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sábado, 28 de mayo de 2011

No es el siervo más que su amo


Hechos, 16, 1-10;

Sal. 99;

Jn. 15, 18-21

Recordad lo que os dije: no es el siervo más que su amo. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán’. Es duro lo que nos dice Jesús. Aun resuenan en nuestros oídos las palabras llenas de ternura que ayer escuchábamos cuando Jesús nos pedía amarnos los unos a los otros como un amor semejante al que Jesús nos tiene. Pero ahora nos dice que aún cuando nosotros pongamos todo el amor del mundo, sin embargo el mundo no nos va a comprender, sino más bien a rechazar. Quiere prepararnos Jesús trazándonos la cruda realidad de lo que vamos a encontrar.

Las tinieblas rechazan la luz; el que realiza las obras de las tinieblas no quiere verse iluminado por la luz, sino que prefiere la oscuridad. El que sostiene como norma de su vida la prepotencia y el orgullo rechazará lo que suene a humildad y a servicio. El que tiene un sentido de vida distinto no podrá soportar que nosotros podamos proponer un mundo basado en el amor, en el servicio y en el bien. Al avaro le molesta la presencia del que es desprendido y generoso. El violento se sentirá incómodo ante el que busca la paz. El injusto querrá acallar de la forma que sea al que obra la justicia.

De una u otra forma aparece en el evangelio esa lucha de las tinieblas contra la luz. Ya al principio del evangelio nos lo decía Juan: ‘la luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió… vino a los suyos y los suyos no lo recibieron…’ Y es el rechazo contínuo que veremos a Jesús a lo largo del evangelio por parte de los principales del pueblo, sumos sacerdotes, letrados, fariseos, saduceos. Le llevarían a la cruz queriendo apagar esa luz de salvación. Y aún veremos como a los apóstoles les quieren prohibir el enseñar en el nombre de Jesús.

Y hoy Jesús nos dirá: ‘Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros… no sois del mundo… por eso el mundo os odia…’ Bien conocemos la historia de las persecuciones que han sufrido los cristianos a lo largo de los tiempos. El innumerable ejército de los mártires glorifica al Señor.

Recordamos aquella multitud innumerable de los vestidos de blanco y con palmas en sus manos de quienes nos habla el libro de la Apocalipsis. ‘¿Quiénes son y de dónde han venido? Esos son los que vienen de la gran tribulación, los que han lavado y purificado sus túnicas en la sangre del Cordero’.

No siempre el mundo nos va a entender. No siempre se va a entender la obra de la Iglesia. Bien sabemos cómo de una forma o de otra se la quiere desprestigiar. Se quiere ver ocultas intenciones en lo que hacen los cristianos y ante la más mínima debilidad que podamos tener enseguida se nos acusará con las más duras acusaciones porque sería una forma de desprestigiar, obscurecer lo bueno que haga la Iglesia. No se es capaz de ver cómo la Iglesia aunque compuesta por hombres con todas sus debilidades humanas, es algo divino porque quien guía y conduce a la Iglesia es el Espíritu del Señor. Como nos dice Jesús: ‘Todo eso lo harán con vosotros a causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió’.

Cuando no se quieren abrir los ojos a la fe, fácilmente se pueden ver las cosas de manera turbia. Y todo eso nos duele y nos hace difícil nuestra tarea. Pero ya vemos por una parte cómo fue lo que hicieron con Jesús y por otra parte nosotros sentiremos siempre la asistencia, la fuerza y la gracia del Espíritu del Señor que estará siempre con nosotros.

Que no nos sintamos nunca debilitados en nuestra fe; que no se nos apague la esperanza; que sintamos siempre la fortaleza del Señor. Es la gran tribulación pero será el modo cómo nosotros nos unimos a la obra de Jesús y como ponemos nuestro sufrimiento junto al dolor y sufrimiento de la pasión de Jesús y todo eso se puede convertir en algo redentor. El Señor estará siempre con nosotros.

viernes, 27 de mayo de 2011

El mundo no me verá pero vosotros me veréis y viviréis


Hechos, 8, 5-8.14-17;

Sal. 65;

1Pd. 3, 15-18;

Jn. 14, 15-21

‘Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere…’ A eso nos invita la Palabra del Señor con palabras de la carta de Pedro. Dar razón de nuestra esperanza. ¿Dónde está nuestra esperanza? ¿dónde tenemos puesta nuestra esperanza? Sólo podemos dar una respuesta: Cristo, el Señor. Y tendríamos que decir, por eso estamos aquí; la razón de nuestra celebración y la razón de nuestra vida.

