La
experiencia del Tabor nos vale para llenarnos de Dios pero también para
sentirnos impulsados para bajar de la montaña e ir al encuentro de nuestro
mundo con una misión
Hebreos
11,1-7; Sal 144; Marcos 9, 2-13
‘¡Qué bien se está aquí!’, fue la reacción de Pedro ante lo que estaba
contemplando y ya quería quedarse allí para siempre y pensado estaba como
construir allí tres tiendas que les diesen cobijo permanente.
¡Qué bien se está aquí!, decimos tantas
veces en la vida cuando nos sentimos a gusto, cuando la convivencia surge
fácil, cuando las relaciones familiares son armoniosas, cuando la conversación
es amena, cuando contemplamos un espectáculo maravilloso ya sea de la propia
naturaleza o ya sea hecho por mano del hombre con su arte o con su bien hacer;
una película que no queremos que se acabe, un viaje donde estamos disfrutando
conociendo sitios, entrando en relación con nuevas personas, un tiempo lúdico o
de juego donde a nosotros o a los nuestros todo le sale a pedir de boca.
Qué bien se está aquí y nos quedamos
extasiados, contemplando sin que quizá nosotros tengamos que hacer algo por
nuestra parte. Qué bien se está aquí y nos podemos sentir impulsados a actuar,
a poner de nuestra parte para que aquello no se termine, o nos quedamos
pasivamente disfrutando del momento sin querer volver a las cosas de cada día,
porque sabemos que nos podemos encontrar dificultades y problemas. Actitudes
positivas o actitudes pasivas que nos pueden llevar a una inactividad o a una
huida del compromiso.
Y no era para menos la experiencia que
Pedro, Santiago y Juan estaban viviendo en lo alto del monte. Jesús se los había
llevado con El porque quería estar a solas para orar; solía irse al descampado,
aprovechar la noche en ocasiones, en Jerusalén se recogía en la soledad y
silencio del monte de los olivos, ahora se los había llevado a aquella montaña
alta en medio de las llanuras y valles de Galilea para recogerse a solas en oración.
Y había sucedido lo extraordinario, Jesús se transfiguró, su rostro
resplandecía como el sol, sus vestidos eran de un blanco deslumbrador, y junto
a Jesús aparecieron Moisés y Elías, imágenes de la Ley y los Profetas para el
Antiguo Testamento que conversaban con Jesús.
En medio de todo aquel resplandor los
tres discípulos contemplaban. Aquello no podía acabarse y es cuando Pedro,
siempre impulsivo, toma la palabra. Pero una nube los envolvió, y se oyó la voz
del cielo ‘Este es mi Hijo amado, escuchadle’, y cayeron de bruces ante
la impresión de lo que sucedía.
Cuando salen de su letargo allí estaba
Jesús solo. ¿Había sido un sueño? ¿Había sido una visión celestial? Jesús solo
les dice que hay que volver a la llanura, que allí no se pueden quedar para
siempre, que de aquello no hablen a nadie hasta que resucite de entre los
muertos. No terminan de entender lo que Jesús les dice, pero ellos hubieran
querido quedarse allí para siempre contemplando aquello que les parecía la
gloria, que era la gloria como el mismo Pedro más tarde reconocería en sus
cartas.
Qué bien se estaba allí, pero había que
bajar a la llanura porque había de seguir caminando; había que bajar a la
llanura porque tendrían que llegar a Jerusalén que era el destino de Jesús; había
que continuar el camino porque aquello que Jesús había anunciado y que tanto
les costaba aceptar tendría que realizarse. El camino sería difícil, no solo
porque costaba la subida a Jerusalén sino por todo lo que se iban a encontrar,
todo lo que había de suceder.
Nos queremos quedar extasiados en la
contemplación de la bueno. Claro que necesitamos esos momentos buenos, de
experiencias vivas e intensas, en todos los sentidos de la vida. Necesitamos
una fuerza y un estimulo para nuestro caminar y para nuestro luchar, para
afrontar responsabilidades en la vida y para poder sentirnos enviados a una
misión. Una madre que se siente arropada con el calor de los hijos, que
contempla su avance en los caminos de la vida se siente con más coraje luego
cuando vienen las dificultades o cuando a esos mismos hijexpe
os los ve tambalearse
en los problemas o en tantas cosas que les envuelven en la vida; pero sigue
creyendo en ellos porque ha visto y experimentado lo bueno de lo que son
capaces, aunque ahora los vea titubeantes o envueltos en no sé que redes; pero
tiene esperanza, siente coraje en su corazón. Podríamos pensar en muchos más
ejemplos y situaciones.
Lo mismo nos sucede en el camino de la
fe y de nuestra vida cristiana. Las experiencias hermosas que algunos momentos
podamos haber vivido van a ser nuestra fuerza, para no quedarnos en el Tabor
sino para bajar de la montaña y seguir en ese camino que algunas veces se nos
pueda hacer duro o parecer tortuoso. Vivimos momentos tormentosos y también de
confusión en el hoy de la Iglesia en su encuentro con el mundo. No podemos
tener miedo, no podemos encerrarnos en huida, sino que tenemos que salir, ir al
encuentro de nuestro mundo donde tenemos que hacer un anuncio y donde tenemos
que vivir nuestro compromiso.
Mucho nos enseña la transfiguración del
Tabor, nos vale para llenarnos de Dios pero para sentirnos más impulsados a ir
al encuentro con los hermanos, al encuentro con nuestro mundo donde tenemos una
misión.