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sábado, 10 de diciembre de 2011

Surgió Elías, un profeta como un fuego


Eclesiástico 40, 1-4.9-11;

Sal. 79;

Mt. 17, 10-13

Las obras de Dios y la manifestación de la gloria del Señor aunque a veces nos pueden parecer arcanas y misteriosas, sobre todo pensado en la inmensidad de Dios que desborda todo lo que nuestra capacidad e inteligencia humana por sí misma pueda comprender, sin embargo se nos manifiestan ordinariamente en la sencillez de las cosas pequeñas y cercanas, porque Dios asimismo quiere acercarse y hacerse cercano al hombre para que entremos en la órbita de su amor.

Contemplamos en la Biblia esas obras maravillosas de Dios y hay ocasiones en que nos cuesta penetrar en su misterio, y pudiera sucedernos en ocasiones que sus mismas palabras manifestadas a través de la voz de los profetas nos cuesten entender. Pero al mismo tiempo, Dios que quiere revelársenos, nos da la luz de su Espíritu para que lleguemos a comprenderlas y todo eso que nos parece misterio de Dios lo podamos sentir hondamente en nosotros.

Hoy la Palabra de Dios ha hecho referencia al profeta Elías y podríamos decir su paralelismo con Juan el Bautista. ‘Profeta como un fuego’, que decía el autor sagrado. Elías fue el profeta de la fidelidad a Yahvé, a Dios, frente a la introducción de los falsos ídolos, los baales, que proliferaban en los pueblos cercanos a Israel. Quieren introducir el culto a los baales y ahí la voz ardiente del profeta que lucha por mantener la verdadera fe en Israel. No fueron tiempos fáciles pero está el ardor y el coraje del profeta que se ve envuelto al final de su vida en el misterio de Dios al ser arrebatado al cielo en medio de un carro de fuego.

Los profetas a lo largo de la historia del pueblo de Dios quieren mantener vivo ese ardor del profeta y anuncian, como lo hace Malaquías, la vuelta de profeta como restaurador de la verdadera fe en Israel. De ello nos habla la reflexión que se hace el sabio del Antiguo Testamento en el libro del Eclesiástico. ‘Está escrito que te reservan para el momento de aplacar la ira antes de que estalle, para reconciliar a los padres con los hijos, para restaurar las tribus de Israel’. Palabras un tanto enigmáticas y misteriosas que pudieran ser ocasión de dispares interpretaciones. Pero que nosotros en el espíritu del Evangelio hemos de saber interpretar con la sabiduría de Dios. En la misma Palabra de Dios vamos encontrando ayuda y respuesta para entender todo el misterio que Dios quiere revelarnos.

Por eso la pregunta que le hacen a Jesús en el evangelio que surge de lo que enseñaban los escribas que antes de la llegada del Mesías habría de aparecer de nuevo Elías, el profeta. Ya escuchamos la respuesta de Jesús: ‘Elías vendrá y lo renovará todo’. Pero Jesús añade, ‘pero os digo que Elías ha venido y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo’. Y termina diciéndonos el evangelista que ‘los discípulos entendieron que se refería a Juan el Bautista’.

Recordamos que cuando el ángel del Señor se le aparece en el templo a Zacarías para anunciarle el nacimiento de Juan dirá de él, que ‘irá delante del Señor con el espíritu y el poder de Elías, para convertir los corazones de los padres hacia los hijos, y a los desobedientes a la sensatez de los justos preparando para el Señor un pueblo bien dispuesto’.

Vemos repetidas las palabras del Eclesiástico. Juan viene con el poder y el espíritu de Elías. Jesús nos dice que ‘Elías ya ha venido’. Es el ardor del Precursor del Mesías, también ‘profeta como un fuego’, como Elías, que allá en el desierto preparaba un pueblo bien dispuesto para el Señor. Recordamos en este sentido muchas de sus palabras allá junto al Jordán. Estamos contemplando repetidamente en estos días del adviento la figura del Bautista con todo ese mismo coraje y ardor hablando fuerte y duramente al pueblo para que preparen los corazones a la venida del Señor.

