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sábado, 26 de octubre de 2013

Una y otra vez el Señor riega nuestra vida con su gracia esperando nuestra respuesta

Rom. 8, 1-11; Sal. 23; Lc. 13, 1-9
‘Déjala todavía este año; cavaré alrededor y la abonaré, a ver si da fruto’. La tarea paciente el agricultor que siempre está esperando fruto. La espera misericordiosa de Dios que siempre está esperando nuestra respuesta. El mensaje está claro. Dios quiere que todos los hombres salven y alcancen la vida eterna. Es mensaje repetido del evangelio. Precisamente ¿cuál es la buena nueva de Jesús? ¿cuál es el anuncio que El hace? ¿a qué ha venido? La Buena Nueva es la salvación que Dios nos ofrece, el amor que Dios nos regala. Por eso decimos que es gracia, porque Dios nos regala su amor.
Esto tiene necesariamente que hacernos pensar en nuestra vida. ¿Le damos siempre la respuesta que Dios espera de nosotros? Sabemos bien que nuestro amor es imperfecto; sabemos bien que nuestra vida está llena de debilidades y de infidelidades porque no siempre respondemos. Y Dios siempre nos está esperando.
¿Mereceríamos el castigo? Claro que no somos fieles y la respuesta no es la de todo el amor que deberíamos poner, sino todo lo contrario muchas veces. Pero queremos acogernos a la misericordia del Señor. Cuando tenemos un momento de sinceridad en nuestra vida y nos damos cuenta de nuestras infidelidades y que mereceríamos el castigo, mira cómo acudimos corriendo al Señor para pedirle que tenga misericordia de nosotros. Quizá nosotros no actuamos con la misma misericordia para con los demás. Y en nuestro interior juzgamos y condenamos con mucha facilidad a los otros, cuando no queremos ser juzgados ni condenados nosotros.
En ese juicio tan severo que tenemos tantas veces hacia los demás aquí entra, por así decirlo, esa manera de pensar en la que fácilmente vemos castigo de Dios en las cosas desagradables que nos suceden, ya sea a nosotros ya sea a los demás. Una enfermedad, un accidente, algo que no nos sale bien en la vida, pensamos enseguida, castigo de Dios. Cuántas veces nos hacemos preguntas así cuando nos vemos envueltos en enfermedades o desgracias. ¿Qué he hecho yo para merecer este castigo?, nos decimos. ¿Es necesario pensar así? ¿es ese el rostro que Jesús nos manifiesta de Dios? No es ese el sentido que en Cristo descubrimos para esas situaciones. Fijémonos en lo que hoy nos dice a partir de ciertos comentarios de cosas desagradables que habían sucedido en Jerusalén aquellos días.
Vienen algunos a contarle lo que había hecho Pilatos, algo en cierto modo sacrílego, en que había mezclado la sangre de los sacrificios que se ofrecían en el templo con la sangre de unos galileos que habían sido ajusticiados en el mismo templo por una rebelión que habían provocado contra los romanos. Y Jesús les dice: ‘¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, pereceréis todos lo mismo’.
Y les recuerda el accidente en que habían muerto aplastados dieciocho personas por la torre de Siloé que se había caído. ‘¿Pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera’.
¿Qué les está diciendo Jesús? No podemos ver como un castigo de Dios cosas así que nos sucedan. Mirémoslo como una llamada de parte del Señor para que nos convirtamos a El. Si estos días reflexionábamos sobre cómo habíamos de descubrir esos signos de los tiempos, esas señales que Dios va poniendo a nuestro lado, apliquémoslo ahora a esta reflexión que nos hacemos y en esas cosas que nos suceden sepamos ver esa llamada del Señor a convertir nuestro corazón a El.

