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sábado, 21 de marzo de 2020

El estilo de los que seguimos a Jesús se presenta en la humildad, la verdad de su vida y su pobreza, con nuestras debilidades pero siempre con la actitud del servicio y del amor


El estilo de los que seguimos a Jesús se presenta en la humildad, la verdad de su vida y su pobreza, con nuestras debilidades pero siempre con la actitud del servicio y del amor

 Oseas 6, 1-6; Sal 50; Lucas 18, 9-14
Es una cosa que tenemos tendencia a hacer, compararnos con los demás. No lo reconocemos si nos lo preguntan, pero en nuestro interior lo llevamos y en ciertas actitudes o formas incluso de relacionarnos con los demás lo manifestamos. ‘Yo no soy así…’ decimos con facilidad y cuando estamos diciendo esto es porque estamos haciendo comparación. Nos gustará o no nos gustará lo que el otro hace, pero siempre tenemos el prurito de decir aunque fuera de una forma muy sutil que nosotros los hacemos mejor, que no somos como esa persona, que nosotros si estamos en la cierto porque sabemos bien lo que hacemos y que el otro… buenos vamos a dejarlo aquí porque algunas veces podemos tener expresiones que no son repetibles.
Y es que en nuestro orgullo queremos sobresalir; en nuestro orgullo nunca reconoceremos que hacemos algo mal o que nos hemos equivocado; nos sentimos muy heridos en nuestro amor propio cuando nos hacen reconocer nuestros errores, nuestros fallos y siempre estaremos buscando una justificación.
Bueno quizá en la presentación del tema estemos generalizando de una forma excesiva, porque bien sabemos que no todo el mundo es así, pero es que necesitamos enfrentarnos con nosotros mismos y ser capaces de mirarnos con sinceridad para reconocer también nuestros errores, para no echarnos demasiado incienso por aquellas cosas buenas que hacemos – que por supuesto también las hacemos -, para no subirnos en pedestales ni ponernos por encima del otro, porque si nos miramos con sinceridad seremos humildes.
Es por lo que Jesús nos propone la parábola que escuchamos en el evangelio. Nos dice el evangelista que ‘dijo Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás’. Ya la conocemos porque muchas veces la hemos escuchado y meditado. Los dos hombres que suben al templo a orar, el fariseo y el publicano. Ya las posturas y la colocación lo están diciendo todo. El que se pone en medio, para que todos los vean; el que se pone en medio y mira por encima del hombro; el que se pone en medio con actitud prepotente que parece que va a avasallar a todo el mundo.
No será siempre el lugar físico quizás el que denote nuestra prepotencia, porque eso lo llevamos en el corazón, pero es bien significativo como Jesús nos narra la parábola. Cuantas veces vamos arrollando por la vida, con nuestras influencias, con el poder de lo que nosotros llamamos nuestro prestigio o quizá con el poder de nuestra riqueza; quizá con nuestra palabrería con la que no dejamos hablar a nadie o nuestras oratorias vacías y repetidas mil veces sin decir nada pero con las que queremos encandilar a la gente.
Mientras que el publicano anda poco menos que escondido en el último lugar, donde quizá nadie note su presencia ya que tan desagradable se hace para muchos; pero es la actitud y la postura del corazón. No se atrevía a levantar sus ojos, y humildemente se sentía pecador. Es cierto que no tenemos que mostrarnos con prepotencia, pero realmente tampoco tenemos por qué ocultarnos, con lo que somos nosotros queremos hacer el bien, dar gloria Dios, y tampoco tenemos que ocultar nuestros valores que pudiera convertirse eso en una soberbia camuflada. Vamos con la realidad de nuestra vida, que sabemos también llena de debilidades y defectos, pero queriendo poner mucho amor en lo que hacemos.
El estilo de los que seguimos a Jesús se presenta en la humildad, la verdad de su vida y su pobreza, con sus debilidades que todos tenemos pero siempre con la actitud del servicio. No queriendo nunca humillar, pero siempre tendiendo la mano para ayudar a levantarse al débil o al caído y para ayudar a caminar; nunca con la prepotencia del que se siente seguro en si mismo y de ninguna manera despreciando a los demás; con la certeza de nuestra fe y con las inseguridades de nuestras dudas; con la fuerza del amor y dejándonos siempre conducir por el Espíritu del Señor.

viernes, 20 de marzo de 2020

Nos tenemos que sentir inquietos e insatisfechos si no llegamos a hacer que nuestro amor a Dios sobre todo se traduce en el amor al prójimo como a nosotros mismos