Es lo que ahora nosotros vamos escuchando también nuestro camino de Adviento. Camino también de fidelidad, de purificación, de renovación profunda de nuestra vida; caminos de amor y de esperanza que queremos ir recorriendo para prepararnos como pueblo bien dispuesto para el Señor.

viernes, 9 de diciembre de 2011

El que te sigue tendrá la luz de la vida


Is. 48, 17-19;

Sal. 1;

Mt. 11, 16-19

‘Yo, el Señor, te enseño para tu bien, te guío por el camino bueno…’ La enseñanza del Señor nos conduce siempre por el camino recto y lo que el Señor nos pide siempre nos llenará de las satisfacciones más hondas.

Quiere siempre el Señor el bien del hombre. Si en verdad buscarámos en todo lo que es la voluntad del Señor, los que son los caminos del Señor no sólo seríamos más felices nosotros sino que haríamos felices también a los que están a nuestro lado. Un fruto siempre sería la buena convivencia y armonía entre todos.

Como decíamos en el salmo ‘el que te sigue, Señor, tendrá la luz de la vida’. Cuando seguimos los caminos del Señor nos sentiremos llenos de las bendiciones de Dios. Como dice, ‘tendrá la luz de la vida’. Las imágenes que nos propone el texto profético que estamos comentado de eso quieren hablarnos, de esas bendiciones del Señor. ‘Si hubieras atendido a mis mandatos sería tu paz como un río, tu justicia como las olas del mar’, que nos dice el profeta.

La fecundidad y la numerosa descendencia eran consideradas en los pueblos antiguos como una bendición del Señor. El hombre y la mujer que se ven prolongados en una descendencia numerosa se consideran bendecidos por el Señor. Recordemos cómo la bendición de Dios a Abrahán es una descendencia numerosa como las estrellas del cielo y como las arenas del mar. Desde un razonamiento natural incluso podemos comprenderlo si consideramos cómo en aquellos tiempos no era muy habitual llegar a largas edades e incluso era normal la muerte de muchos infantes. Quien pudiera contemplar, pues, una descendencia numerosa se sentía bendecido por el Señor. Así decía el profeta ‘tu progeníe sería como arena, como sus granos los vástagos de tus entrañas’.

Por otra parte Jesús nos dice que andamos como niños caprichosos que no sabemos lo que queremos y que parece que siempre fuéramos a la contra de todo. ‘¿A quién se parece esta generación?’ Y nos dice que somos como los niños que juegan en la plaza y mientras unos proponen un juego los otros estarán proponiendo siempre lo contrario.

¿Por qué dice eso Jesús? Hace referencia a lo que sucedía con la aceptación de Juan y con lo que sucedía con El mismo. Unos lo aceptan y otros lo rechazan. Unos son capaces de aceptar el mensaje que se les propone, y siempre habrá por otro lado quien se opone o le parece mal lo que se les enseña.

Nos sucede a nosotros en el mundo de hoy. Cuánto nos cuesta aceptar el camino bueno que se nos propone. Cuánto cuesta aceptar lo que es el magisterio de la Iglesia, cuánto rechazo, cuántos nos están diciendo continuamente es que la Iglesia tiene que adaptarse a los tiempos, que si de esto no debe hablar o tiene que modernizarse y así no se cuántas cosas más. Cuántos quizá sólo se fijan en las debilidades que pudiera haber en los miembros de la Iglesia para desautorizarlo todo y rechazar la misión y la enseñanza de la Iglesia.

Quizá muchas veces en el fondo lo que está es que nos cuesta aceptar los caminos del bien y de la recta moral porque lo que están haciendo es denunciar de alguna manera esas cosas no tan buenas que podamos tener en nuestra vida. Y cuando nos señalan que no estamos siguiendo el camino recto y se nos hace ver que tenemos que cambiar y corregir muchas cosas en nosotros afloran nuestros orgullos, aparece nuestro amor propio y ya no somos capaces de aceptar con humildad. Cuánto nos cuesta dejarnos enseñar.

Como recordábamos con el profeta al principio, el Señor nos dice ‘Yo, el Señor, te enseño para tu bien, te guío por el camino bueno…’ Dejémonos conducir por el Señor. Dejemos que el Espíritu del Señor nos guíe allá en lo más profundo de nosotros. El que sigue al Señor, tendrá la luz de la vida, como decíamos en el salmo. Que en verdad sea siempre nuestro gozo la ley del Señor y la meditemos día y noche rumiándola allá en el corazón.

jueves, 8 de diciembre de 2011

María, la llena de gracia, la Inmaculada, la Purísima


Gén. 3, 9-15.20;

Sal. 97;

Ef. 1, 3-6.11-12;

Lc. 1, 26-38

Esta fiesta de la Virgen que hoy estamos celebrando, esta Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, es una de las fiestas más hermosas de la Virgen, más entrañables para el pueblo cristiano. A través del año son muchas las fiestas que en nuestro amor y devoción a la que es la Madre de Dios y nuestra madre vamos celebrando.

