Sab. 18, 14-16; 19, 6-9
Sal.104
Lc. 18.1-8
Sal.104
Lc. 18.1-8
‘Jesús para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola…’ Ya la conocemos y la hemos escuchado. Es la insistencia de la viuda a pesar de la resistencia de aquel juez inocuo que al final para quitarse de encima a la viuda que le importunaba con su petición accede y le hace justicia.
Pero se pregunta Jesús que si así actuamos los hombres, ¿cómo no va Dios a escuchar la súplica que con insistencia le hacemos? Ahí tenemos la primera deducción y enseñanza que podemos sacar de esta parábola. Dios siempre nos escucha.
Pero creo que el texto da para más reflexiones. Jesús quiere que no nos desanimemos en nuestra oración, que seamos insistentes y constantes. Es cierto, primero que nada, que nuestra oración no es sólo pedirle cosas a Dios en nuestras necesidades. Si la reducimos a eso es pobre nuestra oración. Aunque también tenemos que hacerlo y con confianza absoluta en el Señor que nos escucha.
La oración es encuentro vivo con el Señor, diálogo de amor con aquel de quien nos sabemos amados y a quien nosotros queremos también amar. Es importante este punto, fundamental. Es el diálogo del hijo con el Padre, de la criatura con su Creador, del que ha sido redimido con su Redentor. Por eso, como decíamos, diálogo de amor. El nos ama, y nosotros queremos corresponder a ese amor, entramos en diálogo de amor con Dios. Y ahí tenemos ya la motivación más honda para no desanimarnos en nuestra oración.
Jesús quiere que no nos desanimemos sino que seamos constantes en nuestra oración. Siempre ponemos nuestra total confianza en Dios. No nos desanimamos aunque nos parezca que Dios no nos escucha. El Padre siempre escucha a su hijo amado, pero siempre un padre dará a su hijo lo que más le conviene. Así Dios con nosotros. Hay veces que somos egoístas e interesados en nuestra oración. Sólo pensamos en nosotros mismos y que Dios nos satisfaga nuestros caprichos. Por eso hemos de ver bien lo que vamos a presentarle a Dios en nuestra oración. Lo mejor, que invoquemos al Espíritu para que El ore en nuestro interior, nos inspire y nos ponga los mejores deseos. Es que sólo con el Espíritu podemos decir ‘Jesús es Señor’ e invocar a Dios como Padre.
Orar sin desanimarnos. Porque ya no sólo pedimos lo material para nuestra vida, por nuestras necesidades materiales. Pero quizá nos desanime la situación que vemos en nuestro mundo con hambre, con miseria, con tantas injusticias, con tanta falta de unidad y de paz, con tantas divisiones y enfrentamientos. Por eso tenemos que orar.
Todo eso nos abruma. Nos hace dirigir quizá una queja a Dios. ¿Por qué todo eso? ¿Por qué tanta miseria e injusticia? ¿Por qué tanto odio y tanta violencia? ¿Por qué sufren tantos inocentes?
Oramos sin desfallecer y oramos por todos esos problemas que afectan a nuestro mundo. Y oramos por esas personas que los sufren, pero oramos también por los que causan tantos males para que el Señor mueva sus corazones y cambien. Y oramos para que el Señor nos dé un corazón bueno y solidario. Oramos poniendo en la lista de nuestra mente o nuestro corazón a todas esas personas que pasan a nuestro lado, que a nuestro lado sufren y lloran. Y oramos por las personas buenas que hacen el bien, y trabajan por los demás, y luchan por la justicia, y quieren mejorar y cambiar nuestro mundo.
Oramos sin desfallecer porque son tantas las cosas de las que queremos hablar a Dios que nuestra oración se hace interminable. Oramos sin desfallecer aunque nos desanimen nuestros pecados y nuestras infidelidades. Oramos sin desfallecer porque Dios nos está siempre esperando para llenar nuestro corazón con su amor.