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sábado, 19 de septiembre de 2020

No nos desanimen los momentos de desconcierto con que tropecemos en la vida, sino sigamos sembrando con esperanza la buena semilla que haga fructificar nuestro mundo

 


No nos desanimen los momentos de desconcierto con que tropecemos en la vida, sino sigamos sembrando con esperanza la buena semilla que haga fructificar nuestro mundo

1Corintios 15, 35-37. 42-49; Sal 55; Lucas 8, 4-15

Hay momentos en que nos sentimos desconcertados en la vida porque quizás habíamos puesto mucha ilusión en algo que emprendíamos, una iniciativa nueva quizás trabajada con esperanza de unos frutos con los que podríamos lograr una vida mejor, pero las cosas no prosperaron, lo que esperábamos conseguir se vio mermado en sus frutos y algo así sentimos como sensación de fracaso por no haberlo logrado. Pueden ser nuestros trabajos, un negocio que emprendemos, la tarea que como padres queremos realizar con nuestros hijos que por mucho que quisimos luego no llegamos a palpar los frutos de nuestra tarea educadora, y así podíamos pensar en muchas situaciones.

Quienes queremos realizar una tarea pastoral en la Iglesia ponemos mucho empeño en la tarea que queremos realizar asumiendo unas responsabilidades y son los catequistas que trabajan con los niños o los jóvenes en la tarea de la educación en la fe, serán los que quieren animar grupos de trabajo en las parroquias, los que quieren realizar una tarea misionera en sus ambientes y forman parte de grupos apostólicos; pero puede sucedernos como antes mencionábamos que hay momentos en que nos sentimos desconcertados porque después de mucho esfuerzo parece que todo se esfumó, las personas en las que teníamos esperanza de frutos de vida cristiana de repente se vinieron abajo y abandonaron. Sentimos desencanto, sentimos desilusión, a veces nos sentimos fracasados sin en verdad no nos hemos fortalecido espiritualmente para esa tarea. ¿Qué ha sucedido para encontrar estas respuestas negativas?

Quizá, los mayores al menos eso nos parece recordar, hemos vivido en nuestra historia reciente momentos de gran fervor, de gentes que Vivian intensamente su religiosidad, donde contemplábamos quizá nuestros templos llenos de feligreses, pero de la noche a la mañana, nos parece, todo eso se ha enfriado, no hay el mismo fervor en las gentes, nuestros templos se han vaciado de feligreses. Sentimos quizá la angustia de preguntarnos qué es lo que hicimos, qué hicimos mal para tener estos resultados que ahora nos parecen tan negativos.

Escuchando la parábola que nos propone hoy Jesús en el evangelio me han venido a la mente estos pensamientos, aunque nos pudiera parecer que no tiene relación una cosa con otra. La parábola es la del sembrador y que hoy escuchamos en el evangelio de san Lucas, estamos más habituados quizá a escuchar la misma parábola en el evangelio de san Mateo. El sembrador que sale a sembrar la simiente y lo va haciendo por todos lados.

Es así como esa buena semilla cae en tierra pero en diferentes terrenos; en todos parece que quiere brotar, pero en muchos de ellos va a encontrar dificultad no solo para germinar sino para luego poder crecer y llegar a dar fruto. La parábola nos habla del terreno duro y repisado del borde del camino, como nos hablará del terreno hecho un pedregal y sequedal, como también de los terrenos llenos de abrojos y malas hierbas; solo la semilla caída en tierra buena y preparada será la que dará fruto, pero también nos dice que no todo el fruto es el mismo porque producirá en diferentes proporciones.

Es lo que con la parábola ilumina esas situaciones de las que hemos venido hablando. Las actitudes del corazón de las personas son muy variadas; y digo las actitudes pero quizá tendríamos que decir mucho más, porque ahí están nuestras costumbres enraizadas en nuestra vida, ahí están las influencias que desde distintos lados podemos estar recibiendo, ahí están las rutinas de nuestra vida y los apegos a las cosas en la confusión de no saber qué es lo verdaderamente principal, ahí está esa tendencia a vivir un materialismo que nos lleva a querer disfrutar de lo primero que aparece delante de nosotros sin saber discernir bien porque quizás nos tomamos con mucha superficialidad la vida, ahí está ese dejarse llevar por lo primero que salga, el que no querer detenernos a pensar y reflexionar en algo hondo que pueda dar un sentido a la vida rehusando todo lo que nos pueda hacer pensar y reflexionar sobre nuestra misma vida. Son esos distintos terrenos en las que cae la semilla.

