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sábado, 25 de agosto de 2018

Nunca se llene de soberbia nuestra vida por lo bueno que hacemos, sino que siempre nuestro espíritu sea el del servicio y nuestro estilo la humildad y la sencillez



Nunca se llene de soberbia nuestra vida por lo bueno que hacemos, sino que siempre nuestro espíritu sea el del servicio y nuestro estilo la humildad y la sencillez

Ezequiel 43,1-7ª; Sal 84; Mateo 23,1-12

Cuando alguien alaba algo que hayamos hecho bien es justo que sintamos satisfacción dentro de nosotros y nos sintamos contentos con nosotros mismos. No porque busquemos esa alabanza o ese reconocimiento sino por esa satisfacción en si misma del bien hecho, de lo que pudo servir a los demás, o del granita de arena con que hemos contribuido a hacer que nuestro mundo sea mejor. Nadie nos puede decir nada porque nos sintamos contentos con nosotros mismos y que de alguna manera nuestro ego se sobrealimente siempre y cuando esto nos estimule a seguir haciendo el bien, ayudando a los demás o poniendo en servicio de todos aquellos valores que nosotros tengamos.
No hacemos las cosas para la apariencia, para buscar el reconocimiento y la alabanza, para que nos suban en pedestales. La persona que obra con rectitud y sencillez incluso muchas veces buscará ocultarse a si misma, porque lo que le importa es el bien que ha hecho; una persona que obra con rectitud y porque tiene ese espíritu de servicio en su vida no se deja halagar por vanidades ni nunca querrá ponerse por encima de los demás. Y esto bueno, esta manera de actuar con rectitud y sencillez lo podemos encontrar en muchos a nuestro alrededor que la mayor parte de las veces pasan desapercibidos.
Quizá muchas veces nos sea más fácil descubrir a los que van de arrogantes por la vida porque hacen mucho ruido. Quieren que se los vea y se les reconozca sus obras, y como nos dice Jesús en el evangelio van tocando campanillas por las esquinas de las calles para hacer notar su paso o para que vean las buenas cosas que hacen, que ya se ven viciadas por el propio orgullo con que se hacen. Y de eso quiere prevenirnos Jesús, porque de ninguna manera ese puede ser el estilo de lo que le siguen y se llaman sus discípulos.
Es cierto que nos dirá en otra ocasión que se vean nuestras buenas obras para que todos puedan dar gloria a Dios. Pero es para la alabanza y la gloria del Señor, no para alimentar nuestro ego, para buscar esos reconocimientos o ahogarnos en nuestras vanidades.  Por eso nos dirá también que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha y es que el bien no se hace haciendo ruido, aunque la música de las obras buenas que hacemos sí tiene que cautivar los corazones.
Por eso el que es humilde y servicial se va a sentir querido y valorado por todos aunque le parezca sentirse herido en su humildad. Los que son buenos y hacen el bien sin ruido sin embargo van dejando tras de si una melodía hermosa y cautivadora que servirá para atraer a todos a hacer el bien.
Mientras que el arrogante y vanidoso, el que va por la vida repartiendo orgullo y con mucha soberbia en su corazón, no se sentirá nunca querido, más quien quizá temido, y muchas veces rechazado desde nuestro interior porque nos hiere la soberbia de los demás. Por eso andemos nosotros con cuidado para que nunca se llene de soberbia nuestra vida, sino que siempre nuestro espíritu sea el del servicio y nuestro estilo la humildad y la sencillez.
Sepamos descubrir y valorar eso bueno que hay en tantos corazones que calladamente hacen el bien y que su gozo es hacer el bien a los demás.

viernes, 24 de agosto de 2018

La tibieza de nuestra vida espiritual y de nuestro compromiso cristiano es quizás consecuencia de la falta de un encuentro vivo con Jesús



La tibieza de nuestra vida espiritual y de nuestro compromiso cristiano es quizás consecuencia de la falta de un encuentro vivo con Jesús

