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sábado, 8 de noviembre de 2008

Todo lo puedo en aquel que me conforta

Filp. 4, 10-19
Sal. 111
Lc. 16, 9-15

Estamos en el final de la carta a los Filipenses. Quiere agradecer Pablo las atenciones que ha recibido de esta comunidad sobre todo en momentos difíciles y penurias por las que ha pasado. ‘Desde que salí de Macedonia y empecé la misión, ninguna iglesia, aparte de vosotros, me abrió una cuenta de haber y debe... me mandasteis un subsidio para ayudar en mi necesidad...’
Pero Pablo quiere dejar también un mensaje. Como apóstol del Señor ha querido cumplir lo que ya había dicho Jesús cuando hizo el envío de los discípulos a predicar delante de él. Lo recordamos porque alguna vez lo hemos comentado y reflexionado. ‘No llevéis bolsa, ni alforja ni sandalias... comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero tiene derecho a su salario. No andéis de casa en casa...’ Lo ha realizado el apóstol en su vida. Si se hace un repaso de lo que fueron los caminos y los viajes de san Pablo, tiene uno que admirar la generosidad y desprendimiento del apóstol para ponerse en camino como él lo hacía.
Por eso ahora les dice: ‘Yo he aprendido a arreglarme en toda circunstancia. Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo: la hartura y el hambre, la abundancia y la privación’. Y es aquí donde nos deja una frase lapidaria con un gran mensaje que nos puede valer bien en muchas de nuestras luchas y trabajos de nuestra vida cristiana. ‘Todo lo puedo en aquel que me conforta’.
Hermosa disponibilidad y confianza en el Señor. Será capaz de lo que sea porque se pone en las manos del Señor. Con el Señor todo, y sin el Señor nada. Es nuestra fortaleza, la roca de nuestra salvación.
Nos vemos en la vida en tantas dificultades, en tantas luchas y nos sentimos débiles y nos parece que nada somos ni nada podemos para salir adelante. En la manos del Señor. .‘Todo lo puedo en aquel que me conforta’.
Será mucho el camino a recorrer en el crecimiento de mi fe, en el compromiso de mi vida cristiana, en la espiritualidad en la que tengo que ahondar, en la santidad que tiene que resplandecer en mi vida... ‘Todo lo puedo en aquel que me conforta’.
Serán muchas las tentaciones que quieren alejarnos del camino. Siempre adelante porque ‘Todo lo puedo en aquel que me conforta’.
Es grande la tarea que se nos ha encomendado cuando hemos recibido una misión en medio de la Iglesia, seamos los sacerdotes, los religiosos y religiosas que se han consagrado al Señor o los que comprometen su vida en el apostolado... ‘Todo lo puedo en aquel que me conforta’.
Grandes son las obras que tenemos que emprender cuando queremos ayudar, cuando queremos ser servidores de los demás, cuando nos empeñamos en una tarea social de servicio a los necesitados... ‘Todo lo puedo en aquel que me conforta’.
Grande es la responsabilidad y la tarea del padre o madre de familia en la educación de sus hijos y ya sabemos cuanto podemos incluir ahí... ‘Todo lo puedo en aquel que me conforta’.Así en cada momento, en cada situación tenemos que decirlo. ‘Todo lo puedo en aquel que me conforta’. El Señor está conmigo, ¿quién podrá contra mí? ‘Su corazón está seguro, sin temor; reparte limosna a los pobres, su caridad es constante, sin falta, y alzará la frente con dignidad’, hemos rezado en el salmo responsorial.

