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sábado, 5 de febrero de 2011

Y se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado, la oración


Hebreos, 13, 15-17.20-21;

Sal. 22;

Mc. 6, 30-34

‘Los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado’. Les había enviado de dos en dos con su misma misión y con su mismo poder. Ahora es la vuelta y el reencuentro. ‘Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco…. Y se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado’.

Contemplando este pasaje del evangelio, Jesús y los apóstoles solos, en un lugar tranquilo y apartado, compartiendo todo lo que había pasado, nos entra como un gusanillo por dentro. Jesús y los apóstoles como unos amigos que se reencuentran después de un tiempo separado o después de una tarea. Comentan, comparten, sienten el gozo del reencuentro, el calor del amor y la amistad.

Decía que nos entra un gusanillo por dentro. Nos hubiera gustado estar allí. Nos gustaría quizá compartir así con Jesús, sentirnos a solas con El. Cómo nos hubiera gustado formar parte de aquel grupo. Pero, bueno, ¿y no lo somos? y eso, ¿no lo podemos hacer también? Pensemos un poco, ¿no tiene que ser eso nuestros ratos de oración con Jesús?

Eso es, eso tiene que ser también nuestra oración. Ese tiempo en que nos sentimos en la presencia de Jesús, en la intimidad con Jesús. Lo necesitamos. Tenemos que hacer que sea así. Jesús nos llama a estar también con El, para que le hablemos y para El hablarnos a nosotros; para que compartamos con El lo que es nuestra vida, nuestros deseos, nuestras ilusiones y esperanzas, nuestras preocupaciones; para que nos gocemos de su presencia y de su amor; para que así nos llenemos y sintamos inundados en verdad de su gracia, de su vida, de su fuerza, de su amor; para que nos sintamos inundados de Dios.

Podremos experimentar de verdad lo que hemos rezado en el salmo. ‘El Señor es mi pastor… en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquila, repara mis fuerzas… prepara una mesa ante mí… me unge con perfume… y habitaré en la casa del Señor por días sin término…’

Demasiado vamos a la oración con mucha prisa como para acabar pronto de decir nuestros rezos. Hemos de dejarnos conducir por Jesús ese lugar tranquilo y apartado allá en nuestro interior, poniendo toda nuestra fe, haciendo ese silencio de ruidos que nos distraigan, abriendo de verdad nuestro corazón a Dios. Creo que este pasaje del evangelio que estamos comentando tendría que ayudarnos a revisar nuestra forma de orar. Para que no sea nunca una rutina, para que no sea solamente recitar unos rezos, para que sea en verdad ese abrir nuestro corazón a Dios para sentirle allá en esa intimidad de nuestro ser. Y esto en nuestra oración comunitaria, en nuestras celebraciones, pero con mucha intensidad en nuestra oración personal.

Por eso no podemos comenzar nuestra oración como a bote pronto. Tenemos que prepararnos con un profundo acto de fe y de amor. Fe para reconocer su presencia y para sentir el calor de su amor. Fe y amor porque tenemos que caldear nuestro corazón con esos actos de amor, con esas palabras de amor al Señor, porque eso es realmente el gozarnos de estar con El. Y poco a poco, como Jesús y los apóstoles se iban apartando de todo para ir a ese sitio tranquilo, nos iremos introduciendo en ese misterio de Dios que nos llena y que nos inunda.

Y surgirá así esa oración viva. Surgirán las palabras y las gracias. Saldrán a flote nuestros deseos más profundos y nos pondremos ante el Señor con todo lo que es nuestra vida. Y escucharemos a Dios en el silencio de nuestro corazón. Y podremos salir de su presencia renovados, con nueva vida y con nuevos bríos. Y seguro que no olvidaremos a nadie en la presencia de Dios, porque nos daremos cuenta de cuántos están también ansiosos de Dios y quizá desorientados como ovejas sin pastor.

