No es
solo un recuerdo, una lágrima furtiva que se nos escapa o una luz que encendemos,
es una esperanza que tenemos de que los difuntos gocen de la visión de Dios
para siempre
Apocalipsis 21, 1-5a. 6b-7; Sal 24; Filipenses
3,20-21; Juan 11, 17-27
Hoy 2 de noviembre es cuando celebramos
verdaderamente el Día de Difuntos, como nos dice la liturgia, la Conmemoración
de los fieles difuntos. Un día, hemos de reconocerlo, que para muchos se
convierte en un día triste; es el día del recuerdo, el día de sentir de manera
especial la ausencia, y cuando nos quedamos en solo eso de ahí las
manifestaciones que hacemos en ese día.
Queremos decir que no olvidamos, que
llevamos siempre en el corazón y visitamos su tumba, llevamos flores allí donde
están los restos o las cenizas de nuestros seres queridos y fácilmente se nos
escapa una lágrima. Muy humano, normal. En tradiciones y costumbres de otros
lugares se lleva incluso comidas – las comidas que más gustaban a nuestros
seres difuntos – al lugar donde están enterrados; una expresión de nuestro
cariño y nuestro recuerdo que se convierte en una forma de religiosidad natural.
Es costumbre también de estos día de
encender luces o velas junto a sus sepulturas, o en nuestros propios hogares
junto a una imagen, una fotografía, de nuestros seres queridos difuntos, como
una ofrenda decimos por sus almas, ánimas, que luego se pueden convertir
manifestaciones algunas veces un tanto llenas de superstición dándole un
sentido algunas veces ajeno al sentimiento verdaderamente cristiano.
Pero, ¿es esto solamente lo que ha de
hacer un verdadero cristiano? No nos podemos quedar en un recuerdo que
humanamente nos llene de forma natural de tristeza; para nosotros tiene que ser
algo más, porque lo hacemos desde una esperanza. Queremos y creemos que los que
han muerto viven en el Señor; queremos esa vida eterna en Dios para siempre
para ellos, porque ha de ser también lo que ha de animar nuestro caminar en
cristiano por la vida.
No es pensar en un más allá etéreo,
como si las ánimas de los difuntos estuvieran vagando en el aire o en el
espacio; cuando solamente lo vivimos así surgen visiones y apariciones de las ánimas
en lo que creen tantos. No es extraño que en el recuerdo que tengamos de los
seres queridos los veamos en nuestra mente y muchas veces nos parece de una
manera tan real, como si estuvieran a nuestro lado; la psicología tiene mucho
que decir en este sentido.
Pero nuestra esperanza de vida en Dios
es algo distinto, aunque sea muy difícil de definir, y por eso se nos mezclan
muchas ideas y muchas en nuestra mente y en nuestras costumbres. Pero a mi me
gusta pensar y preguntarme si yo verdaderamente vivo en la esperanza de la vida
eterna, de un vivir en Dios más allá de la muerte de nuestro cuerpo. Y es que
aunque decimos que tenemos esperanza y eso forma parte de nuestra fe, no
siempre, sin embargo, forma parte de nuestra vida, de nuestra forma de vivir. Y
eso es lo que verdaderamente tenemos que despertar en nosotros. Y esa esperanza
nace de la fe que tenemos en la palabra de Jesús que nos habla de llevarnos
junto a El y que donde El está quiere que estemos con El, en una expresión muy
humana y antropológica, nos habla de que hay muchas estancias y va para
prepararnos sitio.
Por eso la conmemoración que hoy
hacemos de los difuntos es algo más que un recuerdo. Es bonito y hermoso que
recordemos y recordemos todo lo bello y bueno que vivimos y recibimos de
nuestros seres queridos. Pero es algo más, porque tenemos la esperanza de que
vivan en Dios y por ellos rezamos a Dios para que hayan alcanzado el perdón y
tengan en Dios la vida sin fin. Y si esperamos que estén en Dios – por ellos
rezamos y para ello - ¿de donde, pues, esas tristezas si ellos están gozando de
la presencia de Dios para siempre? Un día le veremos tal cual es, nos decía san
Juan ayer cuando celebrábamos a todos los santos; nos viene bien recordarlo hoy
porque tenemos la esperanza de que nuestros seres queridos hayan alcanzado el perdón
y puedan gozar de la visión de Dios para siempre en la eterna felicidad del cielo.