viernes, 7 de noviembre de 2008

No aspiremos sólo a cosas terrenas que somos ciudadanos del cielo

Filp. 3, 17-4, 1
Sal.121
Lc. 16, 1-8

Ante la Palabra de Dios que se nos proclama y que escuchamos cada día siempre tenemos que hacernos preguntas sobre nuestra vida. Si de verdad queremos escucharla allá en lo hondo de nuestro corazón se convierte para nosotros en un itinerario de nuestra vida espiritual, de ese crecimiento en el espíritu que cada día hemos de realizar, de ese avance que queremos hacer en el camino de nuestra santidad. Ya sabemos que esa es la meta que nos ha propuesto Jesús. Y no siempre nos es fácil porque siguen habiendo apegos en nuestro corazón que nos impiden de verdad avanzar como sería nuestro hondo deseo.
La palabra nos ayuda a revisar y a plantearnos metas renovadas cada día. Por eso no nos importe repetirnos en muchas cosas para que podamos realizar ese avance en el espíritu. Hoy por ejemplo podríamos comenzar preguntándonos, ¿cuáles son nuestras aspiraciones más hondas?
Pablo les recuerda a los cristianos de Filipos algo, que por lo que se ve, les ha repetido muchas veces. ‘Porque, como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos, hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo’. Podrían parecer palabras muy duras. ‘...andan como enemigos de la cruz de Cristo’. ¿Por qué lo dice el apóstol? ‘Sólo aspiran a cosas terrenas’, les dice. Se dejan arrastrar por el mal camino, la perdición; solo piensan en sensualidad y satisfacciones; no tienen un dominio y un control de verdad sobre sus vidas. Les hace falta, quiere decirles, mirar hacia arriba, aspirar a cosas grandes, poner metas e ideales grandes en su vida.
‘Nosotros, por el contrario, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo’. Caminamos por esta tierra y por este mundo. Tenemos que vivir nuestra vida terrera. Pero somos peregrinos que caminamos hacia la patria celestial. ‘Ciudadanos del cielo’. No significa que tengamos que abandonar nuestras obligaciones y responsabilidades de esta vida y este mundo. Pero miremos donde está nuestra meta. Vivamos, si, todo lo bueno que tenemos en esta vida, pero pensando que la plenitud la vamos a tener sólo en Dios.
Por eso tenemos que dejarnos transformar por el Señor. Ya nos ha hecho partícipes de su vida y nos ha enriquecido con su gracia. Pero eso es prenda de la gloria futura. ‘El transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo’. ¿A qué aspiramos? ¿cuáles son nuestras aspiraciones más profundas? Así nos preguntábamos antes.
Si nos dejamos transformar por Cristo, ya en nosotros no cabe el pecado, no cabe el egoísmo ni el desamor, no cabe la maldad, no caben nuestros orgullos y nuestras envidias, no caben esos apegos terrenos. ¿Por qué seguimos haciendo discriminaciones y distinciones? ¿Por qué seguir considerándonos mejor que los demás? ¿Por qué vivir esclavos de nuestras pasiones?
Vivamos, pues, como lo que somos. ‘Según el modelo de su condición gloriosa’. Los que hemos sido transformados por la gracia del Señor. Que resplandezca en nosotros la santidad, la gracia, el amor, la vida de Dios de la que somos partícipes para ser hijos. Así será distinta nuestra relación con los demás, así será distinta nuestra relación con Dios.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo

