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sábado, 29 de mayo de 2010

Mantener el edificio de la fe y el amor de Dios que nos promete vida eterna

Judas, 17.20-25;
Sal. 62;
Mc. 11, 27-33

‘Continuando el edificio de vuestra fe y orando movidos por el Espíritu Santo, manteneos en el amor de Dios, aguardando a que nuestro Señor Jesucristo, por su misericordia, os dé la vida eterna’.
Hermosa confesión de fe y de esperanza.
Mantener el edificio de la fe, íntegro, creciente cada día más. Fundamentamos nuestra vida en el Señor. En El nos sentimos seguros. Nada tendría que apartarnos de la fe, aunque muchas cosas pudieran hacernos dudar, o muchos quizá quieran atentar contrta la integridad de nuestra fe. Por eso, hemos de cuidar nuestra fe, fortalecerla, fundamentarla bien, hacerla crecer más y más.
Un edificio si no lo cuidamos, se nos viene abajo, se nos puede destruir y caer. Así, pues, nuestra fe. Un edificio no damos por sentado que porque ya está hecho no hay nada más que hacer en él. Necesita un cuidado, una atención. Así con nuestra fe. Por eso se nos exige, nos es necesaria una maduración de la fe, un querer cada día formarnos mejor, un ahondar en ese maravilloso misterio de Dios que se nos revela. De ahí que la Palabra de Dios tiene que estar siempre presente en nuestra vida. La Biblia tiene que ser nuestro vademécum.
Y está la necesidad de nuestra oración. Tantas veces Jesús nos habla en el evangelio. Y orar dejándonos mover por el Espíritu Santo. Que El inspire nuestra oración. No sabemos pedir lo que nos conviene. Con el Espíritu de Dios oraremos de la mejor manera, pediremos al Señor lo que más nos conviene, lo que más podemos necesitar para nuestra vida y lo mejor que podemos pedir por los demás y por nuestro mundo. Guiados y movidos por el Espíritu Santo nunca seremos egoístas en nuestra oración. Siempre habrá la mejor apertura a Dios, y nuestra oración tendrá el sentido más católico y universal. Por la fuerza de nuestra oración nos sentiremos seguros frente a las tentaciones y tropiezos que nos puedan aparecer.
Creceremos en el amor y la esperanza. Porque el amor a Dios será lo primero para nuestra vida. Y en ese amor a Dios si nos dejamos conducir por el Espíritu siempre estará incluido el amor a los hermanos. Todo con la meta de la vida eterna. ‘Aguardando a que nuestro Señor Jesucristo, por su misericordia, os dé la vida eterna’. En Dios vamos a encontrar toda la plenitud para nuestra vida. Por eso, como decíamos en el salmo: ‘Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío’. Hambre y sed de Dios, deseos de Dios que nos llevan a buscarlo, a dejarnos inundar por El. ‘Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote’.
En esa esperanza caminamos, amamos, luchamos, buscamos a Dios.

viernes, 28 de mayo de 2010

Tensemos la cuerda de nuestro amor para no desafinar en la armonía de la comunión