Apocalipsis 21,9b-14; Sal 144; Juan 1,45-51

Quizá no haya mejor manera de cerciorarnos de la certeza de una cosa que averiguarlo por nosotros mismos. No es que no confiemos en lo que nos dicen, pero aunque digamos sí en el fondo no nos sentimos totalmente seguros.
Es cierto que en la vida por así decirlo vamos haciendo continuamente actos de fe, porque nos confiamos en lo que nos dicen, en lo que nos cuentan, porque es necesario tener esa disponibilidad para aceptar, porque no todo lo podemos comprobar por nosotros mismos, porque nos supera el peso y el paso de la historia, porque son hechos o acontecimientos que no nos suceden al lado nuestro ni en el tiempo nuestro, o porque ese margen de confianza que nos damos unos a otros  es base de amistad y consecuencia de ella y nos facilita la convivencia de cada día.
Es importante en todos los aspectos de la vida el testimonio que recibamos de los otros porque confiamos en ellos y las obras que realizan y las palabras que dicen las veremos siempre dentro de la racionalidad y de la credibilidad de las personas. Es importante, entonces, que nosotros en la autenticidad de nuestra vida nos hagamos verdaderamente creíbles y así nacerá esa confianza mutua que unos y otros hemos de tenernos. Con la autenticidad de nuestras obras de alguna manera estaremos diciéndole al otro ‘ven y lo verás’, confía en la autenticidad de mis palabras y de mis obras.
Es el primer diálogo que nos encontramos en el pasaje del evangelio que se nos propone en la fiesta de san Bartolomé apóstol que hoy celebramos. Felipe que había estado con Jesús al que había seguido en su primera llamada, cuando se encuentro con su amigo y convecino Natanael enseguida le cuenta lo que él ha vivido. Parece que no termina creer Natanael, pero no pone en duda sus palabras, sino el hecho de que Jesús sea de Nazaret; aparecen las divergencias y rivalidades que tantas veces surgen entre pueblos limítrofes por las cosas más simples las mayorías de las veces. Que si las campanas de mi pueblo suenan mejor que las del tuyo, que es mejor el agua que nosotros bebemos que la de las fuentes del pueblo vecino y así muchas veces no se cuantas cosas que llevan enfrentamientos digamos pueriles.
Felipe había estado con Jesús y se había sentido verdaderamente convencido. Es lo que ahora quiere que compruebe su amigo Natanael. ‘Ven y lo verás’, le dice. Y fue y lo vio y  lo sintió de manera que hará una hermosa confesión. Rabí, Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel’.
¿No lo necesitaremos nosotros también? Tenemos que aprender a dejarnos conducir para llegar a vivir ese vivo y profundo encuentro. Serán los necesarios encuentros llenos de confianza que hemos de tener los unos con los otros en la vida, pero será también ese encuentro vivo con el Señor. Aceptamos el testimonio y nos dejamos conducir, pero necesitamos vivir la profundidad de ese encuentro de verdad que muchas veces nos falta en la vida.
La tibieza con que vivimos muchas veces nuestra vida espiritual y todo nuestro compromiso cristiano es quizás consecuencia de esa falta de ese encuentro vivo con Jesús. Podemos saber muchas cosas y hasta enseñar a los demás, pero necesitamos vivencias profundas que nos hagan crecer de verdad por dentro y que harán creíbles nuestras palabras y nuestro testimonio. Mucho de todo eso  nos está faltando a los cristianos de nuestro tiempo en que nos falta esa espiritualidad honda, que solo se puede tener desde encuentros vivos y profundos.
Es el testigo que está poniendo en nuestras manos hoy san Bartolomé en el día de su fiesta.

jueves, 23 de agosto de 2018

Qué otra cosa sería la vida si supiéramos acogernos mutuamente y nos vistiéramos de esos valores que faciliten siempre el encuentro con el otro



