Hebreos, 13, 15-17.20-21;
Sal. 22;
Mc. 6, 30-34
‘Los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado’. Les había enviado de dos en dos con su misma misión y con su mismo poder. Ahora es la vuelta y el reencuentro. ‘Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco…. Y se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado’.
Contemplando este pasaje del evangelio, Jesús y los apóstoles solos, en un lugar tranquilo y apartado, compartiendo todo lo que había pasado, nos entra como un gusanillo por dentro. Jesús y los apóstoles como unos amigos que se reencuentran después de un tiempo separado o después de una tarea. Comentan, comparten, sienten el gozo del reencuentro, el calor del amor y la amistad.
Decía que nos entra un gusanillo por dentro. Nos hubiera gustado estar allí. Nos gustaría quizá compartir así con Jesús, sentirnos a solas con El. Cómo nos hubiera gustado formar parte de aquel grupo. Pero, bueno, ¿y no lo somos? y eso, ¿no lo podemos hacer también? Pensemos un poco, ¿no tiene que ser eso nuestros ratos de oración con Jesús?
Eso es, eso tiene que ser también nuestra oración. Ese tiempo en que nos sentimos en la presencia de Jesús, en la intimidad con Jesús. Lo necesitamos. Tenemos que hacer que sea así. Jesús nos llama a estar también con El, para que le hablemos y para El hablarnos a nosotros; para que compartamos con El lo que es nuestra vida, nuestros deseos, nuestras ilusiones y esperanzas, nuestras preocupaciones; para que nos gocemos de su presencia y de su amor; para que así nos llenemos y sintamos inundados en verdad de su gracia, de su vida, de su fuerza, de su amor; para que nos sintamos inundados de Dios.
Podremos experimentar de verdad lo que hemos rezado en el salmo. ‘El Señor es mi pastor… en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquila, repara mis fuerzas… prepara una mesa ante mí… me unge con perfume… y habitaré en la casa del Señor por días sin término…’
Demasiado vamos a la oración con mucha prisa como para acabar pronto de decir nuestros rezos. Hemos de dejarnos conducir por Jesús ese lugar tranquilo y apartado allá en nuestro interior, poniendo toda nuestra fe, haciendo ese silencio de ruidos que nos distraigan, abriendo de verdad nuestro corazón a Dios. Creo que este pasaje del evangelio que estamos comentando tendría que ayudarnos a revisar nuestra forma de orar. Para que no sea nunca una rutina, para que no sea solamente recitar unos rezos, para que sea en verdad ese abrir nuestro corazón a Dios para sentirle allá en esa intimidad de nuestro ser. Y esto en nuestra oración comunitaria, en nuestras celebraciones, pero con mucha intensidad en nuestra oración personal.
Por eso no podemos comenzar nuestra oración como a bote pronto. Tenemos que prepararnos con un profundo acto de fe y de amor. Fe para reconocer su presencia y para sentir el calor de su amor. Fe y amor porque tenemos que caldear nuestro corazón con esos actos de amor, con esas palabras de amor al Señor, porque eso es realmente el gozarnos de estar con El. Y poco a poco, como Jesús y los apóstoles se iban apartando de todo para ir a ese sitio tranquilo, nos iremos introduciendo en ese misterio de Dios que nos llena y que nos inunda.
Y surgirá así esa oración viva. Surgirán las palabras y las gracias. Saldrán a flote nuestros deseos más profundos y nos pondremos ante el Señor con todo lo que es nuestra vida. Y escucharemos a Dios en el silencio de nuestro corazón. Y podremos salir de su presencia renovados, con nueva vida y con nuevos bríos. Y seguro que no olvidaremos a nadie en la presencia de Dios, porque nos daremos cuenta de cuántos están también ansiosos de Dios y quizá desorientados como ovejas sin pastor.
Busquemos la forma, busquemos tiempo, ese sitio tranquilo y apartado que no tiene que ser necesariamente a un lugar geográfico, sino a una actitud de nuestra vida, para orar profundamente al Señor. Se hará siempre así nuevo nuestro amor.