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sábado, 26 de noviembre de 2011

Esperanza, vigilancia, reflexión, oración


Dan. 7, 15-27;

Sal. Dn.3, 82-87;

Lc. 21, 34-36

‘Tened cuidado… estad siempre despiertos… manteneos en pie ante el Hijo del Hombre…’ Así nos advierte Jesús. Esperanza, vigilancia, reflexión, oración. Actitudes y hechos en nuestra vida.

Vivimos en la esperanza de la venida del Señor, pero hemos de estar atentos. Que nada nos distraiga. Que nada nos aparte de esa esperanza. Que no haya apegos en el corazón que nos arrastren y nos hagan olvidar la meta. Los apegos del corazón son como pesos muertos que nos hunden, nos impiden caminar, levantar el vuelo para cosas altas y grandes. Hemos de liberarnos de esos apegos. Sentimos continuamente la tentación en la vida, a pesar de nuestros buenos deseos y propósitos. Porque además el enemigo malo quiere apartarnos del buen camino.

Hoy nos dice Jesús: ‘Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación por el dinero…’ Somos cómodos y evitamos lo que signifique esfuerzo o sacrificio en el camino de nuestra superación. Se nos ciega la mente. La tentación del placer o del materialismo nos acecha y trata de arrastrarnos. Se nos llena de apegos el corazón, buscamos felicidades que al final no llenan y nos creamos dioses que se adueñan de nuestra vida. El materialismo que nos rodea es una gran tentación que sufrimos; el brillo dorado del dinero o de las cosas materiales nos encandila.

Ya nos decía Jesús por otra parte que no podemos servir a dos amos, no podemos tener dos dioses. Andaríamos divididos y al final seremos nosotros los que terminamos mal. Perderíamos el rumbo; nos encontraríamos en un sin sentido; nos ahogaríamos en lo terreno, material y sensual.

Tenemos que andar vigilantes. ‘Tened cuidado…’ nos dice. Y la vigilancia significa estar despiertos, porque el que se duerme no se entera de lo que pueda suceder. ‘Estad en pie…’ nos dice también el Señor. La vigilancia significa también reflexión para sopesar las cosas, analizar lo que tiene el verdadero valor, no dejarnos arrastrar por la primera impresión, madurar hondamente dentro de nosotros lo que hacemos, las metas que nos proponemos, el camino que vamos a recorrer.

Vigilantes porque llega el Señor a nuestra vida y, como nos enseñaba Jesús en sus parábolas, hemos de estar con las lámparas encendidas para recibirle y tener suficiente aceite para que no se apaguen. Y eso significa también oración. ‘Estad siempre despiertos pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir’, nos decía Jesús hoy.

La tarea que tenemos que realizar no la hacemos solos. Esa vigilancia que hemos de tener para no dejar que se nos embote la mente, o el corazón se nos llene de apegos, no la hacemos sólo con nuestras fuerzas. Tenemos que contar con el Señor. Qué importante y necesaria la oración en nuestra vida.

No sólo reflexionamos sino también oramos. Reflexionamos y oramos porque queremos escuchar en lo hondo de nuestro corazón lo que el Señor nos dice o nos pide. Pero oramos porque tenemos que pedir la fuerza y la gracia del Señor que nos fortalezca para nuestra lucha, para nuestro camino, para nuestra esperanza.

Esperanza, vigilancia, reflexión, oración, son las palabras claves que señalábamos desde el principio. Tengámoslo muy en cuenta en este camino de seguimiento de Jesús.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Hagamos florecer los brotes de una primavera de amor porque Dios está con nosotros

Daniel, 7, 2-14;

Sal. Dn.3, 75-81;

Lc. 21, 29-33

El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán’, afirma rotundamente Jesús. La Palabra del Señor es fiel, es fidelidad total. Nos podemos fiar. Nos tenemos que fiar.