Celebramos su Maternidad divina origen y fuente podíamos decir de todo el misterio de María, o celebramos su Asunción gloriosa al cielo en Agosto que es fiesta muy querida y entrañable para el pueblo cristiano; celebramos su Natividad o la celebramos en las diversas advocaciones con que la honramos, la invocamos y la amamos según nuestros propios lugares o según también los sentimientos que afloran en nuestro corazón en honor de la Madre.

Pero esta es la fiesta de la Inmaculada, la fiesta de la Purísima, así sin más, y está surgiendo ahí en nuestro corazón nuestro amor de de hijos a Madre tan querida y tan preclara. Y la contemplamos toda pura, toda llena de radiante hermosura, con la belleza más original y más grande, como tantos artistas magistralmente nos la han querido plasmar en cuadros, en imágenes, en poesías y cantos.

La liturgia también se desborda en este día en todo el esplendor de sus imágenes y sus signos en los diversos textos que se nos ofrecen para cantar a María, para cantar con ella la gloria del Señor. No nos cansamos de intentar decir cosas bellas a la Madre y ofrecerle el más tierno y puro amor, como siempre todo buen hijo quiere hacer.

Qué no haría un hijo por su madre si en su mano estuviera el poderle dar lo más hermoso o adornarla con las más preciadas joyas. Es lo que quiso hacer Dios con la que iba a ser la Madre de Jesús, la Madre del Hijo de Dios encarnado, en fin de cuentas, la Madre de Dios. Si como consecuencia del pecado de Adán todos nacemos con la mancha del pecado original no iba a permitir Dios que quien iba a prestar sus entrañas para que el Hijo de Dios se encarnase haciéndose hombre para nuestra salvación, para vencer la muerte y el pecado naciera con esa mancha en su alma.

Es el misterio admirable y maravilloso que hoy en María estamos celebrando. En virtud de los méritos de Cristo Ella iba a ser preservada de todo pecado. ‘Porque preservaste a la Virgen María de toda mancha de pecado original para que en la plenitud de la gracia fuese digna madre de tu Hijo…’ cantamos en el prefacio para cantar la gloria del Señor y darle gracias. ‘Preparaste a tu Hijo una digna morada y en previsión de la muerte de tu Hijo la preservaste de todo pecado… la preservaste limpia de toda mancha de modo singular…’ repetimos una y otra vez en las diversas oraciones litúrgicas.

María, la llena de gracia, la que encontró gracia ante el Señor, como la saluda y le dice el ángel de la anunciación. ‘La virgen se llamaba María’, había dicho el evangelista cuando nos describe el cuadro donde se iba a realizar y hacer presentes las maravillas del Señor. Pero cuando el ángel la saluda de entrada no es ese el nombre que utiliza, sino que la llama ‘la llena de gracia’.

A todos los significados que los gramáticos puedan buscar en la etimología de María hay que añadir el significado que le da el ángel a su nombre, ‘la llena de gracia’. Luego sí le dirá, ‘no temas, María…’ porque tu eres la llena de gracia, porque ‘has encontrado gracia ante Dios’. Encontró gracia ante de Dios y se inundó de Dios, ‘el Señor está contigo’, le sigue diciendo el ángel. Tan llena de Dios que está inundada del Espíritu Santo para hacer que de Ella nazca Dios hecho hombre. ‘La fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra… y el Santo que va a nacer, se llamará Hijo de Dios’. Es el misterio de Dios que nos describe el evangelista y tantas veces hemos escuchado y meditado.

Si Dios así la reviste de toda gracia y hermosura, gracia que va a brillar en su fe y en su amor, en su alma siempre dispuesta para Dios y en su corazón siempre rebosante de amor para amar y para servir, hasta hacer posible que todos quepamos en su corazón de Madre cuando el mismo Dios nos la regala, cómo no vamos nosotros también a piropearla con nuestro amor, a cantar los cánticos más bellos para María, cómo no vamos a alegrarnos con la alegria más grande y más pura en su fiesta como hoy lo hacemos. Ya quisiera ser músico y poeta para cantar las más hermosas melodías en su honor o entonar los más bellos cánticos y poemas.