Qué otra cosa sería la vida si supiéramos acogernos mutuamente y nos vistiéramos de esos valores que faciliten siempre el encuentro con el otro

Ezequiel 36,23-28; Sal 50; Mateo 22,1-14

A todos nos gusta que nos inviten a una fiesta, a una comida o a una boda. Nos sentimos honrados por la deferencia de quien nos ha invitado y tratamos de corresponder asistiendo y participando de esa fiesta o de esa comida a la que nos han invitado y haciéndolo de una manera digna y decorosa; causas graves tendrían que surgirnos para no asistir y por educación enviaríamos una disculpa razonable por el medio que sea a quien ha tenido la deferencia de invitarnos. No haríamos el feo, como se suele decir, de dejar plantado en la mesa a quien ha tenido la amabilidad de invitarnos.
Pero puede suceder también que nos encontramos con personas que por las razones que sean son reacias a participar en celebraciones así; se buscan disculpas, se escudan en lo ocupados que están – qué ocupados estamos cuando no nos interesa algo -, se inventan actividades que se hacen coincidir en el tiempo, pero todo es una búsqueda de razones para no participar, para rehuir el bulto. Aparece así la descortesía, los malos modos, o la forma de expresar que quizá no nos sea agradable esa invitación, la escasa estima y consideración que quizá tenemos hacia esa persona que nos ha invitado o que no nos resulta agradable el sentarnos a la mesa con determinadas personas.
Cosas que nos suceden en la vida, cosas que nos pueden pasar a nosotros; momentos quizá que pueden tensar las relaciones, cuando todo encuentro con los demás nos tendría que servir siempre para crear lazos de amistad; el compartir juntos alrededor de una mesa es una oportunidad para abrir los corazones, para compartir pensamientos y sueños, para alimentar ilusiones, para abrir puertas para nuevas amistades. Esa convivencia sana y feliz de quienes comparten así contribuye a hacer que nuestra vida sea mejor, y contribuye a crearnos un mundo más feliz. Aunque tristemente muchas veces por nuestros caprichos, con nuestras disculpas y nuestras huidas, con los distanciamientos que nos creamos no contribuimos precisamente a ello.
Me hace pensar en todo esto la parábola que hoy se nos propone en el evangelio. Una parábola que quiere hablarnos del Reino de Dios, que quiere decirnos cómo con nuestra convivencia feliz en la imagen de un banquete de bodas al que estamos invitados podemos reflejar la felicidad del Reino de Dios. Y en esos pequeños detalles que nos ofrece la parábola se no da ocasión para reflexionar sobre muchas cosas de nuestra vida.
Lo que nos refleja esa imagen de los invitados que buscaron mil disculpas para no asistir al banquete de bodas nos está hablando claramente de cual es la respuesta negativa que tantas veces damos a la llamada e invitación del Señor. No nos quedamos en la anécdota sino que nos miramos a nosotros con nuestras actitudes negativas, con nuestras reticencias tantas veces a responder a lo que el Señor nos va pidiendo. No queremos participar en ese banquete de bodas, no queremos entrar por ese camino nuevo que nos señala el Señor, nos hacemos sordos a su llamada y rehuimos dar una respuesta. Cuántas disculpas vamos poniendo en la vida.
Cuando nos hacíamos la primera descripción de la invitación al banquete de bodas decíamos que tratamos de corresponder asistiendo de manera decorosa y digna. Es un detalle que nos resalta también la parábola. Al no asistir los invitados aquel rey mando que salieran a los caminos y trajesen a todo el que encontraran al banquete y la sala se llenó de comensales. Un signo de cómo todos estamos invitados y a todos hemos de hacer llegar también esa invitación. Pero había que asistir con traje de fiesta.
En los protocolos de nuestras comidas y banquetes ya se nos insinúa como hemos de ir para compartir en una mesa juntos; nuestra presencia no puede volverse indecoroso o mejor hacer difícil la convivencia con los demás que estamos sentados a la misma mesa.
Por aquí va la clave de lo que nos quiere decir el Señor en la parábola. Algunas actitudes y posturas nuestras algunas veces hacen difícil el encuentro y la convivencia. De ese traje hemos de despojarnos para vestirnos de otras actitudes y valores que nos lleven a un encuentro sincero y verdadero con los demás.  Qué otra cosa sería la vida si nos vistiéramos de esos valores que faciliten siempre el encuentro con el otro.