Nos habla el Señor de su venida. Nos da señales. De eso nos ha venido hablando en estos días. Nos pone comparaciones para explicarnos la certeza con que hemos de aceptar su Palabra. Aún así dudamos. Nos cuesta entender. Nos cegamos y no vemos su presencia. Porque nos está hablando de su última venida, pero nos está hablando de cómo se está haciendo presente en medio de nosotros. Tenemos que abrir los ojos y el corazón para verle y para sentirle. Tiene que despertarse nuestra fe y nuestra esperanza. Pidámosle al Señor esa fe que necesitamos.

Nos dice que miremos la higuera o cualquier árbol. Cuando comienzan a echar brotes es que la primavera está cerca. Pues así nos dice está cerca el reino de Dios, está cerca el Señor. Miremos esos brotes de anuncio de primavera que hay a nuestro lado. Hay luces que brillan en la oscuridad, pero somos más fáciles a fijarnos en la oscuridad que descubrir esos destellos de luz que hay a nuestro lado. No todo es oscuridad, porque quizá donde menos lo pensamos está brotando una luz, hay alguien que quiere iluminar el corazón triste de los demás.

Me estaréis preguntando, cuáles son esos destellos. Pues miremos, seamos capaces de ver a personas que quieren vivir con rectitud su vida; personas que quieren ser buenas y se esfuerzan aunque les cueste; personas que quieren amar y se preocupan de ayudar a los demás; personas que a pesar de las negruras saben vivir felices y quieren contagiar esa felicidad a los demás; personas cuya presencia despierta ilusión y esperanza, ganas de vivir y alegría en el corazón. Repito, no todo es oscuridad; hay destellos de luz.

Como tantas veces hemos dicho, aprendamos a valorar a los demás, valorar las cosas positivas que las otras personas tienen. No vayamos nunca con prejuicios al encuentro del otro. Cuando con sinceridad y con un corazón limpio de mala intención nos acercamos a los otros podremos darnos cuenta, descubrir la bondad del corazón de las otras personas y podremos calibrar cuántas cosas buenas están haciendo aunque nadie se dé cuenta.

Son semillas del reino de Dios que esas personas viven y están queriendo sembrar también en nuestro mundo; son huellas de la presencia de Dios a nuestro lado que se nos manifiesta también en la bondad de esas personas. Son las semillas que nosotros también hemos de saber sembrar; son las señales que nosotros con nuestra vida, con nuestra bondad, con nuestras obras buenas vamos dando de Dios.

Que no será cuestión de cosas grandes y extraordinarias. Es cuestión de esas pequeñas cosas buenas que hacemos y que van haciendo que nuestro mundo sea mejor. No hace falta ir a lugares lejanos o buscar ocasiones extraordinarias. Es eso que vivimos cada día ahí donde estamos. Si logramos que las personas se quieran y acepten más, sepan perdonarse y comprenderse, sepan reír y alegrarse juntos, sepan compartir los pequeños momentos de cada día en una conversación sosegada, sepan tener más paz en su corazón que se traducirá en una convivencia mejor con los que están a su lado, estaremos haciendo presente a Dios y su Reino en medio de nosotros.

Cuando ponemos amor en el corazón las ocasiones de hacer el bien nos irán apareciendo casi espontáneamente. El amor siempre encontrará esas ocasiones de hacer el bien. Es por donde tenemos que empezar.

jueves, 24 de noviembre de 2011

No nos quedamos sin aliento porque tenemos una esperanza


Daniel, 6, 11-27;

Sal.Dn. 3, 68-74;

Lc. 21, 20-28

San Pablo les habla a los cristianos de Tesalónica en referencia al hecho de la muerte que los hombres no pueden sufrir ante ella como los que no tienen esperanza. Nos dice que nosotros somos personas creyentes y en consecuencia llenos de esperanza, porque creemos en Jesús, muerto y resucitado, que es nuestra salvación.

Ya sea la muerte, o sean los problemas o los sufrimientos a los que tengamos que enfrentarnos, o ya sea también ante los acontecimientos que nos puedan suceder y que nos puedan hacer sufrir, nosotros los que que creemos en Jesús hemos de tener una forma distinta de enfrentarnos o vivir dichos acontecimientos.