Pero es que además en el espejo de María hemos de mirarnos, como se miran siempre todos los hijos que quieren imitar a su madre. ‘Comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo, llena de juventud y de radiante hermosura’, le dice la liturgia en el prefacio. La belleza del corazón de María, la belleza de la santidad de María es el espejo donde hemos de mirarnos porque ahí nos está señalando el camino de santidad y de gracia que nosotros hemos de recorrer también; ahí estamos contemplando la santidad de María que es el vestido con que nosotros nos hemos de vestir, o el molde en el que nos hemos de meter para formarnos a imagen de María.

María, la primera redimida, porque en previsión de los méritos de Cristo, su Hijo, fue preservada del pecado, va delante de nosotros señalándonos el camino, diciéndonos con su santidad que es posible hacer ese camino de seguimiento a Jesús si somos capaces como ella de plantar en nuestro corazón y en nuestra vida la Palabra de Dios. ¿No recordamos lo que diría Jesús que quien escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica ese es su madre y su hermano y su hermana? Ahí lo tenemos, ahí tenemos a María delante de nosotros enseñándonos, si nos parecemos a ella, cómo hemos de saber acoger la Palabra de Dios en nuestro corazón.

Ahí camina María delante de nosotros con esa disponibilidad total de su corazón para amar y para servir haciéndose la última y la esclava de todos como luego Jesús nos enseñará en el evangelio que quien se hace el último y el servidor de todo ése será el más grande en el Reino de los cielos. Transformemos nuestro corazón a imagen del corazón de María para que así siempre esté lleno y rebosante de amor. Tengamos los ojos de María para ver con mirada nueva e ir descubriendo en cada momento donde hemos de poner todo nuestro amor como ella lo hacía. Y así, una a una, vayamos copiando todas sus virtudes, vayamos revistiéndonos de su santidad, llenándonos de la gracia del Señor.

Cantemos al Señor que ha hecho maravillas en María. ‘Cantad al Señor un cántico nuevo que ha hecho maravillas’, que decíamos en el salmo. Cantemos y bendigamos al Señor que en Cristo nos ha bendecido también a nosotros con toda clase de bendiciones espirituales y celestiales, como decía san Pablo en la carta a los Efesios. Bendecimos a Dios que nos ha elegido y nos ha llamado para que seamos santos e irreprochables en el amor, pero que nos ha dado a María como el más sublime ejemplo y modelo de amor, de gracia, de santidad, porque nos la ha dado como Madre.

Es la fiesta de la Purísima, de la Inmaqculada y al contemplar la santidad de María nos sentimos impulsados a vivir una santidad igual. A María celebramos, a María la bendecimos y la invocamos, a María le pedimos que sea siempre esa madre buena e intercesora que nos alcance esa gracia del Señor. Ella era la ‘llena de gracia’, - y también ese tendría que ser nuestro nombre si imitáramos más a María – ‘la llena de gracia’ que se dejó inundar por el Espíritu divino, que nos ayude, que nos enseñe cómo llenarnos de esa gracia del Señor, cómo dejarnos inundar por el Espíritu de Dios, cómo tener esa disponibilidad y esa fe en nuestro corazon para sentir que también siempre Dios está con nosotros.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Somos dichosos en nuestras luchas porque el Señor es nuestra fuerza y nuestro descanso


Is. 40, 25-31;

Sal. 102;

Mt. 11, 28-30

La vida del hombre creyente tendría que ser la vida de un hombre feliz y lleno de dicha. El cristiano es el que se siente amado de Dios con un amor intenso y pleno por lo que tiene que estar dándole gracias a Dios continuamente por tanto amor como el Señor le manifiesta, como tantas veces hemos expresado. Cómo no va a sentir esa dicha y felicidad en su corazón, pues, cuando se sabe tan amado de Dios que nos ha enviado a su Hijo único para conducirnos precisamente a esa dicha, arrancándonos de la muerte y del pecado.

Es lo que vivimos cada día y que ahora con gran intensidad queremos vivir en la celebración de la navidad que se acerca. Para eso nos preparamos en el camino del Adviento y vamos dejándonos guiar por la luz de la Palabra del Señor que cada día escuchamos.