Quizá alguien podría decirnos que el sembrador tenía que haberse preocupado antes de preparar el terreno, como intenta hacer todo buen agricultor. Pero en el mensaje que quiere trasmitirnos la parábola el que llegue así la semilla a bote pronto a cualquier terreno quizás nos quiere interpelar a los que la escuchamos para que empecemos por darle importancia a esa semilla que llega a nosotros y no simplemente por azar sino que es algo con lo que Dios quiere interpelarnos a cada uno de nosotros porque de cada uno de nosotros está esperando un fruto, que no tiene que ser igual en todos, sino que cada uno responderemos desde lo que somos y desde lo que es nuestro terreno.

Hoy esta semilla está llegando a quienes queremos escucharla y recibirla. Respetemos que otros no estén interesados aunque con el deseo de que un día ellos también abran su terreno para acoger esa semilla. A ti y a mí que ahora nos está llegando esta semilla nos llega una interpelación muy profunda para que demos fruto, pero quizá también para que seamos sembradores de buena semilla en ese mundo que nos rodea, aunque algunas veces lo veamos endurecido y reseco o lleno de abrojos. No olvidemos que ahí también tenemos que sembrar la semilla, respetando la respuesta que cada uno quiera dar, pero ayudando de nuestra parte para que alguien pueda encontrarle su sentido.

viernes, 18 de septiembre de 2020

Caminemos con Jesús de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, proclamando a anunciando la Buena Nueva del Reino que tanto necesita hoy nuestro mundo

 


Caminemos con Jesús de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, proclamando a anunciando la Buena Nueva del Reino que tanto necesita hoy nuestro mundo

1Corintios 15, 12-20; Sal 16; Lucas 8, 1-3

‘Jesús iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena Noticia del reino de Dios’. Así nos dice hoy el evangelio. Y es una imagen que grabamos fácilmente en nuestra imaginación y que casi contemplamos con gran realismo como si nosotros hubiéramos ido también insertos en aquella comitiva. Ya lo había dicho Jesús que tenía que salir también por otros lugares, no podía quedarse en Cafarnaún en las orillas del Tiberíades.

En distintos momentos del evangelio contemplamos esa comitiva, unas veces solo los discípulos más cercanos, en ocasiones gentes que se les iban agregando a su paso por los pueblos, había gente que se ofrecía para formar parte del grupo aunque Jesús les pusiera sus condiciones, o como en esta ocasión también le acompañaban algunas mujeres que o bien se habían visto liberadas del mal por el poder de Jesús o quienes en su generosidad incluso aportaban sus bienes para las necesidades del grupo.

En ocasiones atravesaban en barca el lago para llegar con mayor prontitud a los lugares más distantes, o se dirigían incluso al otro lado del lago a la región de los gerasenos. Le contemplamos en la alta Galilea ya en los límites con las ciudades fenicias donde incluso una mujer arrancará de Jesús la curación de su hija, o irán cercanos incluso a las fuentes del Jordán, en la región donde se había levantado en honor del Cesar la ciudad de Cesarea de Filipo, lugar de hermosas confesiones de Simón y de promesas de Jesús.

Igualmente le veremos atravesar Samaria, o  bajar por el valle del Jordán atravesando Jericó para dirigirse a Jerusalén. En Judea lo contemplaremos en Jericó como hemos mencionado o en las poblaciones cercanas a Jerusalén por donde solían atravesar las caravanas venidas de Galilea por el Valle del Jordán siendo Betania una de las más mencionadas como lugar de paso de Jesús. La ciudad santa será escenario en repetidas fiestas de la presencia, de la Palabra y de los signos de Jesús, el ciego de Nacimiento enviado a Siloé, o el paralítico de la piscina de las ovejas que serán los más destacados.

Al hilo de lo que nos ha dicho hoy el evangelio he querido recordar aunque no de forma exhaustiva algunos de esos recorridos que Jesús hacía por los pueblos y ciudades anunciando el Reino, proclamando la Palabra de Dios. De Galilea podríamos mencionar Nazaret, su pueblo, o la vecina Caná de Galilea de donde procedía alguno de los apóstoles, Betsaida la patria de Andrés y Simón Pedro, como otros lugares donde no siempre acogieron con buen espíritu su predicación. Pero igual le vemos detenerse en los caminos, participar en los acontecimientos de las familias o dejarse invitar a reuniones o comidas familiares, irse a lugares apartados y descampados, o subir a la montaña para desde allí enseñar a la multitud reunida.