Una de las cosas quizá que más nos hace sufrir cuando tenemos que despedirnos de alguien por mucho tiempo, por ejemplo, por un viaje o un cambio de domicilio, y más aún si la separación es por la muerte, es el que no podamos ver ni estar con aquel ser querido. Esa ausencia que sabemos que se avecina nos hace sufrir y sentir tristeza en nuestro corazón.

Parece que algo así eran los sentimientos que afloraban en el corazón de los discípulos en la noche de la última cena con las palabras de Jesús que les sonaban a despedida porque les hablaba de su vuelta al Padre. Sin embargo las palabras de Jesús quieren sembrar esperanza en su corazón porque su ida o su despedida no significa que no le puedan ver o no le puedan sentir a su lado.

‘No os dejaré huérfanos, les dice, no os dejaré desamparados, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo’. ¿Qué les estaba queriendo decir Jesús? ¿Cómo podía entenderse ese verle y vivir del que les habla Jesús? Será en verdad algo nuevo y distinto. Tendremos que reconocer que es algo maravilloso.

Quizá nosotros mismos algunas veces en nuestro amor por el Señor deseamos el haber estado en los tiempos de Jesús allá en Palestina para haber podido ver a Jesús, escucharle, y hasta tocarle, manifestándole nuestro amor. En el fondo deseamos allá en lo más hondo de nosotros mismos poder ver a Jesús, poder ver a Dios. Es de alguna manera el deseo de todo creyente. Pero ¿tendremos que resignarnos a que eso no puede ser?

Escuchemos con atención todas las palabras de Jesús. Hoy Jesús ha hecho una promesa muy importante, que repetirá varias veces, hasta cinco, a lo largo de todo el discurso de la cena. ‘Yo pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros en cambio lo conocéis porque vive en vosotros y está con vosotros’.

Es la promesa del envío del Espíritu Santo, que recibirán en Pentecostés. El Espíritu Santo que como Defensor está siempre con nosotros. El Paráclito en expresión griega que es algo así como el que acompaña, asiste, ayuda, sostiene, aboga, procura, aconseja, intercede, el que anima e ilumina todo el proceso interno de nuestra fe.

El Espíritu de la verdad que nos lo enseñará todo y nos lo recordará todo, como nos dirá Jesús en otro momento. El Espíritu que nos fortalece y nos da vida. El Espíritu que clama en nuestro interior para que podamos llamar a Dios Padre porque nos da la vida divina que nos hace hijos. El Espíritu que guía nuestra oración y ora en nuestro interior.

Es el Espíritu que nos va a hacer sentir presente a Jesús en medio de nosotros. Hará que arda nuestro corazón, como a aquellos discípulos de Emaús para que terminemos descubriendo la presencia de Jesús.

Es el Espíritu que nos hará descubrir a Jesús en los demás, en el hermano, en el que sufre, en el extranjero o en el enfermo, en el que pasa nuestro lado o quizá está alejado de nosotros. ¿No nos dice Jesús que en cada uno de esos humildes hermanos tenemos que verle a El? Eso será posible con los ojos de la fe, eso será posible con la fuerza del Espíritu del Señor en nuestro corazón.

Es el Espíritu Santo que congrega a la Iglesia para que en ella veamos y descubramos a Jesús. Es el Espíritu Santo que hará posible que en los sacramentos podamos sentir la presencia y la vida de Jesús. En cada uno de los sacramentos invocamos la fuerza del Espíritu para que sea posible ese sacramento, para que el agua del Bautismo nos llene de la vida de Dios haciéndonos hijos de Dios, o para que con las palabras del Sacerdote recibamos el perdón de los pecados. ¿No les dijo Jesús en la tarde de Pascua ‘recibid el Espíritu Santo y a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados’? Pues ahí está Jesús y con los ojos del Espíritu podemos verle y descubrirle. Es el Espíritu que pedimos que descienda sobre los dones del pan y del vino para que sean el Cuerpo y la Sangre de Jesús.

‘El mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo’, nos decía Jesús. Ahora podemos comprenderlo. Podemos ver a Jesús, podemos ver a Dios de forma bien maravillosa. El mundo no lo entiende, como no entiende el sentido de la Iglesia o lo que nos mueve a amar como nosotros queremos amar. Si no hay fe no se puede comprender. Si falta la fe en la presencia del Espíritu no se podrá entender esa presencia de Jesús y no se será capaz de verla.

‘Vosotros me veréis y viviréis…’ Con nosotros está la fuerza y la presencia del Espíritu que es el que nos hace ver y sentir a Jesús en nosotros, y llenarnos de vida. No será con los ojos de la cara, pero para mirar no necesitamos solamente los ojos de la cara porque como se dice en una frase muy conocida ‘lo esencial es invisible a los ojos’. Nosotros vemos con los ojos del alma, con los ojos de la fe, con los ojos del Espíritu Santo que está en nosotros y podremos descubrir a Jesús en todo lo que decíamos antes y mucho más. Algo tan esencial como es la presencia de Jesús y la fuerza de su Espíritu nosotros sí podemos verlo con los ojos de la fe.