miércoles, 22 de agosto de 2018

No andemos comparándonos los unos con los otros que no todos han tenido las mismas oportunidades, sino demos ocasión para desarrollar lo que cada uno vale



No andemos comparándonos los unos con los otros que no todos han tenido las mismas oportunidades, sino demos ocasión para desarrollar lo que cada uno vale

Ezequiel 34,1-11; Sal 22; Mateo 20,1-16

Siempre nos creemos merecedores de todo, nos creemos merecedores de algo mejor; no estamos contentos con lo que recibimos, no estamos contentos con la valoración que los demás hacen de nosotros; de alguna manera parece que nos sentimos injustamente tratados porque no nos tienen en cuenta como nosotros quisiéramos, no tienen en cuenta nuestras valores. Y aparece algo de vanidad, mucho también de orgullo, y vienen desavenencias y desconfianzas, surge la destructiva envidia.
Hoy se nos habla mucho de la autoestima, y está bien. Claro que tenemos que valorarnos, empezando por saber descubrir bien cuales son nuestros valores, nuestras cualidades, aquellas posibilidades que tenemos en la vida y desarrollarlo. Pero esa autoestima no está reñida con la sencillez y la humildad; esa autoestima no está en autocomplacencias y autosuficiencias que nos pudieran llevar a pedestales con los que queremos destronar a los demás. Nuestra autoestima no tiene por qué minusvalorar lo que son los otros, sino todo lo contrario tenerlos muy en cuenta, porque tendríamos que ser colaboradores los unos con los otros para hacer mejor las cosas, para hacer mejor nuestro mundo.
Pareciera que hay un conflicto de intereses entre la autoestima y la humildad, pero tendría que ser todo lo contrario. Humildad no es ponernos a menos, sino reconocer lo que en verdad somos, para valorar también lo que son los demás. La humildad no es autodestruirnos ni mucho menos, sino saber actuar calladamente sin aspavientos con aquello que somos, con lo que son nuestros valores y posibilidades. Autoestima no es darnos auto bombo, y en eso hay muchos que se confunden, porque lo que hacen es llenarse de vanidad y tratar de inflarse tanto que al final revientan en la realidad de lo que somos.
Me ha surgido toda esta reflexión sobre realidades de la vida, de lo que somos o de lo que algunas veces queremos aparentar, por abajo o por arriba, da igual, porque siempre puede ser vanidad, desde el pasaje del evangelio que hoy se nos propone. Pudiera parecernos que el evangelio quiere hablarnos de otras cosas, de que somos llamados a trabajar en la vida en cualquier momento o en cualquier circunstancia y hemos de estar siempre disponibles a escuchar esa llamada, pero me ha hecho pensar en todo esto lo que vemos al final de la parábola en la actitud exigente y displicente de los que protestan aunque le han dado justamente lo que habían acordado.
No pudieron resistirse aquellos obreros de la primera hora a compararse con los demás o con el trabajo que los otros habían hecho. Pero no eran capaces de apreciar la generosidad del dueño de la viña que en su corazón misericordioso quiso también valorar el trabajo de los que aparentemente habían hecho menos, habían hecho poco porque llegaron a última hora, pero con quienes quería ser generoso aquel buen hombre, quizá pensando en las necesidades que pudiera haber detrás y ocultas para la mayoría.
No podemos andar juzgando la generosidad del corazón de los otros; no podemos andar por la vida siempre haciéndonos comparaciones de los unos y los otros; no todos han tenido quizá las mismas oportunidades porque así es la realidad de la vida, pero con todos hemos de saber ser generosos no permitiendo que nos corroa por dentro la envidia o el amor propio herido. Cuidado con los pedestales a los que nos subamos.
Valorarnos, sí, tener nuestra propia autoestima, está bien, pero saber ir por la vida con sencillez y con humildad, poniendo siempre generosidad en nuestro corazón para saber valorar a los demás, ayudarlos a levantarse de momentos oscuros o de hundimiento por los que puedan estar pasando por la vida.

