Alegría que sentimos en nuestra fe, porque con sencillez y humildad vamos al
encuentro del Señor y así abrimos nuestro corazón a Dios
Job 42,1-3.5-6.12-16; Sal 118; Lucas 10, 17,24:
¿Mostraremos en verdad los cristianos con nuestro semblante que somos
portadores de la alegría más honda y gozosa que un ser humano pueda disfrutar?
Y cuando digo semblante, sí, me estoy refiriendo al semblante de nuestro
rostro, pero es que el semblante de nuestro rostro no es solo la luz de una
sonrisa sino que se va a expresar también en actitudes, en posturas, en maneras
de acercarme a los demás, en la forma cómo afronto los problemas de la vida, etc.…
Algunas veces los rostros de los cristianos no es eso lo que manifiestan,
porque incluso en medio de celebraciones más hermosas pareciera que van llenos
de amargura.
Y es que, como decíamos, tenemos todos los mejores motivos para ser
las personas más alegres del mundo. Simplemente el hecho de sentirse amado de
Dios tenía que hacer que estuviéramos dando saltos de alegría continuamente por
donde vayamos. Aquellos saltos que daba la criatura en el seno de Isabel con la
visita de María, que en el fondo era la visita de Dios en la presencia de María
tendrían que ser los saltos de alegría que viviéramos continuamente los
cristianos.
Ya es hora que desterremos esos rostros afligidos que parecen que esas
personas fueran portadoras de corazones sin esperanza en tantos que incluso se
dicen muy religiosos que parecieran que fueran repartiendo sequedad y amargura
allá por donde van. Son cosas incompatibles con nuestra fe, una verdadera
religiosidad y una profunda espiritualidad cristiana.
El evangelio que hoy nos ofrece la liturgia es toda una invitación a
la alegría. Alegría vemos en los apóstoles que regresan de su misión contentos
porque habían podido realizar aquellas mismas señales y signos del Reino que Jesús
realizaba mientras hacían el anuncio de la Buena Nueva. Alegría a la que les
invita a Jesús sobre todo porque sus nombres van a estar inscritos en el cielo.
‘Estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo’, les dice Jesús.
Pero es la alegría del Espíritu
que siente Jesús y por lo que da gracias al Padre. Está contemplando Jesús, y
un signo está también en lo que cuentan los apóstoles a la vuelta del
cumplimiento de su misión, como la Buena Nueva de la Salvación, todos los
misterios de Dios se revelan a los pequeños y a los sencillos, a los que son
humildes de corazón, y saben ponerse en las manos de Dios. ¿Será la alegría que
nosotros sentimos en nuestra fe, porque con sencillez y humildad vamos al
encuentro con el Señor y así abrimos nuestro corazón a Dios?
Finalmente Jesús llama dichosos a
sus discípulos por lo que pueden ver y contemplar, por todo ese misterio de
Dios que se revela y del que ellos pueden dar testimonio. ‘¡Dichosos los
ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes
desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo
oyeron’. Tienen la dicha de estar con Jesús, escucharle, palparle por así
decirle, estar a su lado, ser testigo de sus signos de amor. ‘¡Dichosos los
ojos que ven lo que vosotros veis!’, les dice. Motivo de alegría, de dicha,
de felicidad. Son testigos del amor de Dios que se manifiesta en Jesús.
Pero nosotros somos testigos también, por la fe seremos capaces de ver
lo que quizá nuestros ojos de la cara no pueden contemplar, pero sí podemos
sentir allá en lo hondo del corazón esa cercanía y ese amor de Dios; con las
obras de nuestro amor nosotros también nos convertimos en testigos, pero además
haremos posible que otros puedan llegar a conocer y contemplar a Dios. Es lo
que hemos de expresar con las obras de nuestra vida, con la alegría de nuestra
fe.