Vistas de página en total

sábado, 21 de febrero de 2009

¿Nos recordarán por nuestra fe?

Hebreos, 11, 1-7

Sal. 144

Mc. 9, 2-13

¿Nos recordarán por nuestra fe? Sí, esa es la pregunta. Podrían recordarnos por muchas cosas. Pero ¿lo harán por nuestra fe?

‘Por su fe son recordados los antiguos’, nos decía la carta a los Hebreos. ‘La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve?' Por la fe nos fiamos de Dios, confiando en su Palabra. No vemos, pero creemos. Esperamos, porque creemos. Creemos, con amor y con esperanza.

Al concluir lo que podríamos llamar la primera parte del Génesis en esta lectura continuada de todos los días, hoy la liturgia nos ofrece este texto de la Carta a los Hebreos. No hace mucho tiempo la hemos escuchado en lectura continuada. Pero si hoy se nos ofrece este texto es porque hace como una lectura de aquellas primeras páginas de la Biblia.

Por la fe descubrimos la grandeza de la creación, pero más aún la grandeza e inmensidad del Creador. Pero nos habla también de la fe de Abel, que ofrecía el sacrificio más agradable al Señor. De Henoc, en quien Dios se complacía por su fe; de Noé, que creyó a Dios y construyó un arca para salvar a su familia… '' consiguió la justicia (la salvación) por su fe’. Una fe que ilumina, que hace la mejor ofrenda al Señor desde lo más hondo del corazón, que pone toda su confianza en Dios.

Pero de la fe nos habla también el evangelio escuchado. Siempre el Evangelio, la Palabra de Dios, es alimento de nuestra fe. Pero podríamos decir que en este acontecimiento que hoy nos narra, la Transfiguración del Señor que volveremos a escuchar en dos semanas una vez iniciada la Cuaresma, se fortalece la fe de los apóstoles.

Precisamente en textos anteriores contemplábamos la proclamación de su fe por parte de Pedro. El amor que sentía por Jesús, como entonces reflexionamos, le llevó a hacer aquella intensa declaración de fe. ‘Tu eres el Mesías’. Pero también recordamos cuánto le costaba entender a Pedro lo que anunciaba entonces Jesús. ‘El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado… ser ejecutado y resucitar al tercer día’. Ya Pedro trataba de quitarle eso de la cabeza a Jesús porque no le podía suceder. Pero Jesús lo aparta diciéndole que lo está tentando como Satanás, ‘tu piensas como los hombres, no como Dios’.

Pero si el Hijo del Hombre tendrá que subir hasta la Cruz, el que le sigue no tiene mejor camino. Ha de tomar la cruz también para seguirle, escuchábamos ayer. ‘El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su Cruz y me siga’. Aquellas cosas desestabilizaban la fe de los apóstoles. No cabía en sus esquemas ni el sufrimiento para Jesús, ni el sufrimiento para quienes siguieran a Jesús. Pero es lo que Jesús nos anuncia. Es el camino para seguirle con toda fidelidad.

Por eso hoy escuchamos este texto, la transfiguración del Señor en lo alto del Tabor. Allí se manifestaba la gloria del Señor. Allí podríamos descubrir muy bien quién era Jesús, el Jesús que tenía que pasar por la pasión y la muerte. Allí se estaba vislumbrando la gloria de la resurrección, aunque los discípulos no entendieran eso de la resurrección. Pero el hecho quedaría grabado en sus almas y eso alentaría su fe cuando llegara el momento de su propia pasión. Porque Jesús iba a pasar por la pasión y la cruz, y para ellos era también pasión cuando no terminaban de entender el significado de todo lo que estaba sucediendo. ‘Esto se les quedó grabado y discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos’. Pero la voz del cielo lo había señalado: ‘Este es mi Hijo amado, escuchadlo’.

Necesitamos nosotros reafirmar nuestra fe, sentirnos seguros en ella. La necesaria fortaleza de la fe. Pueden venir tiempos difíciles como cada día nos aparece la tentación. Pero el camino por el que hemos optado de seguir a Jesús tiene que tener una certeza absoluta para nuestra vida. Nosotros sí podemos entender lo que significa la resurrección de entre los muertos, pero igualmente muchas veces nos podemos también sentir débiles en nuestra fe. Por eso necesitamos la fortaleza que nos da la gracia.