Y recogiendo el pensamiento con que iniciábamos este comentario y reflexión del agricultor que abona una y otra vez su viña, su higuera o sus tierras esperando obtener fruto de su trabajo, pensemos, como ya lo hemos hecho otras veces, cuántas gracias y llamadas del Señor estamos recibiendo continuamente. Piensa que este tiempo que te ha tocado vivir ahora en este centro, estas reflexiones que llegan a nosotros por estos medios, es una llamada del Señor, es una gracia más del Señor que quiere abonar nuestra vida para que lleguemos a dar frutos de vida eterna, porque en fin de cuentas está en juego nuestra salvación eterna.

viernes, 25 de octubre de 2013

La inquietud por lo bueno que vemos en los demás es semilla del Reino de Dios

Rom. 7, 18-25; Sal. 118; Lc. 12, 54-59
Confieso que me gusta escuchar a las gentes del campo, sobre todo cuando son mayores, porque fijándose en lo que sucede a su alrededor en la naturaleza muchas veces nos dan hermosas lecciones muy útiles para enfrentarnos a la vida. Suelen ser personas reflexivas y observadoras que se fijan en muchos detalles, e igual que nos predicen los tiempos meteorológicos que van a venir por las señales que ven en las nubes, por lo que han ido aprendiendo en otras muchas cosas nos suelen dar sentencias muy acertadas válidas para la vida.
Jesús en lo que hemos escuchado hoy en el evangelio les dice que así como son observadores de las señales del cielo así también tendrían que descubrir otras señales de los tiempos en lo que va sucediendo en la vida a través de lo cual el Señor también nos puede hablar. Es lo que llamamos los signos de los tiempos. Recordamos cómo con un visión profética el beato Juan XXIII supo discernir esos signos de los tiempos para convocar contra todo pronóstico un concilio para la Iglesia que tanto bien nos ha hecho en la renovación de la Iglesia y de nuestra vida cristiana, como lo fue el Concilio Vaticano II.
Como decía antes en la referencia que hacia de entrada es necesario que aprendamos a ser observadores y reflexivos con todo aquello que nos va sucediendo. Como se suele decir nunca escarmentamos en cabeza ajena, pero de nuestra propia vida, incluso de los errores que muchas veces cometemos, tendríamos que aprender. Pero como se suele decir somos el animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Y esto nos sucede porque no somos lo suficientemente reflexivos sobre lo que vemos en los demás o lo que nos sucede en nuestra propia vida.
Es lo que nos previene hoy con detalle Jesús en sus palabras en el evangelio. Procura arreglarte con el que te pone pleito, cuando tengas un problema con alguien. Aprendamos la lección de lo que nos sucede tantas veces cuando no somos capaces de dialogar para resolver los problemas, que se van enconando los rencores en el corazón y vamos creando distanciamientos entre unos y otros. Jesús nos habla de cosas muy concretas que nos suceden cada día y tenemos que aprender a escuchar con amor y humildad su palabra, que siempre es palabra de vida para nosotros.
Pero son también las inquietudes que podemos observar en los demás, los mismos movimientos sociales que se van repitiendo en la sociedad lo que tendría que hacernos abrir los ojos y saber hacer una lectura positiva de todo eso además de tener una visión de fe de todo lo que sucede. Algunas veces somos muy pesimistas y lo vemos todo negro, como si todo lo que sucede en la sociedad fuera malo, pero creo que tendríamos que valorar ese despertar de la gente que busca y desea algo mejor; muchas podemos equivocarnos, pero si no arriesgamos a buscar algo nuevo y mejor nunca llegaremos a nada sino que nos quedamos como anquilosados en la rutina de cada día.
Esos buenos deseos que vemos en tantos que luchan por lo bueno son pequeñas semillas de ese Reino de Dios que como creyentes en Jesús estamos obligados a construir. Son inquietudes que tendrían que estar en nuestro corazón y cuando vemos que se despiertan en los demás son llamadas que nos está haciendo el Señor a nosotros también.
Y eso bueno que vemos en los otros tenemos que saberlo aprovechar para iluminarlo con la luz de la fe y la luz del Evangelio y todas esas cosas conduzcan a Dios a los que tienen esos buenos sentimientos en su corazón. Son señales que Dios va poniendo en el camino de nuestra vida para que despertemos de nuestros cansancios y rutinas y sintamos la inquietud en nuestro corazón por el evangelio que hemos de anunciar y ese Reino de Dios que tenemos que construir.

