Miramos
lo que tenemos en las manos y recapitulamos nuestra vida, dando gracias por los
frutos, pero lanzando de nuevo la semilla a la tierra en el nombre del Señor
Deuteronomio 8, 7-18; Salmo 1 Crón 29,
10-12; 2Corintios 5, 17-21; Mateo 7, 7-11
Miramos lo que tenemos en las manos y
nos sirve para recapitular de alguna manera lo que ha sido hasta ahora nuestro
trabajo, el camino recorrido en la vida observando lo que hemos vivido pero también
el fruto que hemos logrado, lo que ha merecido la pena los esfuerzos realizados
pero también el rumbo que quizás tenemos que enderezar.
Todos hacemos paradas en la vida que
nos ayudan a hacer balance de lo que vivimos. Lo hacemos en nuestros negocios –
cerrado por inventario, nos encontramos algunas veces -, lo hace el estudiante
al finalizar el curso presentando unos exámenes, lo hace el agricultor cuando
recoge sus cosechas y valora el fruto del esfuerzo de su trabajo, lo hacemos
cuando queremos llevar una buena administración y una contabilidad para recoger
beneficios, lo hacemos en casa no solo porque queremos ver si llegamos a fin de
mes o tenemos unos ahorros para emprender una reforma que necesitamos… y así en
todos los aspectos de la vida.
¿En todos? ¿Lo haremos también del
recorrido de nuestra vida personal, con sus altos y bajos, con sus momentos de
crecimiento y felicidad o también con los errores cometidos? Quizás nos
preocupamos mucho de los asuntos materiales donde pensamos encontrar unos
rendimientos económicos, pero no lo hacemos tanto por lo que tiene que ser la maduración
de nuestra vida personal o nuestra relación con los demás. ¿Y nuestra vida
espiritual?
La liturgia de la Iglesia nos ofrece
una oportunidad en la celebración que nos ofrece en estos primeros días de
octubre. Sobre todo en nuestro hemisferio es la época en que retomamos nuestras
tareas en todos los aspectos después del descanso del verano. En la vida civil
sobre todo en el mundo de la educación y la enseñanza es la época en que
comienza el curso; la vida laboral retoma la intensidad de su ritmo después de
las vacaciones; en nuestros campos se están terminando de recoger las cosechas
de todos sus frutos y comienza la época de una nueva siembra; en la vida
pastoral de la Iglesia, aunque nunca se detiene, retoma sin embargo la
intensidad de su ritmo. Y la Iglesia nos ofrece en la liturgia de este día
de témporas – así llamado – la oportunidad de revisar y programar, de
poner todo en las manos de Dios y de sentirle en verdad presente en este
camino.
Nos recuerda la Palabra de Dios, con
aquellas recomendaciones que hacía Moisés al pueblo para cuando se
establecieran en la Tierra Prometida que en los momentos de abundancia de
prosperidad no nos olvidemos de Dios; si a El acudimos buscando ayuda en los
momentos oscuros no seamos los desagradecidos que pronto olvidamos la acción de
Dios en nuestra vida. Nos sucede en la vida misma, tenemos la tentación y el
peligro de pronto olvidar a quien nos tendió una mano y nos ayudó. No seamos así
con el Señor, como aquellos leprosos que una vez curados corrieron al encuentro
de la vida, pero solo uno volvió atrás para reconocer el don que de Dios había
recibido.
Pero es momento de recapitular y
revisar, de reencontrarnos con nosotros mismos, pero también de aprender a
reencontrarnos con los demás; por eso se nos habla también de reconciliación. ‘Dejaos
reconciliar con Dios’, nos dice el apóstol. Reconciliarnos, reencontrarnos,
reconociendo desvíos y desaciertos, para tomar de nuevo el rumbo, para
sentirnos satisfechos dentro de nosotros mismos, pero para saber valorar lo que
hemos recibido y saber ser agradecidos, para sentirnos a bien con los demás
rehaciendo lo que se haya podido romper, pero para sentirnos a bien con Dios
porque en El sabemos que siempre vamos a encontrar misericordia.
Y es momento de reemprender el camino
en el nombre del Señor. ‘En tu nombre echaré las redes’, decía Pedro. Por eso
invocamos a Dios, sentimos su presencia a nuestro paso, contamos con El como
Cireneo, queremos que la lluvia de su gracia caiga sobre nosotros para que haga
fecundo nuestro campo y nuestra vida. Igual que estamos ansiosos por la lluvia
que riegue nuestros campos – y cuanto hemos de pedirlo al Señor – estamos
ansiosos por la lluvia de su gracia que es la que va en verdad a hacer florecer
nuestra vida, y tras esas flores sabemos que habrá unos frutos.