Hechos, 13, 44-52;
Sal. 97;
Jn. 14, 7-14
‘Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago y aun mayores’. Necesitamos creer en Jesús. ¿Hemos pensado cuánto podemos hacer y ser desde nuestra fe en Jesús? ¿Hemos pensado seriamente cuánto nos da Jesús, cuánto recibimos de Dios por nuestra fe en Jesús?
No hay otro nombre que pueda salvarnos. El que cree que Jesús es el Hijo de Dios vivirá, se salvará, se llenará de vida eterna. Cuántas veces escuchamos a Jesús en el evangelio decir a los que se acercaban a El ‘basta que tengas fe’, o alaba a los creen aunque no hayan visto, o les dice que por su fe se han curado, han alcanzado la salvación.
Aunque podemos decir que tener fe es decir Si a Dios, decir Sí a Jesús, sabemos que esa palabra implica mucho más. Lo expresaremos con una palabra, lo confesaremos recitando las palabras del Credo como un resumen y compendio de nuestra fe, pero es algo más que palabras porque tiene que ser vida. La fe implica toda nuestra vida; envuelve y empapa toda nuestra vida. Nada se escapa del sentido de la fe en aquello que hacemos o que decimos¸ nada se escapa del sentido de la fe en lo que vivimos.
Por la fe que tenemos en Jesús nos unimos a El para hacer nuestra vida una sola cosa con El. Por la fe nuestras obras serán nuevas y distintas, porque ya serán para siempre las obras de Dios. Nos unimos a Jesús y esa unión la expresamos y la celebramos, la hacemos visible y palpable a través de los sacramentos. Nos unimos a Jesús y ya nuestro actuar será desde el estilo y el sentido de Jesús. Por eso, como nos dice hoy, si creemos en El haremos las obras que hace Jesús.
En otro lugar del evangelio nos dirá que el árbol se conoce por sus frutos; pues los frutos por los que tiene que reconocerse a nosotros son las obras de Jesús que son las obras de la justicia y del amor. ‘Por sus frutos los reconoceréis’; por nuestros frutos se reconocerá nuestra fe. Seamos árbol bueno que demos frutos buenos. Seamos árbol de fe que se manifiesta en los frutos del amor y de la justicia.
Y en el nombre de la fe cuánto podemos hacer. ¿No recordamos a Pedro que cuando por la fe que tenía en Jesús en su nombre echó la red recogió una redada de peces tan grande que se reventaba la red? Hoy nos dice además Jesús que ‘lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré para que el Padre sea glorificado en el Hijo’. Y termina afirmando rotundamente: ‘Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré’. Con fe, con confianza, con humildad, con amor acudamos a Jesús para que crezca nuestra fe.
Sin embargo en muchas ocasiones a los cristianos se nos ve baldíos, sin obras, sin frutos. Muchas veces nuestra vida aparece ramplona y sin vitalidad, pobre en obras y en compromisos seríos, fría y rutinaria, dejándonos arrastrar por la tendencia al pecado y la tentación. Se nos muere la fe si no la cuidamos debidamente. Es una planta muy delicada.
Despertemos nuestra fe. Reavivemos nuestra fe. Ahondemos en nuestra fe para hacerla profunda, firme, segura, comprometida, llena de vida. Tenemos que cuidar nuestra fe. Es la niña de nuestros ojos. Tenemos que alimentar nuestra fe. Si no alimentamos nuestra fe nuestra vida cristiana decae, muere. Y no tenemos otra fuente de agua viva que Jesús. A El tenemos que acudir. ‘Dame de esa agua para que no tenga ya más sed’, le pediremos como la mujer samaritana. ‘Danos de ese pan’, como los judíos de Cafarnaún también le pediremos a Jesús. Desde nuestra debilidad y pecado, reavivando los rescoldos de nuestra fe tenemos que acudir a El y decirle, como aquel hombre del evangelio, ‘yo creo, yo quiero creer, pero aumenta mi fe’.