Quien no ha iluminado su vida desde la fe y la esperanza cristiana ante tales hechos puede desesperarse, llenarse de miedo o de ansiedad o quizá sufrir de una manera estoica como si simplemente de un destino fatal e irremediable se tratara. La persona creyente no se sabe sola porque se apoya en el Señor desde su fe, y nosotros como cristianos dirigimos nuestra mirada a Cristo que es nuestra luz y nuestra salvación. Y contemplando a Cristo encontramos un sentido y un valor para cuanto nos sucede, lo podemos ver como una llamada del Señor o una venida del Señor a nuestra vida, y en El encontramos fuerza también para vivir esa situación; con Cristo a nuestro lado nunca perderemos la paz.

Creo que el evangelio que hoy nos propone la liturgia nos ayuda en estas reflexiones. Es Palabra del Señor para nosotros en quien siempre vamos a encontrar esa luz y esa paz que necesitamos. Como ya hemos dicho en estos días un poco se entremezclan diversas cosas, porque nos habla por una parte de la destrucción de la ciudad de Jerusalén, pero nos habla también de los últimos tiempos.

Momentos difíciles unos y otros, de incertidumbres y de miedos. ‘Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo’, dice Jesús. Una referencia a esos momentos de guerras o de catástrofes, como puede ser también una referencia a esas situaciones difíciles ante los problemas, ante una enfermedad o ante la propia muerte, ya sea nuestra muerte o la muerte de las personas cercanas a nosotros.

En una o en otra situación las palabras de Jesús nos están invitando a que vivamos con serenidad cualquier mala situación por la que hemos de pasar. Una invitación también a descu brir cómo el Señor llega a nosotros en esos momentos, y la presencia del Señor siempre es una presencia de gracia y una presencia que tiene que llenarnos de paz y vivirla con serenidad. Como nos dice Jesús ‘entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube con gran poder y gloria. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación’.

Un lenguaje quizá muy apocalíptico pero en el que tenemos que descubrir esa presencia del Señor que llega a nosotros. Llega el Señor con gracia, con su salvación. Llega el Señor y siempre será una manifestación de amor. Por eso con confianza esperamos esa venida del Señor; con confianza pedimos nos conceda su paz, nos libre del mal, al traernos su salvación; con esperanza llena de gozo deseamos ese encuentro con el Señor porque es para dicha, para felicidad, para plenitud.

¿No es eso lo que pedimos en la oración de la liturgia de la Eucaristía? Recordemos esa oración como un embolismo al Padrenuestro donde manifestamos esa esperanza, ‘mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo’. Que eso que expresamos en nuestra oración sea lo que en verdad vivamos en nuestra vida de cada día.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Así tendréis ocasión de dar testimonio

Dan. 5, 1-6.13-14.16-17.23-28;

Sal. Dan. 3, 62-67;

Lc. 21, 12-19

Casi en el pórtico del evangelio, allá en el sermón del monte, Jesús había proclamado ‘dichosos los perseguidos por hacer la voluntad de Dios, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos seréis cuando os injurien y os persigan, y digan contra vosotros toda clase de calumnias por causa mía. Alegraos y regocijaos, porque será grande vuestra recompensa en los cielos….’

Seguir a Jesús es seguir su camino, ser como El. El camino de Jesús pasó por la cruz y la muerte. Bien lo vemos a través de todo el evangelio como tramaban contra El. El mensaje del Reino que Jesús nos anunciaba no era comprendido por todos; es más, muchos se iban a oponer. A Jesús lo llevaron a la cruz; y el discípulo no es mayor que su maestro.

No nos extraña, pues, este anuncio que Jesús nos hace hoy. Cuando nos está hablando en estos días de todo lo que está por suceder y nos invita a estar vigilantes ante la llegada del Señor a nuestra vida, nos anuncia también las dificultades que vamos a encontrar. ‘Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a los tribunales y a la cárcel… así tendréis ocasión de dar testimonio’. Ya en otro momento nos había prevenido diciéndonos que no tuviéramos miedo a quienes matan el cuerpo pero no pueden hacer más. Temamos más bien a los que puedan quitarnos la vida verdadera, porque nos aparten de los caminos de Dios.