Pidámosle al Señor que sepamos descubrir esas signos de los tiempos, esas señales de su presencia y de su Palabra que podemos descubrir en los demás y que nuestro corazón se despierte y se avive cada vez más nuestra fe y nuestro amor.

jueves, 24 de octubre de 2013

Fuego, bautismo, paz, división interrogantes que se nos plantean ante el evangelio

Rom. 6, 19-23; Sal. 1; Lc. 12, 49-53
Fuego, bautismo, paz, división, tres o cuatro palabras en el mensaje del evangelio que de alguna manera nos dejan con cierto interrogante dentro de nosotros buscando qué quieren significar. De alguna forma nos desconciertan si no entendemos bien su significado o el sentido de lo que Jesús quería trasmitirnos.
Nos habla de fuego en el mundo y con el deseo de que esté y ardiendo. Hablar de fuego, después de la experiencia de que se nos queman y destruyen nuestros montes y bosques nos podría estar hablando de destrucción. Sin embargo también podemos pensar en un fuego purificador ya sea el que se emplea en ciertas industrias para purificar los metales o ya sea también porque arrojamos al fuego lo que no nos vale o nos sobra por inservible; pero podemos pensar en un fuego renovador y en cierto modo creador porque trabajados a fuego de ciertos metales podemos obtener herramientas u obras de arte.
Jesús nos dice que ha venido a prender fuego en el mundo ‘¡y ojalá estuviera ya ardiendo!’ Para comenzar a entender su sentido podemos pensar en la presencia del Espíritu en Pentecostés que se manifiesta en llamaradas como lenguas de fuego que se posan sobre los apóstoles que llenos del Espíritu se lanzarán por el mundo al anuncio del Evangelio, ya aquella misma manera en las propias calles de Jerusalén.
Podemos pensar, pues, en el ardor del Espíritu que nos transforma y nos purifica, como transformó y liberó de sus miedos a los apóstoles, para enviarnos con ese fuego del amor en nuestro corazón para hacer ese anuncio de Jesús. Y con el anuncio de Jesús vendrá, pues, la transformación de nuestros corazones y la transformación de nuestro mundo. Es el deseo de Jesús, que tiene que ser también nuestro deseo de que nuestro mundo se vaya transformando en el Reino de Dios. Es la inquietud que tiene que arder en nuestro corazón y con la que tenemos que prender, contagiar a los demás, como el fuego que se va prendiendo allá por donde va y lo va incendiando todo.
Nos habla de bautismo, también con la angustia o como la prisa para que se cumpla, y pensamos en pascua y pensamos en pasión y muerte. ‘¿Podéis bautizaros en el bautismo con que yo me voy a bautizar? ¿podéis beber el cáliz que yo he de beber?’ le preguntaba Jesús a aquellos dos hermanos que venían pidiendo primeros puestos. El cáliz lo tenían asegurado, el bautismo en la sangre también habían de padecerlo, pero lo de los primeros puestos había de pasar por hacerse el último y el servidor de todos, como el Hijo del Hombre que no había venido a ser servido sino a servir. Es la Pascua presente en nuestra vida, en esa ofrenda de amor que vamos haciendo de nosotros mismos.
Finalmente nos habla de paz y de división como contraponiéndolas aunque nos cueste entender que nos diga que nos ha venido a traer paz. Es cierto que los ángeles hicieron el anuncio de paz en su nacimiento y será también el saludo pascual de Cristo resucitado cuando se manifiesta a sus discípulos. Es cierto también que nos dirá en las bienaventuranzas que los pacíficos y los constructores de la paz verán a Dios.
¿Cómo entender ahora estas palabras de Jesús que anuncian división en lugar de paz? Ya nos viene diciendo en el Evangelio que ante El hay que hacer una opción radical. O estamos con Cristo o estamos contra Cristo. También el anciano Simeón allá en el templo anunció proféticamente que aquel niño iba a ser signo de contradicción y unos caerán y otros se levantarán.
Efectivamente cuando hacemos opción radical por Jesús nos vamos a encontrar mucha incomprensión en nuestro entorno, muchas veces incluso de aquellas personas más cercanas a nosotros. No todos nos van a entender. Muchos se van a poner en contra nuestra de tal manera que incluso sufriremos persecución; recordemos a los mártires de todos los tiempos. Es lo que ahora nos anuncia Jesús. Y aunque encontremos esa división, esa oposición, sí tenemos que decir, que no nos podrá faltar nunca la paz en nuestro corazón, porque realmente nos sentimos seguros de seguir a Jesús, de estar con El y de darlo todo por El. No tengamos miedo que su Espíritu estará siempre con nosotros.