Filp. 3, 3-8
Sal. 104
Lc. 15, 1-10

¿Es Cristo para mí una ganancia? Tendría que explicarme quizá con esa pregunta. Cuando pensamos en ganancias fácilmente nos viene a la mente lo económico, los prestigios humanos, las cosas importantes que logremos en la vida y cosas por el estilo en ese orden material o mundano. Por ser cristiano, seguidor de Cristo no voy a obtener una ganancia económica, porque no sigo a Cristo pensando en ello. Ni tampoco lo puedo mirar como una forma de escalar puestos en la vida o prestigios de orden social.
Algunos de nuestro alrededor no entenderán muchas veces mis actitudes fundamentales o mis comportamientos cuando actúo movido por la fe y el evangelio. Y bien sabemos que en la sociedad de nuestro entorno algunas veces se quiere desterrar todo lo que suene a religioso o cristiano. Ya leí en alguna noticia que lo de la Navidad en alguna población quieren cambiarle el nombre por otro que no tenga ninguna connotación ni cristiana ni religiosa.
Pero sigue siendo válida la pregunta. ¿Es Cristo para mi una ganancia? Tendría que ser que sí en la medida en que la fe en Jesús sea para mí importante, en la medida que el conocimiento de Dios sea algo fundamental en mi vida. Pero estoy diciendo importante y fundamental. No mirar la fe como un barniz que pongo sobre mi vida pero que no afecto a lo hondo de mi ser; no mirar el ser cristiano como un vestido que me pongo o me quito según conveniencias.
San Pablo nos ha hablado hoy en su carta de que ‘nosotros servimos a Dios desde dentro, y que ponemos nuestra gloria en Cristo Jesús, sin confiar en lo exterior’. Pablo comenta que él podía hacer gala de muchos títulos o cosas vividas en su vida en otro momento para hacer comparación con otras personas y no quedar por menos. ‘Circuncidado a los ocho días... israelita de toda la vida de la tribu de Benjamín, fariseo... irreprochable en lo que toca a cumplir la ley judía...’ Pero ahora nos dice: ‘Todo eso que era para mí ganancia, lo consideré pérdida comparado con Cristo... todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor... todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo’.
Pablo era bien considerado en el mundo judío. Y ahí nos dice cómo y lo que hacía. Pero su encuentro con Jesús desmontó todas esas cosas, y desde ese momento Cristo fue su única ganancia y su única riqueza. Por Cristo él se dará totalmente. Por el anuncio del evangelio tendrá que sufrir privaciones y muchas calamidades como recordará en otra de sus cartas. ‘Sufro hasta llevar cadenas’, dirá en alguna ocasión. Para él su vida es Cristo.
Creo que nos está diciendo mucho san Pablo de la importancia que hemos de darle a nuestra fe en Jesús. Cómo cada día más hemos de querer conocerle mejor, llenarnos de vida, seguir su camino, convertirlo de verdad en el centro y la riqueza de nuestra existencia. Aunque eso nos llevara a incomprensiones del mundo que nos rodea. Pero no hace tanto tiempo que hemos escuchado en las bienaventuranzas de Jesús ‘dichosos si os insultan y calumnian de cualquier modo por mi causa... vuestra recompensa será grande en el reino de los cielos’.
Busquemos a Cristo como la perla preciosa de nuestra vida. ‘Que se alegren los que buscan al Señor’, dijimos en el salmo. Dejémonos encontrar por Cristo, que siempre viene en nuestra búsqueda para ofrecernos su gracia, su perdón, su amor, su vida. Hoy en el evangelio hemos visto cómo busca la oveja perdida, o a la manera de la mujer que revuelve todo para encontrar la joya que se le había extraviado. Así es el amor que el Señor nos tiene. Así tiene que ser nuestro amor y cómo nosotros hemos de darlo todo por seguirle.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Dejar actuar a Dios en nuestra vida para nuestra propia santificación