Esa es la razón de nuestra esperanza, como decíamos al principio que tenemos que dar y manifestar a cuantos nos rodean. Jesús está con nosotros. Jesús es nuestra vida. El nos da la fuerza de su Espíritu para que creamos en El, para que tengamos esperanza cierta en nuestra vida, para que podamos amar con un amor como el de Jesús.

Y amando como Jesús, veremos a Jesús. Amando como Jesús sentiremos a Dios en nuestra vida. Amando como Jesús desde un amor que nace de nuestra fe en El podremos sentir la fuerza y la presencia del Espíritu en nosotros, y tendremos fuerza para amar aún más.

Glorifiquemos en nuestros corazones a Cristo el Señor.

Como yo os he amado…


Hechos, 15, 22-31;

Sal. 56;

Jn. 15, 12-17

Hay momentos que por la trascendencia que tienen, bien por el momento en sí o por las cosas importantes que van a suceder, se viven con especial emoción y hacen salir a flote los sentimientos más hondos que llevamos en el corazón.

Momentos así eran los que se estaban viviendo aquella noche de la cena pascual en la que todo sonaba a despedida y había como premonición para los discípulos de las cosas grandes que iban a suceder. Y Jesús les estaba hablando con el corazón en la mano. Y sus palabras eran como testamento que siempre habían de recordar y también, cual albaceas, poner en práctica.

Cada palabra, cada gesto, cada frase tenían como un sentido lapidario que había que grabar muy bien para no olvidar nunca no sólo como un recuerdo sino como algo que tenían que vivir con toda intensidad.

‘Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos… soy yo quien os he elegido…’ No nos mira Jesús como siervos ‘porque el siervo no sabe lo que hace su Señor’. Jesús nos mira como amigos, amigos por los que siente el amor más grande y más hermoso; el amor extremo de quien da su vida por sus amigos.

Aquel grupo de discípulos llevaban ya mucho tiempo con Jesús. El los había escogido y llamado uno a uno para estar con El. En un momento los había llamado por su nombre a cada uno y los había hecho entrar en el grupo de los doce, los doce apóstoles. A ellos de manera especial se les había revelado, les había dado a conocer los misterios del Reino de Dios, porque a ellos de manera especial les explicaba las parábolas o en ocasiones se los llevaba aparte para estar con ellos, para instruirlos o para hacerlos descansar a su lado. ‘Soy yo quien os he elegido… sois mis amigos’, les dice Jesús.

A ellos ahora les está confiando su especial mandamiento. Ya lo había ido enseñando de mil maneras a lo largo del tiempo que había estado con ellos; les había manifestado que ese tenía que ser el sentido de su vida y de su actuar, en que no podían sino dejarse conducir siempre por el amor, por el servicio, por la humildad; con ellos había tenido especial comunión y les había enseñado también a vivir en comunión de amor y amistad los unos con los otros.

Ahora se lo deja como mandato, como su único mandamiento. ‘Este es mi mandamiento: que os ameís los unos a los otros como yo os he amado’. Amarse, pero no de cualquier manera, sino ‘como yo os he amado’. Hace unos momentos se había puesto humilde a lavarles los pies para enseñarles hasta donde tenía que llegar ese amor en el servicio a los demás. Ahora además les diría que El es el amigo que ama como el que más porque es capaz de dar la vida por el amigo. Está diciéndonos, pues, que tenemos que amar como El, que amó hasta el extremo.

Por eso, aunque ese mandamiento no parece ninguna cosa extraordinaria, porque decimos, bueno, tenemos que querernos los unos a los otros porque tenemos que saber convivir los unos con los otros, sin embargo la medida del amor que Jesús nos propone como su mandamiento no es una medida cualquiera. ‘Como yo os he amado’, nos dice para darnos la medida a la que tiene que tender nuestro amor. Y nos dice, ‘sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando’. ¡Vaya compromiso en el que nos pone la palabras de Jesús!

