Nos acostumbramos y acomodamos y dejamos de ser sal y luz para nuestro mundo
Hechos, 16, 1-10; Sal. 99; Jn. 15, 18-21
Dos palabras que pueden ser síntomas de actitudes o
posturas que pueden ser peligrosa tentación que nos impida vivir la vida con intensidad
y plenitud, acostumbrarse y acomodarse. Pueden parecernos actitudes inofensivas
pero creo que realmente encierran muchos peligros para nuestro cotidiano vivir,
que no por cotidiano se ha de vivir con menor intensidad.
Cuando uno se acostumbra a algo llega a perderle el
sabor y hasta el sentido de aquello que hacemos y acostumbrados ya no sabremos
sacarle toda su riqueza en sabores y matices. Y no es solo en cuestión de
comidas sino en las cosas con las que nos vamos acostumbrando y que ya hemos
dejado de saborear y disfrutar. Son las rutinas que se nos van metiendo en el
alma donde no sabemos apreciar la novedad de lo que vamos viviendo en cada
momento que nos podría llevar al cansancio y al aburrimiento para el final
dejarlo todo por perdido.
Y de la misma manera, el acomodarse; porque perdemos la
naturalidad y la espontaneidad de lo que es nuestra vida y de lo que son
nuestras convicciones; podría ser una falta de personalidad o de seguridad en
si mismo o en aquello que creemos, porque por cobardía o por falta de valentía
dejamos a un lado nuestros principios y valores quizás temiendo que podamos ser
incómodos a los demás por nuestra manera de pensar y de actuar.
Esto que nos puede suceder en muchos aspectos de la
vida, tanto el acostumbrarse como el acomodarse, nos hace mucho daño en el
camino de la vivencia de nuestra fe y de nuestra vida cristiana. Ser cristiano
no es como un barniz que nos demos por encima para determinados momentos o
determinadas cosas ni algo en lo podamos estar como si de vaivenes se tratara.
Mostrarnos como cristianos con toda autenticidad puede
resultarnos en momentos difícil y costoso porque nuestra manera de vivir,
nuestros principios y convicciones pueden resultar incómodos o en cierto modo
rechazables para muchos de los que nos rodean. No podemos decir que somos
cristianos porque simplemente nuestra familia o los que nos rodean son
cristianos, sino que ahí tiene que haber una convicción fuerte y valiente,
porque muchas veces quizá tengamos que, como se suele decir, nadar contra corriente
porque los que nos rodean, aunque también se digan cristianos, sin embargo no
han hecho claramente esa opción por el evangelio y por Jesús.
Ser cristiano de verdad me exige y me plantea en cada
momento esa opción que he de hacer en mi vida para ser fiel de verdad al Jesús
en el que creo y que es mi Salvador. No es acostumbrarme y dejarme arrastrar
porque pueden ser otras cosas las que al final nos arrastren alejándonos del
verdadero punto de apoyo de mi vida que es Cristo. En un mar lleno de corrientes
que se contraponen de un lado y de otro el que nada no se puede simplemente
dejarse llevar porque cualquier corriente lo alejaría de la costa y lo podría
poner en verdadero peligro.
Es lo que nos anuncia hoy Jesús en el evangelio. ‘Si el
mundo os odia, sabed que me ha odiado a mi antes que a vosotros… vosotros no sois del mundo… por eso el mundo os odia…
si a mi me han perseguido, también a vosotros os perseguirán…’ Nos lo anuncia y
nos previene. Pero no para que nos acomodemos, para que nos dejemos llevar y
confundir, sino para que nos sintamos fuertes y seamos en verdad fieles a
nuestro seguimiento de Jesús. Ya nos dirá en otros momentos que su Espíritu
está en nosotros y es nuestra fortaleza.
Es una tentación fuerte que podemos sentir. Muchas veces
escuchamos también quien nos dice que bueno que soy cristiano, pero que vamos
haciendo lo que podemos, que hacemos como hacen los demás, porque otros son
cristianos también y no se toman las cosas tan en serio, con tanta radicalidad.
Tenemos que reconocer que muchas veces hay demasiada mediocridad en nuestra
vida; que rehuimos todo lo que signifique esfuerzo o sacrificio y lo que
queremos son las cosas suaves. Así andamos donde vemos cómo se cae fácilmente
en la pendiente de la frialdad y de la indiferencia con la que muchos terminan
por claudicar del nombre de cristianos.
Pidámosle al Señor que nos dé esa valentía y esa
fortaleza del Espíritu para vivir como auténticos cristianos. Así es como
podremos ser en verdad sal de la tierra y luz del mundo; pero si la sal se
vuelve sosa ya no nos sirve para nada, y si la lámpara deja de alumbrar la
buena luz para qué la queremos. Necesitamos ser cristianos que seamos buena sal
para nuestro mundo, que iluminemos de verdad con la fe auténtica de nuestra
vida.