En esa respuesta que damos al amor del Señor el cristiano siempre está en actitud de superación y crecimiento en su vida espiritual, en su santidad, en el testimonio que ha de dar de su fe y del amor del Señor. Esa actitud de superación es algo importante porque no nos podemos dejar dormir. Si aflojamos la intensidad de nuestra lucha y de nuestros deseos de superación fácilmente el tentador nos puede arrastrar de nuevo por la pendiente del pecado. De ahí esa tensión espiritual en que hemos de vivir.

Sin embargo hemos de reconocer que somos débiles y muchas veces podemos acusar el cansancio de nuestra lucha. Los problemas que nos rodean nos llenan de agobios y puede ser que algunas veces nos pueda aparecer la tentación del preguntarnos por qué tanta lucha o si merece la pena todo eso que hacemos cuando quizá nos comparamos con los que nos rodean.

El Señor que nos conoce bien nos da respuesta a esos interrogantes o cansancios que nos puedan aparecer en la vida. Es lo que nos decía por una parte el profeta y luego también la invitación que Jesús nos hacía a ir hasta El.

Nos decía el profeta: ‘El Señor da fuerza al cansado, acrecienta el vigor del inválido – del que se siente débil e incapaz -; se cansan los muchachos, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, les nacen alas como de águila, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse…’ Es hermoso el mensaje y nos llena de ánimos y de esperanza. Es una invitación a poner toda nuestra confianza en el Señor porque El es nuestra fuerza.

Como expresábamos en el salmo, aunque caigamos en nuestra debilidad, el Señor está siempre buscándonos para levantarnos y para darnos vida. ‘El perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades – todas tus debilidades -; El rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura…’ Cómo nos vamos a bendecir al Señor cuando vemos así su ternura y su amor que nos llena de vida y de fortaleza.

Y está, como decíamos, la invitación que Jesús nos hace en el Evangelio. ‘Venid a mí todos los que estáis cansado y agobiados, y yo os aliviaré… y encontraréis vuestro descanso’, nos dice el Señor. Vayamos, pues, con confianza hasta Jesús; aprendamos de El, de su humildad, de su bondad, de su mansedumbre, de su amor. El es nuestra fuerza, nuestra vida. En El, como decíamos al principio, nos sentiremos dichosos y felices, aunque en nuestras luchas, porque nos sentimos amados, porque sentimos su presencia en nuestro corazón que no nos falta nunca con su gracia.

martes, 6 de diciembre de 2011

No quiere que se pierda ni uno de estos pequeños


Is. 40, 1-11;

Sal. 95;

Mt. 18, 12-14

‘Lo mismo vuestro Padre del cielo: no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños’. Había hablado Jesús de la parábola del pastor que tiene cien ovejas y se le pierde una y va a buscarla hasta que la encuentra. Por una sola de sus ovejas va el pastor en su búsqueda arriesgándose por montañas y barrancos. Por uno solo de nosotros hubiera muerto Jesús porque así es el amor que Dios nos tiene. ‘No quiere que se pierda ni uno de estos pequeños’.

El amor de Dios no es un amor anónimo ni impersonal. Ahí está la maravilla del amor que Dios nos tiene. Como hemos dicho en más de una ocasión, nos conoce por nuestro nombre. Es un amor único e irrepetible, pero es un amor fiel y constante, un amor permanente.

Así tiene que ser nuestra relación con Dios. Es una relación personal. No nos dirigimos a un ente misterioso y desconocido. Nos dirigimos a Dios que nos ama con amor de Padre. Y el amor que tienen los padres a los hijos es un amor personal, porque ama a cada uno en particular y el amor que le tiene a un hijo una madre o un padre es un amor personal, único e irrepetible.

Me encanta la expresión que he escuchado en alguna ocasiones a algunos para referirse a Dios. Es ‘mi diosito’, dicen. Creo que es una expresión muy latinoamericana. Pero es una expresión que entraña y manifiesta esa relación personal con Dios. No quita ni merma el pensamiento o la idea de que Dios es nuestro Padre, es el Padre bueno que nos ama a todos. Pero es que así quiere que entremos nosotros en relación con El.

Así iría nuestra oración personal, en ese tú a tú con Dios, donde nos sentimos amados con ese amor especial, personal y único que el Señor nos tiene, donde le escuchamos lo que El a cada uno nos tiene que decir o que pedir – ahí está esa llamada de Dios en la vocación personal de cada uno -, y nosotros le hablamos a Dios dando nuestra respuesta personal o pidiendo por aquellas cosas concretas que son nuestra vida o los que están cercanos a nosotros.