2Ped. 4, 7-13;
Sal. 95;
Mc. 11, 11-26

Algunas veces al escuchar el sonido de un instrumento musical decimos que está desafinado porque las cuerdas de dicho instrumento al no estar en la tensión apropiada no nos darán claramente los sonidos que deberían darnos. Es necesario afinar, decimos, darle la tensión apropiada a aquellas cuerdas, ponerlas en su punto para que el instrumento nos pueda dar una música verdaderamente armoniosa y bella.
Me pregunto si en nuestra vida y en nuestra vida cristiana no nos sucederá así también en muchas ocasiones. No estamos afinados; no estamos en la tensión apropiada; simplemente hemos dejado que la vida marche a su aire. Aunque incluso parezcamos buenos quizá nos pueda faltar una finura espiritual en lo que hacemos, una profundidad, una tensión en aquello que hacemos para que en verdad podamos dar el fruto que tendríamos que dar.
Es cuando vamos enfriándonos espiritualmente, nos vamos aflojando en nuestra oración, nos falta un pararnos a reflexionar, a revisar, a buscar nuevos cauces de crecimiento. Como una planta que hemos plantado en una maceta o en el jardín pero no la hemos cuidado y no la hemos abonado convenientemente, que entonces le faltará fuerza en su crecimiento y no nos dará los resultados apetecidos en aquellas bellas flores o en aquellos abundantes frutos que desearíamos.
¿A qué viene todo esto? Más que nada porque necesitamos reflexionar y revisarnos. Y a mí me ha hecho reflexionar en todo esto la Palabra del Señor que hoy se nos ha proclamado. Por una parte porque el Señor vendrá a buscar fruto en la higuera de nuestra vida; porque el Señor querrá purificarnos de todas aquellas cosas que hemos dejado introducir en el templo de nuestro corazón que no son agradables a Dios, ni son lo dignas para quien lleva el nombre de cristiano y aspira a la santidad.
Pero también por los consejos o advertencias que nos hace Pedro en su carta. ‘Ante todo, mantened en tensión vuestro amor mutuo’, nos decía. Aquello que decíamos al principio de la cuerda musical convenientemente tensa para que dé el sonido apropiado. Pues la cuerda del amor en nuestra vida y del amor mutuo tiene que tener la tensión apropiada. No podemos dejarla aflojar porque no nos dará el estilo de amor que nos enseña Jesús en el evangelio. Decimos que amamos, pero quizá nos falta delicadeza, nos falta apertura de nuestro corazón para acoger siempre al otro sea quien sea. Decimos que amamos, pero hacemos nuestras distinciones y mantenemos nuestras reservas. Decimos que amamos y nos cuesta llegar a la comprensión y al perdón. Decimos que amamos, pero nos falta generosidad y responsabilidad. Tensemos la cuerda de nuestro amor. Que suene hermosa en nosotros la armonía de la comunión y del amor.
Recogemos algunas de las cosas que nos va diciendo el apóstol: ‘Sed moderados y sobrios… ofreceos mutuamente hospitalidad, sin protestar… que cada uno, con el don que ha recibido, se ponga al servicio de los demás… el que toma la palabra (porque tiene la misión de enseñar), que habla Palabra de Dios… el que se dedica al servicio, que lo haga en virtud del encargo recibido…’
Tensemos, sí, la cuerda de nuestro amor, en la oración, en la escucha de la Palabra, en la vivencia sacramental, en nuestra unión con el Señor.