Ahora sí que entendemos aquellas cuatro palabras y deseando ardientemente tendríamos que estar de que esté ardiendo nuestro corazón de amor por Cristo y nuestro mundo transformado por el Evangelio. Aunque tengamos que pasar por la pascua, por el bautismo, pero se llenará de paz nuestro corazón.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Administradores de los dones de Dios siempre en bien de los demás

Rom. 6, 12-18; Sal. 123; Lc. 12, 39-48
‘Si supiera el dueño de casa a qué hora va a venir el ladrón, no le dejaría abrir un boquete’; estaría vigilante, pondría una mayor defensa o una mayor atención por aquellos lugares que se pudieran considerar más sensibles, estaría atento para no dejarse sorprender. ‘Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis, viene el Hijo del Hombre’.
Sigue el Señor precaviéndonos para que andemos vigilantes. Por muchas razones, con mucha atención. Viene el Señor a nuestra vida, y podríamos no reconocerlo; viene el Señor y podría pasar de largo si nosotros no le abrimos nuestras puertas. Andamos con muchas puertas cerradas hoy, y decimos porque hay miedo e inseguridad. Pero quizá la inseguridad la tenemos dentro de nosotros porque nos distraemos, porque no estamos atentos, porque quizá nuestra fe se haya enfriado o debilitado y no le demos importancia a ese paso del Señor por nuestra cercanía, esperando que nosotros le abramos las puertas.
Nos dice que ‘a la hora que menos penséis, viene el Hijo del Hombre’. Pudiera sucedernos que estamos tan entretenidos con nuestras cosas materiales, con nuestras preocupaciones y agobios que hayamos perdido ese sentido de trascendencia que tendríamos que darle a nuestra vida; nos encontramos tan satisfechos con las cosas que tenemos que ya no aspiramos a bienes más altos y podemos perder la sensibilidad a lo espiritual; quizá incluso hasta queremos hacer el bien y andamos preocupados por tantos problemas que vemos en la vida, que solo nos preocupamos de hacer cosas por nosotros mismos para resolverlas, pero no somos capaces de ver el lugar de Dios en todo eso que hacemos.
Viene el Señor a nosotros y si le abrimos las puertas de nuestro corazón El va a despertarnos de esos nuestros ensueños y nos va a ayudar a descubrir la verdadera hondura que tendríamos que darle a nuestra vida. Nos despertará a lo espiritual; nos abrirá horizontes de trascendencia; nos hará mirar a lo alto para que alcancemos grandes metas en la vida; se presencia será para nosotros una fuerza nueva, una vida nueva para nuestro corazón para que en nuestras luchas y trabajos, que muchas veces se nos hacen difíciles, no nos sintamos derrotados ni fracasados sino que con la fuerza de su gracia y de su Espíritu sigamos avanzando en la búsqueda de todo eso bueno pero con el horizonte y la mirada de Dios en todo lo que hacemos.
Ante la advertencia de Jesús ‘Pedro le preguntó: Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?’ Se sentían en cierto modo aludidos en las palabras de Jesús que les dirá que a ellos que se les ha dado una gracia especial y han recibido especiales dones del Señor - ¡cuánto sería lo que tenían que agradecer por esa cercanía de Jesús con ellos y a los que iba a confiar una misión especial en medio de la nueva comunidad! - se les exigiría más, pero que esa advertencia valía para todos porque todos habían de reconocer los dones recibidos del Señor de los que tendrían que dar cuenta porque eran como administradores de esos dones de Dios.
Efectivamente, esto tiene que hacernos pensar a todos, porque todos hemos de reconocer los dones con que Dios nos ha regalado. Y de la misma manera que un administrador o un encargado no puede aprovecharse de su situación para actuar de mala manera y tratar mal a los demás, así hemos de cuidar la respuesta que damos a los dones que Dios nos ha dado.
Empezar por reconocer cuanto de Dios recibimos; darnos cuenta de nuestros valores y cualidades para hacerlos fructificar como tantas veces nos enseña Jesús en el evangelio; una actitud de acción de gracias a Dios, por otra parte, por esa gracia con la que el Señor nos acompaña siempre en el camino de nuestra vida; y un ser capaz de poner al servicio de los demás eso que somos y valemos, poco o mucho, pero con lo que tenemos que contribuir también al bien de los otros, a la felicidad de los que están a nuestro lado.