¿Nos pide imposibles Jesús? ‘Para Dios nada hay imposible’, le diría un día el ángel a María. Con Dios nada hay imposible tenemos que reconocer nosotros. Porque un amor así no lo vamos a vivir por nosotros mismos sino con la fuerza de su Espíritu. Jesús nos lo promete. Lo vamos a escuchar repetidamente estos días. Creamos en la presencia y en la fuerza del Espíritu para vivir un amor como el que Jesús nos pide y enseña. ‘Esto os mando: que os améis los unos a los otros’.

jueves, 26 de mayo de 2011

Nos salvamos por la gracia del Señor y respondemos con nuestra fe


Hechos, 15, 7-21;

Sal. 95;

Jn. 15, 9-11

‘Creemos que ellos lo mismo que nosotros nos salvamos por la gracia del Señor Jesús’. Es la afirmación y respuesta que da Pedro a la controversia que había surgido en las primeras comunidades cristianas con la aceptación de los gentiles al bautismo y la fe.

Recordamos cómo le habían pedido explicaciones a Pedro cuando bautizó a Cornelio y su familia en Cesarea del Mar. Ahora, después de la llegada de Pablo y Bernabé de su viaje apóstolico donde muchos gentiles habían abrazado la fe, surgió la cuestión porque algunos pretendían someterlos a la ley mosaica y al rito de la circuncisión.

Desde Antioquía habían subido a Jerusalén para consultar con los apóstoles y los ancianos. Lo que nos narran los Hechos en lo que estamos escuchando estos dias es lo que suele llamarse el Concilio de Jerusalén que fue aquella reunión allí convocada para resolver la cuestión. Ha hablado Pedro y recordado lo sucedido con los gentiles de Cesarea, ‘contaron Pablo y Bernabé lo signos y prodigios que habían hecho entre los gentiles con la ayuda de Dios’, y finalmente hablaría también Santiago dando la solución definitiva. Mañana escucharemos lo que podíamos llamar el decreto del Concilio que llevarían a Antioquía y a todas las iglesias con las exigencias de alejarse de toda idolatría y de todo mal para vivir la gracia del Señor.

La frase que hemos subrayado al principio viene a ser buen resumen y mensaje. Es Cristo Jesús quien nos salva con su gracia. Y decimos gracia, como regalo que es de Dios, cuando nos ofrece su salvación. Para eso Cristo entregó su vida por nosotros y así nos regala esa vida nueva, su vida que nos llena de salvación y de gracia.

Por la fe aceptamos y recibimos esa gracia. Es nuestra respuesta. Que no solo es el ritualismo de unas cosas que hacemos o de unas leyes que cumplimos, sino que es aceptar ese regalo de Dios y vivir en consecuencia esa vida nueva. Vida nueva que vamos a expresar en un nuevo estilo de vivir, en unas nuevas actitudes y en todo lo que son nuestros actos de amor para con los demás.

No es que recibamos su gracia salvadora y sigamos viviendo de la misma manera como si nada hubiéramos recibido. Por esa gracia recibida tenemos que sentirnos en verdad transformados. Es que además nos sentimos unidos a Dios de una forma nueva, de la misma manera que debemos entrar en una nueva comunión de amor con los demás. Es toda nuestra vida cristiana.

Cómo nos sentimos regalados por Dios. Cómo hemos de ser agradecidos a tanta gracia que el Señor nos regala. Como muchas veces hemos dicho no terminamos de considerar la grandeza y la maravilla del amor que Dios nos tiene. De ahí nuestra respuesta de fe y de amor.

Respuesta de fe y amor que nos tiene que llevar a vivir esa gracia del Señor en la santidad de nuestra vida. Lejos, pues, de nosotros toda idolatría y todo pecado. Lejos de nosotros todo aquello que nos contamine con el mal. Lejos de nosotros todo lo que suene a egoísmo y pasión de desenfrenada y nos pueda llevar a romper nuestra comunión con Dios y con los demás. ¿Cómo no vamos a responder con una vida santa a tanta gracia que el Señor nos regala y con la que llega su salvación a nuestra vida? Es que además con nuestro testimonio hemos de anunciar esa gracia salvadora a todos.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Así seréis discípulos míos


Hechos, 15, 1-6;

Sal. 121;

Jn. 15, 1-8

‘Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos’. La gloria de Dios, fruto abundante, ser discípulos de Jesús. Queremos ser discípulos de Jesús, seguirle; queremos en verdad dar gloria a Dios, pero ¿damos frutos y frutos abundantes?

Nos propone una hermosa alegoría, que tantas veces habremos meditado. La vid y los sarmientos, nosotros, Jesús y el Padre. La imagen de la viña aparece en los profetas y Jesús mismo la empleará en sus parábolas. Con esa imagen de la viña, como tantas veces hemos meditado, nos muestra lo que es el amor de Dios por su pueblo; un pueblo, nosotros, que ha de dar fruto, pero que no siempre lo damos.

Hoy nos dice Jesús que El es la vid y nosotros los sarmientos; el Padre es el labrador. Pero será necesario que los sarmientos estén unidos a la cepa, a la vid; desgajados o arrancados para nada sirven; enfermos.inútiles o llenos de ramajes infructuosos de nada nos valen. Por eso nos habla de unión y de limpieza o purificación.