Nos tenemos que sentir inquietos e insatisfechos si no llegamos a hacer que nuestro amor a Dios sobre todo se traduce en el amor al prójimo como a nosotros mismos



Oseas 14, 2-10; Sal 80; Marcos 12, 28b-34
Nos dice el evangelista que ‘un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: ¿Qué mandamiento es el primero de todos?
Siempre nos preguntamos por qué aquel escriba le hace esta pregunta a Jesús. Nos decimos que si era un escriba, un maestro de la ley, era algo que tenia que saber muy bien. ¿Por qué, entonces, la pregunta? Muchas veces decimos, así aparece en algún otro momento en el evangelio, que era como un poner a prueba a Jesús, un tenderle una trampa, un juicio en cierto modo que quería hacer de la enseñanza de Jesús a ver si se conformaba con los expresado en la Ley y los Profetas.
Pero, ¿por qué no podemos pensar que de alguna manera era como una inquietud que había en su corazón, una insatisfacción que le interrogaba por dentro? Nos puede pasar a nosotros que en ocasiones preguntamos no porque no sepamos las cosas sino que de alguna manera queremos confrontar lo que llevamos dentro que nos puede producir inquietud, insatisfacción, una búsqueda que llevamos en nuestro interior en la que no sabemos donde vamos a encontrar la luz.
No importa que nos surjan dudas en nuestro interior, que nos interroguemos a nosotros mismos buscando la respuesta, buscando la verdad. Hay ocasiones en que lo que hemos estado haciendo desde siempre ahora parece que no nos satisface, que quizá le falta algo que lo podía hacer mejor, que quizá se haya podido convertir en una rutina de nuestra vida y ahora parece como un sin sentido. Siempre tenemos que estar en esas ansias de búsqueda de algo mejor, o de hacer lo que hacemos con una mayor autenticidad; hay frialdades que se nos meten por dentro que nos van produciendo una tibieza en lo que hacemos o en lo que vivimos y no podemos dejarnos ir por esa pendiente.
Tendremos que tener la valentía de planteárnoslo o de ir a buscar quien nos saque de dudas, que nos ayude a reflexionar, que nos haga ver una cara distinta, que nos eleve de esa tibieza para darle más calor espiritual a nuestra vida. Pero tenemos que saber bien a quien vamos a acudir, hemos de saber oler donde hay verdadera sabiduría y verdadera altura espiritual, no nos podemos contentar con ir a cualquier charlatán, y lo digo así, charlatán porque es lo que nos podemos encontrar a veces.
Aquel escriba acudió a Jesús. No era tentarlo o ponerlo a prueba, sino que se estaba probando a si mismo. Jesús le responde textualmente con lo que estaba escrito en el libro de la ley y lo que realmente todo judío se sabia hasta de memoria. Es el amor a Dios sobre todas las cosas lo que es la ley y el mandato principal; pero un amor auténtico, un amor que no son solo palabras, un amor que se traduce en una vida, porque nos hará ver a los demás también de manera distinta. Por eso Jesús une en su respuesta dos textos del antiguo testamento. Amarás a Dios sobre todas las cosas, pero el segundo es semejante a este. Quiere decir que tiene la misma importancia; quiere decir que no podemos decir que cumplimos con el primero si no tenemos en cuenta el segundo, como decíamos, es la visión nueva que hemos de tener de los demás. Y amarás a tu prójimo como a ti mismo. ‘No hay mandamiento mayor que estos’.
Pero es importante que nos fijemos en la respuesta del escriba que viene a repetir las mismas palabras de Jesús, pero terminará diciendo que quien viva este amor está haciendo algo que vale más que todos los holocaustos y sacrificios. No es con los holocaustos y sacrificios ofrecidos ritualmente allá en el altar del templo donde estamos manifestando todo lo que es ese amor que decimos le tenemos a Dios, es en ese amor que se convierte también en amor al prójimo.
Está manifestando aquí y de esta manera seguro la inquietud que llevaba dentro y que no se atrevía a terminar de pronunciar, porque quizá le podría parecer que traicionaba lo que habitualmente se enseñaba en las sinagogas y en las escuelas rabínicas. Pero ahora ante Jesús lo expresa porque en las palabras de Jesús está viendo reflejada, está viendo la respuesta a todo lo que lleva dentro. Por eso Jesús le dirá que no está lejos del Reino de Dios. Su corazón está dando pasos, su vida va tomando un nuevo sentido, está comenzando a entender lo que es ese Reino de Dios que Jesús les anuncia. No estás lejos del Reino de Dios.