Cuando tenemos la suerte de visitar Tierra Santa – tuve esa dicha en dos ocasiones hace ya unos cuantos años - la tierra que hollaron los pies de Jesús, podíamos decir que a cada paso que damos vamos teniendo un recuerdo de esa presencia de Jesús y cuando con espíritu de fe hacemos ese camino casi parecen resonar en nuestros oídos las palabras de Jesús, sus parábolas y sus enseñanzas, sus anuncios del Reino de Dios.

Mientras hemos ido reviviendo este recorrido en la reflexión en torno al evangelio que nos estamos haciendo quizá haya podido resonar en nuestro corazón una llamada del Señor. Antes de su Ascensión al cielo nos prometió que recibiríamos el don del Espíritu Santo para que con su fuerza fuéramos sus testigos hasta los confines del mundo. ‘Id al mundo entero…’ nos dijo. Ha sido la labor que otros testigos de Jesús han ido realizando a lo largo de los siglos y por eso ha llegado la Buena Nueva de Jesús hasta nosotros.

Pero ese testigo está también en nuestras manos, somos también enviados y tenemos que comenzar por la Jerusalén de donde vivimos, pero salir también a los caminos, tenemos que saber llegar a cuantos nos rodean porque el mundo está necesitando esa Buena Noticia del Evangelio. Creo que los cristianos estamos medio adormecidos o quizá con muchos temores en el corazón. Necesitamos despertar, necesitamos salir a los caminos, necesitamos volver a ir al encuentro de los demás con el mensaje de Jesús.

Hay tantos en nuestro entorno que no le conocen, aunque decimos que vivimos en un mundo o en un ambiente cristiano, aunque una gran mayoría incluso esté bautizada – que ya no todos en nuestro entorno están bautizados -, y es necesario anunciarles el evangelio de Jesús. Dejemos a un lado nuestros miedos y cobardías y no olvidemos que con nosotros siempre está la fuerza del espíritu Santo prometido por Jesús.

jueves, 17 de septiembre de 2020

No nos quedemos en formalismos ni en ritualismos sino que busquemos siempre el encuentro vivo y sincero, el encuentro lleno de amor que nos llenará de vida

 


No nos quedemos en formalismos ni en ritualismos sino que busquemos siempre el encuentro vivo y sincero, el encuentro lleno de amor que nos llenará de vida

1Corintios 15, 1-11; Sal 117; Lucas 7, 36-50

Algunas veces hay cosas que en si mismas tendrían un hondo sentido humano, de cercanía y de amistad, pero que sin embargo tenemos el peligro de desvirtuar cuando no ponemos algo en aquello que hacemos como meramente formal. Una comida es signo y una muestra de amistad, sentamos en nuestra mesa a aquellos que apreciamos, y el encuentro en torno a una comida más que la comida en sí vale por lo que significa de encuentro y de tender lazos de amistad. Es algo de lo que vemos en el evangelio de hoy que además tiene muy hondos significados.

¿Por qué invitó aquel fariseo a Jesús a comer a su casa? No queremos entrar en juicios descalificatorios del actuar del fariseo, pero nos atenemos a lo allí sucedido. ¿Era una muestra de amistad y aprecio hacia Jesús? Bien sabemos que también había fariseos que querían escucharle y vemos cómo Nicodemo acude de noche a Jesús. ¿Quedar bien ante aquella situación que se iba desarrollando aunque aún no entendiera plenamente lo que Jesús pretendía? ¿Acaso poner a prueba a Jesús para ver sus reacciones, tal como vemos que en otras ocasiones hay fariseos y escribas al acecho de lo que hace Jesús?

Apreciamos sin embargo que aquella comida era meramente formal; quizá se sintiera presionado por sus otros compañeros fariseos que estaban también invitados a la misma mesa por aquello de los respetos humanos. No había cercanía porque le veremos luego con sus pensamientos y sospechas en su interior ante lo que va sucediendo y lo que Jesús realiza. La acogida con el agua que se ofrecía al huésped según llegara a la puerta, los besos de saludo a los que eran tan dados los orientales y los mismos fariseos habían faltado, los perfumes como era habitual para hacer más agradable la estancia de sus invitados brillaban por su ausencia. Esos ritos, llamémoslo así, que se ofrecían como signo de hospitalidad en esta ocasión no se habían realizado. Algo hondo había faltado en lo que se suponía tenía que ser un hermoso encuentro.