jueves, 27 de mayo de 2010

Jesucristo, sumo y eterno sacerdote nos hace partícipes de su sacerdocio

Hebreos, 10, 12-23;
Sal. 39;
Lc. 22, 14-20

‘Para gloria tuya y salvación del género humano constituiste a tu Hijo único sumo y eterno sacerdote… Pontífice de la Alianza nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo’. Así se expresa en la liturgia la fiesta de Jesucristo sumo y eterno Sacerdote que celebramos en este día. ‘Cristo, Mediador de una nueva Alianza, como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa’, que nos dice la carta a los Hebreos. Sumo y eterno Sacerdote como lo proclamamos hoy.
La Palabra de Dios proclamada en este día nos lo señala bien. Cristo, Sacerdote, Víctima y Altar, que se ofrece a sí mismo por nuestra redención; que es el verdadero templo de Dios; que es nuestro intercesor y mediador en el cielo, donde está sentado a la derecha del Padre, como hemos contemplado y celebrado en estos días con su Ascensión, y nos ha señalado también la carta a los Hebreos que hoy hemos escuchado. Por su parte el evangelio nos recuerda esa Sangre de la Alianza nueva y eterna; alianza sellada con la Sangre de Cristo, que se derrama por nosotros.
‘Teniendo entrada libre al santuario, en virtud de la sangre de Jesús, contando con el camino nuevo y vivo que El ha inaugurado para nosotros… y teniendo un gran sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia y con el cuerpo lavado en agua pura’. ¿Cómo no vamos a sentir gozo en el corazón teniendo un sacerdote así que nos abre las puertas del cielo y no sólo se ha entregado por nosotros sino que sigue intercediendo por nosotros en el cielo?
Pero cuando contemplamos el sacerdocio de Cristo vemos cómo quiere El hacernos partícipes de ese sacerdocio, porque hace un pueblo sacerdotal. ‘Perpetúa en la Iglesia su único sacerdocio’. Por una parte ‘confiere el honor del sacerdocio real a todo el pueblo santo’; recordemos que hemos sido ungidos en el Bautismo para ser con Cristo sacerdotes, profetas y reyes.
Pero quiere aún más. ‘Con amor de hermano, elige a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión’. Es el sacerdocio ministerial por el que llamados y elegidos por el Señor con un amor especial, por el sacramento del Orden Sacerdotal, participan – participamos - de la misma misión de Cristo, como ‘ministros y dispensadores de sus misterios’.
Como nos resume de forma hermosa el prefacio: ‘Ellos renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, preparan a tus hijos el banquete pascual, presiden a tu pueblo santo en el amor, lo alimentan con tu palabra y lo fortalecen con los sacramentos’.
Hoy es un día especialmente sacerdotal, muy especial para nosotros, los sacerdotes, porque contemplando el sacerdocio de Cristo sentimos el gozo en el corazón de que Cristo así haya querido hacernos partícipes de su sacerdocio. Es un día también muy importante para todo el pueblo cristiano para comprender el ministerio de los sacerdotes, saber estar a su lado valorando su misión y su entrega, para orar también intensamente por sus sacerdotes para que el Señor nos ayude a mantener nuestra fidelidad a Cristo en este especial compromiso adquirido con nuestro sacerdocio.
Hemos venido celebrando un Año Sacerdotal que el Papa quiso convocar en la conmemoración del Santo Cura de Ars; un año para ayudarnos a valorar, a amar ese sacerdocio, por una parte nosotros los consagrados, pero también todo el pueblo cristiano aprenda a amar a sus sacerdotes; para que sepa ofrecer su apoyo frente a tantos peligros por una parte y ataques por otro lado que podamos sufrir; para que el pueblo cristiano ore por sus sacerdotes.
Somos débiles y sin embargo tenemos que ser santos. Cuánta santidad necesitamos para tratar los misterios santos que Dios pone en nuestras manos. Necesitamos fortalecernos de verdad en el Señor para mantener esa fidelidad, esa entrega, ese amor renovado y nuevo como el primer día. Lo podremos hacer, es cierto, en la medida en que seamos cada día más santos. Pero lo podemos hacer con el apoyo del pueblo cristiano con su oración. Cómo nos sentimos reconfortados y fortalecidos cuando vemos tantas almas buenas que nos quieren, nos arropan, nos ayudan y oran por nosotros.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Os rescataron a precio de la Sangre de Cristo