Busquemos la forma, busquemos tiempo, ese sitio tranquilo y apartado que no tiene que ser necesariamente a un lugar geográfico, sino a una actitud de nuestra vida, para orar profundamente al Señor. Se hará siempre así nuevo nuestro amor.

viernes, 4 de febrero de 2011

El martirio de Juan nos habla de testimonio valiente y de congruencia en la vida


Hebreos, 13, 1-8;

Sal. 26;

Mc. 6, 14-29


‘Como la fama de Jesús se había extendido, el rey Herodes oyó hablar de él’. ¿Quién es este Jesús? ¿quién es este hombre? Se preguntaba Herodes. Las preguntas y posibles respuestas se parecen a lo que un día Jesús preguntara a sus discípulos, como nos cuenta Mateo, y las respuestas que estos le daban. ¿Será un profeta, como los antiguos, que habrá aparecido? ¿será el Mesías anunciado y prometido? ¿será Juan Bautista que ha vuelto a la vida? ‘Herodes, al oírlo, decía: es Juan, a quien yo decapité, que ha resucitado’.

Esto motiva al evangelista a narrarnos el martirio de Juan y a establecer de nuevo una estrecha relación entre Juan y Jesús, entre el que había sido el precursor y el Mesías Salvador; de alguna manera a corroborar con el testimonio del Bautista hasta derramar su sangre y dar su vida en fidelidad a la verdad y al bien, y la entrega de Jesús para conducirnos a la verdad de la vida eterna y verdadera. Cuánto nos puede enseñar.

Ya hemos escuchado el evangelio y conocemos los detalles. Muchas veces habremos reflexionado sobre el. Juan en la cárcel encandenado por denunciar la vida corrupta del rey Herodes. Al mismo tiempo una incongruencia: ‘Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre honrado y santo, y lo defendía’, pero lo tenía en la cárcel, terminaría decapitándolo dejándose arrastrar por las insidias de Herodías. Ya vemos cómo los respetos humanos y las alegres promesas de momentos de euforia, le llevan a claudicar y mandarlo a decapitar. El mal que aparentemente parece que vence sobre el bien, porque el odio de una persona lleva a la muerte al Bautista. El odio, la incongruencia, la cobardía…

Pero la sangre derramada no será inútil e infructuosa, porque es un testimonio, es un testigoPublicar entrada que nos despierta para el bien. Es la sangre de la fidelidad como lo será a lo largo de la historia la sangre de tantos mártires que por la fe y por la verdad han entregado su vida. Es un anuncio también del camino de Jesús que le llevaría hasta la cruz.

Creo que tiene que hacernos pensar. Nos daría para muchas reflexiones. Nos tiene que animar mucho en nuestra fe y en el testimonio que de ella tenemos que dar en todo momento aunque sea costoso. Porque además en el fondo nos está hablando de un triunfo final. Nos podrá ser doloroso ese testimonio de nuestra fe que tenemos que dar, pero con Cristo tenemos asegurada la victoria, porque para eso El nos da su Espíritu, como tantas veces hemos reflexionado.

Pero esas incongruencias de Herodes también nos hacen pensar en esas incongruencias que muchas veces tenemos en nuestra vida. Cuando sabemos el bien que tenemos que hacer, pero no lo hacemos; el testimonio que tendríamos que dar de nuestra fe, y nos echamos atrás; ese mal que tendríamos que evitar, pero que sin embargo nos dejamos arrastrar.

¿Debilidad? ¿cobardía? ¿respeto humano? ¿miedo al qué dirán? ¿falta de decisión? ¿tentaciones que no dominamos? Muchas cosas se nos atraviesan en el alma tantas veces y no hacemos lo que tendríamos que hacer. Y eso nos pasa en muchas situaciones de la vida. Nos decimos cristianos, seguidores de Jesús pero luego no comportamos en consecuencia con esa fe que decimos que tenemos. Y las consecuencias de esa fe pasan por el camino del amor, y ya sabemos cuánto nos cuesta a veces.

Pidámosle al Señor que nos dé valentía y fortaleza para dar en todo momento ese testimonio cristiano de nuestra fe. Que no nos dejemos enturbiar por esos miedos o cobardías, sino que siempre brillemos con esa luz de nuestra fe y de nuestro amor. Tenemos que ser unos testigos que demos testimonio valiente de Jesús por todas las obras buenas que realicemos. Congruencia de una fe manifestada en la vida y con las obras.

jueves, 3 de febrero de 2011

Generosidad, disponibilidad, libertad de todo apego porque nuestra fuerza es el Señor


Hebreos, 12, 18-19.21-24;

Sal. 47;

Mc. 6, 7-13

Un nuevo aspecto podemos encontrar hoy en el texto del evangelio de la acción salvadora de Jesús. Hasta ahora le hemos visto a El recorriendo caminos y pueblos de Galilea y Palestina anunciando el Reino, curando de todo tipo de mal. Ha escogido un grupo de discípulos que le siguen más de cerca y le acompañan por todas partes. Ahora El quiere prolongar su acción misionera y salvadora a través de sus discípulos.