Ahora nos dice que no nos preocupemos de preparar nuestra defensa. Tenemos un Defensor, que hablará por nosotros, que pondrá palabras en nuestros labios, pero fuego en el corazón para hacer arder nuestro mundo con la llama del amor. ‘Yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningun adversario vuestro’, nos dice. Por eso hemos de dar testimonio del amor, de nuestro amor, con la entrega total aunque nos lleve a la muerte. El Espíritu de la verdad está con nosotros. Es nuestra fortaleza para que demos testimonio hasta el final. Los Hechos de los Apóstoles nos cuentan cómo salían los apóstoles contentos de la presencia del Sanedrín por tener la dicha de sufrir por la causa de Jesús.

Jesús está con nosotros. No nos faltará nunca su presencia, su gracia, su fuerza divina. Y si damos la cara por El, se pondrá de nuestra parte ante el Padre del cielo. ‘Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también el Hijo del Hombre se pondrá de su parte ante los ángeles de Dios’.

Algunas veces nos llenamos de temor ante el sufrimiento, por las incomprensiones de los que están más cerca de nosotros y podríamos sentirnos un tanto desalentados. Haces el bien, te preocupas de los demás, luchas por ser bueno, quieres mantenerte fiel por encima de todo, y luego no te lo valoran, ni te comprenden. No buscamos recompensas ni reconocimientos humanos. Nuestro premio está en el Señor. Ya nos llamó dichosos por eso en las bienaventuranzas. Nuestro gozo, además de la satisfacción que sentimos en nuestro interior por lo bueno que hacemos, lo ponemos en el Señor.

Como nos termina diciendo Jesús, ‘con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas’. La perseverancia en el bien, en lo bueno que hacemos; la fidelidad hasta el final. Es el amor que no se consume sino que crece más y más y nos hace sentir el gozo de darnos y entregarnos.

martes, 22 de noviembre de 2011

Todo una invitación a encender la hoguera de nuestro amor


Daniel, 2, 31-45;

Sal. Dn. 3, 57-61;

Lc. 21, 5-11

Esto parece el fin del mundo, decimos cuando nos vemos envueltos en una fuerte tormenta, unm huracán o contemplamos los efectos de cualquier catástrofe. Nos sentimos quizá llenos de miedo o impotentes ante lo que pueda suceder o las imágenes terribles de sufrimiento y desolación que podamos contemplar. Es una sensación que en todos los tiempos siempre ha llenado de temor a todos los hombres.

El evangelio de hoy nos habla de cosas así, pero no para que nos llenemos de temor, sino para que avivemos nuestra esperanza y sintamos quizá la llamada que el Señor nos hace en lo hondo del corazón a un cambio de vida, a una conversión, o a buscar la gracia de Dios que hayamos perdido.

En esta última semana del año litúrgico los textos del evangelio que vamos a ir escuchando se entremezclan en diferentes anuncios y mensajes. Nos hablarán de la destrucción de la ciudad de Jerusalén, precisamente a partir de la contemplación de su belleza, como nos dice hoy el evangelio, de lo que va a suceder en los próximos años al pueblo judío, pero también de lo que es el recorrido de nuestra historia. Ya iremos comentando y reflexionando sobre lo que el Señor nos va manifestando cada día en medio de esa esperanza que tiene que animar nuestra vida y también, por qué no, en la preparación que hemos de tener para el momento final.

Ya contemplábamos hace unos días a Jesús llorando sobre la ciudad de Jerusalén, a la que tanto amaba, y que anunciaba que iba a ser destruida. Con semejantes palabras nos habla hoy de ello, pero no para que nos llenemos de agobio y angustia, sino para que avivemos nuestra esperanza y sepamos prepararnos para lo que el Señor en cada momento nos vaya pidiendo. Cuando el evangelista nos redacta el evangelio ya habían sucedido probablemente todos los anuncios que Jesús hace de la destrucción de Jerusalén. ‘Todo esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra; todo será destruido’. Sería lo que sucedería en torno a los años setenta de nuestra era.

