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sábado, 31 de enero de 2009

¿No te importa que nos hundamos?

Hebreos, 11, 1-2. 8-19

Sal.: Lc. 1, 69-75

Mc. 4, 35-40

‘Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?’ Fue el grito y la súplica de los discípulos en medio de la tormenta desatada en lago mientras lo atravesaban a la otra orilla. Decir que normalmente el lago de Galilea suele estar en calma; sin embargo, dada la depresión en la que se encuentra al principio del valle del Jordán y con la cercanía de las altas montañas del Hermón, en ocasiones se levantan estas fuertes tormentas. La barca estaba a punto de zozobrar. Y Jesús ‘estaba a popa, dormido sobre un almohadón’.

Es significativo este hecho. Jesús estaba allí y ellos tenían miedo. Es el grito desgarrador que muchas veces surge también de nuestro interior, que surge del corazón de tantos que se ven solos, o les parece estar solos, cuando se tienen que enfrentar a las tormentas de la vida que nos zarandean.

Pienso en la súplica dolorida de un padre que en la crisis económica en que vivimos se ve sin tener para llegar a fin de mes y poder dar de comer a sus hijos. Pienso en el padre o madre que ve morir a su hijo víctima de la droga quizá, o de un accidente o de una cruel enfermedad. Pienso en quien de repente se ve despojado de todo, porque las cosas no le han salido, los problemas de todo tipo lo agobian y ya no sabe por donde salir. O pienso en esos problemas personales que nos pueden surgir en el corazón cuando deseamos algo, queremos tomar un camino, la convivencia con los demás se nos hace difícil, y todo se nos vuelve oscuro. ¿Dónde estás, Señor? ¿Por qué me has dejado sólo. Ya no me escuchas…

Pero el Señor está ahí. Y si supiéramos ver que esta ahí, a nuestro lado, aunque nos parezca que duerma o no nos escuche, seguramente volverá la calma y la paz a nuestro corazón. ‘Jesús se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: Silencio, cállate. Y el viento cesó y vino una gran calma’. No era sólo la calma del viento que había cesado, sino la paz que se siente con la presencia de Jesús.

Pero está el reproche de Cristo: ‘¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?’ Nos hace falta despertar nuestra fe. Tener la confianza y la seguridad de que El está ahí y nada nos puede faltar.

La Carta a los Hebreos que venimos leyendo nos habla del ejemplo de la fe de Abrahán, de Jacob, de Isaac, incluso de Sara. ‘La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve’, nos decía el autor sagrado. Y ayer escuchamos que ‘el justo vivirá de fe… y somos hombres de fe para salvar el alma’.

‘Por fe obedeció Abrahán y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber adónde iba…’ Fue grande la fe de Abrahán para ponerse en camino, para creer en la promesa de Dios, para aceptar el camino duro del sacrificio que se le pedía. Es nuestro modelo y ejemplo. Es la fe que tenemos que despertar en nuestro corazón, que tiene que envolver nuestra vida, que tiene que motivar toda nuestra esperanza, que nos dará fuerzas para caminar aunque el camino se nos vuelva duro y áspero.

El Señor es fiel a su promesa. Y nos prometió que estaría con nosotros hasta el final de los tiempos. Prometió darnos su Espíritu y lo ha derramado en nuestros corazones. Y no es el Señor el que está dormido sobre un almohadón, sino que somos nosotros quizá los que nos dormimos sobre el almohadón de la desconfianza, de la rutina, de la frialdad, de la indiferencia y por eso zozobramos en tantas ocasiones. Esos embates de las tormentas quizá el Señor los permita para que despertemos de nuestra inconsciencia. Que se avive y se despierte nuestra fe.

viernes, 30 de enero de 2009

Somos hombres de fe para salvar el alma

Hebreos, 10, 32-39

Sal. 36

Mc. 4, 26-34

‘El Señor es quien salva a los justos, El es su alcázar en el peligro; el Señor los protege y los libra, los libra de los malvados y los salva, porque se acogen a El’. Era nuestra oración, nuestra meditación con el salmo tras la escucha de la lectura de la carta a los Hebreos. Dios es nuestra fortaleza y nuestra salvación. A El nos acogemos, en El confiamos, en sus manos nos ponemos. Es nuestro alcázar, nuestro refugio.