jueves, 19 de marzo de 2020

San José, el hombre creyente que desde su fe en la tormenta no perdió la serenidad del espíritu y llenó de bondad su corazón para descubrir el plan de Dios


San José, el hombre creyente que desde su fe en la tormenta no perdió la serenidad del espíritu y llenó de bondad su corazón para descubrir el plan de Dios

2Samuel 7, 4-5a. 12-14a. 16; Sal 88;  Romanos 4, 13. 16-18. 22; Mateo 1, 16. 18-21. 24a
‘¿No es este el  hijo del carpintero?’ se preguntaba la gente de Nazaret cuando escucharon a Jesús aquel sábado en la sinagoga. Es la forma de referirse a José en el evangelio del que en otro momento se dice que era un hombre bueno. Pero de los pocos rasgos de los que nos habla el evangelio se manifiesta el hombre creyente que en medio de las turbulencias y dudas a las que se vio sometido no perdió el sentido de la fe para saber descubrir detrás de todo cuanto le sucedía lo que era la voluntad de Dios.
Cuánto nos cuesta cuando nos vemos en la vida envueltos en turbulencias, en dudas, en problemas que nos parecen irresolubles no perder ese sentido de la fe. En ocasiones, es cierto, lo pasamos mal, no comprendemos lo que nos sucede o el por qué de las cosas, nos vemos como envueltos en oscuridad que nos llena de miedos, el futuro se nos hace incierto, y tememos los fracasos o los sufrimientos que de una forma u otra nos pueden sobrevenir, sufrimos por nosotros y lo que nos pueda suceder pero también por aquellos a los que queremos y están cerca de nosotros.
¿Qué hacer? ¿Cómo enfrentarnos a estas situaciones? ¿Dónde encontrar la fuerza para la lucha, para mantener la constancia y no hundirnos en la desesperanza? Dudas, incertidumbres, miedos, que nos inquietan y nos agobian. ¿Dónde encontrar esa luz que nos haga ver con claridad, que nos haga mantener la serenidad del espíritu porque sabemos que con la perseverancia podremos encontrar la salida?
José pasó por un momento fuerte de turbación. Lo que estaba sucediendo le quitaba el sueño porque había silencios que no entendía, sucedían cosas que estaban fuera de lo normal. Pero era bueno, quería buscar salidas honrosas para todos porque no quería de ninguna manera hacer daño y menos a quien amaba. El embarazo de María se salía de los cauces normales y eran terribles las pesadillas que pasaban por su espíritu. Pero esperó, confió, se dejó conducir por el Espíritu del Señor que estaba en su corazón aunque casi no se daba cuenta en medio de tantas oscuridades.
Y el Señor le habló a su corazón. En sueños - ¿acaso el podía dormir con aquel tormento? – el ángel del Señor se le manifiesta – es una forma bíblica de expresarnos lo que era la acción del Espíritu – y arroja un rayo de luz sobre su vida. Detrás de todo aquel misterio estaba Dios y él supo descubrirlo y escuchar lo que el Señor le pedía. Su colaboración iba a ser esencial en la historia de la salvación, en la obra de nuestra salvación. Aquel niño que se gestaba en el seno de María era obra de Dios y con El habría de nacer la salvación para el mundo. Aquel niño habría de llamarse – era él como padre quien tendría que ponerle el nombre – Jesús, porque era la salvación de la humanidad.
José no perdió el sentido de la fe. Una fe que le hacía confiar y le llenaba de esperanza; una fe que le hacia mantenerse fuerte en medio de la tormenta para no perder la serenidad del espíritu; una fe, es cierto, que le hacía buscar, pero que era al mismo tiempo su fortaleza en medio de toda la tribulación; una fe que le impulsaba a seguir actuando con responsabilidad pero que al mismo tiempo llenaba de bondad su corazón; una fe que le hizo sentir la presencia de Dios cuando podría parecer que todo estaba perdido; una fe que le daba fortaleza a su corazón cuando todo parecía oscuridad y se llenaba de temores; una fe que le hizo descubrir lo que era el plan de Dios para su vida.
Qué lección más hermosa para nuestra vida y en los momentos que vivimos. Que no nos falte la visión de fe ante todo lo que nos sucede; que desde esa fe sintamos la fortaleza de Dios en medio de las tormentas de la vida; que se mantenga la serenidad de nuestro corazón; que nos sintamos en todo momentos impulsados a lo bueno y a la solidaridad con los que sufren; que nunca perdamos la esperanza porque detrás de este túnel está la luz, encontraremos la luz; que descubramos detrás de cuanto nos sucede lo que es el plan de Dios para nosotros. Y es que Dios no nos abandona; Dios se hace presente en nuestra vida, nos acompaña y fortalece con su gracia, nos da la presencia y la fortaleza del espíritu. 