¿Nos recordarán por nuestra fe?

viernes, 20 de febrero de 2009

¿Cuál es la ganancia que me ha de preocupar de verdad?

Gén. 11, 1-9

Sal. 32

Mc. 8, 34-35

‘¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero…?’, se preguntaba Jesús. Ganar el mundo entero. Todos buscamos ganar. Pero ¿cuáles son las ganancias que nos preocupan o que más apetecemos? Dinero, riqueza, poder, fama, honores, suerte. Salud, pasarlo bien ahora, disfrutar de todo… Por ahí van las aspiraciones de muchos. ¿Nuestras aspiraciones también? Cuidado que no estamos exentos de esos deseos allá en lo más íntimo y oculto de nosotros mismos.

Bueno hoy lo vemos reflejado también el texto de la torre de Babel. Los hombres querían llegar al cielo. Se sentían poderosos y capaces de hacer grandes cosas. ‘Vamos a construir una ciudad y una torre que alcance el cielo, para hacernos famosos y para no dispersarnos por la superficie de la tierra’.

El orgullo de querer ser grande nunca ha estado lejos de las aspiraciones de los hombres de todos los tiempos. ¿Qué es lo que leemos en las noticias todos los días? Cuántas manipulaciones y cuántas corruptelas con tal de ganar más o tener más influencia o para alcanzar el poder. Serán los políticos, serán los hombres de la economía, serán los del deporte, serán… la lista se nos haría interminable.

Pero ¿cuál es la ganancia que nos ofrece Cristo? ¿Ganar este mundo terreno, finito y caduco o ganar una vida eterna dichosa y feliz? ‘¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? ¿qué podrá hacer para recuperarla?’ Es la pregunta de Jesús. Es el planteamiento de Jesús que nos habla de perder la vida para ganarla, que nos habla de que, quien busca una ganancia terrena como única meta, la perderá; que nos habla de cargar la cruz, de negarse a sí mismo para seguirle.

‘El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el evangelio, la salvará’.

Esto de negarse a si mismo, de cargar con la cruz, ¿suena a masoquismo? Ni mucho menos. No es sufrir por sufrir. Es algo mucho más hondo. Se trata de dar un sentido a la vida desde el amor. Como lo hizo El. Es el amor el que da profundidad a la vida, el que le da verdadero sentido. Y si lo llegamos a comprender entenderemos bien las palabras de Jesús.

Cuando uno se da y se olvida de sí mismo es verdaderamente feliz. Algunos piensan en la felicidad simplemente como recibir para sí para engordar su bolsillo o su ego. Pero algo que nos enriquece mucho más. Es todo lo que podamos hacer por los demás. Esa es la mayor riqueza, la del amor. El darse y el amor es la riqueza más grande que le podemos dar al corazón.

Si amo, querré hacer feliz al otro, aunque eso me haga olvidarme de mi mismo. Pero no voy a perder, sino que voy a ganar porque mi amor incluso se vera enriquecido y tendré la más honda satisfacción dentro de mi mismo. Crecerá el amor, crecerá mi vida, crecerá, en consecuencia, mi felicidad.

Cristo se olvidó de sí mismo, no temiendo la cruz. Si seguimos su ejemplo, tomamos también nuestra cruz, lo hacemos con amor, podremos alcanzar la felicidad sin fin, eterna. Tendremos a Dios y es El quien nos llenará de la vida y de la dicha más plena. ¿De qué me valen las riquezas materiales, la fama o los honores si no soy capaz de darle plenitud a mi vida? Ya sabemos a cuánta confusión, división, enfrentamiento nos lleva cuando dejamos guiar la vida solo por el egoísmo y la ambición. El texto de la Torre de Babel nos lo refleja en la confusión de lenguas que es mucho más que hablar idiomas diferentes.

La plenitud la alcanzamos en el amor.

jueves, 19 de febrero de 2009

El amor verdadero es camino que nos lleva a la fe

Gén. 9. 1-13

Sal. 101

Mc. 8, 27-33

El amor es un camino que nos lleva a la fe, nos hace descubrir, nos hace sentir la fe; pero lo que algunas veces nos resulta más difícil es comprender toda la profundidad del amor que se hace entrega hasta el final, hasta el sacrificio.