La Carta a los Hebreos que estamos escuchando en estos días fue escrita en momentos que ya eran difíciles para los cristianos. Momentos de persecución. Escrita casi a finales del siglo primero habían comenzado las persecuciones romanas, aunque ya desde Jerusalén en los primeros años encontraron oposición y persecución. Por eso el autor sagrado quiere animar y dar esperanza en los momentos difíciles por los que están pasando.

‘Recordad aquellos primeros días, cuando recién iluminados, soportasteis múltiples combates y sufrimientos…’ Una primera palabra para explicar que sentido tiene esa expresión, ‘iluminados’. Era una forma de referirse a los que habían sido bautizados. Será empleada también posteriormente por los Santos Padres en sus catequesis. El bautizado es un iluminado porque ha recibido la luz de Cristo; su vida se ha visto iluminada por la fe y por la salvación recibida. Si además nos fijamos por una parte que en la celebración del Bautismo ocupa un lugar central el Cirio Pascual, signo de Cristo resucitado, del que se toma la luz que se entrega al recién bautizado, y por otra parte tenemos en cuenta que el principal día del Bautismo era la noche de la Luz, la noche de la resurrección del Señor con tan hermosa liturgia de la luz, lo comprenderemos mejor.

Pues bien, el autor sagrado les recuerda cómo ya desde el principio, recién iluminados, bautizados, sufrieron combates y sufrimientos, insultos y tormentos; y cuando no lo recibieron en sí mismos se hicieron ‘solidarios de los que así eran tratados’ compartiendo el sufrimiento de los demás. Por eso les recuerda que han de mantenerse firmes y valientes, constantes ‘para cumplir la voluntad de Dios y alcanzar la promesa’.

Todo eso es posible gracias a la fe. ‘Mi justo vivirá de fe’, nos dice. Ahí encontrará su fortaleza porque se siente protegido por el Señor que se hace presente en su vida con su gracia. Y es que no podemos ser hombres llenos de cobardía, ‘sino hombres de fe para salvar el alma’.

Bien necesitamos nosotros escuchar también esa Palabra de esperanza. No padeceremos quizá el tipo de persecuciones de las que se nos habla en la carta a los Hebreos – aunque muchos cristiano siguen dando su vida por el nombre de Jesús en tantos lugares de nuestro mundo -, pero si tenemos quizá muchas veces dentro de nosotros mismos la tentación que nos acosa, el pecado que intenta metérsenos por dentro.

Cada uno piense en sus propios sufrimientos, en los acosos que pueda recibir en contra su fe, en las incomprensiones y desaires que tenga que sufrir, en tantas cosa que de una manera u otra atormentan su espíritu. Necesitamos la fortaleza de la fe. Saber que contamos siempre con la gracia y la fuerza del Señor para vencer al maligno. ‘Líbranos de todo mal… no nos dejes caer en la tentación…’ rezamos cada día al Señor.

Es nuestro refugio y nuestra fortaleza. Es la dicha de mi vida. Es la fe que nos ilumina. Es el amor que nos inunda. Es la gracia del Señor que llena nuestra corazón. ‘Es el Señor quien salva a los justos’.

jueves, 29 de enero de 2009

Tenemos entrada libre al Santuario gracias a la Sangre de Jesús

Hebreos, 10, 19-25

Sal. 23

Mc. 4, 21-25

‘¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?’ se preguntaba el salmista del Antiguo Testamento. Y en el mismo salmo se le respondía: ‘El hombre de manos inocentes y puro corazón que no confía en los ídolos’.

¿Podemos nosotros subir al monte del Señor y entrar en su recinto sacro si nuestras manos están manchadas y nuestro corazón es el de un hombre pecador?

Podemos, sí, porque el Señor nos ha purificado y hemos sido lavados en la sangre del Cordero. Cristo nos ha redimido. Cristo nos ha purificado. Cristo nos ha salvado y nos ha abierto las puertas para entrar en el Santuario de Dios; nos ha puesto en camino para que marchando por sus sendas lleguemos hasta el altar de Dios.