miércoles, 18 de marzo de 2020

Busquemos la plenitud para nuestra vida que en el evangelio de Jesús podemos encontrar dando verdadero valor y sentido a cuanto hacemos y vivimos



Busquemos la plenitud para nuestra vida que en el evangelio de Jesús podemos encontrar dando verdadero valor y sentido a cuanto hacemos y vivimos

Deuteronomio 4, 1. 5-9; Sal 147; Mateo 5, 17-19
En el corazón del hombre siempre hay un ansia de más, que en ocasiones podemos confundir con el deseo de más cosas, de ambicionar esas cosas materiales que nos ofrece la vida, pero que realmente es un deseo de crecimiento interior alcanzando sí una mayor felicidad en la satisfacción de aquellas cosas que ambicionamos y deseamos, pero donde también quizá muchas veces andamos como perdidos, no sabemos lo que realmente queremos y nos satisfacemos en lo primero que llegue a nuestro alcance.
Pero el hombre insatisfecho se pregunta sobre el valor y el sentido de lo que hace, quiere encontrar un por qué de lo que vive para, por decirlo así, sacarle el mejor jugo, la mejor satisfacción a aquello que hace. Es un deseo de crecimiento, de perfección, de plenitud que llevamos en nuestro interior y que en ocasiones no sabemos como satisfacer o donde encontrar esa plenitud.  Queremos más y no sabemos bien qué queremos o donde buscarlo. Queremos encontrar el sentido verdadero de lo que hace, de lo que vive, de lo que es la vida misma, y entonces también de todo cuanto le rodea.
En esas búsquedas termina por trazar caminos, por ponerse normas quizá porque sujetándose a esas reglas le parece que puede con mayor seguridad alcanzar también esa perfección de su vida. Muchas desde la ley natural que impera en nuestro corazón, desde ese sentido común que vamos teniendo también con la experiencia de la vida, facilitan y ayudan pero otras quizá encorsetan a la persona limitando sus mejores ansias o imponiéndole rutinas que no son precisamente lo que le puede llevar a lo mejor. En el transcurso de la vida se van entremezclando todas esas cosas y puede que en un momento lleguemos a una confusión donde le demos más importancia a lo secundario que a lo que tiene que ser el principal sentido de su vida.
El creyente sabe que no camina solo en esa búsqueda y que no es solo por si mismo como va encontrando ese camino que da sentido y valor a su vida. El creyente verdadero siente en lo  hondo de su corazón esa presencia de Dios que le ilumina, que le inspira lo mejor para ese camino de plenitud que anda buscando; se sabe guiado por Dios y siente que a través de la historia Dios le ha manifestado su Palabra que se ha convertido en su ley y norma en lo más hondo del corazón. En el camino que hacia el pueblo creyente por el desierto que era un camino de búsqueda más allá de encontrar una tierra donde establecerse hay un momento que siente la inspiración de Dios a través de Moisés que experimenta de una manera especial esa presencia de Dios en su vida.
Siente que Dios le habla y que le inspira lo que ha de ser su ley, su voluntad para el hombre en ese camino que hace sobre la tierra. Es lo que llamamos la ley de Dios, que nombramos también como ley Mosaica porque a través de Moisés les llegó esa Palabra de Dios. Fue el camino, el cauce que lo hizo en verdad pueblo, el pueblo de Dios que le ayudó a caminar por el desierto pero también para establecerse en lo que llamarían la tierra prometida.
Tal como hablábamos antes de lo que va sucediendo en el corazón del hombre aparecen las confusiones cuando pronto quizá le dan más importancia a cosas que eran meramente circunstanciales a lo que era en verdad el meollo de la ley del Señor. Son todas aquellas tradiciones y rutinas que se habían introducido en la vivencia del pueblo de Israel y que es lo que Jesús quiere purificar. Por eso les dice, como hemos escuchado hoy en estas palabras que pertenecen al llamado sermón de la montaña, que no viene a abolir la ley sino a dar plenitud.
Y dar plenitud es ir a eso más profundo de la ley del Señor, eso que es lo que verdaderamente da el mayor y mejor sentido a lo que hacemos y a lo que vivimos, como expresábamos anteriormente. Es la buena noticia que Jesús viene a traernos para que en verdad vivamos el Reino de Dios en toda su plenitud, es su evangelio.
Bien nos viene a nosotros en este camino cuaresmal que estamos haciendo que busquemos esa plenitud porque en verdad escuchemos a Jesús en lo hondo de nuestro corazón, para que también nos purifiquemos, para que sepamos ir a lo esencial, para que llenemos de amor nuestras vidas, para que como nos dice Jesús seamos compasivos y misericordiosos como lo es nuestro Padre del cielo. Es el camino de perfección que nos traza cuando nos dice que seamos perfectos como Dios nuestro Padre, ese camino de crecimiento interior que hemos de ir haciendo y que nos conduce a la plenitud verdadera.