‘Cuidado con que nadie os engañe’, previene Jesús a los discípulos. Como diría en otro momento para descubrir la presencia del Señor en medio nuestro no busquemos cosas espectaculares. ‘Porque muchos vendrán usando mi nombre, diciendo: yo soy, o bien el momento está cerca; no vayáis tras ellos…’ Cosas que se han repetido a través de la historia, porque cuantas veces hemos oído hablar de fechas concretas para el fin del mundo o cualquier coincidencia de números en el calendario ya les hace presagiar a esos profetas de calamidades no sé cuantas cosas que van a suceder.

Habrá guerras, enfrentamientos de unos contra otros, terremotos, epidemias y calamidades naturales. Es el devenir de la historia. Serán para nosotros pruebas para nuestro amor y nuestra esperanza, porque nos darán ocasión para ejercitar el amor y la solidaridad poniendo remedio a tantos males que puedan hacer sufrir a los hombres. En ese sentido sí que pueden ser llamadas del Señor a nuestro corazón para invitarnos al compromiso y a la solidaridad. Pero no podemos confundirnos con otras interpretaciones.

El Señor nos ha dejado hermosos signos de su presencia, por una parte en los signos sacramentales donde le tenemos presente siempre y en donde podemos llenarnos de su gracia y de su fuerza; y nos ha dejado también los signos de su presencia que tienen que movernos al amor en los hombres y mujeres que sufren a nuestro lado y en los que tenemos que saber descubrir la presencia del Señor. Recordemos lo que escuchábamos el pasado domingo de lo que será el juicio final. ‘Tuve hambre y me diste de comer… ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer? Cuando lo hiciste con uno de estos humildes hermanos…’

Todo, pues, una invitación a avivar nuestra fe y nuestra esperanza, a encender la hoguera del amor en nuestro corazón.

lunes, 21 de noviembre de 2011

La presentación de María señal clara de su consagración a Dios


Prov. 8, 22-31;

Sal. 44;

Lc. 2, 15-19

La presentación de María cuya memoria hoy celebramos no se nos refleja en ningun texto bíblico de los evangelios. Es algo de lo que se habla en los evangelios apócrifos, el protoevangelio de santiago, y luego trasmitido por la piedad popular y que se traduce en esta memoria litúrgica que hoy celebramos.

Es como un remedo, podríamos decir, o resonancia de la presentación de Jesús en el Templo que celebramos el dos de febrero, a los cuarenta días del nacimiento del Señor, en cumplimiento de la ley del Levítico, y que podría recordar en este caso el mandato del Levítico para que toda mujer que diera a luz una niña a los ochenta días se presentara en el lugar santo para purificarse.

Hablar, pues, de la presentación de María es como hablar de la mujer creyente que se ha consagrado al Señor para hacer que toda su vida sea siempre para la gloria del Señor. Es lo que contemplamos en María, la llena de gracia e inundada de la presencia del Señor, como le manifiesta el ángel de la anunciación. María es la mujer creyente dispuesta siempre para Dios; la mujer creyente del sí permanente para el Señor.

La liturgia bizantina en esta fiesta dice de María que es "la fuente perpetuamente manante del amor, el templo espiritual de la santa gloria de Cristo Nuestro Señor". Es lo que contemplamos en el corazón de María, siempre dispuesta al amor, al servicio, a la atención y a la acogida del otro; camina hasta la montaña para servir a su prima Isabel; atenta está en Caná para interceder ante el problema o la necesidad; orante está con la primera comunidad que se está constituyendo en la espera del Espíritu; será la que merecerá la alabanza del Señor llamándola dichosa por acoger y plantar como nadie la Palabra de Dios en su corazón. Es la mujer creyente, pues, modelo de todo creyente, dispuesta siempre para la gloria del Señor.

Esta memoria de la Virgen en su presentación o en su consagración a Dios, como queramos decir, es una fiesta litúrgica que celebran con especial amor quienes se han consagrado al Señor entregando toda su vida por el Reino de Dios. Los religiosos y religiosas que quieren unirse radicalmente al Señor en una fidelidad total para El en el cumplimiento de los consejos evangélicos de la pobreza, la castidad y la obediencia, en muchas congregaciones en este día hacen renovación de sus votos y de su consagración, a ejemplo e imitación de la Virgen.