Pero lo sorprendente fue la presencia de aquella mujer, una pecadora pública, que se atreve a introducirse en la sala del banquete y llegar hasta los pies de Jesús. Tales son sus lágrimas que se ven lavados los pies cuando agua antes no se le había ofrecido; los besos humildes de amor se multiplicaban en los pies de Jesús y el frasco de alabastro lleno de caro perfume se derramó sobre los pies de Jesús inundando su perfume toda la estancia y a los comensales.

Por el interior del corazón y la mente del fariseo que había invitado a Jesús su sucedían imágenes contrapuestas y los deseos de expulsar a aquella mujer, pero también la sorpresa de ver que Jesús se dejaba tocar así por una mujer pecadora que le besaba de tal manera sus pies. ‘Si supiera quién es esta mujer…’ pensaba el fariseo en su interior, en un interior lleno quizá de rabia y de impotencia por no saber qué hacer o cómo actuar.

Pero es Jesús el que conoce los pensamientos de Simón y el que se adelanta a tomar la palabra. Ya conocemos la pequeña parábola que Jesús le propone de los dos hombres que fueron perdonados y donde pregunta Jesús quién le amará más. Resalta Jesús que sí conoce que aquella mujer es pecadora, pero que ha tenido los gestos de hospitalidad y cercanía que Simón no había tenido, porque aunque era pecadora había ahora mucho amor en su corazón y todas aquellas muestras eran de arrepentimiento. En aquella mujer no había formalidades sino que en aquella mujer había sinceridad y había amor. Por eso sus muchos pecados le eran perdonados, porque amaba mucho.

Hermosa lección la que podemos aprender hoy en este evangelio. Unos gestos y unos signos que nos están invitando a la sinceridad y a la autenticidad. Somos pecadores, pero seamos capaces de poner mucho amor en nuestra vida y en nuestro arrepentimiento.  Quizá tendría que hacernos pensar en cómo es la manera con que nos acercamos nosotros a Jesús buscando su perdón, cómo nos acercamos y vivimos el mismo sacramento de la Penitencia.

Cuántas veces vamos por puro formalismo, porque toca confesarnos, porque llega la semana santa o acaso hace tiempo que no lo hacemos y pensamos que tendríamos que hacerlo; pero quizá vamos por cumplir, porque nos falta en que queramos de verdad ir al encuentro del Señor que sabemos que nos ama y que nos ofrece su perdón. Se nos queda quizá muchas veces en ritualismo pero no hay encuentro, confesamos es cierto nuestros pecados, pero vamos a ver como terminamos lo más pronto posible y nos falta esa apertura del corazón, esas muestras verdaderas de amor para un auténtico arrepentimiento. Quizá mucho en este aspecto nos puede hacer pensar este pasaje del evangelio.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Hemos de despertar, quitarnos esa máscara de la indiferencia con que tantas veces nos vestimos para dejarnos impresionar por Jesús y poner más coherencia en la vida


Hemos de despertar, quitarnos esa máscara de la indiferencia con que tantas veces nos vestimos para dejarnos impresionar por Jesús y poner más coherencia en la vida

1Corintios 12, 31 – 13,13; Sal 32; Lucas 7, 31-35

‘¿A quién, pues, compararé los hombres de esta generación? ¿A quién son semejantes?’ una pregunta que se hace Jesús con la gente de su tiempo. ¿Valdrá esta pregunta también para definir o para buscar una definición de la gente de nuestro tiempo? Jesús habla de los niños que indiferentes están en la plaza y parece que nada les motiva. Suena la música, hay una invitación a la fiesta y a la alegría, surge quien les invita a los juegos y quiere poner un poco de animación a sus caras aburridas e indiferentes, y parece que nada les mueve. Como dice también vienen gentes con sus lamentaciones – era muy propio en aquel tiempo lo de las plañideras – e indiferentes se quedan también sin que surja una lágrima de sus ojos.

Lo que se nos está planteando es cuál es nuestra reacción ante las diferentes situaciones de la vida que van surgiendo y que a todos en cierto modo nos van afectando, aunque también hemos de reconocer que el planteamiento va mucho más allá. Pero vayamos por partes. Nos podemos encontrar a esos espectadores de la vida, pero que la contemplan fríamente y parece que nada les inmuta como si no fuera con ellos. Como los que se ponen al borde de la plaza en la hora de la fiesta y en nada participan, pero sí están quizá con ojo avizor para ver donde está el fallo, lo que puede salir mal, y hacer no hacen nada, pero criticar a los que hacen es la tarea más fácil que saben hacer. Ven la vida como un desfile que pasa ante ellos pero que ni les va ni les viene.