martes, 21 de agosto de 2018

Contando con la gracia del Señor tampoco será imposible para nosotros desprendernos de cuanto hemos de arrancar de nuestro corazón para vivir la plenitud del Reino




Contando con la gracia del Señor tampoco será imposible para nosotros desprendernos de cuanto hemos de arrancar de nuestro corazón para vivir la plenitud del Reino

Ezequiel 28,1-10; Sal. Dt 32; Mateo 19,23-30

‘¿Quién puede salvarse?’ se preguntan los discípulos más cercanos a Jesús tras el episodio del joven rico que aspiraba a la vida eterna, pero que ante las exigencias de Jesús da marcha atrás y se vuelve sin decidirse por seguir a Jesús. Era rico, nos dice el evangelista y Jesús continua apostillando cuán difícil le es a los ricos entrar en el Reino de los cielos. Y les propone la imagen del camello pasando por el ojo de una aguja. Por las puertas estrechas de las murallas de la ciudad donde les era difícil pasar con toda la carga que llevaban sobre sus gibas.
Por ahí anda la clave de las palabras de Jesús que tanto les cuesta entender a los discípulos y que tanto nos cuesta entender nosotros dándonos mil explicaciones como solemos hacer no cuando no entendemos, sino cuando nos parece que no nos interesa entender. Porque una cosa es que entendamos y otra cosa es que queramos entender. Cuantas veces nos hacemos oídos sordos a las explicaciones que nos quieren dar, cuantas veces nos hacemos oídos sordos cuando nos tocan en la herida de nuestra vida que no queremos curar.
Ahí están nuestros apegos, que pueden ser las riquezas como literalmente nos habla hoy el evangelio, pero que pueden ser tantas cosas que llevamos apegadas al corazón y de lo que no queremos desprendernos; y damos rodeos y rodeos sin decidirnos, sin dar valientemente el paso hacia delante para liberarnos de esas ataduras.
Serán cosas o serán actitudes, serán malas costumbres que hemos adquirido o esas rutinas que marcan el día a día de nuestra vida y que no queremos cambiar, serán unas posturas de comodidad con aquello de que siempre se ha hecho así y que no queremos ni siquiera pensar en que se puede renovar o serán esas pasiones que nos desbordan y que porque nos dan un momento de placer no pensamos en la trascendencia de nuestros actos que podríamos hacer mejor.
No podemos andar con vanidades en la vida donde todo se nos quede en apariencias; no podemos contentarnos y sentirnos tan a gusto con el orgullo de haber quedado por encima de los demás cuando sabemos bien que somos mezquinos y que los otros son mucho mejores que nosotros; no podemos dejarnos arrastrar por esos impulsos violentos de nuestros amor propio malherido, sino que hemos de saber reconocer nuestros errores porque no somos perfectos y las cosas se pueden hacer de mejor manera; no podemos dejarnos llevar por esas envidias y malquerencias que surgen en nuestro interior cuando descubrimos todo lo bueno que hay en el otro y que hasta incluso nos puede dar ejemplo.
Muchas cargas vamos echando sobre las gibas de nuestra vida que nos impiden caminar con libertad y en nuestro acaparar para nosotros mismos, terminamos acaparando también malos vicios, malos orgullos, malas actitudes y posturas que tomamos ante los otros y ante la vida y que sí es cierto que no nos dejaran entrar por la puerta del Reino de los cielos.
Por nosotros mismos no va a ser difícil muchas veces porque nos cegamos de tal manera que ni siquiera nos damos cuenta de esas oscuridades de nuestra vida; somos como aquellos ciegos de cataratas que poco a poco van perdiendo el brillo de la luz y de los colores en sus ojos y hasta que no se desprenden de esa catarata no se dan cuenta de cuanto habían perdido en la vida. De cuantas cosas, actitudes, posturas tenemos que desprendernos en la vida; solo así nos daremos cuenta de dónde está el verdadero tesoro que tendría que llenar nuestro corazón.
Para Dios no hay nada imposible, contando con la gracia del Señor tampoco será imposible para nosotros desprendernos de cuanto hemos de arrancar de nuestro corazón.