martes, 17 de marzo de 2020

Seamos capaces de disfrutar del gozo de sentirnos amados y perdonados y entonces comenzaremos nosotros a ofrecer también ese amor y ese generoso perdón



Seamos capaces de disfrutar del gozo de sentirnos amados y perdonados y entonces comenzaremos nosotros a ofrecer también ese amor y ese generoso perdón

Daniel 3, 25. 34-43; Sal 24; Mateo 18, 21-35
‘Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?’ La pregunta de Pedro no es tan diferente de la que seguimos haciéndonos hoy. Y es que eso del perdón sigue atragantándosenos en nuestras vidas de cada día. Nos cuesta perdonar. Eso yo no se lo perdonaré jamás, escuchamos o decimos tantas veces.
Y es que miramos nuestra herida y nos parece que eso nunca tendrá curación. Nos sentimos frustrados porque quizá aquel gesto que nos ofendió, aquella palabra o aquello que alguien hizo nos vino de alguien a quien apreciábamos, de quien nos considerábamos amigos, que decíamos que lo llevábamos en el corazón, de quien menos lo esperábamos. Y no lo podemos olvidar porque nos sentimos heridos y tocó esas fibras íntimas de nuestro ser que nos recuerdan lo que nosotros hicimos por aquella persona, la confianza que le habíamos manifestado o tantas cosas que habíamos compartido. Y así  nos sentimos pagados. El dolor permanece dentro de nosotros, la herida y la cicatriz están ahí y nos estarán apareciendo continuamente en nuestra mente.
Y ¿es que había amor verdadero en aquella relación? Algo quizá en sus cimientos lo estaba socavando. ¿No hubo la suficiente confianza y sinceridad quizá? Por una parte o por la otra. ¿Había intereses en aquella relación que no terminábamos de manifestar claramente? Quizás se había endurecido el corazón, no habíamos hecho todo lo posible por hacer crecer la amistad en auténtica sinceridad, dábamos por hecho las cosas pero se había enfriado la amistad y habrían comenzado los distanciamientos. ¿Qué más podríamos haber hecho y no hicimos? Aparecen culpabilidades quizá y pudiera ser que no nos estuviéramos perdonando a nosotros mismos y ahora lo expresamos con esa reticencia que sentimos ante el desaire o la ofensa del otro. Porque algunas veces no perdonamos porque no nos perdonamos a nosotros mismos, porque no hemos terminado de saborear en el alma el gozo del perdón y de sentirse perdonado.
Será desde cosas así que nos han sucedido, o será en otras ocasiones la violencia que nos rodea que nos hirió de mil maneras. Pero cuesta rehacerse, cuesta volver a tener paz como si nada hubiera pasado, pesan tanto las cosas que no podemos o no queremos olvidar que son una loza encima nuestro que se hace insoportable y así reaccionamos; con nuestro negarnos al perdón pensamos que los castigamos por lo que nos han hecho, pero acaso tendríamos que pensar que al no perdonar los castigados somos nosotros mismos porque no buscamos curarnos esas heridas, porque una y otra vez nos las estamos repitiendo y se nos hace insoportable. Y como si fuera una defensa que más bien es un ataque que nos hacemos a nosotros mismos, nos negamos a buscar la paz para unos y otros y no dejamos entrar el perdón.
¿Dónde podemos encontrar la curación para todos esos tormentos? Porque al no perdonar el tormento lo tenemos también en nosotros mismos; siempre estaremos recordando lo que fue, lo que pudo haber sido, lo que ahora en nuestra rabia quizás de forma vengativa queremos para el que nos hizo un día daño. Es un torbellino de cosas que llevamos dentro y nos cuesta levantarnos. Cuántas veces tengo que perdonar, nos seguimos preguntando.
Pues, mira, tienes que ser capaz de ver cómo a ti te han perdonado; tienes que ser capaz de levantar los ojos para ver y para experimentar en tu corazón lo que ha sido la misericordia que han tenido contigo; tienes que ser capaz de mirar frente a frente a quien es infinito en su misericordia contigo; tienes que ser capaz de mirar frente a frente la cruz de Jesús y escuchar sus palabras, y comprender todo lo que es su amor, que si está colgado de ese madero es para enseñarte y decirte cuánto te ama, cuanto te ama Dios que nos entregó a su Hijo único hasta la muerte en cruz.
Miramos la cruz y comenzamos a comprender lo que es la misericordia; miramos la cruz y comenzamos a sanarnos por dentro y a sentir una nueva paz en la vida de la que ya no te querrías desprender. Y nos sentimos perdonados, porque allí está Jesús pidiendo el perdón para nosotros siendo capaces incluso de disculparnos; quizá podemos comenzar a descubrir lo que los otros sienten por dentro, lo que incluso aquel que se ofendió siente por dentro y tú sentirás deseos de ofrecerle la paz.
Aprenderemos a ser generosos en nuestro amor y tendremos una mirada nueva llena de comprensión y de misericordia para los demás. Sentiremos el gozo de sentirnos amados y perdonados y comenzaremos nosotros a ofrecer también ese amor y ese generoso perdón. Es que nos sentimos contagiados del amor y de la misericordia de Dios y queremos amar con su mismo amor y con su misma misericordia. Ya no necesitaremos preguntar hasta cuántas veces tengo que perdonar.