Filp. 2, 12-18
Sal. 26
Lc. 14, 25-33


Podíamos decir que estas palabras que hemos escuchado de Pablo en su carta a los Filipenses es una urgente exhortación del apóstol a colaborar generosamente con Dios en la propia santificación. Aceptar el designio de Dios en nuestra vida, pero con generosidad de espíritu, con alegría, con entusiasmo, nunca de mala gana.
‘Seguid actuando vuestra propia salvación escrupulosamente, porque es Dios quien activa en vosotros el querer y la actividad para realizar su designio de amor...’ Dejar, pues, actuar a Dios en nuestra vida. Porque es Dios quien nos salva y quien nos santifica cuando nos da el Espíritu Santo para que actúe en nuestro corazón. No somos nosotros los que nos salvamos ni los que nos santificamos. Es obra de Dios, porque es el Señor el que nos salva. Es el Espíritu Santo el que nos santifica. El nos regala sus dones. El es quien mueve nuestro corazón y nuestro querer.
Es obra de Dios, que requiere, sin embargo, nuestro concurso. Por eso, ese designio de Dios nos está pidiendo nuestra respuesta. Y la respuesta es vivir en el camino de esa vida santa que El nos señala. Hay una exigencia para nosotros. Requiere en nuestra respuesta un esfuerzo por nuestra parte. Pero, ¡oh maravilla! esfuerzo que realizamos con su gracia, con la fuerza del Espíritu del Señor.
Nos habla el apóstol de ser ‘irreprochables y límpidos, hijos de Dios sin tacha, en medio de gente torcida y depravada, entre la cual brilláis como lumbreras del mundo, mostrando una razón para vivir’. Nos habla, pues, de resplandecer por nuestra santidad, ‘irreprochables y límpidos... sin tacha’. Nada debe manchar nuestra vida. La salvación de Dios nos llena de luz, porque nos llena de Dios. ‘El Señor es mi luz y mi salvación’, decíamos en el salmo. La salvación es luz, nos llena de luz, nos hace resplandecer. Nada de oscuridad puede haber en nosotros. Es que tiene que brillar la obra de Dios en nosotros. Con ello daremos gloria al Señor.
No nos importe que esa luz moleste a los demás. Es que los que realizan las obras del mal prefieren a las tinieblas. Pero nuestra luz puede arrastrar a muchos a querer alcanzar esa salvación, querer también dar respuesta positiva a la invitación a la salvación y santificación que Dios hace a todos los hombres. Nuestra luz, la santidad de nuestra vida tiene que ser polo de atracción para muchos, para que ellos lleguen también a conocer a Jesús, a querer vivir su camino.
No es una tarea pasiva, aunque digamos que tenemos que dejar actuar a Dios. Sabemos el camino que emprendemos. Conocemos los presupuestos de exigencias que tiene para nuestra vida el emprender ese camino. Como nos enseña hoy Jesús en el Evangelio. ‘¿Quien de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos para ver si tiene para terminarla?’ Conocemos los presupuestos necesarios para emprender ese camino de santidad. Además de una escucha de Dios para descubrir su designio de amor para nuestra vida, luego sabemos bien que la senda es estrecha, como escuchamos hace unos días, que tenemos que aprender a negarnos a nosotros mismos, que hemos de tomar la determinación de tomar su cruz para seguirle, de que hemos de poner por nuestra parte todo lo necesario para arrancarnos del mal y para practicar la virtud, para vivir en el amor.
Pero lo hacemos seducidos por el amor que el Señor nos tiene. ¡Es tan gozoso vivir en su amor! ¡Es tanta la dicha que alcanzamos en lo hondo de nuestro corazón cuando emprendemos el camino de la santidad! ¡Es tan grande la recompensa que nos espera en el cielo, de poder vivir junto a Dios, de llenarnos de Dios en plenitud, de contemplarle cara a cara! Con gozo, con alegría, con determinación emprendemos el camino de la salvación y la santidad.
‘Yo estoy alegre y me asocio a vuestra alegría, por vuestra parte estad alegres y asociaos a la mía’, terminaba diciendo el apóstol.

martes, 4 de noviembre de 2008

Sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús

Fil. 2, 5-11
Sal. 21
Lc. 14, 15-24

Quería fijarme en dos cosas hoy de la Palabra de Dios que se nos ha proclamado. Por una parte ese hermoso texto de la carta a los Filipenses, y también en el evangelio, aunque tantas veces lo hemos reflexionado. Pero siempre la Palabra que se nos proclama es para nosotros una Buena Noticia, y tiene entonces la novedad de algo vivo y lleno de vida para nosotros.
‘Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús’, así nos ha dicho san Pablo en la carta a los Filipenses. Es nuestra configuración con Cristo. Nuestro vivir ha de ser vivir a Cristo. Asemejarnos totalmente a El. El nos hace partícipes de su vida. Y eso tendrá que reflejarse en nuestro vivir, en nuestras actitudes, en todo nuestro ser.
Pero fijémonos en cuáles son esos sentimientos a los que hoy quiere referirse el apóstol. Podemos hablar de su humildad, de su entrega total, de su amor sin fin, del sacrificio de su vida hasta la muerte.
Comienza diciéndonos que ‘El, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos’. Ayer escuchábamos que nos decía ‘dejaos guiar por la humildad’. Tantas veces le hemos escuchado a Jesús hablarnos de los humildes y los sencillos, porque es a ellos a los que se les revela el misterio de Dios. Y María en su cántico proclama cómo ‘Dios derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes’, recordándonos lo que tantas veces nos dice Jesús en el Evangelio de que ‘el que se enaltece será humillado, y el que se humilla, enaltecido’. Y nosotros mientras tanto haciendo galas de lo que somos o tenemos. Y ¿qué es lo que somos? ¿cuánto vale lo que tenemos?
Y continúa diciéndonos el apóstol. ‘Actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de Cruz’. Es la señal de la entrega y del amor. Es el sacrificio de su vida para nuestra salvación. Podríamos pensar que para salvarnos no era necesario ese sacrificio, ese tipo de muerte, porque cualquiera de los actos de Cristo, por ser el Hijo de Dios, tenían valor infinito. Pero así quiso mostrarnos su amor. Porque ese es el más grande amor. El amor del que da la vida por aquel a quien ama. Un camino para nuestro amor, cuando nosotros a la hora de dar, pensamos más en dar cosas y con medidas limitadas – por si acaso nos falte – que en darnos nosotros mismos. Es el ejemplo de Jesús. Es el camino a seguir.
‘Por eso Dios lo levantó sobre todo, termina diciéndonos Pablo, y le concedió el nombre sobre todo nombre, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble... y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre’. Es el Señor. Como diría Pedro en el discurso de Pentecostés: ‘Dios lo constituyó Señor y Mesías... resucitándolo y rompiendo las ataduras de la muerte’. Es la Pascua. Es la muerte de Jesús en su entrega de amor, pero es su Resurrección porque es el Señor. Y es el misterio de Cristo que nosotros hemos de vivir en nuestra vida. Es cómo tenemos que configurarnos con El, teniendo sus mismos sentimientos, teniendo su misma vida. Y del evangelio, finalmente, una palabra. Alguien exclamó, dice el Evangelista: ‘¡Dichoso el que coma en el banquete del Reino de Dios!’ Comer, sí, en el banquete del Reino de Dios, al que todos estamos invitados. A continuación Jesús propone la parábola del ‘hombre que daba un banquete y convidó a mucha gente...’ Y al terminar la parábola Jesús dirá que ‘el amo dijo: sal por los caminos y senderos, e insísteles hasta que entren y se me llene la casa’. Todos estamos invitados a ese banquete del Reino de los cielos. Respondamos a esa invitación del Señor. No nos busquemos disculpas para rehuir la invitación.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Manteneos unánimes y concordes en un mismo amor