‘Teniendo entrada libre al santuario, en virtud de la sangre de Jesús; contando con el camino nuevo y vivo que El ha inaugurado para nosotros a través de la cortina, o sea, de su carne…’ Así nos decía el autor sagrado en la Carta a los Hebreos. Emplea de nuevo la imagen de la cortina que separaba el Santuario en el templo de Jerusalén, y que recordamos - como nos decían los evangelistas, ‘el velo del templo se rasgó de arriba abajo’ -, a la muerte de Cristo en la Cruz esa cortina ya ha sido quitada para que podamos llegar hasta Dios.

‘¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?’ Con corazón humilde nos lo preguntamos una y otra vez cuando venimos a la presencia del Señor. Por eso la liturgia, por ejemplo, nos pide cada vez que vamos a celebrar la Eucaristía que nos reconozcamos pecadores en la presencia del Señor. Misterio grande de Dios al que nos acercamos cuando venimos a la Eucaristía. ¿Seremos dignos? Nos reconozcamos pecadores con fe y con esperanza. Porque sabemos quién nos purifica, quién nos salva. Y una vez más antes de acercarnos a comer a Cristo volvemos a confesar ‘yo no soy digno, pero una palabra tuya bastará para sanarme…’

Y teniendo un gran sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia y con el cuerpo lavado en agua pura’. Corazón humilde y sencillo. Corazón lleno de fe y de esperanza. Tenemos a Cristo que nos ha purificado. Reconocemos nuestra indignidad y pecado. Con sinceridad nos ponemos ante Dios.

Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa…’ No nos puede faltar la esperanza. Dios nos ha prometido y dado su salvación, su perdón y su gracia.

Pero hay un aspecto más que no es menos importante. ‘Fijémonos los unos en los otros para estimularlos a la caridad y a las buenas obras’. Es que no andamos solos. Es un camino que hacemos en comunión con los demás. ¡Ay de aquel que quiere caminar solo y quiere prescindir de los demás! El que solo anda, solo se cae y nadie le tenderá una mano para levantarse.

Cuando nos fijamos en los demás tenemos la tendencia de fijarnos más bien en lo malo que en lo bueno. Así somos. Pero aquí se nos pide que nos fijemos en los demás para sentirnos estimulados a la bueno, al amor, a las obras buenas. Y es que el hermano que camina a mi lado, débil y pecador como yo, puede ser un estímulo para mí si yo se apreciar su esfuerzo, su lucha, sus ganas de salir adelante, de hacer cosas buenas; tendrá fallos, defectos y debilidades como yo que también los tengo, pero puede ser y de hecho es un aliciente para mí. Y cuando contemplamos a los santos que lograron vivir su santidad a pesar de sus debilidades y tentaciones, me siento más impulsado a mi lucha y a mi superación.

‘¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?’

miércoles, 28 de enero de 2009

Salió el sembrador a sembrar...

Hebreos, 10, 11-18

Sal. 109

Mc. 4, 1-20

Salió el sembrador a sembrar…’ Salió Jesús por los pueblos y aldeas de Galelia anunciando el Reino de Dios e invitando a la conversión. Salió Jesús y enseñaba en las Sinagogas y en las plazas; en la orilla del lago o en lo alto de la montaña; en las casas o en los cruces de las calles; en torno a una mesa donde era invitado o en pórtico del templo de Jerusalén; acercándose personalmente al hombre o a la mujer que estaba a la vera del camino, o a las multitudes que se congregaban en torno a El venidas de todos los rincones. Lo hemos ido escuchando en estos primeros capítulos del evangelio de Marcos.

‘Salió el sembrador a sembrar…’ Eran muchos los que lo escuchaban y se entusiasmaban con su enseñanza y alababan a Dios diciendo: ‘No hemos visto nunca una cosa igual… este enseñar es nuevo, con autoridad…’ Pero también estaba los que lo escuchaban ocasionalmente y quizá luego ni lo recordaban. Estaban los que venían a El con prevención y estaban atentos a ver en qué podían cogerlo. Pero estaban también los que lo rechazaban, discutían con El y nunca se dejaban convencer. Para algunos aquella doctrina era difícil – ‘dura es esta doctrina’, exclamaban – y pronto lo abandonaban y no querían seguir con El. Estaban también los que querían quitarlo de en medio porque aquella doctrina les resultaba escandalosa – ‘este hombre blasfema’, decían algunos - o era contraria a sus intereses. No todos acogían la semilla de la Palabra de Dios de la misma manera. Pero estaban también los que lo seguían fielmente y eran capaces de dejarlo todo por ser sus discípulos.