‘Llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos’. Jesús envía a sus discípulos, a los que ahora llamará apóstoles con su misma misión y para que realicen las mismas obras que El realizaba. Anunciar la Buena Nueva y curar enfermos, liberar a los que sufrían de todo mal. La misma obra de Jesús. Es la misión y el envío de los Apóstoles.

A alguien le podría parecer extraño las recomendaciones que hace Jesús en su envío. Sólo les pide que lleven un bastón para el camino y unas sandalias, pero nada más. ‘Ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja… ni una túnica de repuesto’.

¿Qué significarán esas recomendaciones que les hace y esa pobreza con que han de ir? Decimos es la misma obra y misión de Jesús; ha de ser, entonces, la misma manera de actuar de Jesús. Es el desprendimiento total que evita apegos o deseos de poder, como en otros momentos recomendará. Como caminaba Jesús. Recordamos que no hubo ni sitio en la posada para su nacimiento. ‘El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza’, le dijo en una ocasión a alguien que quería seguirle.

No podemos buscar seguridades humanas. Nosotros que cuando emprendemos cualquier tarea queremos tenerlo todo previsto y los medios necesarios para poder realizarlo. Pero la obra evangelizadora no se apoya en medios o fuerzas humanas. Algunas veces en nuestra tarea evangelizadora olvidamos estas recomendaciones del Señor. ¿Nos faltará a los apóstoles una profunda identificación con el Señor para llegar a tener su mismo desprendimiento y su misma generosidad? Nuestro apoyo y nuestra fuerza tiene que ser el Señor.

Cuando reflexionaba sobre este texto en primer lugar para mí mismo y también en cómo comentarlo con ustedes, me surgió una conversación con un amigo misionero en Colombia que me hablaba de la escasés de medios con la que tenía que realizar su trabajo apostólico; cómo dependía por una parte principalmente de la generosidad y acogida de las gentes a las que visitaba en las veredas de su extenso territorio misionero para poder llegar hasta ellos y compartir con ellos lo poco que podían ofrecerle, y de las ayudas que desde acá en ocasiones recibía para poder tener lo indispensable para su tarea.

Como nos dice hoy Jesús ‘Quedáos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio… comed lo que os pongan’, que nos dice en otro texto paralelo. Nos podrán recibir y acoger o podrán hacernos el vacío. No hemos de temer porque la confianza la tenemos puesta en el Señor. Mucho nos enseña para esa generosidad de nuestro corazón, para esa disponibilidad que hemos de tener en nuestra vida para seguir al Señor.

‘Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a los enfermos y los curaban’. Es la tarea de la Iglesia, que en tantos apóstoles, en tantos misioneros, sacerdotes, religiosos y religiosas, en tantas personas comprometidas con su fe se sigue haciendo hoy. Que el Señor nos dé generosidad. Y pidamos para que la Iglesia pueda seguir realizando la obra de Jesús con esa misma libertad interior.

miércoles, 2 de febrero de 2011

La presentación en el templo un anuncio de Pascua


Mal. 3, 1-4;

Sal. 23;

Hebreos, 2, 14-18;

Lc. 2, 22-40

La celebración litúrgica de este día tiene aún rememoraciones de la Navidad, pero de alguna manera puede ser anticipo y anuncio de Pascua; nos recuerda ofrendas y sacrificios de acción de gracias como los ofrecidos en el templo de jerusalén con motivo del nacimiento de todo primogénito varón que había de ser consagrado al Señor, pero nos está adelantando lo que va a ser el sacrificio definitivo del Cordero Pascual.

Por otra parte nos aparece la figura de María a la que se le está anunciando la Pascua desde el propio nacimiento de su hijo, y que para nosotros los canarios tiene un significado especial esa presencia de María porque a ella la contemplamos en todo lo que ha representado y seguirá representando su figura de Candelaria, de portadora de la luz para nuestra tierra y nuestra fe.