2Ped. 1, 18-25;
Sal. 147;
Mc. 10, 32-45

Cuando tenemos que comentar la Palabra de Dios que se nos proclama en la celebración nos vemos a veces en el dilema de cuál texto comentar o en qué aspecto especial vamos a fijarnos para centrar nuestro comentario y reflexión.
Quienes han escuchado con atención la Palabra proclamada, mientras va llegando a sus oídos, en su corazón van sintiendo ya muy viva esa Palabra que el Señor les dice y quizá sean aspectos en que luego tal vez el sacerdote no se fije para el comentario. Lo importante es que llegue de una manera viva a nuestro corazón. Allá en lo más hondo de nosotros mismos el Señor quiere siempre decirnos algo.
Es lo que nos sucede hoy. El texto del evangelio, de gran riqueza como Palabra del Señor que es, tenemos muchas ocasiones de comentarlo a lo largo del año. Por ello hoy quisiera fijarme más en la carta de san Pedro.
Comenzar diciendo que en el Antiguo Testamento, como también vemos en otras expresiones religiosas, el pueblo judío ofrece sacrificios a Dios para su alabanza .- hermosos son tantos salmos de alabanza que se cantaban en el templo de Jerusalén como el que hoy hemos recitado entre lecturas, ‘glorifica al Señor, Jerusalén’– como reconocimiento que de Dios nos viene todo y a El tenemos que ofrecérselo como ofrenda de acción de gracias.
Pero también los sacrificios ofrecidos tienen el sentido de la reparación, expiación y purificación de los pecados. En ese sentido había sacrificios y actos de culto muy concretos. El hombre, la humanidad ha ofendido a su Dios y su Creador y le ofrece dichos sacrificios para obtener el perdón del Señor. ¿Y qué ofrece? Aquello que humanamente el hombre puede tener, holocaustos y ofrendas de los frutos de la tierra o sacrificios de animales.
Con Cristo, podríamos decir, todo cambia. No son nuestras cosas humanas las que van a conseguir ese perdón de Dios ni nosotros simplemente por nuestras obras, sino que es Dios mismo quien nos ofrece su perdón y su amor. Nosotros, cierto, tenemos que reconocer nuestra condición pecadora y también pedir perdón a Dios. Pero será la Sangre de Cristo derramada por amor la que nos va a limpiar de nuestros pecados. Y no sólo nos perdona sino que nos ofrece nueva vida.
Es lo que quiere decirnos hoy la segunda carta de Pedro. Nuestro valor no está en nosotros lo que nosotros podamos ofrecerle, sino en el valor infinito de la Sangre de Cristo derramada por nosotros en el sacrificio de la cruz, el sacrificio de su Pascua.
‘Ya sabéis con qué os rescataron de ese proceder inútil… no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha…’ Nos arranca del poder del pecado, del poder del maligno con su entrega y su muerte en la cruz. Nos compra a precio de sangre, podemos decir. Aquello de que no hay amor más grande que el de quien da la vida por el que ama. Lo tenemos en Jesús.
Grande es el amor que Dios nos tiene que nos envió a su Hijo, que se entregó por nosotros. Infinito es ese amor como infinito es Dios y de valor infinito, entonces, la Sangre de Cristo derramada por nosotros. ¡Cuánto tenemos que darle gracias a Dios! No nos podemos cansar de nuestra acción de gracias y nuestra alabanza. ‘Por Cristo vosotros creéis en Dios, que lo resucitó y le dio gloria, y así habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza’, continúa diciéndonos.
Acción de gracias y alabanza que damos con nuestra respuesta de fe y de amor. Por eso nos dice Pedro hoy: ‘Ahora que estáis purificados por vuestra respuesta a la verdad y habéis llegado a quereros sinceramente como hermanos, amaos unos a otros de corazón e intensamente… mirad que habéis vuelto a nacer… por medio de la Palabra de Dios viva y duradera… Palabra del Señor que permanece para siempre. Y esa Palabra es el Evangelio que os anunciamos’.