lunes, 20 de agosto de 2018

Necesitamos despojarnos de muchas cosas pero sobre todo de nuestro yo engreído para poder irnos a seguir de verdad a Jesús


Necesitamos despojarnos de muchas cosas pero sobre todo de nuestro yo engreído para poder irnos a seguir de verdad a Jesús

Ezequiel 24,15-24; Sal.: Dt 32,18-19.20.21; Mateo 19,16-22

¿Qué es lo que tengo que hacer? es una pregunta o una expresión que nos puede salir de forma espontánea. Queremos algo ¿cómo lo conseguimos? ¿Cuánto cuesta? ¿Qué tengo que hacer para conseguirlo? Así andamos en la vida, le ponemos un valor a las cosas, pero esos valores los cuantificamos, los materializamos, en lo que tenemos que pagar, en lo que tenemos que hacer, en los ardides que tengo que emplear para conseguirme quizá el favor de alguien, con quien tendría que hablar que tiene influencia para que me concedan tal cosa, tal puesto, tal ascenso… y queremos hacer méritos, o vamos a ver cómo más fácil lo conseguimos. Por ahí van los tiros también, por los méritos.
¿No habremos cuantificado de alguna manera también las cosas de Dios? Queremos hacer méritos, quizá nos lo hayan dicho demasiadas veces que ahora andamos con confusiones en nuestra mente o en nuestro corazón. Y vamos sumando rosarios, y misas, y cosas buenas que hacemos, y favores que les prestamos a los demás… y así no se cuántas cosas, porque no pueden quedar sin recompensa. Recordamos que ya Pedro le preguntaba a Jesús qué les iba a tocar a ellos que lo habían dejado todo por seguirle.
Quizá habría que revisar alguna percepción de las cosas, algunos conceptos o ideas que se nos hayan metido. Porque nos tendríamos que preguntar si somos cristianos para tener meritos y garantizarnos algo al final, o somos cristianos como una respuesta de amor a todo el amor que Dios nos tiene. Porque, ¡ojo, cuidado!, que podemos decir que estamos haciendo meritos porque ‘cumplimos’ no se cuantas cosas, pero no estemos poniendo amor, nuestro deseo no sea de verdad un seguimiento de Jesús por vivir y construir el Reino de Dios.
Esa expresión que nos dio pie a la reflexión que nos venimos haciendo fue lo que aquel joven un día le planteó a Jesús. Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?’ Era un joven cumplidor porque cuando Jesús le responde que cumpla los mandamientos, responderá que eso lo ha cumplido siempre desde su infancia. ‘Todo eso lo he cumplido, ¿qué me falta?’
Los evangelistas que nos relatan ese episodio nos dicen que Jesús se le quedó mirando. Una mirada de Jesús, ¡cuánto dice! Aquel joven era bueno, era cumplidor, los mandamientos han sido la norma de su vida, pero le falta algo. ‘¿Qué me falta?’ se pregunta él también. ¿Ha ido acumulando méritos, pero siente que le falta algo más que méritos? Un poco por donde veníamos antes con la reflexión. ¿En eso centraremos lo que es ser cristiano, que nos preguntábamos?
‘Una cosa te falta’ le dice Jesús. Despójate de lo que tienes. Despójate de lo que tienes, de tus riquezas, de tus posesiones, o de esas cosas que realmente te poseen a ti, vende todo esto que tienes, compártelo, repártelo, dalo a los pobres… Despójate de ese yo engreído que parece que quiere llenar tu vida, despójate también de todas esas cosas buenas que parece que has hecho para acumularlas, para hacer meritos, eso no lo necesitas. ‘Vente conmigo’.
Aquí está la clave. Seguir a Jesús, creer en El. ¿No era eso lo que pedía la voz del cielo en el Tabor? ‘Este es mi Hijo amado, escuchadle’. Escucharle no es solo aprender cosas, escucharle es ponernos a hacer su camino, escucharle es hacernos sus discípulos, escucharle es seguirle, irse con Jesús. Y nos iremos con Jesús porque nos sentimos cautivados por su amor, nos sentimos amados y nos damos cuenta de que ahora no podemos hacer otra cosa sino amar como El.
Lo importante es que amemos y porque amamos lo damos todo por Dios; porque amamos no nos importan las cuentas de lo que sea que acumulemos, sino sentirnos amados y amar de la misma manera. Y cuando se ama así entramos en una comunión de plenitud, una comunión eterna con Dios. Y nos sentimos llenos de Dios, porque nos sentiremos habitados por su amor, y en ese amor sentimos que habitamos en Dios, que vivimos su misma vida con todo lo que eso significa en actitudes nuevas, en posturas nuevas, en una vida nueva.
Pero eso no es tan fácil como hacer cosas o cumplir con unas normas. A aquel joven le costó y dio marcha atrás. El evangelista dice que era muy rico y le costaba desprenderse de sus riquezas. Pero ahí podemos entender muchas cosas en el sentido de lo que era ese desposeerse de todo. Porque algunas veces nos puede resultar fácil despojarnos de cosas, pero no nos es tan fácil despojarnos de nuestro yo engreído y orgulloso; en ese yo metemos tantas cosas... Miremos con sinceridad de que nos tenemos que despojar para irnos con Jesús, para ser de verdad sus discípulos.