Qué mejor modelo se puede tener de una consagración a Dios que como lo hizo María. Pero también qué madre intercesora más grande se puede tener que María, la madre del Señor, que es también nuestra madre. Todos tenemos que aprender de María; todos hemos de tener ese corazón abierto para Dios para que El sea en verdad el centro de toda nuestra vida.

De María tenemos que aprender a ser ese templo para Dios. Tenemos que aprender a gustar esa presencia de Dios en su corazón como ella lo hacía. Poseída por el Espíritu Santo estaba llena de Dios de tal manera que de ella naciera Dios hecho hombre. Así se convirtió en la Madre de Dios. Cómo se quedaba extasiada rumiando y meditando allá en lo más hondo de sí cuando llegaba a ella la Palabra de Dios. Meditaba y rumiaba las palabras del ángel que eran anuncio y mensaje de Dios, pero se quedaba también rumiando todo aquello que acontecía en torno a ella, porque todo era para ella una manifestación y una prueba del amor de Dios que en ella se derramaba. ‘Guardaba todo en su corazón’, que dice el evangelio.

A María tenemos que pedirle que nos alcance la gracia del Señor para vivir esa total purificación de nuestro corazón para que nunca el pecado lo mancille, nunca por el pecado nos apartemos de Dios. Que mane a través de ella, como decia la litrugia bizantina, todo el amor y la gracia de Dios sobre nosotros. Que nos alcance la gracia del cielo para ser ese templo santo de Dios, que para eso hemos sido consagrados nosotros desde el Bautismo. Que vivamos con gozo profundo esa presencia maravillosa de Dios en nosotros.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Jesucristo es Rey si sazonamos nuestro mundo con el amor

Ez. 34, 11-12.15-17;

Sal. 22;

1Cor. 15, 20-26.28;

Mt. 25, 31-46

‘Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria, por siempre, Señor’, aclamamos en la Eucaristía. ‘Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria, por siempre, Señor’, aclamamos hoy desde lo más hondo del corazón, con toda nuestra vida, en esta fiesta en la que proclamamos a Jesucristo como nuestro Rey y Señor, como Rey del universo, en este final del año litúrgico.

Es un momento importante en el que la liturgia nos propone esta aclamación. Concluíamos la plegaria eucarística queriendo dar todo honor y toda gloria a Dios por Cristo, con Cristo y en Cristo, en la unidad del Espíritu Santo. Y cuando hemos continuado tras orar con las palabras de Jesús hemos manifestado nuestra esperanza cierta en la venida gloriosa de Cristo pero al mismo tiempo le hemos pedido paz, le hemos pedido que nos veamos libres de todo mal y de todo pecado, que nada nos perturbe para que podamos en verdad vivir hondamente todo el sentido de su Reino.

El Reino de Dios es la Buena Nueva que Jesús comienza anunciando desde el principio. Buena nueva del Reino que hemos de creer pero para lo que tenemos que convertirnos, cambiar el corazón, darle vuelta totalmente a nuestra vida. Es el anuncio que permanentemente Jesús nos va haciendo y nos va explicando a lo largo de todo el evangelio, enseñándonos cómo tenemos que acogerlo desde lo más hondo del corazón.

Las parábolas y toda la predicación de Jesús tratan de enseñarnos cómo hemos de vivir, cuál ha de ser nuestro estilo y sentido cuando aceptamos el Reino de Dios, cuando aceptamos que en verdad Dios sea nuestro único Señor. Las bienaventuranzas nos señalan el espíritu nuevo en que hemos de vivir porque nos puntualizan las actitudes fundamentales que ha de tener lo que viven el Reino.

Un corazón pobre y misericordioso, un corazón inquieto por lo bueno y por la justicia para todos como el hambre más profunda que se pueda tener, un corazón limpio y sin maldad para ver siempre con la mirada de Dios, un corazón lleno de paz porque en paz se siente cuando se tiene a Dios y porque tendrá que ser siempre pacificador y pacífico, un corazón generoso y capaz de sufrir pacientemente cualquier ultraje porque lo que busca por encima de todo es el Reino de Dios y no importa cualquier sufrimiento o sacrificio.