lunes, 16 de marzo de 2020

Busquemos respuestas profundas en la vida que nos saquen de superficialidades y orgullos vanos


Busquemos respuestas profundas en la vida que nos saquen de superficialidades y orgullos vanos

2Reyes 5, 1-15ª; Sal 41; Lucas 4, 24-30
Es normal en los pueblos el sentirse orgulloso de sus cosas, de sus costumbres y tradiciones, de sus fiestas o del patrimonio histórico o cultural que puedan poseer. Fiestas como las de mi pueblo no hay ninguna, habremos oído de decir en más de una ocasión; y lo escuchas en este pueblo, pero te repetirán eso mismo cuatro pueblos más allá. Nuestras tradiciones son únicas e irrepetibles, nos dicen haciendo gala de sus costumbres o de las tradiciones que conservan comparando siempre con el pueblo de al lado que según quien te lo diga te dirá – o mejor te lo dirán en un lado y en otro - que nada como lo de ellos. Es el orgullo de los pueblos, de su historia, de lo que hacen y de lo que forma parte de su idiosincrasia.
Orgullos que en ocasiones llevan a enfrentamientos y rivalidades que pueden también ayudar a un crecimiento de superación o que puede por otra parte hacerles dormir sobre sus laureles, pero sin avanzar en la vida. Hablo de los pueblos, como podría hablar de los individuos que se creen también superiores, mejor dotados o más capaces pero que incluso algunas veces puede anularles.
Algo así pasaba en Nazaret. Cuando Jesús se levantó en la sinagoga para hacer la lectura de la Ley y los Profetas se sintieron orgullosos y todo eran alabanzas, porque era uno de su pueblo. Pero cuando Jesús en su comentario quiere hacerles recapacitar sobre su orgullo o su creerse merecedores de todo la reacción al final se convierte en violenta. Ya estaban esperando quizá el milagro más espectacular, pero no era la fe lo que les movía sino esa ensoñación de su orgullo que les hacia creerse merecedores de que allí hiciera muchos milagros, pero no estaban viendo que Jesús estuviera en esa motivación.
Ante su falta de fe autentica, ante el orgullo que inundaba sus corazones para incluso hacerles exigentes en lo que esperaban lograr de Jesús que pudiera incluso levantar el nombre de su pueblo sobre los pueblos vecinos, Jesús les recuerda que en tiempos de Elías cuando el hambre y la miseria azotaba aquella región seria una pagana, una mujer de Sarepta de Sidón la que se vería beneficiada por la acción del profeta; que aunque había muchos leprosos en Israel seria un sirio, luego un gentil, el que se vería beneficiado del poder de Eliseo para curarle de la lepra. Solo donde había fe autentica era donde se manifestaba la acción maravillosa de Dios, y era lo que tenían que despertar en sus corazones.
Pero eso tenemos que aplicárnoslo a nosotros, preguntándonos qué nos quiere trasmitir hoy a nosotros la Palabra de Dios que se nos ha proclamado. No nos vale solo hacer bonitas interpretaciones y explicaciones recordando hechos de la historia de la salvación sino que esos hechos tenemos que traducirlos a situaciones que nosotros vivamos hoy y que nos ayuden a ese necesario despertar de nuestra fe.
Si antes hablábamos del orgullo de los pueblos por sus tradiciones o por su historia, también en este aspecto de lo religioso podríamos encontrar esos orgullos que nos hacen creernos mejores y más santos de cuantos están a nuestro alrededor. Lo tenemos que pensar individualizándolo en la vida de cada uno, pero lo podemos ver también como reflejo de lo que puede estar en la vida de nuestras comunidades cristianas.
Pueblos conocemos que se tienen la fama de ser los más religiosos o más cristianos de una comarca haciendo comparaciones con la forma de vivir o expresar su religiosidad o su cristianismo otros pueblos de alrededor. Ahora que se acerca la semana santa que para muchos se queda en el boato y esplendor de imágenes y procesiones, aquí tendríamos que reflexionar en lo que hondamente hay o no hay en el corazón de quienes hacen gala de esos esplendores y solemnidades donde pronto comenzaremos a hacernos comparaciones entre unas parroquias y otras, entre unas procesiones y otras, entre las diferentes cofradías o hermandades que adornan con todo su boato esas procesiones.
Todo esto nos tendría que dar que pensar, no sea que acaso terminemos con violencias semejantes a como terminó el pueblo de Nazaret contra Jesús al que querían arrojar montaña abajo. Este año con la situación que se está viviendo se van a venir abajo todos esos boatos y todo ese esplendor de unas procesiones que no se podrán hacer. Muchos se sienten mal, parece que el mundo se les viene abajo, pero tendríamos que ver cual será la respuesta auténticamente cristiana que demos a esa situación; cuál va a ser la respuesta en el orden religioso y de la fe que van a dar todos esos a los que se les viene abajo ese esplendor de unas procesiones que como las nuestras no hay ninguna.
¿Habrá un verdadero descubriendo del sentido de la fe, del sentido que tendríamos que darle a todas esas manifestaciones religiosas, para llegar a una vivencia verdaderamente comprometida de nuestra fe?