Somos administradores de esos dones de Dios y ante El un día hemos de dar cuenta. ‘¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas? Dichoso el criado a quien su amo al llegar lo encuentre portándose así’. Que con ese corazón fiel podamos presentarnos delante del Señor.

martes, 22 de octubre de 2013

La cintura ceñida y las lámparas encendidas para acoger al Señor y El nos irá sirviendo 

Rom. 5, 12-15.17-21; Sal. 39; Lc. 12, 35-38
‘Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas’. Se ciñe el que está dispuesto a caminar o a servir. Se enciende la lámpara para iluminar la estancia o para alumbrar el camino que hemos de recorrer o el camino del que llega.
Hoy nuestras calles y caminos están siempre iluminados como consecuencia del mundo en el que vivimos. Pero no siempre ha sido así y nos conviene comprenderlo para entender bien el sentido de lo que Jesús nos quiere decir. Quizá nosotros los mayores vivimos otras experiencias de oscuridad o de falta de luz en nuestros caminos y senderos. Hoy mismo si falla la luz pública que ilumina nuestras calles, encendemos algún tipo de luz que saquemos de nuestras casas o pongamos a la puerta para que el que pasa o el que llegue pueda orientarse y saber el camino.
El evangelio con esas imágenes del que se ciñe o del que tiene encendida la lámpara nos está hablando de la vigilancia con que hemos de vivir nuestra vida. Claro que buscamos la luz de Cristo y no queremos que nos falle la luz de la fe. Pero hemos de estar atentos para que no se nos apague y nos quedemos en la peor de las tinieblas. Pero esa vigilancia, como comprendemos por las palabras de Jesús no es una espera pasiva, porque nos dice que nos ciñamos como el que va a partir a realizar un trabajo o el que está dispuesto a servir. Es vigilancia activa porque se ha de estar atento a que no se apague la luz, sino que se mantenga encendida.
Y nos es necesaria esa vigilancia para nosotros mismos, para que no perdamos ni el rumbo ni el sentido de nuestra vida y también para que estemos dispuestos a recibir al que llega. ‘Aquí estoy para hacer tu voluntad’, repetimos en el salmo. ¿Cuál es esa voluntad del Señor? ¿En qué se  nos va a manifestar? Hacer la voluntad del Señor es tener ceñida nuestra cintura y encendidas nuestras lámparas siempre dispuestos al amor y al servicio, siempre dispuestos a acoger al Señor que llega.
Y llega el Señor a nuestra vida y hemos de estar dispuestos a acogerle. Que no nos suceda como a las vírgenes necias que no tuvieron aceite y se les apagaron las lámparas. Es necesario que estemos atentos para acoger al Señor que llega a nuestra vida y no nos confundamos y pueda pasar de largo junto a nosotros y no lo reconozcamos.
Llega el Señor a nosotros en su Palabra y en la gracia de sus sacramentos. Pero bien sabemos que llega el Señor a nosotros en el hermano, en el prójimo que está a nuestro lado o se acerca de alguna manera a nosotros. Y Jesús está detrás del rostro de ese hermano, de ese prójimo, de ese pobre que nos tiende la mano o está esperando de nosotros una sonrisa o una palabra de ánimo. Jesús está detrás de ese rostro del hermano que sufre, o que nos puede parecer una piltrafa por la apariencia con que se nos pudiera presentar en su pobreza o en la miseria de su vida marcada por muchas llagas. Tengamos encendidas nuestras lámparas para iluminar los rostros de nuestros hermanos con nuestro amor y nuestro servicio.
‘Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela… porque están siempre dispuestos para abrirle apenas venga y llame… si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos’. Pero fijémonos en lo que nos dice el Señor, cuál es la dicha que vamos a tener. ‘Os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo’.
Si estamos vigilantes, ceñidos y dispuestos para servir, con las lámparas encendidas para reconocer al Señor sea cual sea la hora en que llegue o la apariencia con que venga a nosotros, será el Señor el que nos siente a la mesa y nos irá sirviendo. Es hermoso. Cuando estemos de verdad dispuestos a servir, será el Señor el que nos sirva a nosotros, porque nos regala su gracia, porque nos hace participar de su reino, porque nos hará herederos de su gloria. 