martes, 25 de mayo de 2010

Y en la edad futura, vida eterna

2Ped. 1,. 10-16;
Sal. 97;
Mc. 10, 28-31

‘El que os llamó es santo; como El, sed también vosotros santos en toda vuestra conducta…’ Una nueva invitación a la santidad escuchamos hoy. La llamada a alcanzar la vida eterna, ‘vuestra propia salvación’, que escuchamos ayer se tiene que traducir en una vida más santa que hemos de vivir cada día.
San Pedro en su carta recuerda cómo todo el Antiguo Testamento es como un anticipo y una preparación para el tiempo final, para la venida de nuestro Señor Jesucristo en la plenitud de los tiempos. Como dice el apóstol ‘la salvación fue el tema que investigaron y escrutaron los profetas, los que predecían la gracia destinada a vosotros’. Todo aquello que ellos vieron y anunciaron proféticamente, ‘los sufrimientos de Cristo y la gloria que seguiría… ahora se os anuncia por el Evangelio con la fuerza del Espíritu enviado del cielo’.
Por eso insiste en esa vida santa. ‘Estad interiormente preparados… controlándoos bien, a la expectativa del don que os va a traer la revelación de Jesucristo’. Conocer a Jesús, seguir su camino, llamarnos y vivir como cristianos significa una transformación de nuestra vida, como tantas veces hemos repetido. Vivíamos como en la ignorancia cuando no conocemos a Jesús y su salvación. Por eso nos dice: ‘no os amoldéis más a los deseos que teníais antes, en los días de la ignorancia’.
Acabamos de celebrar la gran fiesta de Pentecostés con la efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, sobre toda la Iglesia y también en nuestra propia vida. Es lo que vivimos y celebramos. Y como hemos reflexionado en su celebración, es el Espíritu que nos conduce a la verdad plena, nos ayuda a comprender todo el misterio de Dios que nos salva y que celebramos en los sacramentos; es el Espíritu que se hace presente en la vida de la Iglesia en la que hemos podido conocer a Jesús, crecer en nuestra fe, sentirnos alimentados y fortalecidos con la gracia del Señor para vivir todo nuestro compromiso de amor.
Es el Espíritu que nos hace sentir y gozar allá en nuestro interior el gozo de nuestra entrega, la satisfacción más honda por lo bueno que podamos realizar; el que nos ayuda a comprender toda la trascendencia que tienen nuestros actos, nuestra vida buena y nos hará aspirar a esa vida eterna prometida, a esa salvación definitiva y plena que en el Señor podemos alcanzar.
De ello nos habla el evangelio. Tras lo que escuchamos que Jesús les decía a los discípulos sobre lo difícil que les era a los que tenían el corazón apegado a las riquezas entrar en el Reino de los Cielos, surge la pregunta o el comentario de Pedro. ‘Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido’. ¿Estará buscando alguna compensación interesada o alguna ganancia? ¿No es ya suficiente tener asegurado que podamos pasar por la puerta estrecha para entrar en el Reino de los cielos?
Hemos escuchado la respuesta de Jesús. ‘Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierra, por mí y por el evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más… con persecuciones, y en la vida futura, vida eterna’. ¿Nos quedamos en la materialidad de las palabras de Jesús para lo que recibimos en esta vida? Creo que podemos entenderlo como ese gozo de la entrega, esa satisfacción del alma, pero también la seguridad de la plenitud de vida en el amor que en Dios y con Dios vamos a tener por toda la eternidad.
Seamos santos, vivamos entregados en el amor, y aunque haya ocasiones que nos cueste y la dificultad nos puede venir por muchos caminos – Jesús habla claramente de persecuciones, sintamos el gozo de la trascendencia que le estamos dando a nuestra vida. En el Señor tenemos asegurado ese gozo eterno.

lunes, 24 de mayo de 2010

Alcanzando así la meta de vuestra fe, vuestra propia salvación

2Ped. 1, 3-9;
Sal. 110;
Mc. 10, 17-27