‘A todo sarmiento que no da fruto lo arranca; y al que da fruto lo poda, para que dé más fruto’. Confía Jesús que nosotros estemos limpios o seamos sarmientos fructuosos. El nos ha alimentado con su Palabra y esa Palabra tendría que llenarnos de vida y mantenernos purificados. Pero seamos humildes y reconozcamos que necesitamos una poda en nosotros por tantas cosas, tantos ramajes que dejamos apegar a nuestra vida que necesita purificación. Es la poda y la purificación de nuestros pecados y de todo aquello que nos pueda llevar o inducirnos al mal.

Necesitamos permanecer unidos a Jesús. ‘El sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí’. Y nosotros tantas veces queremos actuar por nuestra cuenta. Nos lo sabemos todo. Nos creemos que nos bastamos con nuestras propias fuerzas. ¿Quién me va a enseñar a mí?, pensamos tantas veces. Yo sé lo que tengo que hacer y no necesito que nadie me esté diciendo nada. Repito, seamos humildes y reconozcamos que necesitamos estar unidos a Jesús para recibir la savia de su gracia.

‘Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada…’ nos dice Jesús tajantemente.

¿Cómo vivimos esa unión con Jesús? ¿Cómo llega su gracia a nosotros? Dios en su sabiduría infinita y en su poder puede hacernos llegar su gracia de mil maneras por decirlo de alguna forma. Pero tenemos unos medios claros y certeros: la Palabra de Dios, la oración, los sacramentos. Un cristiano sin la Palabra, sin oración y sin la gracia de los sacramentos será un cristiano sin vida, sin fruto.

Mucho podríamos y tendríamos que decir en este sentido. La importancia de la escucha de la Palabra que nos ilumina, que nos revela a Dios, que nos hace ver el camino, que nos alimenta. Con qué atención, con qué amor tenemos que escucharla y plantarla en nuestro corazón.

La oración que nos hace encontrarnos con Dios, con su Misterio, con su Palabra; la oración que nos une a Dios y nos hace vivir profunda e íntimamente unidos a El; la oración en la que nos sumergimos en Dios, y en la que dejamos que Dios en su inmensidad también nos llene y nos inunde. La oración que nos hace escuchar a Dios allá en lo más profundo de nosotros mismos, nos señala caminos, nos corrige en nuestras desviaciones y errores, nos hace mirar la cruda realidad de nuestra vida. La oración en la que le hablamos, suplicamos, pedimos, le invocamos, le damos gracias o cantamos su alabanza y también le pedimos perdón; cuántas cosas podemos decirle a Dios.

Finalmente los sacramentos, cauces de la gracia de Dios; participación en el misterio de Cristo, fortaleza y alimento de nuestra vida en el caminar de cada día, presencia salvadora de Cristo en nosotros y con nosotros. Mucho tendríamos que decir de cómo nos unimos a Cristo en todos y cada uno de los sacramentos en su momento o en la situación que cada uno vivamos.

‘El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante y con esto recibe gloria mi Padre… y seréis discípulos míos’.

martes, 24 de mayo de 2011

Les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos

Hechos, 14, 18-27;

Sal. 144;

Jn. 14, 27-31

‘Al llegar a Antioquía de donde los habían enviado con la gracia de Dios… reunieron a la comunidad, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe’.

Al leer este texto de los Hechos de los Apóstoles confieso que siento una sana envidia en mi corazón por el espíritu de aquella comunidad de Antioquía que sentía como propio todo lo que los apóstoles enviados habían realizado y cómo ahora con gusto escuchaban los relatos que les hacían de su predicación. Ojalá nuestras comunidades cristianas, nuestras parroquias tuvieran ese mismo espíritu e inquietud.

Habían partido un día después que la comunidad había orado y les había impuesto las manos porque el Espíritu los había seleccionado para una misión que habían de realizar. Hemos venido escuchando el relato de la predicación de Pablo y Bernabé con todos sus detalles, incluso los malos momentos que habían pasado como el que hoy mismo se nos ha narrado. ‘Apedrearon a Pablo y lo arrastraron fuera de la ciudad dejándolo por muerto’, nos dice.

Pero continuaban los apóstoles la predicación por distintos lugares y hoy se nos narra ya como su regreso pasando de nuevo por aquellas comunidades que habian constituido al predicar el evangelio ‘animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios’. Espíritu y buen ánimo, perseverancia y aceptación también del sufrimiento o la persecusión a causa del Reino de los cielos. Nos recuerda las bienaventuranzas de Jesús.