Tenemos el peligro de perder la sensibilidad, de acostumbrarnos a las cosas, de no darle importancia a nada mientras a mí no me afecte y sobre todo mientras no me toque los bolsillos, y todos entendemos. Nos contentamos quizá con decir es que la vida es así. Pero no somos sensibles ante lo que puedan estar sufriendo esas personas, vamos perdiendo sentido de humanidad, que no es solo la compasión que podamos sentir por el sufrimiento de los demás, sino que parece como si no nos sintiéramos miembros y participes de una misma humanidad. Y caemos en la pendiente resbaladiza de insensibilidad que nos lleva a la insolidaridad más cruel. Eso que lo resuelvan otros, nos decimos y como quien dice así nos quitamos el muerto de encima.

Es cierto que vemos surgir en la sociedad hermosas corrientes de solidaridad y aunque no fuera por otros motivos van surgiendo numerosas organizaciones, esas que llamamos no gubernamentales, cuya finalidad es la solidaridad, crear campañas ante situaciones de miseria o de injusticia que podemos encontrar en cualquier rincón del mundo pero que siempre pensamos en los llamados países del Tercer Mundo.  Van aflorando muchos movimientos asociativos para la gente reunirse para trabajar por mejorar su entorno o para hacer por los demás, pero en el fondo seguimos contemplando mucha insolidaridad, mucha insensibilidad ante problemas y personas que quizá en ocasiones tenemos bien cerca de nosotros pero que no terminamos de ver.

Creo que ya con esto nos estaríamos haciendo una hermosa reflexión a la que nos ha dado pie las palabras de Jesús que mencionábamos al principio. Pero ya dejábamos pendiente otros aspectos a los que nos podría estar haciendo referencia Jesús con sus palabras. Y es la actitud que tienen ante su persona. Sabemos del entusiasmo de los pobres y de los enfermos, de todos aquellos que veían renacer sus esperanzas en el corazón en la espera de la pronta venida del Mesías; pero sabemos también de tantos que están a la distancia, tantos a los que quizá no les dice nada las palabras de Jesús, como tantos que hay en la vida que parece que siempre vienen de vuelta y ya por nada se impresionan.

Sabemos bien cuántos estaban al acecho de lo que Jesús dijera o hiciera. Estaban los que se oponían abiertamente y abiertamente venían con sus dudas, con sus problemas de increencia, con su oposición manifiesta. Pero estaban también los indiferentes, los que pasaban de largo – qué bien los define Jesús con sus parábolas – a los que nada les llama la atención ni se dejan impresionar por las obras de Jesús. Recordemos que en su propio pueblo se pusieron en contra y terminaron rechazándole a pesar de los orgullos patrios que en principio sentían por las palabras y las obras de Jesús; quisieron despeñarlo por un barranco.

Pero bien, lo que tenemos ahora nosotros que plantearnos es cómo estamos nosotros ante Jesús, ante la Iglesia, ante la vivencia religiosa de la fe, ante el compromiso que se nos exigiría como cristianos. Y reconozcamos que hasta incluso los que vamos a la Iglesia muchas veces vivimos fríamente nuestra fe, con mucha tibieza, no terminamos de implicarnos, queremos en muchas ocasiones ver los toros desde la barrera.

¿Qué necesitamos para despertarnos? ¿Cómo vamos a quitarnos esas máscaras de indiferencia con que nos manifestamos tantas veces? ¿Tendremos que poner más sinceridad en lo que hacemos, más congruencia, coherencia en nuestra vida? ¿Vamos a dejarnos impresionar por las palabras y la obra de Jesús?

 

martes, 15 de septiembre de 2020

El amor de madre la hace estar en el dolor junto a Jesús al pie de la cruz, desde entonces será la Madre del Amor que estará siempre al lado de sus hijos, al lado de la Iglesia

 


El amor de madre la hace estar en el dolor junto a Jesús al pie de la cruz, desde entonces será la Madre del Amor que estará siempre al lado de sus hijos, al lado de la Iglesia

Hebreos 5, 7-9; Sal 30; Juan 19, 25-27

Una madre sabe siempre donde está un hijo que sufre. No es necesario que nadie se lo cuente, su corazón tiene una sintonía especial para escuchar los latidos del amor y del sufrimiento. Será la primera que se pondrá al lado del corazón dolorido del hijo, aunque el hijo no le cuente, ella sabe descifrar como nadie el ritmo de esos latidos y presurosa se pondrá en camino para ese encuentro de amor.