Esto me ha hecho pensar el texto del evangelio de este día. Porque cuando vamos experimentando en nuestra lo que es el amor que Dios nos tiene y se nos manifiesta de tantas maneras, terminamos haciendo una profesión de fe en ese Dios que así nos ama, y queriendo darle la mejor respuesta de nuestro amor.

Los apóstoles habían convivido con Jesús, habían escuchado sus mensajes, contemplado su vida, admirado su entrega y su cercanía a todos, y no menos se habían sentido impresionado por sus milagros. Esta convivencia con Jesús que les hacía llegar a un conocimiento grande despertaba en ellos el amor pero les llevaría también a proclamar con toda intensidad su fe en El.

Tenía que ser alguien que venía de Dios. ‘Nadie puede hacer las cosas que tú haces si Dios no está con él’, exclamaría Nicodemo en su visita nocturna a Jesús. Y era lo que los apóstoles iban vislumbrando, como era también la impresión que iba quedando en todos los que conocían a Jesús y contemplaban sus obras.

Por eso cuando Jesús pregunta qué es lo que la gente piensa de El, esa fue la primera respuesta de los apóstoles constatando la opinión de las gentes. ‘¿Quién dice la gente que soy yo?.... Unos, Juan Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas…’

Pero Jesús quería saber más. Quería saber cómo pensaban ellos. ‘Y vosotros ¿quién decís que soy yo?’

El Pedro que un día dijera ‘Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna’ El Pedro que rotundamente le dijera a Jesús, ‘Te seguiré a donde quiera que vayas’. El Pedro que finalmente hiciera aquella triple profesión de amor. ‘Tú sabes que te quiero…’ es el que ahora primero salta para proclamar desde su amor su fe en Jesús. ‘Tú eres el Mesías’. En el relato del evangelio de Mateo – más amplio – dirá que Jesús es el Hijo de Dios.

Es el amor quien se lo ha revelado. Allá en su corazón el Padre del cielo le puso esta revelación, pero fue un corazón lleno de amor por Jesús el que supo captar ese mensaje divino en su corazón.

Pero ahora vendrá lo más difícil. Porque Jesús le dice que sí, que ese amor será entrega hasta el final; que ese amor será el más grande cuando se es capaz de dar la vida por el amado; que el vivirá esa entrega, que El dará su vida; que ‘el Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser entregado y condenado por los ancianos, por los sumos sacerdotes y los letras, ser ejecutado y resucitar al tercer día’.

Un amor así es difícil de comprender. Por eso Pedro tratará de convencerlo de lo contrario, de que a Jesús no le puede pasar nada de eso. ‘Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Pero Jesús se volvió… e increpó a Pedro: ¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!’ Apártate de mí que me estás tentando como el diablo.

Y es que para entender un amor así hay que tener algo de Dios en el corazón. Ser capaces de negarnos a nosotros mismos, llegar incluso a entregar la vida, sólo se puede hacer cuando estamos llenos de Dios. Nos rebelamos también nosotros tantas veces, cuando llega la hora del sacrificio, del amor hasta el final, de poner amor hasta ser capaz de dar generosamente el perdón, de olvidarnos de nosotros mismos o de nuestros intereses.

Pero ese es el camino de amor en el que nos pone Jesús. El caminó delante de nosotros. Y tenemos que seguir sus pasos, aunque sea muchas veces poner los pies de nuestra vida en las huellas que El nos va dejando en el camino. Pero sólo así podemos hacer la más hermosa profesión de fe, porque estará unida a la más honda profesión de amor. Pero para ello dejemos que Dios actúe en nuestra vida, sea El quien mueva nuestro corazón. Descubriremos entonces que no está tan lejos la fe del amor, sino todo lo contrario, tienen que estar íntimamente unidas.

miércoles, 18 de febrero de 2009

El Diluvio prefigura el nacimiento de una humanidad nueva en Cristo

El Diluvio prefigura el nacimiento de una humanidad nueva en Cristo

Gen. 8, 6-13. 20-22

Sal. 115

Mc. 8, 22-26

El creyente sabe tener una mirada de fe para saber leer con una mirada distinta. Una mirada creyente, la vida, los acontecimientos, la historia personal, todo lo que lo rodea. Se es creyente no solo por que se admita la existencia de un Ser Superior que está por encima de todo al que llamamos Dios, sino porque tenemos la certeza de que ese Dios en el que creemos interviene en nuestra historia y en nuestra vida. El creyente sabe descubrir ese actuar de Dios, sabe oír su voz y también lo que es la voluntad divina sobre su vida.