La liturgia de este día que ya ha tenido un significativo inicio con la bendición de las candelas y esa procesión luminosa hasta el altar al encuentro del que viene como luz de las naciones, nos ofrece por otra parte un salmo en medio de la proclamación de la Palabra con ciertos aires de triunfo y de gloria. ‘¡Portones, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria! ¿quién es ese Rey de la gloria?’

Si hubieran sido conscientes los sacerdotes y levitas del templo, como lo fueron el anciano Simeón y la profetisa Ana, de quién era aquel niño que en brazos de José y María era presentado al Señor con la ofrenda de los pobres, un par de tórtolas o dos pichones, hubieran mandado a llamar a todos los cantores del templo de Jerusalén y hubieran convocado al pueblo para aclamarle con este salmo de triunfo.

Aquel niño no era solamente el hijo de aquellos galileos pobres que ahora venían al templo como mandaba la ley de Moisés para hacer la presentación y la ofrenda sino que aquel niño era en verdad el Señor al que había que aclamar y recibir. Era el que había anunciado el profeta. ‘De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscais, el mensajero de la Alianza que vosotros deseáis: miradlo entrar’. Los angeles en su nacimiento así lo habían anunciado a los pastores, ‘en la ciudad de David os ha nacido un salvador, es el Mesías, es el Señor’. Claro que tenemos que cantar con el Salmo: ‘Que se alcen las antiguas compuertas, va a entrar el Rey de la gloria’

Pero allí estaba sí aquel niño primogénito por quien se iba a pagar la ofrenda de los pobres, pero que en verdad era el Cordero que se iba a inmolar y que un día sería señalado como el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Era el Sacerdote, el Pontífice, pero era también la Víctima que se iba a ofrecer, como Cordero inmaculado del que eran signos aquellos corderos que cada pascua se inmolaban y se comían. Este si que es el verdadero Cordero, que se inmola, que nos quita el pecado, pero que además se nos da en comida cuando se nos da en la Eucaristía.

Por eso decía que tiene esta celebración rememoraciones de la navidad, pero tiene también esa connotación pascual, porque además así se estará anunciando a María profeticamente por aquel anciano Simeón. Anciano que recogía en sí lo que eran todas las esperanzas de Israel, el deseo profundo de todos los corazones que quieren sentir a Dios, vivir su salvación. ‘Hombre honrado y piadoso que aguardaba el Consuelo de Israel y en quien moraba el Espíritu Santo’.

Hombre de fe y de esperanza firme que confiaba poder ver un día con sus ojos al Salvador porque así se lo había revelado el Espíritu en lo hondo de su corazón. Allí estaba siendo testigo, el más cualificado lleno como estaba del Espíritu del Señor, de la entrada del ‘mensajero de la Alianza’, de aquel en cuya sangre se iba a realizar la Alianza nueva y eterna, la Alianza definitiva.

El sería el que anunciaría a María la Pascua. ‘Mira: Este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida; así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma’. María feliz y dichosa por ser la Madre del Señor, feliz y dichosa por su fe y porque ha plantado como nadie la Palabra de Dios en su corazón se convertirá en Madre dolorosa, porque si ahora está con su hijo haciendo esta primera ofrenda al Padre - ¿estará diciendo Jesús lo que nos dice la carta a los Hebreos, ‘aquí estoy, oh, Padre, para hacer tu voluntad’? –; pero María estará también en el momento supremo de la Pascua, en el momento de la ofrenda definitiva de la Sangre de la Nueva Alianza en el Altar de la Cruz junto a su Hijo, el Pontífice y Sacerdote, pero junto a su Hijo que es también la Víctima, Cordero Inmaculado que se ofrece al Padre.

Y a María la contemplamos hoy conduciéndonos a Jesús. En sus manos está la luz, porque en sus manos está Jesús. Con su Si hizo posible la encarnación del Verbo de Dios en sus entrañas y que el Enmanuel estuviera con nosotros. En sus manos está la luz porque ella siempre nos lleva hasta Jesús para que en El encontremos la Palabra de vida y nos llenemos de su salvación.

Bendita imagen de María de Candelaria presente en nuestras tierras canarias incluso antes de que llegaran los primeros misioneros a anunciarnos la Buena Nueva de la Salvación, el Evangelio de Jesús. María con la luz en sus manos fue la primera misionera en estas tierras porque hacía mirar a lo alto para que viendo en ella la Madre del Sol, pudiera un día contemplar a quien era el verdadero sol, la verdadera luz de nuestra salvación. Así esa imagen bendita de María fue la primera misionera, la que preparó los caminos cual precursora para que un día pudiéramos conocer, seguir y amar a Jesús.