Claro que estará luego nuestra oración en comunión con los demás, la oración comunitaria, la oración de la Iglesia. Ahí diremos ya ‘Padre nuestro’, como nos enseñó Jesús, porque somos sus hijos, somos los que nos sentimos hermanos que unidos y en comunión los unos con los otros nos dirigimos a Dios. Y en esa comunión le celebramos, le damos gracias o le cantamos la alabanza uniéndonos a toda la creación.

Desde esa oración y desde esa escucha personal de su Palabra, sintiendo lo que el Señor me dice y me pide, también como hermanos unidos y en comunión vamos ahora haciendo nuestro camino de Adviento que nos prepara para recibir al Salvador de nuestra vida. Hemos vuelto a escuchar hoy las palabras de consuelo y esperanza del profeta que ya escuchamos el pasado domingo. Palabras, como decíamos entonces, que también son comprometedoras para nosotros porque nos plantean y exigen esos pasos que hemos de dar, esos caminos que hemos de preparar, esos valles que allanar, eso torcido que hemos de enderezar para que Dios llegue a nuestra vida.

Es tarea personal que cada uno de nosotros hemos de hacer. Es tarea en la que Dios viene a cada uno de nosotros con su Palabra y allá en el corazón nos está señalando a cada uno todo eso que hemos de mejorar en nuestra vida. Cada uno hemos de darnos cuenta de esos valles o montañas de nuestra vida que hemos de aplanar. Ahí en lo más hondo de corazón sentiremos lo que el Señor nos pide y también su gracia que no nos faltará. Siempre el Señor estará buscándonos porque no quiere que nadie se pierda.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Nuestro corazón se va llenando de una alegría esperanzada


Is. 35, 1-10;

Sal. 84;

Lc. 5, 17-26

En la medida en que damos pasos en nuestro camino de adviento acercándonos a la Navidad todo se va llenando de una alegría esperanzada. Y no me refiero ahora al ambiente “navideño” que pueda haber en nuestras calles o en las músicas que por donde vamos en estos días nos van repicando en nuestros oídos invitándonos a lo que el mundo llama una navidad feliz. Es algo distinto.

Hoy quizá el soniquete navideño en los ambientes externos pueda tener un fuerte sentido comercial que nos invita a consumir y a vivir una navidad hecha sólo de esa alegría externa. Eso de la feliz navidad que todos se dicen y desean. El origen de todo eso pudiera estar cuando el pueblo cristiano auténticamente se preparaba para la navidad que hacía que se sintiera esa alegría que se manifestaban por ejemplo en los cánticos navideños, como nuestro canto de lo “divino”, que anunciaban la navidad. Hoy se han secularizado mucho las fiestas de navidad y solo quedan esas músicas, luces y adornos que algunas veces ya puedan estar muy lejos del verdadero espíritu navideño que los cristianos tendríamos que saber recuperar en su auténtico sentido.

Bueno, esto que he dicho como en un paréntesis partía de lo que decíamos que en la medida que avanzamos en el camino del adviento nos vamos llenando de una alegría esperanzada. Es lo que nos manifiesta la liturgia. Los textos de la Palabra de Dios que estos días vamos escuchando ya nos van hablando de esa alegría. ‘Vendrán a Sión con cánticos; en cabeza alegría perpetua; siguiéndolos, gozo y alegría. Pena y aflicción se alejarán’.

Así concluía el anuncio del profeta que todo él estaba lleno de bellas imágenes de gozo, de transformación de todo, porque llega el Señor. ‘Verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios…’ Y en ese mismo sentido repetíamos en el salmo ‘nuestro Dios viene y nos salvará… la salvación está ya cerca de sus fieles y la gloria habitará nuestra tierra…’

Cómo no nos vamos a llenar de alegría si viene el Señor con su salvación. ‘Mirad a nuestro Dios que viene en persona y os salvará’. Y nos ponía bellas imágenes de los ojos de los ciegos que se llenan de luz, los oídos de los sordos que comienzan a oír, los cojos que recobran el movimiento de sus piernas inválidas, o los mudos que comienzan a hablar.

Será lo que vemos realizado en el evangelio en el milagro de la curación del paralítico que llevan hasta Jesús. La salvación llegó para aquel hombre. No era sólo la invalidez física o corporal de la que Jesús le sanaba, sino algo más hondo se producía en el corazón de aquel hombre. Cuando lo hacen llegar hasta los pies de Jesús descolgándolo desde el techo, ‘viendo la fe que tenían, dijo: hombre, tus pecados están perdonados’. Es la verdadera curación, el más profundo milagro, la salvación total que Jesús le ofrece, nos ofrece.

