No echemos en saco roto la gracia del Señor
Jer. 11, 18-20; Sal. 7; Jn. 7, 40-53
Unos dicen que es un profeta, mientras otros dicen que
es el Mesías; algunos lo niegan porque el Mesías no puede venir de Galilea,
sino que tiene que ser del linaje de David; los guardias no se atreven a
prenderlo porque ‘jamás ha habido que
nadie hable así’ como lo hace Jesús; por su parte Nicodemo, aquel que había
ido de noche a ver a Jesús les dice que se anden con cuidado porque no se puede juzgar ni condenar sin que antes
se le haya escuchado…
Nos recuerda otros momentos del evangelio. Cuando Jesús
pregunta qué dicen de El las gentes que le responden que si un profeta, que si
Elías que ha vuelto, que si el Bautista que ha resucitado. Proféticamente lo
había anunciado el anciano Simeón con la presentación de Jesús en el templo a
los cuarenta días de su nacimiento: ‘Será
un signo de contradicción… este niño va a ser motivo de que muchos caigan y se
levanten en Israel…’
Lo estamos viendo en las distintas reacciones. Lo
seguiremos viendo a lo largo de la pasión; en la entrada a Jerusalén será
aclamado por los niños y por los sencillos, mientras otros conspiran y atentan
contra su vida, de manera que en la mañana del viernes, aunque las mujeres
lloran compasivas a su paso, sin embargo muchos clamarán pidiendo que sea
crucificado y su sangre caiga sobre ellos y sobre el pueblo entero.
Jesús sigue siendo signo de contradicción. Ante Jesús
tenemos que definirnos. El ya lo había dicho que con El o contra El, porque ‘el que no recoge conmigo desparrama’. Y
hoy los hombres tienen que seguir decantándose o con Jesús o contra Jesús. Y ya
sabemos cuantas opiniones contradictorias se dan en torno a la figura de Jesús
y su evangelio.
Pero creo que en la reflexión que nos hagamos para
nuestra vida a partir de este evangelio y en estos momentos de nuestro camino
cuaresmal lo que importa es el lugar donde estamos nosotros en referencia a
Jesús. Teóricamente, podríamos decir, que confesamos nuestra fe en El y nos
queremos llamar cristianos. Pero miramos la realidad de nuestra vida y cuanto
nos cuesta mantener esa proclamación de nuestra fe en nuestras actitudes y en
nuestros comportamientos.
Sabemos bien lo que El nos pide y cómo tendría que ser
nuestra vida, que tendría que resplandecer de santidad, de obras buenas, de
vida de gracia, pero ya sabemos como vamos tropezando una y otra vez porque nos
dejamos arrastrar por nuestro pecado, por nuestras pasiones, por el orgullo que
se nos mete, por una rebeldía que aparece muchas veces en nuestro corazón.
Seamos sinceros delante del Señor y reconozcamos que no siempre somos fieles,
que la santidad no está resplandeciendo en nuestra vida como tendría que
resplandecer.
Decíamos y nos preguntábamos donde estamos en
referencia a Jesús y tenemos que mirar donde nos vamos a poner ahora nosotros
en la celebración de la pasión y la muerte del Señor. Tenemos el peligro que
quedarnos en meros espectadores, como quien ve pasar un desfile delante de
nosotros sin que nos afecte a nuestra vida. Y ante la pasión del Señor no
podemos ser espectadores porque ahí dentro de esa pasión estamos nosotros con
nuestro pecado, estamos nosotros con esa gracia que el Señor nos está
regalando, con esas llamadas que está haciendo a nuestro corazón que nos
dejemos transformar por la gracia del Señor. Contemplemos con los ojos del
corazón bien abiertos al que como ‘cordero
manso’ como decía Jeremías, sube
hasta el altar del sacrificio, al altar de la cruz para ofrecerse en oblación
redentora por nosotros.
No echemos en saco roto esa gracia del Señor. Abramos
nuestro corazón al Señor y llenémonos de humildad y de amor. Reconozcamos que
no siempre estamos dando los pasos necesarios para esa conversión al Señor y en
muchas ocasiones hacemos oídos sordos a las llamadas del Señor. A tiempo estamos
de responder. Y la llamada que nos hace el Señor es para que nos levantemos,
para que no permanezcamos hundidos en ese pozo de nuestro pecado y de nuestro
orgullo. Que el fuego del Espíritu nos purifique y nos conduzca a la gracia y a
la vida.