‘Y añadió: el que tenga oídos para oír, que oiga’. Y esto nos lo está diciendo a nosotros. Oídos para oír. Porque la parábola no fue sólo dicha para los contemporáneos de Jesús. Porque nosotros, ¿somos tierra buena que dé fruto al treinta, sesenta o ciento por uno? Nos puede ser fácil juzgar y clasificar a los oyentes de Jesús en los tiempos del evangelio, pero no es a los otros a quienes tenemos que juzgar sino que es a nosotros mismos.

Escuchamos también cada día la Palabra de Dios. Semilla sembrada por el sembrador en la tierra de nuestra vida. También tenemos momentos de entusiasmo y de fervor para valorar y alabar la Palabra de vida que llega a nosotros como semilla divina. Pero tras ese entusiasmo bien sabemos por experiencia, pasado el fervor, pronto olvidamos nuestros buenos propósitos, cuando salimos puerta afuera de nuestros templos también pronto olvidamos la Palabra escuchada. Creo que tenemos que ser conscientes de nuestra inconstancia, nuestra debilidad, nuestra flaqueza.

Confrontar la Palabra con la vida no siempre es fácil y a la hora de hacer una opción quizá nos preferimos a nosotros mismos a lo que el Señor nos propone allá en lo secreto del corazón para nuestra vida. Viene la tentación y también nos sentimos una y otra vez atrapados.

Cuántos pedruscos o zarzales tenemos en nuestra vida; cuánta dureza del corazón y frialdad; cuántas veces nos hacemos impermeables al riego de la gracia y dejamos que corra a nuestro lado sin aprovechar debidamente esa riqueza del don de Dios que llega a nosotros con su Palabra.

‘El que tenga oídos para oír, que oiga’. Ojalá seamos esa tierra buena. Para hacer esa tierra buena necesitamos roturarla y limpiarla para que nada impida que la semilla germina, nazca, crezca, madure y fructifique. Pongamos de nuestra parte pero pidamos la fuerza y el fuego del Espíritu que nos purifique y nos conduzca. El Sembrador siembra la semilla en nuestro corazón, espera que demos frutos, pero no nos deja solos. Su Espíritu estará siempre con nosotros.

‘El que tenga oídos para oír, que oiga’.

martes, 27 de enero de 2009

El más hermoso sacrificio a Dios: la ofrenda de nuestra voluntad

El más hermoso sacrificio a Dios: la ofrenda de nuestra voluntad

Hebreos, 10, 1-10

Sal. 39

Mc. 3, 31-35

Porque Jesús había dicho ‘aquí estoy, ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad’ podemos escuchar lo que nos dice el autor sagrado de la Carta a los Hebreos ‘todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre’.

El sacrificio, la oblación, la entrega de Cristo sí nos quita los pecados. ‘Porque es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite los pecados’. Por eso con el salmo podemos decir ‘Tu no quieres sacrificios ni ofrendas y en cambio me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio, entonces yo digo: Aquí estoy’.

Consideramos el valor del sacrificio de Cristo. Pero esto nos está enseñando también. ¿Qué es lo mejor que podemos ofrecerle al Señor? Algunas veces nos contentamos con ofrecerle cosas, pero el Señor lo que nos pide es nuestro corazón, nuestra voluntad, nuestra vida.

Podemos ofrecerle cosas, pero si luego nuestra voluntad no está dispuesta a adaptarse a lo que es la voluntad del Señor, ¿de qué nos sirve? ¿Pretendemos comprar la complacencia de Dios con las cosas que le ofrecemos, mientras nuestra vida sigue la senda del pecado? Somos muy fervorosos a veces para llevar ramos de flores en una ofrenda a la Virgen o cualquier santo de nuestra devoción. Pero las flores se marchitan y podíamos decir que ya van marchitas y muertas, si no van ofrecidas desde un corazón puro que busca en todo momento lo que es la voluntad del Señor.