Nos tenemos que llenar de alegría. Es más profunda la transformación que se produce en el corazón del hombre cuando recibe el perdón del Señor, que el hecho de que los desiertos se conviertan en vergeles y surjan torrentes de agua en los lugares resecos. Son imágenes, sólo imágenes las que nos pone el profeta para hablar de esa salvación que el Señor nos ofrece, su perdón. Y quien se siente perdonado de verdad su corazón se llena de alegría y de gozo. Cómo sería la alegría de aquel hombre que trajeron a Jesús en la camilla de su invalidez y no sólo salió caminando de su presencia, sino con el perdón de sus pecados que el Señor le había concedido.

Por eso vamos ya pregustando ese gozo en nosotros en la medida que nos acercamos a la navidad y nos vamos preparando para recibir esa salvación. Es por eso que la mejor preparación que podemos hacer es esa conversión del corazón, y el que humildemente nos acerquemos al Sacramento de la Penitencia para recibir esa purificación, ese perdón que haga que nuestro corazón esté de verdad preparado para vivir una navidad auténtica. Con un corazón limpio de pecado nuestra alegría será mucho más profunda. Tenemos que prepararnos para ello. Y ya se va adelantando esa alegría en nosotros.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Consolad a mi pueblo… hablad al corazón… aquí está vuestro Dios


Is. 40, 1-5.9-11;

Sal. 84;

2Pd. 3, 8-14;

Mc. 1, 1-8

Hay ocasiones, que por las cosas que nos suceden, el estado de ánimo en que nos encontremos o los fracasos o adversidades que vamos sufriendo en la vida, pareciera que nada nos pudiera servir de consuelo. Nos podemos encontrar desalentados o haber perdido la esperanza, las cosas no son de nuestro agrado o nos sentimos abrumados quizá por lo que hayamos hecho, en nuestro agobio y desesperanza lo podemos ver todo negro y parece que la esperanza se hubiera perdido. Hemos de reconocer que nos encontramos gente a nuestro lado que han perdido así la esperanza y nos pudiera suceder a nosotros también en ocasiones.

Sin embargo y a pesar de todo esto, la Palabra que hoy escuchamos es una palabra de esperanza y de consuelo. Así ha comenzado el profeta precisamente. ‘Consolad, consolad a mi pueblo, dice nuestro Dios; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen…’

Este es el alegre y esperanzador anuncio profético para el pueblo sometido a cautividad en Babilonia y al que se le abren las puertas para que pueda volver a su tierra y reconstruir Jerusalén y el templo del Señor. Es tal la alegría y la esperanza que no habrá valles ni montañas ni desiertos que se interpongan o puedan obstaculizar su camino hacia la libertad. ‘En el desierto preparadle un camino al Señor, allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale…’

Para nosotros ya no es sólo la palabra de esperanza dicha para aquel pueblo en aquellas circunstancias de retorno después de la esclavitud, sino que son palabras llenas de profecía que se han hecho realidad en quien iba a ser el precursor del Mesías y se iba a convertir en el heraldo y mensajero que preparase los caminos del Señor. La figura del Bautista aparece ya en este segundo domingo de Adviento con la profecía de su vida y sus palabras.

Será lo que el evangelista recordará ya desde el inicio del relato del evangelio para recordarnos y señalarnos al Bautista. Estamos en el inicio del evangelio de Marcos. ‘Yo envío mi mensajero delante de ti, para que te prepare el camino – recuerda la profecía de Isaías -. Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos’. Y nos habla de Juan el que desde la penitencia y la austeridad de vida predicaba junto al Jordán y bautizaba a los que confesaban sus pecados para preparar la inminente venida del Mesías.

Pero nosotros podemos decir aún más, porque son también palabras que nos despiertan a la esperanza en el momento presente invitándonos también al consuelo y a la alegría porque el Señor viene a nuestra vida iluminando nuestra vida y transformando nuestro corazón. Sí, hay esperanza para nuestra vida; un faro de luz se enciende también para nosotros porque nos llega el consuelo de Dios, la salvación de Dios. Bien que lo necesitamos desde todos los aspectos de la vida, ya sea lo social que vivimos, ya sea también en la situación espiritual en que nos encontramos.