Trataban los apóstoles de fortalecer a aquellas comunidades e iban dejando una incipiente organización de la Iglesia. ‘En cada Iglesia designaban presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al Señor en quien habían creído’. Las comunidades han de continuar su vida aún cuando los apóstoles no puedan estar siempre con ellos, porque como misioneros han de ir por otros lugares también anunciando el evangelio. Por eso designan a los ancianos, los presbíteros, que mantengan la unidad de la comunidad y que les ayuden en la perseverancia en la fe.

‘Tus amigos, Señor, anunciarán la gloria de tu reino’, repetimos orando en el salmo. ¿Qué queremos expresar? Es la misión que Jesús nos ha confiado cuando sube al cielo. Ir por todo el mundo anunciando el evangelio. Lo que estamos viendo en aquellas primeras comunidades cristianas, en los apóstoles, en este caso en Pablo y Bernabé en el relato de estos días. El espíritu misionero que siempre nos tiene que animar. Es la inquietud que hemos de sentir en nuestro corazón de que el evangelio de Jesús sea conocido en todas partes para que todos puedan igualmente bendecir al Señor.

Como seguíamos diciendo en el salmo como respuesta a la Palabra que vamos escuchando ‘que hablen de tus hazañas… explicando tus hazañas a los hombres, la gloria y majestad de tu reinado… pronuncie mi boca la alabanza del Señor, todo viviente bendiga su santo nombre por siempre jamás’.

El Papa nos ha invitado a que hoy de manera especial tengamos un recuerdo de la Iglesia de China. Es el día de María Auxiliadora, Auxilio de los Cristianos, el 24 de mayo, venerada con gran devoción bajo esta advocación en el Santuario de Sheshan en Sangay. La Iglesia en China, sobre todo en este momento, tiene necesidad de la oración de la Iglesia universal. Los católicos chinos, como han dicho muchas veces, quieren la unidad de la Iglesia universal, con el Pastor supremo, con el sucesor de Pedro. Con la oración podemos obtener para la Iglesia en China permanecer, una, santa y católica fiel y firme en la doctrina y en la disciplina eclesial. Ella merece todo nuestro afecto. Sabemos que, entre nuestros hermanos obispos, hay algunos que sufren y son oprimidos en el ejercicio de su ministerio episcopal. A ellos, a los sacerdotes a todos los católicos que encuentran dificultades en la libre profesión de la fe expresamos nuestra cercanía. Con nuestra oración podemos ayudarles a encontrar el camino para mantener viva la fe, fuerte la esperanza, ardiente la caridad hacia todos e íntegra la eclesiología que hemos heredado del Señor y de los apóstoles y nos ha sido transmitida con fidelidad hasta nuestros días. Con la oración podemos obtener que su deseo de estar en la Iglesia una y universal supere la tentación de un camino independiente de Pedro’.

Así se expresaba el Papa hace unos días pidiéndonos esa oración por China en especial y por todos aquellos lugares en que los cristianos están siendo perseguidos.


Si quieres saber mas de este santuario de China en honor de la virgen pincha aqui: http://advocacionesmarianas.netfirms.com/NS_she_shan.html

lunes, 23 de mayo de 2011

Mi Padre lo amará, lo amaré yo y me mostraré a él


Hechos, 14, 5-17;

Sal. 113;

Jn. 14, 21-26

‘Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado; pero el Espíritu Santo… será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho…’ Comienza Jesús a hacernos anuncios del envío del Espíritu Santo. Quien nos lo enseñe todo, Espíritu de inteligencia, de ciencia y de conocimiento de Dios.

Nos dice Jesús cómo nos ha ido revelando su corazón, ahora que está a nuestro lado. Si nos fijamos bien en estos textos que estos días vamos escuchando, tomados de las palabras de Jesús en la última cena, nos daremos cuenta de cuántas cosas nos va revelando del misterio de Dios; pero de cuántas cosas nos habla de lo que va a ser nuestra vida desde nuestra fe en El. Cómo nos va llenando de su amor; cómo nos habla del amor grande, infinito, que Dios nos tiene. Cómo, si nosotros nos vamos dejando conducir por el Señor y vamos respondiendo con nuestro amor, Dios nos ama tanto que quiere morar en nuestro corazón.

Pero nos queda aún más cuando el Espíritu Santo descienda sobre nosotros. De tal manera nos llena de la vida de Dios que nos hará a nosotros hijos de Dios, partícipes como nos hace de la vida divina. Y podremos comprenderlo y llegar a vivirlo porque el Espíritu nos lo revela, nos lo ensela, nos lo recordará continuamente.