domingo, 15 de marzo de 2020

Señor, dame de esa agua de vida que tú nos ofreces para plenitud de nuestra ser y no sintamos la tentación de ir a buscarla a otras fuentes



Señor, dame de esa agua de vida que tú nos ofreces para plenitud de nuestra ser y no sintamos la tentación de ir a buscarla a otras fuentes

Éxodo 17, 3-7; Sal 94; Romanos 5, 1-2. 5-8; Juan 4, 5-42
Un pozo de agua junto al camino; unos caminantes que vienen de larga caminata desde Jerusalén; mientras los discípulos se acercan al pueblo vecino a buscar algunas provisiones para comer, Jesús se queda, sin embargo, sentado junto al brocal del pozo esperando. El pozo es hondo, hay agua pero no hay medio de poderla sacar; solo cuando alguien del pueblo venga a buscar agua traerá lo necesario para poderla sacar. Y Jesús está allá esperando. ¿El agua? ¿Los medios para poder sacarla del pozo? ¿O a quien tenga verdadera sed de un agua viva que El nos pueda ofrecer?
Es serio estar sediento junto al agua y no poder beberla para calmar la sed. Como quien estaba junto a aquel pozo de Jacob sin tener con que sacarla. Hoy cuando de esa sed material se trata con los medios que tenemos nos es fácil llevar en nuestra mochila la cantimplora de agua o la conseguimos en cualquier sitio sin necesidad de buscar pozos ni fuentes. Pero bien sabemos que con esta imagen se nos quiere decir mucho más.
Pero es bien significativa la imagen por todo lo que el agua puede significar en la vida de la persona. Es fuente de vida no solo por cuanto nuestro cuerpo la necesita sino que la vemos como fuente también de nuestro espíritu muchas veces sediento sin saber donde encontrar lo que calme esas ansias profundas que la persona lleva dentro de si. ‘Dame de beber’ de alguna manera estamos pidiendo en esas búsquedas interiores, en esos interrogantes que se nos plantean en la vida, en ese deseo de un sentido para lo que hacemos o queremos vivir, cuando vemos también tantas cosas sin sentido a nuestro alrededor, tantas cosas que no nos satisfacen, tantas cosas o situaciones que muchas veces se nos presentan llenas de oscuridad. Las circunstancias de la vida nos llenan tantas veces de turbación y de negruras.
Es el diálogo que escuchamos hoy en el evangelio manifestando Jesús primero esa sed que le hacia pedir agua a la mujer que venía al pozo, pero que nos descubre que quien realmente estaba sedienta era aquella mujer que se veía envuelta también en interrogantes, en preguntas profundas, en sin sentidos de su vida que irá manifestando poco a poco en diálogo con Jesús.
Es un texto que nos manifiesta algo maravilloso porque  nos hace ver cómo Dios quiere hacerse el encontradizo con el hombre, porque realmente es El quien nos busca, aunque nosotros nos creamos que somos los buscadores. ¿Por qué se quedó Jesús junto al pozo y no se fue al pueblo con los discípulos que buscaban qué comer? Lo que buscaba Jesús era aquel encuentro y el corazón de aquella mujer. Era el encuentro que Jesús provocaba antes que los deseos de búsqueda que pudiera haber en aquella mujer. Aunque con las reticencias propias de personas pertenecientes a pueblos diferentes y que de alguna manera se consideraban enemigos, aquella mujer fue abriendo su corazón para comenzar pidiendo ella que le diera del agua que Jesús le ofrecía, y para terminar yendo al pueblo ya como evangelizadora portando la buena noticia de lo que había encontrado en Jesús.