Se tienen que disipar también las tinieblas del desaliento y la desesperanza con las que envolvemos tantas veces nuestra vida y de ninguna manera podemos dejar que las negruras del fracaso o del mal nos envuelvan el corazón. No nos podemos dejar abatir por los agobios de los problemas que en la vida nos quieran atormentar. Con la venida del Señor todo lo vemos distinto y lleno de luz, prometedora de vida nueva. Con la venida del Señor necesitamos también en la vida de la Iglesia ese ánimo, ese consuelo y esa esperanza porque muchas veces también nos sentimos acobardados y no damos el testimonio claro que tendríamos que dar.

Viene también para nosotros la salvación; llega a nuestra vida la gracia redentora y trasformadora que nos hace un hombre nuevo lleno de vida nueva. El perdón que el Señor nos trae con su salvación nos llena de paz y renace la verdadera alegría en nuestro corazón. ‘Mirad, el Señor Dios llega con poder… viene con El su salario y su recompensa lo precede… está pagado su crimen, pues la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados’.

Es la salvación que nos trae Jesús. Es el regalo de su amor y de su perdón. Ya no nos sentiremos hundidos más porque tenemos la confianza del amor del Señor. Qué gozo y qué consuelo. Es que, como nos decía san Pedro, ‘nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia’, que esté lleno de la santidad verdadera y de la gracia que con el perdón nos trae la paz.

Pero esa invitación a la esperanza, esa palabra de alivio y de consuelo es palabra también comprometedora. Es palabra de exigencia para nuestra vida, porque si así vislumbramos la salvación que el Señor nos ofrece en su venida, hemos de vislumbrar también ese sentido de vida nueva que hemos de darle a nuestra existencia. Es palabra, entonces, que nos interroga por dentro, que nos hace reflexionar, que nos invita y exige que le demos nuevos rumbos a nuestra vida. Es llamada a la conversión.

Juan predicaba allá en el desierto junto al Jordán para que se convirtiesen al Señor. Era la voz que grita en el desierto para preparar los caminos del Señor. Es la voz que nosotros escuchamos también en nuestro corazón para ponernos en un nuevo camino. Aquello que anunciaba el profeta para los que volvían a Jerusalén donde no habría ni desiertos ni montañas, ni valles, ni colinas que se interpusiesen en su camino, es lo que ahora también hemos de hacer nosotros.

Reconstruimos nuestra vida con la gracia del Señor, enderezamos lo que está torcido en tantos caminos no rectos por los que nos hemos dejado llevar; igualamos y mejoramos lo escabroso de las violencias que tantas veces nos arrastran al enfrentamiento y a la lucha de los unos contra los otros para hacer que sea siempre sólo el amor lo que dé sabor y sentido a nuestra vida; allanamos los valles y montañas de los orgullos que habíamos dejado meter en nuestro corazón, para vivir ahora en la humildad, sencillez y austeridad; queremos que nuestra vida sea una calzada hermosa para nuestro Dios, para que Dios sea en verdad el Rey y Señor de nuestra vida, porque en fin de cuentas es lo que queremos aceptar, el Reino de Dios en nuestra vida.

Hemos sido bautizados no ya sólo con agua porque queramos hacer penitencia de nuestros pecados, sino con agua y con el Espíritu, que ha purificado nuestro corazón para hacer surgir en él la nueva vida de los hijos de Dios. ‘Yo os he bautizado con agua, decía Juan el Bautista, pero El os bautizará con Espíritu Santo’.

Es importante este segundo paso que damos en el camino del Adviento. Con la esperanza que se aviva en nuestro corazón tendríamos que sentirnos distintos, con mayor alegría, con mayor empuje y compromiso, con una ilusión renacida por hacer ese mundo nuevo. Y ante tanto desaliento que vemos a nuestro alrededor por toda la situación que vive hoy nuestra sociedad, nosotros tenemos que sembrar con nuestras actitudes, con nuestra alegría y entusiasmo semillas de esperanza. La fe y la esperanza de nuestra vida nos comprometen con el mundo en que vivimos y nos comprometen también dentro de nuestra Iglesia.

Como decía el profeta, y nos lo dice a nosotros también, ‘súbete a un monte elevado heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas, di a todo el mundo que te rodea: Aquí está nuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder… como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne…’ Con nuestra vida, con nuestro testimonio tenemos que ser testigos y anunciadores de esa esperanza.