Jesús nos asegura que su presencia
no nos faltará y la fuerza de su Espíritu nos guiará y nos lo enseñará todo
Hechos 15, 1-2. 22-29; Sal 66;
Apoc. 21, 10-14. 22-23; Juan 14, 23-29
Cuando sentimos un amor grande
por alguien nos cuesta desprendernos de él, separarnos; el pensar que no lo
vamos a ver más o que no podemos estar con esa persona amada, gozar de su
presencia, escuchar sus palabras y consejos, sentir su cercanía nos produce un
profundo dolor en el alma que sabríamos cómo mitigar. Es lo duro de las
separaciones y de las despedidas; queremos que su presencia se prolongue y
buscamos gestos, signos que nos lo sigan recordando; queremos tener algo de su
posesión, guardar una imagen, algo que nos lo siga recordando. Son experiencias
por las que pasamos en ocasiones en la vida y nos dejan unos sentimientos
encontrados en nuestro corazón.
Se me ocurre pensar en estas experiencias humanas por las que todos en
alguna ocasión habremos pasado, porque de alguna manera era algo que podían
sentir los apóstoles en la noche de la cena. Estaban las palabras de Jesús que habían
anunciado su inminente pasión, y ahora la despedida era más patente en los
gestos y palabras que se habían ido sucediendo en la cena y lo que seguía
anunciando.
Hasta ahora habían tenido siempre la presencia de Jesús con ellos,
escuchaban sus palabras y sus explicaciones repetidas, recibían su corrección
cuando sus actitudes seguían siendo egoístas o ambiciosas, pero quizá
presentían que Jesús no iba a estar con ellos
y quién les iba a enseñar, quien los iba a corregir, quien les iba a dar
fuerza para todas aquellas situaciones nuevas en las que habrían de encontrarse
a partir de estos momentos. Jesús además les decía que convenía que El
marchase.
Pero lo maravilloso estaba en que más que ellos tratar de inventarse o
buscarse cosas que les recordaran para siempre su presencia, era Jesús el que
realmente se los estaba ofreciendo. Eran sus discípulos y habían de seguir su
camino; eran sus discípulos y habrían de realizar una misión; eran sus discípulos y habían de cumplir la
palabra de Jesús, su mandamiento. Les había dejado el mandamiento del amor que
tendría que ser para siempre su distintivo. Mucho les había insistido Jesús
cómo tendría que ser ese amor.
Era ahora Jesús el que les decía que si cumplían su mandamiento iban a
tener segura para siempre su presencia con ellos. Por una parte porque en
aquellos a quienes habrían de amar siempre tendrían que ver a Jesús. Pero había
más, ‘el que me ama guardará mi
palabra y mi Padre lo amará y vendremos
a él y haremos morada en él’.
Dios habitaría en sus corazones. ‘Vendremos a él y haremos morada en él’,
les dice. Jesús estará siempre con ellos; podrán sentir para siempre su
presencia en el corazón. No tenían que hacer otra cosa que cumplir su mandamiento,
amar con un amor como el de Jesús.
¿Quién va a enseñarles? ¿Cómo
van a sentir su palabra en su corazón y en su vida? ¿Quién va a inspirarles en
cada momento lo que habían de hacer? ¿Quién sería el que les diera fuerza para
seguir con toda fidelidad su camino? ‘Os he hablado ahora que estoy a
vuestro lado; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi
nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he
dicho’. El Espíritu de Dios estará para siempre con ellos y será quien en
verdad les guíe, les recuerde en cada momento las palabras de Jesús.
Tendrían que acabarse los miedos
y los temores. Aunque les anuncia que las cosas no serán fáciles, porque el discípulo
no es más que su maestro y lo mismo que van a hacer con Jesús les puede suceder
a ellos, no han de sentirse turbados ni perder la paz en ningún momento.
‘Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde’. ¿Por qué hemos de temblar
si no nos faltará nunca la presencia del Espíritu de Jesús que es espíritu de
fortaleza y de vida?
No podemos perder la paz en el corazón.
Ahora mismo se sentían turbados con los anuncios de Jesús y sin tener claro lo
que iba a suceder aunque Jesús se los había explicado bien. Pero las palabras
de Jesús eran un bálsamo para su corazón. Con las palabras de Jesús se sentían
fuertes; nada habían de temer. La paz que sentimos en Jesús es una paz bien
distinta a la que quizá estamos acostumbrados a ver en nuestro mundo. La
paz de Jesús siempre inundará de alegría el corazón y así nunca perderemos ese
equilibrio interior. Por eso terminará diciéndoles, ‘os lo he dicho ahora,
antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo’.
Es lo que nosotros también hemos de sentir. Es la paz que hemos de
vivir en lo hondo del corazón. Jesús está con nosotros, la fuerza de su
Espíritu nos acompaña siempre, por su fuerza y por su gracia sabemos que Dios
mora en nosotros desde nuestro bautismo. Muchas veces nos sentimos turbados con
los problemas, con las dificultades, con las tentaciones que vamos sufriendo
por doquier, pero sabemos que contamos con la gracia y la fuerza del Señor.
Lo que tenemos que hacer es ponernos en camino, en el camino del amor
cumpliendo su mandamiento y sentiremos la presencia de Jesús. Vayamos al
encuentro de los demás sabiendo que vamos siempre al encuentro del Señor porque
en cada hermano hemos de verle a El. Derrochemos amor con nuestra vida, en
nuestras palabras, con nuestros gestos, en el compromiso que vivamos por los
demás y por hacer que nuestro mundo sea mejor. Tenemos la seguridad de no
sentirnos solos porque la fuerza del Espíritu de Jesús está con nosotros.