La historia de la salvación que nos trasmite la Biblia viene a ser así esa lectura creyente del pueblo de Dios sobre su historia y su vida. Lectura creyente inspirada por el mismo Dios para hacer entonces que lo contenido y revelado en la Biblia se convierta para nosotros en Palabra de Dios. Así los grandes acontecimientos de su historia igual que todo lo acontecido como las grandes catástrofes naturales como el diluvio universal que hoy hemos escuchado en el libro del Génesis.

¿Qué significado tuvo el diluvio universal y qué significado sigue teniendo para nosotros los cristianos hoy? Podemos pensar que algo ocurrido allá en la penumbra de los tiempos poco puede significar para nosotros hoy.

En el texto que estos días venimos escuchando – ayer el propio relato del diluvio, hoy su conclusión y la vuelta a la tierra firme de Noé, su familia y todos los animales recogidos en el Arca, mañana el pacto o Alianza realizado por Dios con la humanidad – se nos habla de esa purificación de una humanidad que se había vuelto perversa y se había apartado de los caminos de Dios. ‘Al ver el Señor que la maldad del hombre crecía sobre la tierra, y que todo su modo de pensar era siempre perverso…’ nos dice el texto sagrado.

Pero hoy hemos escuchado que Dios dice que ‘no volveré a maldecir la tierra a causa del hombre, porque el corazón humano piensa mal desde su juventud…’ como queriendo anunciarnos que no será el castigo sino la salvación lo que Dios nos ofrecerá. Podemos vislumbrar aquí cómo Dios nos entregará a su Hijo para que derramando su Sangre en la Cruz seamos purificados de esa maldad que existe en el corazón del hombre. Por eso hará un pacto, una alianza, que es figura de la Alianza que un día hará en el Sinaí, pero que tendrá su culminación en la Sangre de la nueva y eterna Alianza realizada por Cristo con su muerte en la Cruz.

Y aquí es donde podemos encontrar el significado que pueda tener para nosotros. Es una referencia al Bautismo y a nuestra incorporación a Cristo por nuestra participación en el Misterio Pascual en el Bautismo. En la noche de la Vigilia Pascual, al bendecir el agua bautismal, precisamente se proclama. ‘Oh Dios, que incluso en las aguas torrenciales del diluvio prefiguraste el nacimiento de la nueva humanidad, de modo que una misma agua pusiera fin al pecado y diera origen a la santidad’. Una figura, pues, el diluvio de nuestro bautismo que nos hace nacer a una humanidad nueva, nos hace hombres nuevos. Una figura del Bautismo que nos purifica y no ya en el agua ni del diluvio ni del Jordán, sino en la Sangre derramada de Cristo por nosotros. Somos ese hombre nuevo, lavado y purificado, arrancado del pecado, llamado a la gracia y a la santidad.

Maravilla de nuestro Bautismo que no acabamos de meditar y comprender lo suficiente. Por eso con la antífona del Aleluya a la aclamación del Evangelio y con palabras de san Pablo en la carta a los Efesios, que el Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, ilumine los ojos de nuestro corazón para que comprendamos la esperanza a la que nos llama.

El evangelio nos ha hablado de la curación de un ciego por parte de Jesús. Tocado por Jesús aquellos ojos se llenaron de luz para comenzar a ver. Que nosotros tocados igualmente por Jesús, nuestra vida se llene de Luz, para que comprendamos el misterio de gracia que nos viene en Jesús y del que nos hemos hecho partícipes desde el Bautismo.

martes, 17 de febrero de 2009

¡Cuidado con la levadura de los fariseos y la de Herodes!

Gén. 6, 5-8; 7, 1-5.10

Sal. 28

Mc. 8, 14-21

¡Bien necesitaríamos nosotros escuchar esa recomendación que Jesús hace hoy! ‘Tened cuidado con la levadura de los fariseos y con la de Herodes’.