En contadas ocasiones el evangelio hará notar la presencia de María junto a Jesús a la hora del anuncio del Reino. Habrá una ocasión en que el evangelista nos dice que María y los hermanos andaban buscando a Jesús y casi no podían llegar a El a causa del gentío.  Y María vuelve a desaparecer en ese tiempo de la predicación. Y ahora de nuevo la encontramos que se cruza con Jesús en la calle de la amargura y estará como nadie desde ese momento en pie y al pie de la cruz.

Las imágenes piadosas que los artistas nos han plasmado de la presencia de María junto a Jesús en esos momentos muchas veces nos la presentan retorciéndose de dolor y demasiado la llamamos Madre de las Angustias y de los Dolores. Pero la expresión latina que san Jerónimo empleó para traducir del griego fue ‘stabat’. Estaba, que quiere decir que estaba firme, allí de pie, junto a la cruz, sí, es cierto, con el dolor de una madre en el corazón, pero sobre todo con la fortaleza del amor que nos hace estar prontos para la ayuda o para el consuelo, pero con la fortaleza del amor que nos hace estar firmes y seguros de nuestro lugar y nuestra función. Así quiero yo contemplar a María al pie de la cruz de Jesús, tal como hoy la liturgia quiere que la celebremos.

Allí estaba María con la ofrenda de su amor, con la ofrenda del amor como solo una madre sabe hacerlo. Era el momento supremo del sacrificio de Jesús donde se estaba manifestando el amor más maravilloso y el amor más grande. Nadie ama tanto como aquel que da su vida por el amado. Es lo que hacía Jesús, porque todo era una ofrenda de amor. Era a lo que la madre se estaba uniendo. Por eso a partir de ese momento ya no es solo la madre de Jesús sino que va a ser la madre de todos los redimidos. Así la confiaba Jesús al discípulo amado, así la confiaba a su Iglesia. ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre’. Y Juan la recibió en su casa, y la Iglesia la ha tenido y sentido siempre como madre.

La que un día nos dijo que hiciéramos como El nos dijera, ejemplo estaba dando porque estaba haciendo como Jesús. Y María se une a la pascua de Cristo, a la pasión y la muerte de Jesús; por eso quizá exagerando los términos porque uno solo es el Redentor, Cristo Jesús, a ella la llamamos corredentora, porque así también ella en el momento de la muerte de Jesús hizo también su ofrenda de amor. Si la llamamos así en lo que pueda parecer un exceso de amor por nuestra parte quiere significar cómo sentimos nosotros que María realizó su función.

Ella había dicho Sí, y era un Sí total de su vida. Ahora llegaba a un momento cumbre de amor y de alguna manera está abriéndonos caminos, está yendo delante de nosotros para hacernos comprender como tenemos que envolver toda nuestra vida de amor. Está queriendo hacernos comprender que solo desde el amor el dolor tiene sentido, que solo desde el amor podremos hacer el camino que nos hace vivir también la pascua como la de Jesús, que solo desde el amor podemos transformar el mundo para hacerlo mejor, que solo desde el amor sabremos acercarnos también al lado de los que sufren no solo para el consuelo de unas palabras bonitas sino para ayudar a transformar esas vidas y desde ese sufrimiento vivido también desde el amor restaurar sus vidas, sanar esos corazones desgarrados, encontrar el sentido de una vida mejor.

Contemplamos a María hoy al pie de la Cruz, la llamamos en nuestra devoción Madre y Virgen de los Dolores, queremos sentirla con su amor de Madre a nuestro lado  y queremos invocarla como Madre del Amor. Sintamos que como Madre camina con nosotros y nos está enseñando los auténticos pasos del amor.

lunes, 14 de septiembre de 2020

En el duro camino de la vida, en el camino de la fe que en ocasiones se nos llena de oscuridades la Cruz es la enseña del amor y es la bandera de nuestra esperanza

 


En el duro camino de la vida, en el camino de la fe que en ocasiones se nos llena de oscuridades la Cruz es la enseña del amor y es la bandera de nuestra esperanza

Números 21, 4b-9; Sal 77; Juan 3, 13-17

Los caminos de la vida en ocasiones se nos hacen duros y costosos, se nos llenan de dificultades, de sombras; todo lo que signifique ascensión – y así ha de ser siempre el camino de la vida – entraña esfuerzo, sacrificio, porque cada paso que demos ha de tener mayor altura dejando atrás muchas cosas. En ocasiones nos cansamos, aunque tengamos clara cual es nuestra meta; quizá no la alcanzamos a ver, pero sabemos que ahí está y que tenemos que esforzarnos por alcanzarla.

