Hebreos, 10, 11-18
Sal. 109
Mc. 4, 1-20
‘Salió el sembrador a sembrar…’ Salió Jesús por los pueblos y aldeas de Galelia anunciando el Reino de Dios e invitando a la conversión. Salió Jesús y enseñaba en las Sinagogas y en las plazas; en la orilla del lago o en lo alto de la montaña; en las casas o en los cruces de las calles; en torno a una mesa donde era invitado o en pórtico del templo de Jerusalén; acercándose personalmente al hombre o a la mujer que estaba a la vera del camino, o a las multitudes que se congregaban en torno a El venidas de todos los rincones. Lo hemos ido escuchando en estos primeros capítulos del evangelio de Marcos.
‘Salió el sembrador a sembrar…’ Eran muchos los que lo escuchaban y se entusiasmaban con su enseñanza y alababan a Dios diciendo: ‘No hemos visto nunca una cosa igual… este enseñar es nuevo, con autoridad…’ Pero también estaba los que lo escuchaban ocasionalmente y quizá luego ni lo recordaban. Estaban los que venían a El con prevención y estaban atentos a ver en qué podían cogerlo. Pero estaban también los que lo rechazaban, discutían con El y nunca se dejaban convencer. Para algunos aquella doctrina era difícil – ‘dura es esta doctrina’, exclamaban – y pronto lo abandonaban y no querían seguir con El. Estaban también los que querían quitarlo de en medio porque aquella doctrina les resultaba escandalosa – ‘este hombre blasfema’, decían algunos - o era contraria a sus intereses. No todos acogían la semilla de la Palabra de Dios de la misma manera. Pero estaban también los que lo seguían fielmente y eran capaces de dejarlo todo por ser sus discípulos.
‘Y añadió: el que tenga oídos para oír, que oiga’. Y esto nos lo está diciendo a nosotros. Oídos para oír. Porque la parábola no fue sólo dicha para los contemporáneos de Jesús. Porque nosotros, ¿somos tierra buena que dé fruto al treinta, sesenta o ciento por uno? Nos puede ser fácil juzgar y clasificar a los oyentes de Jesús en los tiempos del evangelio, pero no es a los otros a quienes tenemos que juzgar sino que es a nosotros mismos.
Escuchamos también cada día la Palabra de Dios. Semilla sembrada por el sembrador en la tierra de nuestra vida. También tenemos momentos de entusiasmo y de fervor para valorar y alabar la Palabra de vida que llega a nosotros como semilla divina. Pero tras ese entusiasmo bien sabemos por experiencia, pasado el fervor, pronto olvidamos nuestros buenos propósitos, cuando salimos puerta afuera de nuestros templos también pronto olvidamos la Palabra escuchada. Creo que tenemos que ser conscientes de nuestra inconstancia, nuestra debilidad, nuestra flaqueza.
Confrontar la Palabra con la vida no siempre es fácil y a la hora de hacer una opción quizá nos preferimos a nosotros mismos a lo que el Señor nos propone allá en lo secreto del corazón para nuestra vida. Viene la tentación y también nos sentimos una y otra vez atrapados.
Cuántos pedruscos o zarzales tenemos en nuestra vida; cuánta dureza del corazón y frialdad; cuántas veces nos hacemos impermeables al riego de la gracia y dejamos que corra a nuestro lado sin aprovechar debidamente esa riqueza del don de Dios que llega a nosotros con su Palabra.
‘El que tenga oídos para oír, que oiga’. Ojalá seamos esa tierra buena. Para hacer esa tierra buena necesitamos roturarla y limpiarla para que nada impida que la semilla germina, nazca, crezca, madure y fructifique. Pongamos de nuestra parte pero pidamos la fuerza y el fuego del Espíritu que nos purifique y nos conduzca. El Sembrador siembra la semilla en nuestro corazón, espera que demos frutos, pero no nos deja solos. Su Espíritu estará siempre con nosotros.
‘El que tenga oídos para oír, que oiga’.
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