Sin embargo, como vemos, los discípulos no acaban de entender y ya están pensando que Jesús se los dice porque no fueron precavidos y no llevaban sino un pan en la barca. Y ¿qué era un pan para tantos? se preguntan igual que allá en el desierto. Pero Jesús les recuerda que en las dos ocasiones de la multiplicación de los panes sólo tenían unos pocos y recogieron buena cantidad de sobras en cestos. ‘¿Es que no acabáis de entenderlo?’

La levadura es lo que se utiliza para que la masa pueda en verdad ser buen pan a la hora de cocerlo, con su propio sabor y su propia contextura. Por eso Jesús quiere decirles mucho más de lo que ellos están pensando. ‘Tened cuidado con la levadura de los fariseos y con la de Herodes’. Tened cuidado con que se os metan en la vida las costumbres y la manera de hacer de los fariseos o de Herodes. Cuidado no penséis en la vida solo como una fiesta y un pasarlo bien en continuas orgías como Herodes. Cuidado con la falsedad y las hipocresías, las apariencias o el contentarse con el cumplimiento de minucias, como hacen los fariseos.

Tener cuidado hemos de tener nosotros también no se nos pegue el espíritu del mundo; caigamos en la superficialidad, en la frialdad del espíritu, en no darle importancia a lo que verdaderamente lo tiene. Para mucha gente todo es igual o tiene la misma importancia. Muchos como filosofía de la vida lo piensan en pasarlo bien y rehuyen todo sacrificio o toda entrega comprometida. Es que todo lo hacen. Es que yo no voy a ser diferente. Es que yo no soy el que me voy a comprometer. Es que… y ponemos mil disculpas.

Estamos expuestos a muchas influencias. Hay muchas formas diferentes de pensar a nuestro alrededor. Se habla de la libertad de pensamiento y de opinión. Pero nosotros, si nos llamamos cristianos, hemos de tener bien claros nuestros principios. Saber donde está de verdad nuestro sentido y nuestra razón de ser y no dejarnos influenciar por nada ni por nadie. Porque sutilmente se nos van metiendo las ideas, las costumbres, y hacemos dejación de lo que para nosotros es fundamental.

Por eso el cristiano tiene que buscar el sentirse seguro de sí mismo, de su fe. Lo que llevaría a un preocuparnos por formarnos seriamente en nuestra fe. Hemos de saber dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza. Mucha será entonces la reflexión que nos hagamos. Mucho en lo que tenemos que profundizar. Mucho en lo que tenemos que escuchar allá en lo hondo de nuestro corazón el mensaje de los evangelio. Mucho lo que tenemos que buscar unos buenos y verdaderos cauces de formación. Para que lleguemos a una fe madura, una fe comprometida, una fe que llegue a dar el fruto que el Señor nos pide, a que lleguemos a ser entonces también nosotros buena levadura, levadura del evangelio, en la masa de nuestro mundo.

Será, entonces, la oración, la reflexión, el estudio, la formación profunda. Para que podamos llevar la auténtica fe a los demás. Para que podamos entrar en diálogo también con los hombres de nuestro tiempo. Para que logremos así impregnar del Espíritu de Jesús, del espíritu del Evangelio – evangelizar – ese mundo en el que vivimos.

lunes, 16 de febrero de 2009

Pon una fuente de alegría en el desierto de mi corazón

Gén. 4, 1-15.25

Sal. 49

Mc. 8, 11-15

Con el pecado entró la muerte en el corazón del hombre. Lo contemplábamos en versículos anteriores cuando nos narraba la tentación de Adán y Eva y su pecado. La página del Génesis que hoy escuchamos nos habla de Caín y Abel. Y nos habla de las consecuencia de ese pecado y de la maldad que se va introduciendo en el corazón de los hombres, en este caso de Caín.

No era agradable la ofrenda que hacía Caín al Señor, mientras que la de Abel que ofrecía las primicias y la grasa de sus ovejas – imagen que quiere expresar cómo ofrecía lo mejor de sí mismo y de su trabajo – sí era agradable al Señor.