De nuestra parte, nuestra fe y nuestro amor. Aunque pequeña y débil sea nuestra fe, aunque nuestro amor no se todo lo grande que tendría que ser, nos sentiremos amados de Dios. Primero siempre es el amor de Dios, porque El nos amó primero, porque nos amó aunque nosotros no lo mereciéramos –y tendríamos que recordar lo que nos dice san Juan en sus cartas sobre esto – pero la sintonía con ese amor de Dios tiene que ser con nuestro amor.

Un amor que nos lleve a cumplir la voluntad de Dios. ‘El que sabe mis mandamientos y los guarda, ése me ama; y al que me ama lo amará mi Padre y lo amaré yo, y me mostraré a él’. En esa sintonía de amor podremos cada día conocer más a Dios, porque Dios más se nos revelará.

Se me ocurre pensar en los grandes santos místicos que en su unión con Dios llegan a un conocimiento profundo del misterio de Dios y se sientan inundados misteriosa y extraordinariamente por Dios. Pasaron por un camino de ascesis, de purificación interior para irse liberando más y más del pecado y llegar a esa altura de santidad de esa unión tan íntima y profunda con Dios que se les revelaba y se les manifestaba. Aman a Dios y se sienten amados de Dios; aman a Dios y toda su vida es unirse a Dios en el cumplimiento fiel de su voluntad. Y de tal manera van creciendo en su interior, en su espíritu que se sienten transformados por Dios, por un Dios que les ama y se les revela de forma extraordinario.

Alguien podría pensar, bueno, pero eso no es para nosotros, es sólo para los grandes místicos. A eso estamos llamados todos porque si amamos al Señor, todos nos sentiremos amados de Dios y a todos se nos manifestará el Señor. Tengamos fe. Pongamos amor en nuestra vida. Es meta e ideal al que tenemos que aspirar. Yo me siento muy pecador y muy lejos de todo eso, pero no dejo de reconocer que a eso me llama el Señor, a esa santidad de mi vida.

Ojalá pudiéramos nosotros ir creciendo de esa manera en nuestro interior, en nuestra espiritualidad, en nuestra unión con Dios, purificados de todo pecado y de toda debilidad y flaqueza. Ojalá pudiéramos cada día más crecer en esa unión con el Señor para ir logrando esa oración tan intima y tan intensa que nos haga asi sentirnos unidos a Dios, llenos e inundados de Dios.

Nos queda mucho que purificar en nuestro corazón. Pero es un camino que tenemos que intentar ir realizándolo cada día. Un cristiano que ama profundamente al Señor tiene que estar en esa actitud permanente de crecimiento interior, de crecimiento en el amor de Dios, de crecimiento en santidad.

El Espíritu Santo que nos enviará Jesús desde el Padre nos lo revelará todo, nos decía Jesús. Dejémonos conducir por el Espíritu divino que además de ser nuestra fortaleza es también nuestro Defensor contra las acechanzas del maligno; lo llamamos el Paráclico, el Defensor.

domingo, 22 de mayo de 2011

Una meta y un camino la vida de Dios que en Cristo Jesús podemos alcanzar


Sal. 32;

1Pd. 2, 4-9;

Jn. 14, 1-12

Es necesario tener claro cuál es la meta a la que queremos llegar para saber encontrar el camino. Pero será necesario también tener la seguridad del camino si queremos en verdad llegar a la meta. Ni hacemos los caminos a tontas y a locas sin saber por donde vamos ni nos planeamos hacer un camino si no sabemos a donde queremos llegar. Aunque simplemente salgamos a pasear lo hacemos por algo. Humanamente nos trazamos rutas, nos ponemos objetivos en la vida, queremos planificar bien lo que vamos a emprender.

Pero ¿hacemos igual en el camino de nuestra fe? ¿tenemos claros cuáles son nuestros planteamientos cristianos? ¿en verdad le damos trascendencia a la vida y tenemos ciertamente esperanzas de vida eterna? Creo que serían planteamientos que habría que hacer y revisar, cosas en las que habría que reflexionar seriamente.

Si reflexionamos con atención el evangelio que hoy se nos proclama creo que nos daremos cuenta que es algo de lo que nos quiere hablar Jesús y son interrogantes que también tienen en su interior los apóstoles que no siempre terminaban de comprender lo que Jesús les dice, ni lo acaban de conocer.

Las palabras de Jesús pronunciadas en el marco de la última cena tienen resonancias de despedida, pero también quieren suscitar una fe firme en los discípulos, sobre todo teniendo en cuenta todo lo que va a suceder que será para ellos un tremendo escándolo y un motivo de crisis grande en sus corazones. ‘Que no tiemble vuestro corazón…’, van a suceder muchas cosas, muchas negruras van a aparecer en el horizonte de la vida, la pasión y la cruz van a ser un trago difícil de superar… pero ‘creed en Dios y creed también en mí’. La luz de la fe no se puede apagar; ha de mantenerse bien encendida, les está pidiendo Jesús.