¡Qué dicha más grande podemos alcanzar! ¿No sentimos un gozo especial en el corazón cuando escuchamos estas consoladoras palabras de Jesús? Creo que nos tenemos que sentir más impulsados a vivir esa vigilancia y esa esperanza. Será el Señor el que nos va a servir a nosotros.

lunes, 21 de octubre de 2013

Nuestras terrenas seguridades y la seguridad de la salvación eterna

Rom. 4, 20-25; Sal.: Lc. 1, 69-75; Lc. 12, 13-21
¿Dónde ponemos nuestras seguridades? Buscamos en la vida tener seguridad para un futuro, para el mañana, para lo que nos pueda suceder. Buscamos seguridades y queremos tener unos bienes, unas riquezas, un trabajo asegurado, un seguro que cubra todas las contingencias que me puedan ir apareciendo en la vida.
Al niño o al joven le decimos que estudie para que tenga asegurado su futuro; queremos tener un trabajo estable que me garantice que no me va a faltar nada; vamos acumulando unos bienes para tener de donde echar mano cuando vengan los malos momentos, y cosas así que pensamos que son las que nos dan la seguridad a la vida.
Pero ¿no estaremos equivocándonos en lo que consideramos lo más importante para nuestra vida? ¿Cómo es nuestra escala de valores? ¿Nuestras seguridades se quedan en las cosas materiales o en lo que vivimos ahora en esta vida? ¿No habría que buscar algo más trascendente que le dé una mayor hondura a la vida? ¿Dónde están los valores del espíritu?
No digo que no tengamos que desarrollar todos nuestros valores y cualidades, porque de eso además nos hablará Jesús en otros momentos del evangelio; no digo que no tengamos que usar de unos bienes materiales porque realmente son con los que realizamos los intercambios necesarios para ir teniendo lo más esencial de lo que necesitamos. Pero ¿la vida se queda reducida a eso? ¿Algunas de esas cosas que buscamos para que nos dé seguridad van a alargar realmente nuestra vida? ¿Qué sería lo que nos haría verdaderamente felices?
Son muchas las preguntas que nos pueden ir surgiendo en nuestro interior. Es bueno que nos hagamos preguntas, analicemos bien lo que hacemos, revisemos quizá nuestras posturas o nuestra manera de pensar. Y también tendríamos que dejarnos iluminar por la luz del evangelio. ¿No decimos que somos cristianos? Lo de ser cristiano no es un nombre a la manera de título que pongamos encima de nuestra cabeza, si no hay unas actitudes profundas que estén no solo teñidas, sino empapadas de verdad de evangelio.
Vinieron a decirle a Jesús que mediara en unas disputas entre dos hermanos pos cuestiones de herencias o de la posesión de bienes materiales. Y Jesús dice que El no ha venido para ser mediador en esas disputas o en esas cosas. El ha venido para iluminarnos por dentro y ayudarnos a descubrir lo que verdaderamente es importante y nos puede ciertamente hacer grandes.
Y nos habla Jesús el hombre que tuvo tan buena cosecha que tuvo que agrandar sus graneros y que con lo que tenía o había ganado pensaba que ya no necesitaba trabajar más porque tenía en verdad su futuro asegurado. ¿Su futuro asegurado? ¿Qué iba a ser de su vida? ‘Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado ¿de quién será?’
Vivimos con nuestras codicias y andamos agobiados algunas veces acumulando cosas. Cuantas cosas acumulamos en la vida de las que no queremos desprendernos de ninguna manera y cuantos apegos en consecuencia en nuestro corazón. ¿Realmente necesitamos todo lo que tenemos y todo lo que vamos acumulando? Simplemente el ver las cosas algo así como amontadas porque así nos puede parecer que tenemos más, ¿es lo que realmente nos hace más felices?
‘Guardaos de toda clase de codicia’, nos dice Jesús. Y ya en otro momento le hemos escuchado decirnos que acumulemos tesoros, no en la tierra, sino en el cielo. Aquí andaremos preocupados porque nos los pueden robar o se nos pueden estropear. Como aquel que había ido acumulando billetes y billetes y cuando un día fue a buscarlos se encontró que se habían enmohecido y estropeado. ‘Así será el que amasa riquezas para si y no para Dios’, nos dice Jesús. ¿Dónde no se nos van a estropear ni nos los van a robar? Cuando somos generosos para compartir olvidándonos de nosotros mismos porque la cuenta se nos estará acumulando en el cielo.

