El estilo de los que seguimos a Jesús se presenta en la
humildad, la verdad de su vida y su pobreza, con nuestras debilidades pero
siempre con la actitud del servicio y del amor
Oseas 6, 1-6; Sal 50; Lucas 18, 9-14
Es una cosa que
tenemos tendencia a hacer, compararnos con los demás. No lo reconocemos si nos
lo preguntan, pero en nuestro interior lo llevamos y en ciertas actitudes o
formas incluso de relacionarnos con los demás lo manifestamos. ‘Yo no soy así…’
decimos con facilidad y cuando estamos diciendo esto es porque estamos
haciendo comparación. Nos gustará o no nos gustará lo que el otro hace, pero
siempre tenemos el prurito de decir aunque fuera de una forma muy sutil que
nosotros los hacemos mejor, que no somos como esa persona, que nosotros si estamos
en la cierto porque sabemos bien lo que hacemos y que el otro… buenos vamos a
dejarlo aquí porque algunas veces podemos tener expresiones que no son
repetibles.
Y es que en nuestro
orgullo queremos sobresalir; en nuestro orgullo nunca reconoceremos que hacemos
algo mal o que nos hemos equivocado; nos sentimos muy heridos en nuestro amor
propio cuando nos hacen reconocer nuestros errores, nuestros fallos y siempre
estaremos buscando una justificación.
Bueno quizá en la presentación
del tema estemos generalizando de una forma excesiva, porque bien sabemos que
no todo el mundo es así, pero es que necesitamos enfrentarnos con nosotros
mismos y ser capaces de mirarnos con sinceridad para reconocer también nuestros
errores, para no echarnos demasiado incienso por aquellas cosas buenas que
hacemos – que por supuesto también las hacemos -, para no subirnos en
pedestales ni ponernos por encima del otro, porque si nos miramos con
sinceridad seremos humildes.
Es por lo que Jesús
nos propone la parábola que escuchamos en el evangelio. Nos dice el evangelista
que ‘dijo Jesús esta parábola a algunos que
confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás’. Ya la conocemos porque muchas veces la hemos escuchado y
meditado. Los dos hombres que suben al templo a orar, el fariseo y el
publicano. Ya las posturas y la colocación lo están diciendo todo. El que se
pone en medio, para que todos los vean; el que se pone en medio y mira por
encima del hombro; el que se pone en medio con actitud prepotente que parece
que va a avasallar a todo el mundo.
No será
siempre el lugar físico quizás el que denote nuestra prepotencia, porque eso lo
llevamos en el corazón, pero es bien significativo como Jesús nos narra la
parábola. Cuantas veces vamos arrollando por la vida, con nuestras influencias,
con el poder de lo que nosotros llamamos nuestro prestigio o quizá con el poder
de nuestra riqueza; quizá con nuestra palabrería con la que no dejamos hablar a
nadie o nuestras oratorias vacías y repetidas mil veces sin decir nada pero con
las que queremos encandilar a la gente.
Mientras
que el publicano anda poco menos que escondido en el último lugar, donde quizá
nadie note su presencia ya que tan desagradable se hace para muchos; pero es la
actitud y la postura del corazón. No se atrevía a levantar sus ojos, y
humildemente se sentía pecador. Es cierto que no tenemos que mostrarnos con
prepotencia, pero realmente tampoco tenemos por qué ocultarnos, con lo que
somos nosotros queremos hacer el bien, dar gloria Dios, y tampoco tenemos que
ocultar nuestros valores que pudiera convertirse eso en una soberbia camuflada.
Vamos con la realidad de nuestra vida, que sabemos también llena de debilidades
y defectos, pero queriendo poner mucho amor en lo que hacemos.
El estilo
de los que seguimos a Jesús se presenta en la humildad, la verdad de su vida y
su pobreza, con sus debilidades que todos tenemos pero siempre con la actitud
del servicio. No queriendo nunca humillar, pero siempre tendiendo la mano para
ayudar a levantarse al débil o al caído y para ayudar a caminar; nunca con la
prepotencia del que se siente seguro en si mismo y de ninguna manera
despreciando a los demás; con la certeza de nuestra fe y con las inseguridades
de nuestras dudas; con la fuerza del amor y dejándonos siempre conducir por el
Espíritu del Señor.