Y cuando lleguemos a aceptar de verdad que Dios es nuestro Padre que nos ama y nuestro único Señor entonces aprenderemos a mirar de manera distinta a cuantos nos rodean, porque serán hermanos a los que hemos de amar, y perdonar, y comprender, y servir, con un corazón lleno de amor, de compasión y de misericordia porque ya lo tenemos que hacer siempre con un corazón como el de Dios.

Nos lo va repitiendo y enseñando una y otra vez con infinita paciencia a través de todo el evangelio porque a veces nos cuesta entender, como les sucedía a los discípulos. Y ya no tiene que importarnos hacernos los últimos por servir y por amar, desprendernos de todo para compartirlo con los demás y vivir con un corazón libre sabiendo que nuestro tesoro más importante hemos de guardarlo donde la polilla no lo corroe ni los ladrones lo pueden robar. Y es que ya nuestra única ley es la del amor. Será su mandamiento y será nuestro distintivo.

No nos extrañará entonces que nos diga que para amarle a El tenemos que amarle en los hermanos y sobre todo en los más pobres y más necesitados o en los que más sufren. Será de lo que nos va a preguntar en el atardecer de la vida, porque entonces, como nos decía poéticamente san Juan de la Cruz, seremos examinados de amor. Es la página hermosa del evangelio que hoy se nos ha proclamado.

No podremos en verdad reconocer que Jesús es nuestro Rey y Señor si no hemos amado a los hermanos, si no lo hemos acogido en los hermanos. Será así cómo proclamaremos que pertenecemos al Reino de Dios, vivimos en el Reino de Dios que nos merecerá la herencia eterna del Reino preparado para nosotros desde la creación del mundo.

No venimos hoy a proclamar que Jesucristo es Rey para poner enjoyadas coronas de oro en sus imágenes ni cubrirlas con mantos valiosos de brocados y telas preciosas. La única corona o el único manto que Cristo quiere que pongamos sobre su cabeza o sobre sus hombros es con el que cubramos la desnudez de nuestros hermanos o con lo que aliviemos el hambre de cuantos pasan necesidad, o calmemos el sufrimiento de tantos que lo pasan mal por mil motivos a nuestro lado.

Como san Martín de Tours hemos de saber ir partiendo nuestra capa con el hermano que pasa frío o necesidad a nuestro lado, para que Cristo venga a nuestro encuentro en ese momento final de la historia, en lo que llamamos el juicio final, y lo veamos cubierto con lo que nosotros habíamos compartido con el pobre y nos invite a pasar al banquete de su Reino eterno.

Son las exigencias del Reino de los cielos, que son las exigencias del amor y al mismo tiempo se convierten en exigencias de justicia y de verdad. Quienes decimos o queremos pertenecer al Reino de Dios no nos podemos desentender de esas exigencias del amor. Y cuando queremos que en verdad el Reino de Dios se haga presente en nuestro mundo fuertemente nos sentimos comprometidos a hacer un mundo mejor entrando todos en la dinámica de la civilización del amor y de la solidaridad.

Y cuando vemos la marcha de nuestra sociedad tan llena de sufrimientos y angustias por la situación por la que vamos pasando, sabemos que desde un verdadero compromiso de amor y de solidaridad podemos poner unas bases justas para hacer que nuestro mundo sea mejor. Como nos dice el Papa en la ‘Cáritas in veritate’ hemos de saber sazonar con la sal de la caridad toda nuestra lucha por un mundo mejor.

‘Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria, por siempre, Señor’ comenzábamos recordando al principio de nuestra reflexión esta proclamación de la liturgia. Queremos, sí, aclamar a Cristo nuestro Rey y nuestro Señor no sólo en nuestra celebración sino con toda nuestra vida. Que por el testimonio de nuestro compromiso, por las obras buenas que vayamos realizando, por esas actitudes nuevas de amor que vayamos poniendo en nuestro corazón el mundo comience a creer también en el Reino de Dios, se acerquen a Jesús y se sientan atraídos por el Evangelio. Así proclamamos en verdad que Jesucristo es Rey.