‘Caín se enfureció y andaba abatido… ¿Por qué te enfureces y andas abatido?, le dice el Señor…. Cierto, si obraras bien, estarías animado; pero si no obras bien, el pecado acecha a tu puerta; y aunque viene a ti, tú podrás dominarlo…’ La tentación acecha, pero la tentación se puede vencer. Caín se dejó vencer. Ya conocemos cómo continúa la escena con el crimen de Abel. Pero la conciencia le remordía. ‘Mi culpa es demasiado grande para soportarla… tendré que ocultarme de ti, andando errante y perdido por el mundo…’ Vuelve a repetirse la reacción de Adán y Eva que se ocultaron de Dios entre los árboles del jardín.

Nosotros tenemos una seguridad y una certeza: la misericordia del Señor que es infinita y nos ofrece su perdón. Ya allí mismo en el paraíso Dios había prometido un Redentor, quien iba a escachar la cabeza de la serpiente y del mal. Tenemos un Salvador, Cristo Jesús, que nos redime de nuestra culpa, pero que aún más es nuestra fortaleza y nuestra defensa frente a la tentación del mal y del pecado. Cristo nos ha redimido. Cristo nos deja su gracia.

Andamos también errantes y como por un desierto inhóspito cuando nos vemos envueltos por el pecado. Cardos y espinos envuelven nuestra vida y todo se convierte en un sequedal cuando nos alejamos del Señor y nos metemos en el mal y en el pecado. Pero podemos acudir al Señor para que El nos conceda su perdón y su gracia.

Esta página es bien reflejo de nuestra vida y de la realidad de nuestro mundo. Violencias, discordias, orgullos no apagados, envidias que nos corroen, zancadillas que quieren hacer caer a los demás, amarguras y resentimientos, luchas y rivalidades… En nuestra vida personal, en lo que contemplamos a nuestro alrededor; en el pequeño ámbito de los que están más cerca de nosotros en la familia, entre vecinos, en el mundo del trabajo en el que nos movemos. Pero también a los grande que provoca guerras y contiendas, luchas por el poder ya sea político, económico o en la vida social… Los periódicos cada día nos traen noticias de todo ello.

Hay un Himno en la liturgia de las horas que nos dice: ‘Hoy sé que mi vida es un desierto, en el que nunca nacerá una flor, vengo a pedirte, Cristo jardinero, por el desierto de mi corazón. Para que nunca la amargura sea en mi vida más fuerte que el amor, pon, Señor, una fuente de alegría en el desierto de mi corazón…’

Cada día lo pedimos al Señor, pero hagámoslo de forma consciente. ‘Líbranos del mal… no nos dejes caer en la tentación…’ Ponemos nuestro esfuerzo y nuestra voluntad, nuestra determinación y la lucha personal, pero pensemos que no lo hacemos solos. Lo podremos lograr, la victoria del amor y de la gracia, con la fuerza del Señor.

domingo, 15 de febrero de 2009

¿De qué lepra tendrá que limpiarnos Jesús?


Lev. 13, 1-2.44-46;
Sal. 31;
1Cor. 10, 31-11, 1;
Mc. 1, 40-45

Lo primero que se me ocurre decir tras escuchar este evangelio es que Jesús viene rompiendo moldes porque lo que quiere es darnos una nueva vida. Y es que tenemos que decir que también para los leprosos era la Buena Noticia de Jesús. Una Buena Noticia que les ofrecía algo nuevo y distinto. Los pobres son evangelizados, a los pobres se les anuncia una Buena Noticia, proclamaba Jesús al inicio de su vida pública en la Sinagoga de Nazaret.

Los gestos de Jesús que hoy contemplamos en el Evangelio, dejando que el leproso se acerque hasta El e incluso tocándole directamente con su mano, vienen a expresar toda ese rompimiento de moldes que decíamos y lo nuevo que Jesús quiere realizar. La lectura del levítico nos ha explicado perfectamente lo que eran las costumbres o la forma en que eran tratados los leprosos. Se les consideraba seres impuros y habían de vivir aislados del resto de la comunidad apartándose de todos. Pero en el hecho del evangelio de hoy todo eso se cae por tierra cuando ‘se acercó a Jesús un leproso suplicándole de rodillas’. Pero aún más cuando Jesús, ‘sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó…’

La situación del leproso es una buena imagen de lo que significa para todos la Buena Noticia de Jesús. Y la Buena Noticia de Jesús no es una palabra que se lleva el viento sino que era Palabra encarnada en la vida del hombre; Palabra transformadora que nos pone en un nuevo camino; Palabra que anuncia vida y que da vida; Palabra que sana y que salva; Palabra creadora de un hombre nuevo. Y es que la presencia de Jesús va transformando la vida y los corazones.