Ofrecer el corazón, hacer coincidir mi voluntad con la voluntad de Dios es más costoso y es sacrificio verdadero. Arrancar de mi corazón el pecado, ser fuerte para no dejarme vencer por la tentación, nos cuesta más en nuestro interior que una cosa que podamos ofrecer desde fuera aunque nos cueste dinero.

Pero es que la aceptación de la voluntad de Dios, el escucharle y recibirle en nuestra vida nos hace entrar en la familia de Jesús. Es lo que nos enseña el evangelio de hoy. ‘Llegaron la madre y los hermanos de Jesús y desde fuera lo mandaron llamar’. Entendido está por todos que hermanos significa parientes. Y Jesús se pregunta ‘¿Quiene son mi madre y mis hermanos?... El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre…’

Una nueva familia viene a enseñarnos Jesús que seremos cuando cumplimos la voluntad de Dios. Como decía el principio del evangelio de san Juan ‘a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de amor humano, sino que han nacido de Dios’. Creer en Jesús y aceptar su Palabra. Hacer vida nuestra la voluntad de Dios. Eso nos hace hijos de Dios. Una familia que está por encima y va más allá que la familia de la carne y de la sangre.

Seamos la familia de Jesús. Acojamos en nuestra vida lo que es la voluntad de Dios. Plantemos su palabra en nosotros. Hagamos la ofrenda de la obediencia de nuestra fe.

lunes, 26 de enero de 2009

Fe sincera alimentada en la transmisión familiar

2Tim. 1, 1-8

Sal. 95

Mc. 3, 22-30

En este día siguiente a la conversión de san Pablo la liturgia nos invita a conmemorar a dos discípulos y compañeros de Pablo en sus actividad apostólica, Timoteo y Tito, y a los que Pablo dejaría al frente de dos comunidades fundadas por él. A Timoteo lo dejó al frente de la comunidad de Ëfeso, mientras a Tito lo envió a Creta. Por otra parte en el canon de los libros del Nuevo Testamento tres cartas, llamadas pastorales, les dirigió, dos a Timoteo y una a Tito.

Hoy hemos escuchado el inicio de la segunda carta a Timoteo. Tras los saludos iniciales, como son habituales en Pablo, ‘apóstol de Cristo Jesús por designio de Dios’, deseando ‘a su hijo querido… la gracia, misericordia y paz de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro’, comienza el apóstol dando gracias a Dios y recuerda ‘la fe sincera’ de Timoteo, ‘esa fe que tuvieron primero tu abuela Loida y tu madre Eunice’ y que concluye el apóstol, ‘que estoy seguro, tienes también tú’.

Quiero fijarme en este aspecto, porque me parece importante. Es cierto que la fe en Cristo Jesús se debió a la predicación de Pablo al predicar en Derbe, Listra e Iconio en sus primeros viajes, pero había algo profundo en la fe en el único Dios verdadero que animaba a aquella familia y que fue trasmitida de padres a hijos. La transmisión de la fe desde la familia que educa y que trasmite unos valores y unos principios.

Algo que hoy estamos constatando que se está perdiendo. Falta esa transmisión familiar. Cuando en la familia ya no se viven unos valores religiosos y cristianos, porque Dios se ha dejado a un lado en la vida, esa transmisión no se puede realizar. Se rompe la cadena. Es algo preocupante. Se constata en la actividad pastoral. Y es algo que habrá que recuperar y hay que descubrir el modo de hacerlo. Tenemos que provocar un despertar religioso de nuevo en nuestras familias, para que luego puedan provocar ese despertar religioso en nuestros niños que sea un buen pie y principio para una auténtica catequesis.

Y es que muchas veces los cristianos también nos dormimos y no damos ese testimonio cristiano que tendríamos que dar. O nos dejamos seducir por los cantos de sirena de los que en medios de comunicación y desde otras ideologías nos dicen y quiere reducir todo la vivencia religiosa al ámbito de lo privado. Y los cristianos tendremos que saber levantar nuestra voz y dar un testimonio público y claro de nuestra fe.

Hoy le decía Pablo a Timoteo: ‘No tengas miedo de dar la cara por nuestro Señor y por mí, su prisionero. Toma parte en los duros trabajos del evangelio, según la fuerza que Dios te dé’. Tenemos que escucharlo como dicho a nosotros, porque necesitamos tener esa valentía para testimoniar nuestra fe y hacer ese anuncio del evangelio en toda ocasión.