Así ha estado María siempre presente entre nosotros y así surge esa devoción filial a la Madre que nos cuida y nos protege y nos alcanza la gracia salvadora del Señor para nosotros. Es la Madre más hermosa que tenemos y a quien amamos desde lo más profundo de nuestro corazón porque es la Madre del Señor y porque es nuestra Madre. Que no se enturbie ni se difumine nunca esa presencia de María de Candelaria en medio de nuestro pueblo, que no la desterremos nunca de nuestro corazón. Tenemos que cuidar mucho nuestra devoción a María, purificándola quizá de muchas impurezas y confusiones, y manteniendo lo más puro posible nuestro amor a María.

Que nos dejemos iluminar por su luz que no es otra que la de Cristo. Hemos comenzado hoy con la liturgia en esa procesión de entrada con nuestras luces encendidas porque queremos que así el Señor nos encuentre cuando venga a nosotros porque mantengamos encendida nuestra fe, porque en verdad resplandezcamos siempre por nuestras obras de amor, y así nos haga pasar al Banquete eterno de su gloria, al Banquete del Reino de los Cielos; podamos ser presentados ante el Señor con el alma limpia, como pedíamos en la oración litúrgica.

Que María nos ayude a mantenernos en esa fe, en ese amor y en esa santidad.

Se celebra también la jornada de la vida consagrada

martes, 1 de febrero de 2011

Ven, pon tu mano sobre mí, para que sane y tenga vida


Hebreos, 12, 1-4;

Sal. 21;

Mc. 5, 21-43

Este texto del evangelio está todo él lleno de gestos humanos. Todo el evangelio está cargado de humanidad ya en fin de cuentas Dios ha querido hacerse hombre, acercándose al hombre y haciéndose hombre, para así hacernos llegar su salvación. Así en esa cercanía, de Dios al hombre, y al mismo tiempo acercándose el hombre a Dios vivimos su gracia y su salvación.

Llega Jesús de nuevo a Cafarnaún y se le acerca un hombre, ‘Jairo, el jefe de la sinagoga, y se echó a sus pies’. Tiene una hija enferma y es a Jesús a quien acude. ‘Mi hija está en las últimas; ven, pon tu mano sobre ella, para que se cure y viva’. Primer gesto por parte de Jairo, pero gesto que le pide a Jesús ‘pon tu mano sobre ella’. Y Jesús se va con él. Había fe en aquel hombre, aunque luego Jesús tenga que decirle que se mantenga firme en esa fe. ‘No temas, basta que tengas fe’, le dirá Jesús.

Un nuevo gesto. Una mujer viene y toca el manto de Jesús. ‘Padecía de flujos de sangre desde hacía años… oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido curaría…’ Se acerca a Jesús y siente la necesidad de extender su mano y al menos tocarle el manto. Jesús querrá saber quien le ha tocado, aunque los discípulos le digan ‘ves cómo te apretuja la gente y preguntas ¿quién me ha tocado?’ Es la mujer la que quiere sentir la cercanía de Jesús, pero es toda la gente la que rodea a Jesús mientras va caminando a casa de Jairo, y todos también quieren estar cerca de El.

Pero aquella mujer tocó el manto de Jesús y se ha curado. Como Jesús le dirá cuando por fin la mujer temblorosa se acerque de nuevo a Jesús echándose a sus pies y confesando lo que ha hecho, ‘hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud’. Se ha curado, la gracia de Dios se ha derramado sobre ella, en Jesús encontrará la paz para su corazón.

Finalmente llegarán a la casa a pesar de los avisos de que la niña ha muerto, del alboroto y de los lloros de los que se lamentaban a gritos. Jesús está en medio de todos aquellos que sufren. Sigue alentado la fe y la esperaza. ‘¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La niña no está muerta, está dormida’. Aunque la gente no lo entiende. En otra ocasión hablará también del sueño haciendo referencia a la muerte, cuando anuncia a sus discípulos la muerte de Lázaro de Betania.