El leproso, como decíamos, por sí mismo, por su enfermedad, era considerado impuro y se le impedía vivir en medio de la comunidad, pero al sentirse limpio por Jesús y reintegrado de nuevo a la vida de la comunidad, y es, en consecuencia, una buena imagen del hombre que necesita ser redimido y salvado. Esa transformación que se produce desde su encuentro con Jesús nos está hablando de esa transformación que también se produce en nosotros cuando nos encontramos con Cristo en nuestra vida.

Pero ¿de qué lepra querrá limpiarnos hoy Jesús? ¿qué lepras pueden seguir habiendo los discípulos de Jesús?, o ¿de qué lepras tendremos que limpiar al mundo que nos rodea?

Es fácil responder que del pecado. Por supuesto que Cristo viene a limpiarnos del pecado que para eso ha derramado su sangre por nosotros. Siempre el pecado produce ruptura no sólo con Dios sino también con nuestros hermanos, con la Iglesia y por eso el sacramento que nos da el perdón de los pecados lo llamamos sacramento de la reconciliación, porque es reencuentro con el Señor pero reencuentro también con los hermanos, con la comunidad, con la iglesia.

Pero creo que tenemos ver esa realidad de pecado de una forma concreta en nuestra vida o en nuestro mundo. Por ejemplo, si decíamos que la lepra discriminaba al leproso produciendo una separación o un rompimiento con los demás, tendríamos que preguntarnos ¿qué cosas hay en nosotros, en nuestra vida que nos separan o nos distancian de los otros?, o ¿en cuántas cosas nosotros podemos ser causa de separación o distanciamiento que se tengan hacia los demás?

Muchas veces con nuestras actitudes ponemos barreras y distancias en nuestra relación y trato con los otros y algunas veces casi no nos damos cuenta. Por ahí anda metido en muchas ocasiones nuestro orgullo que nos hace creernos en una postura superior. Puede ser muchas veces la indiferencia que mostramos hacia los otros. Hacemos discriminación entre quien nos cae bien y quien no nos es tan agradable, entre quien piensa como nosotros o tiene opiniones distintas y esto en muchos aspectos de la vida. O también nos puede suceder que nos aislamos nosotros quizá desde nuestros complejos de inferioridad encerrándonos en nosotros mismos.

Jesús, que es el Señor, el Hijo de Dios hecho hombre, lo veremos siempre con esa actitud acogedora, de compasión y de amor, de misericordia y de perdón. Cuánto nos enseña para ese estilo acogedor que hemos de tener siempre para el hermano, sea quien sea, venga de donde venga, pase por la situación que pase de enfermedad, de discapacidad o de lo que sea. Que este punto sigue siendo aún muy candente en la sociedad en la que vivimos.

Vivimos, es cierto, en un mundo donde ya hay mucho intercambio de personas de unos lugares a otros, pero algunas veces puede costarnos esa acogida a los que no son como nosotros porque son de otra raza, de otra lugar o de otra religión. Surgen muchas veces brotes de racismo o xenofobia en nuestra sociedad que decimos tan globalizada. Y en eso no podemos caer nosotros los cristianos.

Acudamos también nosotros hasta Jesús como el leproso del Evangelio. ‘Si quieres, puedes limpiarme’, le decimos también nosotros. También muchas cosas tendrá que Jesús que limpiarnos y perdonarnos. También queremos escuchar la Palabra de Jesús que nos dice ‘quiero, queda limpio’. Una Palabra de Jesús que nos sane, que nos dé vida, que nos transforme. Una Palabra de Jesús que nos impulse a nosotros también a ir hacia los demás para ayudar, para llevar amor y comprensión; una Palabra comprometedora que nos haga acercarnos a nuestro mundo, a ese mundo que tenemos que transformar en el nombre de Jesús poniendo amor y poniendo esperanza.