Is. 40, 1-11;
Sal. 95;
Mt. 18, 12-14
‘Lo mismo vuestro Padre del cielo: no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños’. Había hablado Jesús de la parábola del pastor que tiene cien ovejas y se le pierde una y va a buscarla hasta que la encuentra. Por una sola de sus ovejas va el pastor en su búsqueda arriesgándose por montañas y barrancos. Por uno solo de nosotros hubiera muerto Jesús porque así es el amor que Dios nos tiene. ‘No quiere que se pierda ni uno de estos pequeños’.
El amor de Dios no es un amor anónimo ni impersonal. Ahí está la maravilla del amor que Dios nos tiene. Como hemos dicho en más de una ocasión, nos conoce por nuestro nombre. Es un amor único e irrepetible, pero es un amor fiel y constante, un amor permanente.
Así tiene que ser nuestra relación con Dios. Es una relación personal. No nos dirigimos a un ente misterioso y desconocido. Nos dirigimos a Dios que nos ama con amor de Padre. Y el amor que tienen los padres a los hijos es un amor personal, porque ama a cada uno en particular y el amor que le tiene a un hijo una madre o un padre es un amor personal, único e irrepetible.
Me encanta la expresión que he escuchado en alguna ocasiones a algunos para referirse a Dios. Es ‘mi diosito’, dicen. Creo que es una expresión muy latinoamericana. Pero es una expresión que entraña y manifiesta esa relación personal con Dios. No quita ni merma el pensamiento o la idea de que Dios es nuestro Padre, es el Padre bueno que nos ama a todos. Pero es que así quiere que entremos nosotros en relación con El.
Así iría nuestra oración personal, en ese tú a tú con Dios, donde nos sentimos amados con ese amor especial, personal y único que el Señor nos tiene, donde le escuchamos lo que El a cada uno nos tiene que decir o que pedir – ahí está esa llamada de Dios en la vocación personal de cada uno -, y nosotros le hablamos a Dios dando nuestra respuesta personal o pidiendo por aquellas cosas concretas que son nuestra vida o los que están cercanos a nosotros.
Claro que estará luego nuestra oración en comunión con los demás, la oración comunitaria, la oración de la Iglesia. Ahí diremos ya ‘Padre nuestro’, como nos enseñó Jesús, porque somos sus hijos, somos los que nos sentimos hermanos que unidos y en comunión los unos con los otros nos dirigimos a Dios. Y en esa comunión le celebramos, le damos gracias o le cantamos la alabanza uniéndonos a toda la creación.
Desde esa oración y desde esa escucha personal de su Palabra, sintiendo lo que el Señor me dice y me pide, también como hermanos unidos y en comunión vamos ahora haciendo nuestro camino de Adviento que nos prepara para recibir al Salvador de nuestra vida. Hemos vuelto a escuchar hoy las palabras de consuelo y esperanza del profeta que ya escuchamos el pasado domingo. Palabras, como decíamos entonces, que también son comprometedoras para nosotros porque nos plantean y exigen esos pasos que hemos de dar, esos caminos que hemos de preparar, esos valles que allanar, eso torcido que hemos de enderezar para que Dios llegue a nuestra vida.
Es tarea personal que cada uno de nosotros hemos de hacer. Es tarea en la que Dios viene a cada uno de nosotros con su Palabra y allá en el corazón nos está señalando a cada uno todo eso que hemos de mejorar en nuestra vida. Cada uno hemos de darnos cuenta de esos valles o montañas de nuestra vida que hemos de aplanar. Ahí en lo más hondo de corazón sentiremos lo que el Señor nos pide y también su gracia que no nos faltará. Siempre el Señor estará buscándonos porque no quiere que nadie se pierda.
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