Jesús se abre paso y ‘con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes – otro evangelista nos dirá que son Pedro, Santiago y Juan – entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: Contigo hablo, niña, levántate’. El gesto de Jesús de llegar hasta donde estaba la niña y tomarla de la mano. De nuevo vemos la cercanía de Jesús. Les dirá incluso que le den de comer.

Así llega el Señor a nuestra vida, directamente, de una forma personal a cada uno de nosotros. Así tenemos nosotros que disponernos a acoger y recibir al Señor y su salvación. Es nuestra fe personal, aunque es cierto que la vivimos en comunión con los hermanos, en comunidad, en Iglesia. Pero hemos de poner ese aspecto personal de querer encontrarnos con el Señor, de querer escuchar allá en lo más hondo de nosotros mismos su Palabra. Es esa oración que aunque hagamos comunitariamente la tenemos que hacer muy viva y que salga de verdad de nuestro corazón.

Tenemos que sentir directamente sobre nosotros esa mano del Señor, esa gracia de Dios. No es algo abstracto, algo que vivamos como fuera de nosotros mismos, sino algo que tiene que salir de lo más hondo de nosotros. Esa oración litúrgica, por ejemplo, que tiene sus fórmulas y su manera de expresarse, tiene que tener en cada uno de nosotros ese, llamémosle así, toque personal, hacerla personal, hacerla nuestra, y que quizá en la voz del Sacerdote que la pronuncia, tiene que estar el corazón personal de cada uno de nosotros que con esa oración ora al Señor. Que no nos falte la fe.

lunes, 31 de enero de 2011

¿También rechazamos o nos oponemos a la acción salvadora de Jesús?


Hebreos, 11. 32-40;

Sal. 30;

Mc. 5, 1-20

Como escuchamos el pasado sábado Jesús había marchado a la otra orilla con los discípulos. Ya recordamos las incidencias del huracán que se desató en el lago y el milagro de Jesús. Ahora llega a tierras que quedan fuera en cierto modo de la influencia de los judios, ‘la región de los Gerasenos’, como dice el evangelista.

Aquí se va a manifestar también el poder de Jesús y podríamos decir en cierto modo el sentido de su misión. Es nuestro Salvador y Redentor, el que nos viene a liberar de todo mal, nos quiere arrancar de la muerte del pecado para darnos una vida nueva. Lo que aquí sucede nos lo ayuda a comprender pero también lo que es la realidad de nuestra vida de pecado, de la que nos cuesta arrancarnos; en cierto modo, dejándonos arrastrar por la tentación del maligno, como que rechazamos o nos oponemos a la acción salvadora de Jesús.

Cuántas veces nos hacemos oídos sordos a la llamada de la gracia; cuántas veces aunque sabemos que hacemos mal nos empecinamos en él y no queremos reconocer ese error de nuestra vida. Algo así se nos manifiesta en todo ese episodio que nos narra el evangelio.

‘Apenas desembarcó, le salió al encuentro un hombre poseído de espíritu inmundo’. El evangelista nos da muchos detalles y circunstancias de lo que sucedía a aquel hombre poseído por el espíritu del maligno. ‘Viendo de lejos a Jesús se echó a correr, se postró ante El y gritó a voz en cuello: ¿Qué tienes que ver conmigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo?... no me atormentes’. Reconoce a Jesús y reconoce lo que Jesús quiere hacer con él. Jesús estaba queriendo expulsar aquel espíritu maligno de aquel hombre. Pero habia un rechazo, no quería, y al final le pide que lo arroje a la piara de cerdos que se despeñarán roca abajo sobre el lago.

Pero el episodio no termina aquí, porque viniendo las gentes de aquel lugar, al enterarse de lo que había pasado al endemoniado y a los cerdos, le van a pedir a Jesús que se marche de aquel sitio. No quieren la presencia de Jesús.

Creo que todo ello es buena imagen de lo que nos pasa tantas veces, como ya decíamos. Allí estaba la Palabra de vida y de salvación y aquellas gentes no quieren oírla, rehúsan esa salvación porque no quieren que Jesús se quede con ellos. ¿Quizá la presencia de Jesús había trastocado sus planes o sus negocios? Si había aquellas piaras de cerdos era señal de que a eso a lo que se dedicaban los habitantes de aquel lugar; pero con lo sucedido habían tenido pérdidas en sus negocios y ganancias. ¿Qué era en verdad lo importante para aquellas gentes?