domingo, 19 de agosto de 2018

Que no nos suceda que aunque deseamos comulgar en el fondo no tenemos hambre de ese pan que Cristo quiere darnos cuando se hace pan de vida para nosotros



Que no nos suceda que aunque deseamos comulgar en el fondo no tenemos hambre de ese pan que Cristo quiere darnos cuando se hace pan de vida para nosotros

Proverbios 9, 1-6; Sal. 33; Efesios 5, 15-20; Juan 6, 51-58

¿Cómo dar de comer a quienes no tienen hambre? ¿Están saciados ya quizá? Podría parecer un contrasentido. Quien se ha saciado con lo primero que ha encontrado cuando le ofrecemos los más deliciosos manjares ya quizá no se los pueden comer.
¿Nos pasará de alguna manera? Y entendemos que no hablamos solo de comidas que llenen nuestro estómago y sacien nuestro apetito físico. Ya hay gente a la que no le interesa escuchar, se sienten satisfechos, autosuficientes con sus ‘saberes’. Hay gente que quizá ya no aspira a algo mejor, a algo más noble, a algo más espiritual, se contentan con lo que tienen, con sensualidades baratas, con satisfacciones prontas que no exijan demasiado, pensando solo en lo material como única fuente de felicidad.
Nos cegamos y no somos capaces de ver lo más bello, nos cegamos en nuestras ideas y pensamientos y no somos capaces de abrirnos a algo nuevo, nos cegamos con sabidurías baratas que no van a elevar nunca nuestro espíritu y hacerlo trascender, quedándonos en superficialidades que pronto nos van a cansar.
Sin embargo, queremos pan aunque muchas veces andamos desorientados y no sabemos ni lo que pedimos. Cuando los judíos en la sinagoga de Cafarnaún le pidieron a Jesús ‘danos de ese pan’, pudo haberles respondido como un día les dijera a los Zebedeos cuando pedían primeros puestos, ‘no sabéis lo que pedís’.  Igual que entonces los hermanos Zebedeos andaban un tanto despistados sobre lo que significaba beber el mismo cáliz de pasión o bautizarse en su mismo bautismo, igual que la samaritana solo pedía que Jesús le diera agua para no tener que ir todos los días al pozo a sacarla, así andaban ahora las gentes de Cafarnaún porque en la tarde anterior habían comido pan hasta saciarse y gratis allá en el desierto.
Jesús rotundamente les dice ahora que El es el verdadero pan bajado del cielo y el que le coma vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo’, les dice Jesús. Un pan para la vida, un pan que da vida eterna, un pan que es la vida del mundo. Tiene que ser algo mucho más que un pan normal que sacie nuestros estómagos.
Estamos ante la página más sublime sobre la Eucaristía. Es el gran anuncio que nos hace Jesús. En el Evangelio de Juan no se nos hace el relato de la institución de la Eucaristía en la última cena, pero aquí en esta página tenemos lo más sublime que podemos escuchar de la Eucaristía. Claramente nos lo dirá Jesús. ‘Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día’.