Al decir estas palabras me veo a mi mismo subiendo a una montaña con el ansia de llegar a la cima aunque nos cueste, y digo me veo subiendo a una montaña como tantas veces ascendí a lo más alto de nuestro Teide, quizá sintiendo el vértigo de la altitud pero queriendo poner todo mi esfuerzo por alcanzar la cima. Allí en lo alto estaba la meta. Siempre hay una esperanza en nuestra vida.

Es una imagen con la que he querido iniciar esta reflexión que por una parte me hace mirar la referencia de la primera lectura que nos habla del pueblo hebreo en la larga y costosa travesía por el desierto. Muchos cansancios, muchas carencias y dificultades, muchas luchas que tuvieron que mantener incluso con los pueblos por los que hacían la travesía, la dureza y sequedad del desierto en que escaseaba el agua o se veían atacados por plagas como en el caso a que hoy se hace referencia de las serpientes venenosas; muchos momentos de dudas, de deseos de volver atrás o de no haber emprendido aquella aventura por la libertad, muchas protestas incluso contra Dios. ¿No nos pasa a nosotros igual muchas veces en nuestras luchas? ¿Habremos perdido alguna vez la esperanza?

Moisés levantó como un estandarte en medio del campamento aquella señal de la serpiente para que mirando hacia lo alto su mirada fuera más allá para poner toda su confianza en el Señor. Aquel estandarte como a los soldados en la batalla les dio valor para seguir adelante y se sentían sanados y salvados. Pero todo eso se convierte en un signo para nosotros. Jesús hace referencia a ello en el evangelio que escuchamos. ‘Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna’. Así renace en la cruz para nosotros la esperanza.

‘Así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre’, nos dice. Hoy estamos celebrando la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz y hacia ella nosotros elevamos nuestros ojos. Pero miramos a la cruz para ver quien en ella está crucificado. Porque es Jesús quien es nuestro Salvador y hacia El elevamos nuestros ojos. La cruz se convierte para nosotros en ese estandarte, como lo de la serpiente en el desierto o como la bandera que llevan los soldados en la batalla que levanta su ánimo para la lucha y se sienten fuertes.

Es lo que nosotros necesitamos en ese camino de ascensión, como decíamos al principio para que no desistamos en nuestro empeño, en nuestro esfuerzo. Frente a los momentos de desánimo que podamos sentir en la lucha de la vida de cada día, frente a esos momentos de decaimiento en que nos parece que nos sentimos sin fuerzas para seguir avanzando, frente a esos momentos en que parece que todo está en contra nuestra y las dificultades se multiplican, frente a esos momentos de oscuridad en que nos llenamos de dudas o en que nos cuesta ver con claridad hacia donde vamos, tenemos ante nosotros la enseña, el signo, la bandera de la cruz que nos está gritando la Buena Nueva de la Salvación que nos viene por Jesús. Es el signo del amor y es la bandera de la esperanza.

No miramos la cruz como signo tenebroso y de muerte. A muchos no les gusta que le hablen de la cruz, olvidándose quizá de la cruz que llevan en su carne día a día, porque además siempre en nuestra vida estará presente el sufrimiento. A muchos les parece cruel y sanguinario el signo de la cruz, pero se olvidan del amor que en ella puso Jesús para ser nuestra salvación. No hay amor más grande. La cruz para nosotros significa el amor más grande. Y El se dio con el amor más grande, porque entregó su vida, porque se dio totalmente por nosotros pasando por la cruz y por la muerte pero a quien contemplamos para siempre resucitado y glorioso.

domingo, 13 de septiembre de 2020

Perdonemos con la sublimidad divina del amor curándonos a nosotros mismos de resentimientos y dureza del corazón para sentir la verdadera paz

 


Perdonemos con la sublimidad divina del amor curándonos a nosotros mismos de resentimientos y dureza del corazón para sentir la verdadera paz

Eclesiástico 27, 33 – 28, 9; Sal 102; Romanos 14, 7-9; Mateo 18, 21-35

Predicamos la tolerancia y luego en el día a día somos terriblemente intolerantes sobre todo con aquellos que no nos caen bien, o a los que sentimos como adversarios nuestros en la manera de plantearse las cosas porque quizás tienen otra visión de la vida y de las cosas, o con aquellos con los que nos sentimos molestos por algo que hicieron que no nos gustó y a los que ahora no le pasamos nada.