Les habla de su vuelta al Padre – ‘sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre’, había comenzado a contar el evangelista en el principio del relato de la cena – pero les dice también que quiere que estemos con El; va a prepararnos sitio, y habla de un camino que ya han de conocer quienes tanto tiempo habían estado con Jesús. ‘Adonde yo voy, ya sabéis el camino’.

Es cuando aparecen las dudas, del camino y de la meta. ‘No sabemos adonde vas, cómo podemos saber el camino’, le replican. Nuestro camino es Jesús. No hay otro. Sólo por El podemos llegar al Padre. Ahí está la meta y ahí nos está señalando el camino. ‘Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto’.

Sigue costándoles entender. ‘Muéstranos al Padre y eso nos basta’, exclamará Felipe. No habían terminado de comprender todo el misterio de Dios que en Cristo se les manifestaba. Querían saber a donde llegar pero aún no lo veían claro.

Cuánto les había enseñado Jesús, cuántas parábolas y ejemplos, cuántos momentos de predicación en las sinagogas o en el templo, en los caminos o en la montaña, allí junto al lago o en las casas; incluso a ellos en particular cuando llegaban a casa les explicaba con más detalles. Cuántas obras, signos y señales de Dios le habían visto realizar a Jesús en sus milagros, en su amor, en su entrega, en su cercanía a los pequeños y a los sencillos, a los pobres y a los enfermos. No terminaban de ver el rostro misericordioso de Dios en Jesús, en su amor. ‘Tanto tiempo con vosotros… quien me ha visto a mí, ha visto al Padre’.

‘Yo soy el camino, y la verdad, y la vida…’ Es lo que tenemos que hacer, seguirle. Seguir sus pasos. Vivir su vida. Inundarnos de su verdad. En Jesús encontraremos la plenitud de todo. Palabra eterna de Dios. Verbo de Dios que se ha encarnado para ser Enmanuel, ser Dios con nosotros. Luz que nos ilumina y nos hace comprender el sentido de todo. Es la verdad, la única verdad eterna y permanente que nos puede llevar a plenitud. No nos importan las oscuridades que pudieran aparecer porque ponemos toda nuestra fe en el Señor y con El nos sentimos seguros.

Necesitamos conocer a Jesús, aprender a Jesús. Y conocer y aprender a Jesús no es sólo saber cosas de El. Quizá sabemos muchas. Ese conocimiento de Jesús tiene que convertirse en vida, en nuestro vivir. Aprender es como meterlo dentro de nosotros para que nos podamos hacer uno con El. El ya nos dice que quiere habitar en nosotros y nosotros habitemos en El.

En la medida en que lo vayamos aprendiendo, haciendo vida nuestra iremos conociendo más a Dios, aprendiendo a Dios también para que habite en nosotros. Es hacer nuestros sus sentimientos, sus gestos, sus actitudes, hacer las mismas cosas que Jesús. Ya entonces sus mandamientos, el amor que nos manda tener no será algo que pongamos por fuera como un adorno sino que lo estamos haciendo nuestra manera y nuestro sentido de vivir.

Y como nos dirá Jesús en otro momento si guardamos sus mandamientos ‘el Padre y yo vendremos a él y haremos morada en él’. ¡Qué cosa más hermosa y qué dicha más grande! Teniendo a Dios en nosotros de esa manera tendremos la vida eterna.

Ya vamos viendo, entonces, cuál es la meta de nuestra vida cristiana, lo que significa en verdad seguir a Jesús, ser discípulo de Jesús. Dejemos que Jesús nos prepare esas estancias para estar siempre con El. ‘Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros’.

Ya sabemos entonces el camino que hemos de seguir. En una palabra, Cristo. Piedra viva, preciosa y escogida, como nos dice hoy san Pedro; piedra angular porque en verdad es el fundamento único y total de todo nuestro vivir. Y nos unimos a El para ser una cosa con El; y nos convierte en piedras vivas en la construcción del templo de Dios. Es que con toda nuestra vida hemos de glorificar a Dios.

Por eso terminará llamándonos san Pedro ‘raza elegida, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo escogido y adquirido por Dios’ para que con toda nuestra vida, reconociendo cuánto ha hecho y hace el Señor por nosotros proclamemos las maravillas de Dios ante todos los hombres.

Qué maravilla sentirnos así amados de Dios; qué maravilla que podamos así seguir ese camino que es Jesús; qué maravilla que por Jesús podamos alcanzar esa vida en Dios para siempre; porque eso es la vida eterna, ese vivir en Dios.