de María que un poco nos puede pasar desapercibida. Es la presentación de María en el templo. Podríamos decir que no tiene ningún fundamento bíblico porque el que había de ser presentado en el templo era el primogénito varón.  Pero quizá en devoción de los cristianos de todos los tiempos – en la Iglesia oriental esta fiesta tiene una relevancia especial – hacemos como un parangón con Jesús que a los cuarenta días fue presentado en el templo en cumplimiento de la ley mosaica.
La tradición de esta fiesta un poco se apoya en evangelios apócrifos que hablan de cómo María fue enviada al templo para allí ser educada junto a otras niñas. Pero el sentido que suele darse a esta fiesta es algo así como una consagración de María al Señor, un poco repitiendo lo que la Escritura dice de Jesús en su entrada al mundo, ‘aquí estoy, oh Padre, para hacer tu voluntad’.
María que se ofrece y consagra al Señor; María que pone todo su corazón en Dios, por lo que el ángel la llamará la llena de gracia; María la que consagra toda su voluntad a lo que Dios quiera de ella que le hará decir ‘aquí está la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra’; María que no se contenta con dar cosas sino que da su corazón, se da toda ella a sí misma como la mejor ofrenda al Señor. No son dos reales, es su corazón, es su vida, es su voluntad, es todo su ser el que se consagra al Señor.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Al celebrar a Cristo Rey nos ponemos en el camino del Reino, camino que ha de pasar por el amor, la entrega más profunda al servicio de los demás, el compromiso por un mundo mejor

Al celebrar a Cristo Rey nos ponemos en el camino del Reino, camino que ha de pasar por el amor, la entrega más profunda al servicio de los demás, el compromiso por un mundo mejor

2Samuel 5,1-3; Sal 121; Colosenses 1,12-20; Lucas 23,35-43
‘Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino’. Es el grito, la súplica de quien estaba sufriendo el mismo suplicio. Hasta ahora Jesús había guardado silencio ante las imprecaciones, los gritos, las burlas que tantos a su alrededor estaban haciéndole. Le había dicho que si era el Mesías, que si era el elegido de Dios, que si era el rey de los judíos, pero Jesús guardaba silencio.
Aquellas expresiones no eran el grito de la fe; era el grito del orgullo de los que se creían vencedores; era el grito del sarcasmo y de la desconfianza; era quizá el grito de quien se sentía desesperanzado y por si acaso hubiera algo de verdad en lo que aquellos otros decían, estando en el mismo suplicio aunque fuera por propia culpa iba a ver si podía conseguir algo. Por eso Jesús guardaba silencio.
Pero ¿cual sería el sentido del grito del que ya desde entonces llamamos el buen ladrón que sin embargo parecía estar cargado de esperanza? ¿Esperaba quizá que aun en aquellas circunstancias se fuera a restaurar el futuro reino de Israel? ¿Eran nuevas aquellas palabras que hablaban del Rey de los judíos como estaba escrito en el título de la condena clavado a la cabecera de la cruz, o acaso alguna vez estuvo entre aquellas multitudes que le habían escuchado anunciar un reino, el Reino de Dios?
Para empezar en él había humildad porque ya reconocía que si estaba en aquel suplicio era por algo que había hecho mal y era merecedor de aquel castigo. Pero desde la humildad y desde el sufrimiento parecía ser una plegaria sincera, aunque pudiera parecer inconcebible que se pudiera llamar Rey a quien estaba en el suplicio de una cruz. Pero hay cosas que se sintonizan con el corazón y al parecer aquel hombre había sintonizado. Es por lo que había replicado a su compañero de suplicio ‘¿ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada’.
Algo vislumbraba de verdad sobre ese Reinado de Dios en aquel que estaba colgado del mismo patíbulo. Es cierto que para los poderes de este mundo, como sucedía a aquellos sumos sacerdotes, escribas y fariseos que vociferaban alrededor de la cruz, no se entiende un reino a la manera como allí se estaba manifestando. Pero ya Jesús había expresado muchas veces a lo largo del evangelio donde estaba la verdadera grandeza y dignidad y cuales eran las características de ese Reino de Dios que ahora se instauraba. Era, sí, el momento en que se proclamaba y constituía ese Reino de Dios. Aunque pudiera parecer contradictorio era aquel momento el de la victoria del Reino, porque aquella sangre derramaba nos rescataba del poder del maligno, aquella sangre derramada era verdadera purificación del hombre pecador que alcanzaba el perdón y la redención, aquella sangre derramada era el signo del amor más verdadero, de la entrega más absoluta hasta el final, hasta dar la vida como hacían los que de verdad amaban que daban su vida por el amado.
Y aquel ladrón arrepentido aunque estuviera muriendo en el cadalso de la cruz estaba participando de esa victoria. ‘Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso’. El también estaba haciendo un acto de amor cuando con fe había acudido a Jesús para beneficiarse de la sangre redentora. Si más tarde incluso el centurión llegaría a decir que quien moría en la cruz era un inocente, el ladrón arrepentido estaba proclamando en verdad que Jesús es Rey, que Jesús es el Señor. Después de la resurrección así lo llamarán para siempre los discípulos, lo proclamaría Pedro ‘a Éste que habéis crucificado Dios lo ha constituido Señor y Mesías’.
Es lo que hoy estamos celebrando. Al concluir el año litúrgico, porque ya el próximo domingo iniciaremos otro ciclo con la celebración del Adviento que da principio a todas las celebraciones del misterio de Cristo a través del año, hoy como una hermosa conclusión proclamamos con la liturgia a Jesucristo Rey del Universo. Es una celebración que viene como a resumir todo el misterio de Cristo que a través de todo el año hemos celebrado.
Queremos nosotros proclamar y celebrar hoy con toda solemnidad que Jesús es Rey, es el único Señor de nuestra vida. Queremos proclamar no solo con esta celebración sino con toda nuestra vida que es verdaderamente el centro de nuestra existencia, en quien encontramos la salvación, en quien encontramos la luz y el sentido de nuestra vida, en quien nos sentimos impulsados a hacer de nuestro mundo en verdad ese Reino de Dios.
 No es una celebración que podamos hacer solamente desde lo externo, sino que tiene que ser algo que en verdad surja desde lo más hondo de nuestra vida. Ya conocemos los caminos que nos señala Jesús a lo largo del evangelio, caminos que necesariamente han de pasar por el amor, por nuestra entrega más profunda al servicio de los demás, por ese compromiso por hacer que nuestro mundo sea mejor, por ir construyendo una sociedad desde los valores del evangelio donde todos seamos considerados y valorados, donde nadie tenga que sufrir por sus carencias o por la insolidaridad de los hermanos.
Celebramos a Cristo Rey y en verdad queremos ponernos en el camino del Reino, un reino de amor y de entrega, un reino de humildad y de justicia, un reino de paz y de concordia, un reino de verdad y de sinceridad. Es lo que desde nuestra fe queremos vivir.