También el apóstol hace referencia a la misión que le ha encomendado a Timoteo al dejarlo como Obispo de la Iglesia de Efeso. ‘Aviva el fuego de la gracia de Dios que recibiste cuando te impuse las manos; porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y bien juicio’. Está haciendo mención al rito de la ordenación que vemos que ya desde los primeros tiempos se realizaba: la imposición de las manos.

Esto creo que nos tendría que motivar hoy por una parte a esa oración que la comunidad cristiana tiene que saber hacer por sus pastores. Para que no se apague ese don y gracia de Dios en el corazón del pastor para realizar fielmente su misión. La comunidad siempre tiene que estar al lado de sus pastores, y lo mejor que le puede ofrecer es su oración. No sabéis cuánto conforta a un pastor el saber que sus feligreses oran por él en todo momento. Es sentir la gracia y el amor del Señor que así se manifiesta también, y eso además crea unos lazos de comunión y afecto entre la comunidad y el pastor. Nunca así se podrá sentir solo.

Y por otra parte es la oración por las vocaciones. Orar para que el Señor llame a muchos. ‘La mies es mucha y los operarios son pocos. Rogad al dueño de la mies para que envíe operarios a su mies’, nos dice Jesús. Algo que siempre tiene que estar presente también en la oración de los cristianos. Orar por las vocaciones, a la vida sacerdotal, a la vida religiosa o de especial consagración, a la vida apostólica. Que el Señor llame, pero que acompañe la gracia para que los llamados den respuesta firme y valiente a esa llamada del Señor, frente a tantas otras voces que tratan de distraernos y llevarnos por otros caminos.

domingo, 25 de enero de 2009

Ardor misionero como san Pablo para un nuevo anuncio de la Buena Noticia


Hechos, 22, 3-16;

Sal. 116;

1Cor. 7, 29-31;

Mc. 16, 15-18


Tres palabras en las que condenso el mensaje de la celebración de este domingo: Llamada, elección y misión.

Con motivo del año paulino que estamos celebrando en el dos mil aniversario del nacimiento de san Pablo, la liturgia nos permite en este domingo celebrar la fiesta de la conversión del Apóstol. Se ha querido celebrar este año paulino y recordar su nacimiento por cuánto de ejemplo y estímulo nos puede servir el camino del apóstol para nuestro camino cristiano, sigue siendo su vida y su apostolado un aliciente la el desarrollo de la misión de la Iglesia siendo además que su mensaje tanta importancia tiene para la Iglesia, recogido como está en las numerosas cartas suyas contenidas en el canon de los libros sagrados del Nuevo Testamento.

Decíamos tres palabras: Llamada. ‘En el viaje, cerca ya de Damasco, hacia mediodía, de repente una gran luz del cielo me envolvió con su resplandor, caí por tierra y oí una voz que me decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?’ Una llamada que entable un diálogo ‘¿Quién eres, Señor?....Yo soy Jesús Nazareno, a quien tu persigues…¿Qué debo hacer, Señor?... Levántate, sigue a Damasco, y allí te dirán lo que tienes que hacer’. Una llamada, pues, para emprender un camino nuevo. Y ya conocemos bien su recorrido. Una llamada que se corresponde con una respuesta. ‘¿Qué he de hacer?’ y que se trasformará en un compromiso.

Elección. ‘El Dios de nuestros padres te ha elegido para que conozcas su voluntad…’ Aquel que hasta entonces había sido perseguidor de los cristianos, Dios le tenía reservada una misión. Era un elegido del Señor, un vaso de elección. Así son los caminos del Señor.

Una misión. Te ha elegido para que vieras al justo y oyeras su voz, porque vasa ser testigo ante todos los hombres de lo que has visto y oído…’ Pablo iba a ser el Apóstol de las gentes, el gran misionero del mundo. Muchas veces hemos reflexionado sobre lo que fueron sus viajes, sus cartas, toda su obra misionera.