¿Cuál sería la verdadera seguridad que tendríamos que buscar? ¿Buscamos con tanto ahínco la seguridad de la salvación eterna?

domingo, 20 de octubre de 2013

Orar siempre, con esperanza y sin desanimarse

Ex. 17, 8-13; Sal. 120; 2Tim. 3, 14-4, 2; Lc. 18, 1-8
‘Levanto mis ojos a los montes, ¿de donde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra’. Levantamos nuestros ojos a Dios, buscamos a Dios, queremos estar con Dios.
Así hemos cantado el salmo, como una respuesta a lo que la Palabra de Dios nos ha ido diciendo. Esa Palabra del Señor que hemos escuchado y que nos llena de vida. Esa palabra que, como nos decía san Pablo, ‘nos puede dar la sabiduría que, por la fe en Cristo Jesús, conduce a la salvación’. Esa Palabra que hoy nos está insistiendo tanto en la oración que nos abre a Dios, que nos hace ir a Dios desde nuestras necesidades y problemas, o desde el deseo de estar con Dios.
El salmo nos ha hablado de levantar nuestros ojos a los montes y en la primera lectura hemos contemplado a Moisés que sube a un monte elevado para orar a Dios mientras el pueblo está luchando por abrirse paso en el desierto en medio de sus enemigos con el deseo de alcanzar la tierra prometida. Lo de subir al monte para orar o lo de levantar los ojos a lo alto de los montes en la oración es una forma de expresarse que vemos repetidamente en la Biblia - el Horeb, el Sinaí, el Tabor… por citar algunos - pero no solo como el hecho de subir física o geográficamente a lo alto de un monte, sino como ese deseo de elevarnos hacia Dios en su inmensidad y en su grandeza.
En el evangelio escuchamos que ‘Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre y sin desanimarse, les propuso una parábola’. Ya la hemos escuchado. Es la pobre viuda que va a pedir justicia pero que parece no ser escuchada. Ante la insistencia machacona de aquella pobre mujer al final aquel juez atenderá a la petición de hacer justicia. Y nos dirá al final de la parábola. ‘Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?... os digo que les hará justicia sin tardar’.
Jesús propone la parábola para explicarnos cómo debemos orar, orar siempre y orar con esperanza, sin desanimarse. Nos está enseñando Jesús a hacer una oración madura y con profundo sentido. Hemos de orar porque si en verdad somos creyentes, tenemos puesta nuestra fe en Dios, hemos de mantener una relación íntima y profunda con el Señor. Forma parte de nuestra identidad de creyentes y de cristianos.
Orar no es pensar en algo abstracto, no es entrar en una relación con lo abstracto, sino que nuestra oración es una relación personal, íntima y profunda con Dios. Es un tú a tú con Dios, aunque en nuestra pequeñez no seamos nada ante la inmensidad de Dios pero sin embargo nos sentimos amados y en ese amor de Dios engrandecidos porque nos hace hijos. De ahí esa relación que con Dios hemos de mantener. Por algo cuando Jesús nos enseña a orar nos enseña a llamar Padre a Dios.
Y nos dice Jesús que hemos de ‘orar siempre’. Es el respirar de nuestra alma en el encuentro vivo con el Señor. Pero además, cada situación de nuestra vida no es ajena a Dios. Ninguno de los acontecimientos de nuestra propia vida o de cuanto sucede en este mundo en el que vivimos es ajeno a Dios. Con El hemos de contar; su presencia hemos de sentir; su gracia y su ayuda hemos de pedir así como hemos de aprender también a darle gracias por cuanto nos sucede porque todo nos manifestará siempre lo que es el amor de Dios.
Ante Dios ponemos nuestras alegrías y nuestros gozos, las heridas de nuestro mundo y los desfalleceres de nuestro corazón. Con cuantas cosas venimos en nuestras manos, en nuestro corazón cuando venimos a la oración que no se puede quedar en una oración individualista de solo pedir por nosotros porque seria señal de la inmadurez de nuestra oración. Como Moisés, orantes, con los brazos levantados, suplicando por nuestro mundo, por nuestra sociedad, por cuantos sufren a nuestro lado. Como Moisés con los brazos levantados y sabiéndonos apoyar los unos en los otros en nuestras tareas y en nuestra oración, como vimos en la primera lectura que hicieron Aarón y Jur con Moisés.