¿Merece la pena pasar todo lo que tenemos que pasar en esta vida por alcanzar la salvación prometida? ¿Merece la pena dejarlo todo por alcanzar la vida eterna?
Pueden parecer preguntas muy atrevidas y duras, pero siendo sinceros con nosotros mismos y viendo también las actitudes de mucha gente a nuestro alrededor, no están tan lejos de pensamientos que de una forma un otra nos surgen muchas veces en nuestro interior, aunque nos cueste confesarlo, o cosas que algunos o muchos se puedan plantear.
Algunas veces las cosas parece que se nos ponen difíciles, nos cuesta seguir el camino emprendido, podemos tener el peligro de perder la esperanza, vivimos quizá muy apegados a las cosas, lo que tenemos o lo que queremos poseer, tenemos que pasar por momentos en que se nos pone a prueba incluso nuestra fe y tenemos el peligro de dejarlo todo de la mano, cansados quizá de nuestras luchas, y simplemente dejarnos arrastrar por la vida.
Hemos de tener claro cuales son nuestras metas, las cosas por las que luchamos, la esperanza que tenemos en la vida y que nos da un sentido y una trascendencia, la certeza de la salvación que el Señor nos ofrece, para que entonces pongamos todo nuestro empeño y esfuerzo.
En el evangelio hoy contemplamos a alguien bueno, que con buena voluntad y buenos deseos en su corazón se acerca a preguntar a Jesús qué hay que hacer para alcanzar la vida eterna. Es una persona buena y cumplidora porque cuando Jesús le señala que cumpla los mandamientos, la ley del Señor, él responderá que eso lo ha cumplido desde su niñez. Jesús se le queda mirando con cariño, dice el evangelio. Aquí hay alguien al que se le pueden plantear metas más altas. Por eso le dice Jesús: ‘Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres – así tendrás un tesoro en el cielo – y luego sígueme’.
Aquí fue donde dio el parón. Romper las ataduras del corazón en su apego por las riquezas, eso cuesta más. ‘Frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico…’ dice el evangelista. Quizá hacer esporádicamente alguna cosa buena, estaría dispuesto a hacerlo. Pero la renuncia que le pedía Jesús era otra cosa. La pregunta que nos hacíamos al principio. ¿Merece la pena dejarlo todo por alcanzar la vida eterna? Jesús le está pidiendo que venda todo lo que tiene y le dé el dinero a los pobres para así tener un tesoro en el cielo. Era él quien le había preguntado a Jesús qué hacer para alcanzar la vida eterna. Pero quizá no había medido el alcance de lo que significa alcanzar la vida eterna.
El texto de la segunda carta del apóstol San Pedro también nos ilumina en este sentido. Bendice a Dios porque ‘en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo…’
Nacer de nuevo, dice el apóstol. Nos recuerda lo de Jesús a Nicodemo. Para mantenernos en esa esperanza, es necesario nacer de nuevo. Es un cambio total el que hay que hacer en nuestra vida. Es el cambio y la transformación que se realiza en nosotros por nuestra fe en Jesús y nuestra unión con El para vivir una nueva vida. Si seguimos con nuestras mentalidades, si seguimos con el corazón apegado a las cosas de aquí abajo, poco puede interesarnos la vida eterna, la salvación. Por eso es necesario estar dispuestos a nacer de nuevo.
Pero será algo que no hacemos por nosotros mismos, sino con la fuerza y la ayuda del Señor. ‘La fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación que aguarda a manifestarse en el momento final’. Y eso aunque nos cueste, nos veamos tentados o puestos a prueba. Las pruebas nos purifican. Las pruebas nos hacen fuertes. Las pruebas aquilatan nuestra vida aprendiendo a darle valor a lo que realmente tiene valor. ‘Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe – de más precio que el oro que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego – llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo… alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación’.
Sí, pasar todo lo que tengamos que pasar para alcanzar la salvación.