Digo predicamos, pero lo digo en el sentido de que en nuestra conversación con los demás nos encontramos con personas que nos pintan maravillas y nos dicen que no seamos intolerantes porque respetemos las decisiones o las ideas de los demás. Como hemos comentado en alguna ocasión, cuando hablamos podemos decir cosas maravillosas pero luego no somos congruentes con esas ideas que hemos expresado anteriormente.

Y aquí nos encontramos con el tema que nos presenta el evangelio de hoy y los planteamientos que hace para nuestra vida. Y es que con nosotros mismos somos una maravilla de tolerantes, porque todo nos lo perdonamos o pretendemos que los demás comprendan lo que hacemos aunque hayamos obrado mal y sean misericordiosos con nosotros; siempre queremos tener la comprensión y el perdón para lo que hacemos mal, buscándonos mil disculpas y justificaciones, pero no obramos con la misma medida para con los demás.

Y es cuando queremos poner limitaciones a la comprensión que podamos sentir hacia los demás, porque, como decimos, todo tiene un límite. Pero el planteamiento de amor que nos hace Jesús para nuestras mutuas relaciones no tiene límites. No podemos decir nunca que somos generosos hasta cierto punto, porque eso no seria generosidad. No podemos andarnos con generosidades egoístas, donde estemos planteando unas exigencias para los demás que entrañan al mismo tiempo un límite a nuestro amor.

Comienza el evangelio de hoy con la pregunta de Pedro que refleja muy bien esos planteamientos que nosotros nos hacemos. ‘¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano? ¿Hasta siete veces?’ y ya con ese número se las está dando de generoso. Bien conocemos la respuesta de Jesús porque muchas veces hasta se convierte en una cantinela de nuestra vida. Jesús nos viene a decir que el que es generoso no está contando lo bueno que hace, el que es generoso para perdonar no está contando cuantas veces ha perdonado ya.

Por eso Jesús a continuación nos propone la parábola. No pretende la parábola resaltar la mezquindad de aquel siervo que fue perdonado de una fuerte deuda pero no fue capaz de perdonar la pequeñez que le debía el compañero. Eso no hace falta resaltarlo porque bien lo tenemos en nuestras obras de cada día. Lo que el evangelio nos quiere resaltar es la generosidad de aquel rey que está dispuesto a perdonar con generosidad sin límites.

Frente a la mezquindad de nuestras relaciones intolerantes, que se llenan de rivalidades, reticencias y desconfianzas, deseos de venganza y resentimientos que endurecen el corazón aparece lo divino del amor que se hace perdón.

Ya Jesús en otro momento del evangelio nos dirá que seamos compasivos y misericordiosos como lo es nuestro Padre del cielo. Con el perdón nos parecemos a Dios, manifestamos lo que es el amor de Dios. Y Jesús es la manifestación de ese rostro misericordioso de Dios, no solo porque decimos que ha venido a ofrecer su vida por nuestra salvación, para obtenernos el perdón de Dios que necesitamos, sino que contemplemos cada paso, cada cercanía de Jesús a los enfermos y a los pecadores y estaremos contemplando ese rostro misericordioso de Dios. No en vano cuando cura al paralítico que han hecho llegar a sus pies la primera sanación que Jesús le regala es el perdón de los pecados. Pero aun más lo veremos en la cruz no solo perdonando a quienes lo están crucificando sino convirtiéndose en abogado defensor ante el Padre ante el cual tendrá hasta una palabra de disculpa para quienes le crucifican. ‘¡Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen!’

Pero ese perdón que Dios nos ofrece tiene que ser acogido y aceptado por nuestra parte. Acogerlo y aceptarlo significa que nosotros reconozcamos nuestro pecado, nuestra debilidad; pero acogerlo y aceptarlo es que nosotros nos convirtamos en perdón para los demás, que es lo que no supo hacer aquel siervo tan ingrato. Por eso Jesús en su oración nos enseña a que le pidamos perdón a Dios por nuestras ofensas, como también nosotros estamos dispuestos a perdonar a los demás.

       Pero hay que decir también que cuando nosotros en esa sublimidad divina de nuestro amor estamos ofreciendo el regalo del perdón a los demás, es a nosotros mismos a quienes nos estamos haciendo un regalo, el regalo de la paz. Nos desprendemos de esas sombras de resentimientos y de dolores que podamos sentir en el corazón, nos curamos de nuestras intolerancias y de la dureza del corazón para sentir la verdadera paz del perdón también en nuestras vidas. Si no has llegado a terminar de sentir esa paz es que todavía no solo no has perdonado del todo al otro, sino que no te has perdonado a tí mismo, nos has terminado de curar y llenar de nuevo de luz tu corazón.