Hemos
de sentir en nosotros ese paso de Dios, pero no es algo que se pueda quedar en
la superficie, en la superficialidad de nuestras vanidades para que haya
auténtica Pascua
Ezequiel 37, 21-28; Sal.: Jer 31, 10.
11-12ab. 13; Juan 11, 45-57
Estamos en
las puertas de la semana santa y seguramente cada uno se la ha programado según
su manera de entender o según las prioridades de la vida. No hemos de
escandalizarnos por la deriva que toman muchos en estos días, pues refleja por
una parte la pluralidad de nuestra sociedad, los agobios muchas veces en que
vivimos donde tan pronto tenemos la oportunidad de escapar de ellos hacemos la
carrera, por así decirlo, claro que también a los cristianos que somos más
conscientes de nuestra fe y de nuestro compromiso cristiano nos tiene que hacer
pensar hasta donde llega el evangelio a nuestra sociedad.
Quizás
tendríamos que preguntarnos si la Iglesia, si nosotros los que nos sentimos más
cristianos, estaremos realmente siendo evangelio para nuestra sociedad de hoy.
Quizás, aunque nos quejemos con mucha facilidad de la falta de evangelización,
tendríamos que preguntarnos en qué medida somos evangelio para el mundo que nos
rodea, hay una buena noticia en nuestras vidas, en la forma incluso que vivimos
nuestros actos religiosos que llame la atención al mundo de hoy. Quizá
tendríamos que revisar muchas cosas empezando por la forma en que hacemos las
cosas.
¿Estaremos
siendo en verdad un interrogante para el mundo que nos rodea por lo que
descubre en nosotros? ¿No nos puede estar sucediendo que tampoco nosotros hemos
terminado de entender lo que ha de significar Cristo en el mundo? Algo muy
cruento es lo que vamos a contemplar y celebrar en estos días, pero lo terrible
es que lo hayamos convertido en un espectáculo donde luchamos los unos contra
los otros por ver con cuanto más esplendor lo vamos a presentar. ¿Habremos
convertido la sangre preciosa de Cristo derramada por nosotros en un oropel más
que es como un adorno en este mundo de vanidades en que vivimos? ¿Nos hemos
fijado en cual es la carrera que hacemos en estos días en nuestras iglesias, en
nuestras procesiones, en nuestros monumentos? ¿Huele a evangelio o solamente se
queda en el perfume del incienso que derrochamos en estos días? ¿No podría
haber ahí algo, o mucho, de contradictorio?
El evangelio
de esta mañana de sábado en las vísperas de la entrada de Jesús en Jerusalén
nos habla de aquellos preparativos de la pasión. Sí, fueron auténticos
preparativos. Habían llegado noticias de lo sucedido días atrás en Betania con
la muerte y la resurrección de Lázaro; cómo las gentes estaban entusiasmadas
con aquellos signos de Jesús y los principales dirigentes de Jerusalén andan
con el miedo en el cuerpo. Podría haber revueltas, podían actuar los romanos
con mano dura, y aquello podía ser anuncio de destrucción. Algo tenían que
hacer. En ello estaban deliberando.
Fue el sumo
sacerdote el que dio la clave. Claro que hablaba según sus intereses, pero no
sabía El que con ello se estaba cumpliendo el plan de Dios. ‘Uno tiene que
morir por todo el pueblo’, anuncia el sumo sacerdote. Y ya el evangelista nos
dirá que con ello se estaba anunciando la muerte de Jesús que iba a ser para
nuestra redención, nuestra salvación. Moriría Jesús no solo por el pueblo de
Israel, en habitación de males mayores con la intervención de los romanos, sino
que moriría por todos nosotros.
Es lo que
desemboca en los acontecimientos que se suceden, como iremos contemplando en
estos días. Es el anuncio, sin saberlo ni comprenderlo el sumo sacerdote, de
una nueva pascua, de un paso de Dios en la muerte de Jesús. Y es lo que
nosotros vamos a celebrar, es lo que nosotros tenemos que llegar a vivir. Hemos
de sentir en nosotros ese paso de Dios. Pero no es algo que se pueda quedar en
la superficie, en la superficialidad de nuestras vanidades. Es algo que en
verdad tenemos que interiorizar para que en verdad desde unas actitudes nuevas,
desde algo nuevo y distinto que estamos llamados a hacer, podamos convertirnos
en evangelio para el mundo. Es un nuevo anuncio que tenemos que hacer, pero no
será con palabras y gestos rebuscados sino desde el mundo en que nosotros nos
sintamos transformados por ese paso de Dios por nuestra vida, desde esa Pascua
que tenemos que vivir con toda autenticidad.
¿Qué
tendremos que quitar, corregir, cambiar para no quedarnos en la banalidad de lo
superficial, de lo suntuoso, de lo que está tan lejos del evangelio del Reino
de Dios? Con sinceridad ante Dios preguntémonoslo y demos pasos de mayor
autenticidad en nuestra vida.