¿Qué es lo importante en nuestra vida? También en muchas ocasiones sucede que no queremos que la religión, los principios morales puedan afectar a nuestra vida o a nuestros negocios. Los olvidamos o los queremos olvidar, porque como decimos tantas veces las ganancias son las ganancias. Me viene a la mente aquella otra frase de Jesús en el evangelio ‘¿De que le vale a un hombre ganar el mundo entero si pierde su alma, si pierde la vida que en verdad es importante?’ Por eso algunas veces no queremos dejarnos conducir por la gracia del Señor, no queremos escuchar de verdad su palabra; tantos que se alejan de una vida religiosa y cristiana por no esforzarse por hacer un buen ordenamiento moral de su vida.

Aquel hombre curado quiere irse con Jesús, pero Jesús no se lo permitió. ‘Vete a casa con los tuyos y anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo por su misericordia. Y el hombre se marchó y empezó a proclamar por la Decápolis lo que Jesús había hecho con él’. Sería en cierto modo un apóstol de Jesús. como nosotros tenemos que serlo también contando y comunicando a los demás cuántas maravillas hace el Señor en nosotros.

domingo, 30 de enero de 2011

Las bienaventuranzas, un mensaje de esperanzas entonces y hoy


Sof. 2, 3; 3, 12-13;

Sal. 145;

1Cor. 1, 26-31;

Mt. 5, 1-12

Hasta ahora en estos primeros domingos del tiempo ordinario que nos han ido presentando a Jesús en sus primeros momentos de su vida pública casi no hemos oído hablar a Jesús. Invitaba a la conversión porque llegaba el Reino de Dios; el evangelista nos decía que iba por las sinagogas enseñando y ha llamado a seguirle a los primeros discípulos, ‘venid conmigo y os haré pescadores de hombres’, pero pocas son las palabras que le hemos escuchado hablándonos en concreto del Reino de Dios anunciado y cuya aceptación requería la conversión.

¿En que consistía el Reino de Dios que anunciaba? El evangelista Mateo nos dice hoy: ‘Al ver Jesús el gentío subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos y El se puso a hablar enseñándoles…’ Es el llamado sermón del monte que viene a ser como un compendio de todo el mensaje de Jesús. El escenario, por decirlo de alguna manera, nos recuerda a Moisés también en lo alto del monte, para traer las tablas de la ley del Señor. Sentado como un maestro enseña a sus discípulos dándoles las características de ese Reino de Dios anunciado y que llegaba. Nos dice cuáles han de ser nuestras actitudes y valores, cuál ha de ser el estilo de vida y comenzará haciéndonos el anuncio gozoso de las bienaventuranzas. Tendremos oportunidad este año, en los domingos que nos restan hasta que llegue la Cuaresma, de escuchar prácticamente entero el sermón del monte.

Comienza, decíamos, haciendo el anuncio gozoso de las bienaventuranzas. Palabras de dicha y de gozo, palabras que suscitan esperanza, palabras que nos hacen levantar la mirada hacia una vida nueva. Porque nos anuncia dicha y felicidad, - ¿quién no quiere ser dichoso y feliz? -; porque para todos aquellos que tienen inquietud en el corazón se les abre una puerta que los conduce a una dicha de plenitud; porque para los que se sienten atormentados por el dolor o la pobreza se les promete consuelo y esperanza de algo nuevo; porque nos abren un camino que nos lleva a la plenitud de un Dios que nos mira como hijos y que colmará todas nuestras más hondas esperanzas; porque nos dice que es posible la luz de la dicha y la felicidad a pesar de las negruras de nuestros sufrimientos.

¿Quiénes son los que escuchan a Jesús aquel día? ¿a quiénes dirige su mensaje? Ya conocemos la situación del pueblo por lo que vemos en el resto del evangelio. Son los pobres y los humildes; los enfermos y los que sufren por tantas causas; los que sienten arder su corazón en el deseo de algo nuevo; los que están ansiosos de paz y de misericordia porque sienten que les duele el corazon por la violencia o el mal que han dejado meter en él, pero los que también la desean y la buscan para los demás; los que quieren caminar con rectitud, pero que se les hace difícil por el ambiente perturbado por el mal que los rodea; los que algunas veces son incomprendidos y, como un anuncio profético de lo que van a padecer sus discípulos, son perseguidos a causa de la verdad y la justicia.