Y finalmente nos decía el evangelio ‘orar siempre sin desanimarse’, sin perder la esperanza. Las prisas y las carreras con las que solemos andar en la vida no son buenas para nuestra relación con el Señor. El tiene su tiempo, que es el tiempo del amor para darnos lo mejor y lo que más necesitamos. Por eso la confianza con que hemos de orar, porque es encontrarnos con el Padre que nos ama no hace que no perdamos la esperanza, sino que se acreciente más y más. Las prisas y carreras alocadas pueden hacernos creer que nos podemos valer de nosotros mismos y no necesitamos de Dios. Pero hemos de tener siempre muy presente el amor y la confianza plena que ponemos en el Señor. No podemos perder el ritmo de la fe porque es querernos poner en el ritmo y la sintonía de Dios. Lo que tiene que hacernos perseverantes y constantes, que nunca resignados ni pasivos.
Dediquemos unos minutos de nuestra reflexión a la Jornada eclesial que hoy estamos celebrando. Es el día del Domund, el domingo de las misiones. El día en que la Iglesia universal reza y colabora también económicamente en favor de la tarea evangelizadora de los misioneros y misioneras que en nombre de la Iglesia anuncian el evangelio a lo largo del mundo. Es una cita importante dentro del calendario de cada año en el caminar de la Iglesia. FE + CARIDAD = MISIÓN, es el lema que este año se  nos propone, en sintonía con el año de la fe que estamos a punto de clausurar.
Una jornada que nos recuerda a todos los misioneros y misioneras que han salido de nuestras comunidades, de nuestras ciudades y pueblos, y están presentes en todos los territorios de misión, anunciando y dando testimonio del evangelio con el sello de la sencillez, de la entrega total a aquellos a quienes están compartiendo su fe y su caridad. Es la Misión de la Iglesia, que es nuestra misión. Desde esa fe que anima nuestra vida, con ese amor que caldea nuestro corazón, todos los cristianos nos sentimos enviados a la misión, al anuncio del evangelio que Jesús nos confió.
¿Dónde está la fuerza, cuál es la razón, qué es lo que empuja a estos misioneros y misioneras a lanzarse por el mundo? El evangelio, la fe, el amor, Cristo cuya misión quieren realizar. Como nos dice el Papa en su mensaje: ‘La Iglesia no es una organización asistencial, una empresa o una ONG, sino una comunidad de personas animadas por la acción del Espíritu Santo que han vivido y viven la maravilla del encuentro con Jesucristo y desean compartir esta experiencia de profunda alegría, compartir el mensaje de salvación que el Señor nos ha dado’. Ahí está la razón y la fuerza para el coraje de estos misioneros en el desarrollo de su labor.
Como  nos dice en otro momento de su mensaje. ‘se hace urgente el llevar con valentía, a todas las realidades, el Evangelio de Cristo, que es anuncio de esperanza, reconciliación, comunión; anuncio de la cercanía de Dios, de su misericordia, de su salvación; anuncio de que el poder del amor de Dios es capaz de vencer las tinieblas del mal y conducir al camino del bien’.
Y continúa diciéndonos: ‘El hombre de nuestro tiempo necesita una luz fuerte que ilumine su camino y que solo el encuentro con Cristo puede darle. Traigamos a este mundo, a través de nuestro testimonio, con amor, la esperanza que se nos da por la fe. La naturaleza misionera de la iglesia no es proselitismo, sino testimonio de vida que ilumina el camino, que trae esperanza y amor’.
El mundo necesita de la luz del Evangelio. Pensamos en países lejanos, pero pensamos también en el mundo cercano a nosotros que se ha cerrado a la luz de Cristo y necesita de nuevo reencontrar esa luz. Queremos ser misioneros yendo hasta las confines de la tierra, pero hemos de ser misioneros yendo a esos confines que pueden estar cerca de nosotros porque muchos necesitan esa luz de Cristo. Es el anuncio de ese Evangelio, de esa Palabra que ‘nos puede dar la sabiduría que, por la fe en Cristo Jesús, conduce a la salvación’.
Es algo que tiene que entrar también insistentemente en nuestra oración.