Es admirable la tarea misionera de San Pablo. Los inmensos caminos que tuvo que recorrer para ir de ciudad en ciudad anunciando el evangelio de Jesús. No era tarea fácil, no sólo por los extensos recorridos con sus peligros, sino porque hemos de tener en cuenta por una parte el mundo judío tantas veces hostil por una parte, y por otra el mundo pagano al que se enfrentaba con un mensaje nuevo y distinto. Llevaba una Buena Noticia, una Buena Nueva de salvación que muchas veces no era entendida y también muchas veces rechazada. Pero ahí estaba el coraje del Apóstol impulsado por el Espíritu para realizar su misión. Para todos era esa Salvación que Jesús nos había ganado y que el Apóstol anunciaba.

Yo me atrevo a comentar que, aunque veamos toda la amplitud de la tarea que realizó san Pablo en medio de aquel mundo pagano, no significa que todos en un principio se convirtieran a su paso. El iba dejando pequeñas comunidades en aquellas ciudades donde iba anunciado el evangelio – comunidades que realmente eran bien pequeñas en la mayoría de las ocasiones y sujeta a persecuciones como las que él mismo sufrió – pero sí tenemos que considerar cómo él contagiaba de su espíritu misionero a aquellos nuevos cristianos que continuaban su labor para que la comunidad fuera creciendo más y más y así se fuera difundiendo el evangelio.

Podríamos hacer una cierta comparación entre la misión del Apóstol en su tiempo y lo que es la misión que hoy la Iglesia, que hoy nosotros tenemos que realizar también en nuestro mundo de anuncio de la Buena Noticia de salvación. Quizá alguien podría preguntarse serán más fáciles o más difíciles nuestros tiempos o los tiempos del Apóstol. Mundo pagano era el que tuvo que evangelizar el apóstol con toda su dificultad, pero yo diría que hoy no es menos, porque vivimos en una sociedad que no sé si llamarla postcristiana o neopagana; tenemos que reconocer que aunque muchas veces hablemos de millones y millones de cristianos y católicos por todo el mundo, hemos de pensar, sin embargo, en esa tarea de nueva evangelización a realizar en estos lugares que llamamos cristianos, pero donde muchas veces se ven tan lejanos los valores del evangelio. Muchos bautizados tenemos que reconocer, pero poco evangelizados en su mayoría y a lo que hay que añadir cuantos estando bautizados han abandonado no sólo todo sentido cristiano sino incluso todo sentido religioso viviendo un nuevo paganismo o un ateismo práctico.

Grande es la tarea que tiene que realizar la Iglesia de nuestro tiempo, no sólo para llegar hasta los países o lugares más lejanos, sino para hacer ese anuncio nuevo del evangelio en los países llamados de tradición cristiana. Necesitamos del ardor del apóstol, de su entusiasmo y de su esperanza para empeñarnos de verdad en esa tarea evangelizadora. Decíamos antes que san Pablo supo contagiar de su espíritu misionero a aquellas pequeñas comunidades que iba constituyendo en los lugares por donde pasaba. Necesitamos nosotros también de contagiarnos de ese espíritu misionero para no contentarnos con lo que tenemos, para que no se adormezca nuestra fe, para que crezcan en vitalidad nuestras comunidades y toda la Iglesia.

El evangelio tiene que seguir siendo Buena Noticia de salvación para los hombres de hoy. Y en nuestro ardor misionero tenemos que saber buscar también todos los medios a nuestro alcanza para hacer ese anuncio y que llegue y sea entendido por todos los hombres. Tenemos que emplear los medios que la tecnología moderna nos ofrece para que como Pablo seamos ante el mundo testigos de lo que hemos visto y oído.

San Pablo vivió una experiencia intensa de encuentro con el Señor en el camino de Damasco y de ahí arrancó todo ese impulso para recorrer el mundo anunciando a Jesús. Es importante, pues, que también nosotros vivamos esa experiencia de encuentro con Cristo resucitado para así sentirnos igualmente llamados, elegidos y enviados con esa misión evangelizadora a ese mundo en el que vivimos. ‘Id al mundo entero y proclamad el Evangelio’, seguimos escuchando hoy igual que dijo Jesús a los Apóstoles.

Podría ser un fruto de la celebración de este día que sintiéramos de nuevo en nuestro corazón ese ardor misionero. Tendría que ser también un fruto para la Iglesia de este año paulino que estamos celebrando.