domingo, 23 de mayo de 2010

Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida


Hechos, 2, 12-11;
Sal. 103;
1Cor. 12, 3-7.12-13;
Jn. 20, 19-23


En aquella sala alta y aderezada que Jesús había solicitado - ¿a un pariente quizá? – para celebrar la Pascua con sus discípulos, y que ya desde entonces nosotros llamaríamos el Cenáculo, sucedieron muchas cosas. Con todo detalle les había señalado Jesús a los enviados cómo habían de encontrarla siguiendo a un hombre que entraba en la ciudad con un cántaro de agua.
Se había comenzado con la señal más honda y más significativa de lo que iba a ser el amor más grande cuando Jesús lave los pies de los discípulos. Luego durante la cena fue el lugar también de la institución de la Eucaristía como signo permanente y eterno de la Pascua más plena, de manera que a partir de entonces cada vez que comemos ese pan y bebemos de esa copa anunciaríamos la muerte del Señor hasta que vuelva.
Pero iba a ser también el lugar de la efusión del Espíritu para el nacimiento de un hombre nuevo y de una humanidad nueva en el perdón y en el amor. Lo fue en la primera aparición de Cristo resucitado, como nos narra Juan en el Evangelio y hoy hemos escuchado, o cincuenta días después en Pentecostés como Lucas en los Hechos de los Apóstoles nos describe cómo el Espíritu prometido por Jesús se derramaría sobre la Iglesia naciente en aquel grupo de los Apóstoles y los discípulos que allí estaban reunidos también con la madre de Jesús.
Es lo que hoy estamos celebrando. Pentecostés, no como fiesta judía de la Ley y de las ofrendas de las primicias de los frutos de la tierra, sino como la gran fiesta del Espíritu que se derramó entonces sobre los apóstoles y se sigue derramando en nosotros y en la Iglesia a través de los siglos.
Con muchos signos y prodigios se manifestó entonces la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles para que así pudieran captar mejor las maravillas que el Señor obraba en ellos y para que se expresara también que a partir de entonces todo tenía que ser nuevo y distinto porque una comunidad nueva comenzaba.
Ya podían proclamar con todo sentido que Jesús es el Señor, como Pedro proclamaría con toda valentía a las gentes que se congregaron a las puertas del Cenáculo atraídas por las señales que escucharon de que algo extraordinario había sucedido en aquellos ruidos como vientos recios que hicieron temblar el lugar. ‘Nadie puede decir Jesús es Señor, si no es bajo la acción el Espíritu Santo’ diría más tarde Pablo como hoy hemos escuchado en su carta.
Como un signo de lo que en verdad significa la acción del Espíritu en la Iglesia las gentes dispersas por la ciudad ahora se han congregado allí en la confesión de una misma fe a los que antes el pecado había dividido. Es el Espíritu que nos llama y nos congrega en un nuevo pueblo y en una nueva humanidad donde todos formamos un solo cuerpo y nos sentimos movidos por el amor.
Sucede ahora lo contrario que en Babel donde la confusión de las lenguas los había dispersado, porque ahora, aunque hablaran distintas lenguas según el lugar de donde procedía cada uno, todos sin embargo los oían hablar de las maravillas de Dios como si hablaran en su propia lengua. El Espíritu hace hablar el lenguaje del amor porque es el Espíritu del amor, y ese lenguaje sí que lo podemos todos entender.
El Cenáculo había sido hasta entonces un lugar cerrado porque los temores y las desconfianzas allí los habían encerrado; estaban con las puertas bien cerradas por miedo a los judíos cuando Cristo resucitado se les aparece en aquel primer día de la semana, y aún más, hasta se habían llenado de temor en el momento de la aparición de Jesús. Ahora, por la fuerza y la presencia del Espíritu, las puertas quedan abiertas y ya no pueden cerrarse más, porque allí había irrumpido el Espíritu y de allí había que salir con su fuerza y con su gracia a hacer el anuncio y dar el testimonio de la Buena Nueva de la Salvación para todos los hombres hasta los confines del mundo.
Se acabaron las dudas y los temores, han de disiparse para siempre los miedos y las desesperanzas, una valentía y un coraje nuevo tienen que arder en el corazón, y el fuego del Espíritu ya no podrá apagarse, sino más bien incendiar el mundo con el fuego del amor. ‘Fuego he venido a traer a la tierra, y qué quiero sino que arda’, había dicho un día Jesús. Ahora comienza a propagarse el incendio de la fe y del amor.
Es el Espíritu que se sigue derramando en nuestros corazones y nos hace comprender la realidad misteriosa que celebramos en los sacramentos; que infunde en nosotros el conocimiento pleno de la verdad revelada; que nos congrega en la confesión de una misma fe a los que andábamos divididos y confusos a causa del pecado.
El Espíritu que ha hecho de la Iglesia sacramento de unidad para todos los pueblos. El Espíritu que ha sido enviado como primicia a los creyentes a fin de santificar todas las cosas y llevar a plenitud su obra en el mundo. El Espíritu que nos santifica y nos llena de gracia y de vida, porque donde está el Espíritu ya no puede haber pecado ni muerte. El Espíritu Santo, dador de vida, fuente de vida inagotable y creciente que nos llena de santidad y de gracia. El Espíritu Santo que nos llena con sus dones y suscita en medio de la Iglesia los carismas y servicios que enriquecen al pueblo de Dios.
Muchas más cosas podríamos seguir diciendo de la acción de gracia del Espíritu Santo en nuestra vida y en la vida de la Iglesia. Muchas veces ha sido el gran desconocido para muchos cristianos, pero sin embargo ha ido actuando siempre en nuestros corazones, porque aún sin reconocerlo nosotros, ha sido el Espíritu Santo quien nos impulsa a lo bueno y a lo santo y el que ha ido guiando a la Iglesia a través de la historia; es el que nos ha llevado al conocimiento pleno de los misterios de Dios, que ‘nos ha hablado por los profetas’, como decimos en el Credo, y nos sigue hablando en el actuar de la Iglesia a través de los tiempos.
‘Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria’, decimos en el Credo. Hoy queremos expresar nuestra fe, cantar nuestra alabanza y bendición al Señor, porque en la unidad del Espíritu, por Cristo, con Cristo y en Cristo queremos tributar todo honor y toda gloria a Dios Padre todopoderoso. Somos conscientes que si queremos cantar esta alabanza y dirigir nuestra oración y acción de gracias a Dios, lo hacemos porque el Espíritu está en lo más hondo de nuestros corazones inspirándonos El ese misma cántico de alabanza y esa oración.
Que en el Espíritu nos sintamos congregados en unidad los que participamos del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.