Pobres, enfermos aquejados de diversos males – las listas que nos ofrecen los evangelistas son bien largas -, muchos marginados a causa quizá de su propio mal – recordemos los leprosos o cualquier discapacitado encerrado en su soledad sin que nadie le tuviera en cuenta -, la gente sencilla y humilde de Galilea, pero también los que han venido de lejos. En medio o al margen, como queramos mirarlos, tantos otros que sólo quieren mirar desde la distancia como si aquello no fuera para ellos, porque se sienten justos y se sitúan por encima de los demás. Sus esperanzas, si las tienen, van por otro camino porque son otras las satisfacciones que buscan, aunque para ellos es también este mensaje de Jesús. Es un variopinto panaroma el que ofrecen todos aquellos que al pie del monte le escuchan.

Pero quizá no sólo tengamos que preguntar por quienes entonces le escucharon, sino por quienes hoy le escuchamos y a quien nos dirige hoy también su mensaje. Mirémonos a nosotros y veamos o seamos conscientes de nuestra propia realidad. ¿En qué lado nos ponemos de toda esa variopinta gama de personas que vinieron a escuchar a Jesús entonces? Seamos de verdad de aquellos a quienes nos llena de esperanza el mensaje de Jesús a pesar, o por eso mismo, de que nos veamos abrumados por tantas cosas que quizá nos hagan sufrir.

No vengamos hasta Jesús con un corazón saciado y complacido en sí mismo; no nos pongamos a analizar las palabras de Jesús como quien mira desde la distancia, sino vayamos con un corazón pobre y humilde, siendo conscientes de nuestras carencias y de tantas cosas que nos hacen que nos duela el alma; sintamos primero que nada que necesitamos esa misericordia y compasión porque somos los primeros pecadores, pero que eso nos haga tener también un corazón sensible y delicado para compadecer y para perdonar, para consolar y buscar simpre primero el bien del otro; que el ansia que sintamos en el corazón no sea por la posesión de cosas sino la búsqueda del bien y de la verdad, de la paz y de la justicia para todos, aunque eso nos haga sufrir o eso tenga consecuencias para nuestra vida. Es Jesús el que nos saciará plenamente, el que nos hará alcanzar misericordia, el que nos llenará de Dios para verle y poder ser sus hijos. ‘Verán a Dios… se llamarán hijos de Dios… de ellos es el Reino de los cielos’.

Sólo así podremos sentir el consuelo que Jesús nos ofrece a nuestras lágrimas y sufrimientos; sólo con ese corazón limpio seremos capaces de conocer y de ver a Dios que se nos manifiesta y llega a nuestra vida; sólo así seremos dignos del Reino de los cielos que Jesús nos promete y es como alcanzaremos la plenitud que nos anuncia; sólo así podremos aspirar a esa recompensa eterna, esa herencia eterna que nos promete, porque sabemos que sólo allí junto a El, en el reino de los cielos podremos alcanzar esa vida y esa dicha sin fin.

Para nosotros es también el mensaje de Jesús. Para nosotros es esa dicha y felicidad que nos promete. También nuestro corazón tiene que llenarse de esperanza cuando oímos a Jesús. Escuchémosle con sinceridad de corazón, con espíritu abierto, con humildad y con muchos deseos de conocer a Dios y todo el misterio que Jesús nos revela. ‘Buscad al Señor los humildes… buscad la justicia… dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor’, nos decía el profeta Sofonías.

Dejémonos soprender por el mensaje de Jesús y no caigamos en la rutina de los que ya todo se lo saben. Escuchemos su mensaje como si fuera la primera vez que se nos proclamara. Además no es un mensaje para escucharlo una vez y luego pasar página para ir a otra cosa. Es un mensaje que tendremos que rumiar con calma una y otra vez en lo hondo de nosotros mismos y cada día descubriremos algo nuevo, un paso más que dar, una actitud nueva que poner en el corazón. Repasemos de nuevo sin cansarnos ese maravilloso texto de las bienaventuranzas.

Por algo cuando comenzó su predicación a lo primero que nos invitaba era a la conversión y a creer en El. Si lo hacemos así se nos moverá y conmoverá de verdad el corazón, tendremos deseos de seguirle, surgirá ese compromiso entonces de luchar por ese mundo nuevo que llamamos Reino de Dios.