Habían ido apareciendo sus inquietudes, las reticencias que se tenían los judíos y los samaritanos, los problemas de su búsqueda de Dios que no sabia encontrarlo con aquellas luchas y enfrentamientos religiosos que tanto los habían distanciado, como eran también las negruras que pudiera haber en su desordenada vida.
Pero demos el salto para no quedar solo en hechos pasado. En este tercer domingo de cuaresma nosotros también vamos a acercarnos al pozo que nos puede dar el agua viva. Vamos a comenzar sintiéndonos sedientos, reconociendo esa sed que quizá muchas veces queremos disimular y no reconocer pero también en nosotros hay cosas que nos inquietan, nos interrogan por dentro, nos hacen a veces sentirnos como desorientados, desde los problemas que vivimos en el hoy de nuestra vida, desde lo que nos cuesta a veces vivir nuestra fe y hacer que esa fe dé un sentido hondo a nuestra vida, desde las cosas que podemos ver incluso en nuestra iglesia que en ocasiones quizá no nos satisfacen o hasta nos puede escandalizar. Hay ocasiones incluso que nos parece que no sabemos a donde tenemos que ir a buscar el agua que nos dé vida de verdad.
‘Señor, dame de esa agua’, como decía aquello mujer, dame esa agua que tú nos ofreces, la que calma nuestra sed de verdad, la que va a dar un sentido de plenitud a nuestra vida, la que va a ser una luz en medio de tantas oscuridades y confusión, dame de esa agua para que no tenga que ir a buscarla a otros sitios, no sienta la tentación de ir a buscarla en otras fuentes. Tenemos que reconocer que la única fuente de agua viva es la que encontramos en Jesús, en su evangelio. No podemos buscar otros pozos que se nos ofrecen como espejismos en el desierto de la vida, aunque mucha sea la tentación en ocasiones.
No podemos hacer la ascensión a la Pascua que significa el camino cuaresmal que vamos recorriendo si nos falta esa agua que nos llena de aliento y vitalidad. Cuando vamos a subir a la montaña hemos de proveernos del agua que necesitaremos en el camino de subida. Con sinceridad cada día vamos a ir a la fuente de la Palabra de Dios para regar de verdad nuestro corazón y nuestra vida. Es la que va a hacer que resurjan esos nuevos brotes de vida que necesitamos en nosotros para hacer que demos frutos y frutos en abundancia. Así podremos hacer pascua.
En las circunstancias de los acontecimientos que estamos viviendo incluso nos puede parecer que nos va a faltar un alimento cuando no podremos ir en estos días a la celebración de la Eucaristía y poder comulgar el Cuerpo de Cristo. Será quizá un sacrificio y un acicate, pero sabemos que en nuestro corazón no nos va a faltar ese alimento de Dios porque espiritualmente podemos unirnos a El, podemos hacer lo que se llama la comunión espiritual. Así con más hambre y sed de Dios llegaremos a la Pascua y podremos entonces sentir – eso esperamos que podamos hacerlo – toda la alegría del aleluya de la resurrección.