Comer su cuerpo y beber su sangre, comer a Cristo va mucho más allá de una comida material que comamos. Comer a alguien es querer entrar en comunión plena y total con él; no podemos decir que comemos a Cristo si no entramos en esa comunión total con Cristo, de manera que ya sea aquello que nos dirá san Pablo que no vivimos nosotros sino que es Cristo quien vive en nosotros. Nos lo dice hoy. ‘El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él… el que me come, vivirá por mí’.
Si Cristo habita en nosotros y nosotros en El, si vivimos ya para siempre por Cristo estamos asumiendo mucho, estamos asumiendo su vivir. No es nuestro vivir sino el de Cristo, no es nuestro pensar sino el de Cristo, no es el actuar a nuestra manera sino a la manera de Cristo, es dejar que ya para siempre Cristo actúe en nosotros.
Comulgar entonces no es entrar en momento de fervor casi místico de mucha devoción en un momento determinado sino es vivir ya en un compromiso nuevo y distinto para actuar a la manera de Cristo. Comulgar no es el hecho material de acercarnos a un comulgatorio en la Misa sino es entrar en una dimensión nueva de la vida que tendrá que reflejarse en nuestro compromiso, en nuestro testimonio, en nuestra manera de vivir. Como nos dirá un sabio predicador, el termómetro para saber si el pan que comemos y compartimos es el mismo que ofrece Jesús, tal vez sea el tomar el pulso a nuestro compromiso personal y comunitario en la construcción de una sociedad más justa, humana y solidaria, semilla del Reino.
Y no tengamos miedo de que por comer a Cristo de verdad nos podamos convertir en problemáticos en medio de los que nos rodean. En cierto modo comer a Cristo tiene que hacernos revolucionarios porque el testimonio que demos sea en verdad comprometido con nuestro mundo, con los que sufren, con los que se sienten abandonados o con los que son maltratados, con los que padecen violencias e injusticias o con los que sienten verdadera hambre e inquietud por la paz y por hacer que nuestro mundo sea mejor. En ello tenemos que estar verdaderamente comprometidos si nos dejamos habitar por Jesús.
¿Sabemos lo que pedimos cuando nosotros queremos decirle a Jesús que nos dé a nosotros también de ese pan? ¿Seremos conscientes de verdad cuando vamos a comulgar  todo lo que eso tiene que representar en nuestra vida? ¿No nos sucederá que aunque decimos que deseamos comulgar en el fondo no tenemos hambre de ese pan que Cristo quiere darnos cuando se hace pan de vida para nosotros? Busquemos la Sabiduría de Jesús. No podemos dar de comer a quien no tiene hambre, decíamos al principio. Cuidado nos pase a nosotros.