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martes, 25 de mayo de 2010

Y en la edad futura, vida eterna

2Ped. 1,. 10-16;
Sal. 97;
Mc. 10, 28-31

‘El que os llamó es santo; como El, sed también vosotros santos en toda vuestra conducta…’ Una nueva invitación a la santidad escuchamos hoy. La llamada a alcanzar la vida eterna, ‘vuestra propia salvación’, que escuchamos ayer se tiene que traducir en una vida más santa que hemos de vivir cada día.
San Pedro en su carta recuerda cómo todo el Antiguo Testamento es como un anticipo y una preparación para el tiempo final, para la venida de nuestro Señor Jesucristo en la plenitud de los tiempos. Como dice el apóstol ‘la salvación fue el tema que investigaron y escrutaron los profetas, los que predecían la gracia destinada a vosotros’. Todo aquello que ellos vieron y anunciaron proféticamente, ‘los sufrimientos de Cristo y la gloria que seguiría… ahora se os anuncia por el Evangelio con la fuerza del Espíritu enviado del cielo’.
Por eso insiste en esa vida santa. ‘Estad interiormente preparados… controlándoos bien, a la expectativa del don que os va a traer la revelación de Jesucristo’. Conocer a Jesús, seguir su camino, llamarnos y vivir como cristianos significa una transformación de nuestra vida, como tantas veces hemos repetido. Vivíamos como en la ignorancia cuando no conocemos a Jesús y su salvación. Por eso nos dice: ‘no os amoldéis más a los deseos que teníais antes, en los días de la ignorancia’.
Acabamos de celebrar la gran fiesta de Pentecostés con la efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, sobre toda la Iglesia y también en nuestra propia vida. Es lo que vivimos y celebramos. Y como hemos reflexionado en su celebración, es el Espíritu que nos conduce a la verdad plena, nos ayuda a comprender todo el misterio de Dios que nos salva y que celebramos en los sacramentos; es el Espíritu que se hace presente en la vida de la Iglesia en la que hemos podido conocer a Jesús, crecer en nuestra fe, sentirnos alimentados y fortalecidos con la gracia del Señor para vivir todo nuestro compromiso de amor.
Es el Espíritu que nos hace sentir y gozar allá en nuestro interior el gozo de nuestra entrega, la satisfacción más honda por lo bueno que podamos realizar; el que nos ayuda a comprender toda la trascendencia que tienen nuestros actos, nuestra vida buena y nos hará aspirar a esa vida eterna prometida, a esa salvación definitiva y plena que en el Señor podemos alcanzar.
De ello nos habla el evangelio. Tras lo que escuchamos que Jesús les decía a los discípulos sobre lo difícil que les era a los que tenían el corazón apegado a las riquezas entrar en el Reino de los Cielos, surge la pregunta o el comentario de Pedro. ‘Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido’. ¿Estará buscando alguna compensación interesada o alguna ganancia? ¿No es ya suficiente tener asegurado que podamos pasar por la puerta estrecha para entrar en el Reino de los cielos?
Hemos escuchado la respuesta de Jesús. ‘Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierra, por mí y por el evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más… con persecuciones, y en la vida futura, vida eterna’. ¿Nos quedamos en la materialidad de las palabras de Jesús para lo que recibimos en esta vida? Creo que podemos entenderlo como ese gozo de la entrega, esa satisfacción del alma, pero también la seguridad de la plenitud de vida en el amor que en Dios y con Dios vamos a tener por toda la eternidad.
Seamos santos, vivamos entregados en el amor, y aunque haya ocasiones que nos cueste y la dificultad nos puede venir por muchos caminos – Jesús habla claramente de persecuciones, sintamos el gozo de la trascendencia que le estamos dando a nuestra vida. En el Señor tenemos asegurado ese gozo eterno.

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