Fil. 2, 1-4
Sal. 130
Lc. 14, 12-14

‘Guarda mi alma en la paz junto a ti, Señor’, hemos pedido y repetido en el salmo responsorial. Que junto al Señor, en el Señor, tengamos siempre paz en el corazón. Que no nos falte nunca para que podamos así mejor sentirle y escucharle en nuestro corazón.
Pablo apela en la carta a los Filipenses, que seguimos escuchando en estos días, al cariño y el amor que mutuamente se sienten aquella comunidad y el apóstol, como expresa en otros momentos de su carta; apela a las entrañas de misericordia y compasión que aquella gente tiene, pero por encima de todo apela al mismo Espíritu que les une, - ‘si nos une un mismo Espíritu’, les dice – para que le den la alegría de la unidad y la concordia en medio de la comunidad.
‘Manteneos unánimes y concordes en un mismo amor y un mismo sentir’. Concordia, corazones unidos, corazones cercanos, ser capaces de poner el corazón junto al corazón del otro, viene a significar esa expresión. Cuando ponemos nuestro corazón junto al corazón del otro significa cómo los dos corazones tienen que latir al unísono. Es sentir en mi corazón lo que siente el corazón del otro. Ya lo que le sucede al otro no me es ajeno porque yo lo siento en mi propio corazón. ¡Qué hermoso cuando podemos sentir así el latido del corazón del otro en mi vida! Sus preocupaciones, sus alegrías, sus penas, sus sufrimientos, sus ilusiones y sueños no me son ajenos.
Para ello es necesario un espíritu grande de humildad; para olvidarme de mí mismo; para ponerme a su lado como de igual a igual. Lejos de mí entonces la prepotencia, el orgullo, el creerme superior o mejor. Ya no estaré subido a un pedestal cuando me acerco al otro para mirarlo desde arriba, sino lo miraré de frente, lo sentiré a mi lado. Lejos de mí la vanidad donde voy a demostrar al otro lo bueno que soy o las cosas buenas que hago. Ya no van a ser mis intereses los que priven sobre los de los demás.
Es lo que nos dice el apóstol. Recordémoslo. ‘No obréis por envidia ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad siempre el interés de los demás’. ¡Qué hermoso mensaje!
Es el camino de generosidad, de humildad y de amor que nos enseña Jesús en el Evangelio. Lo había invitado a comer a su casa un fariseo principal. Ya les había señalado, cuando vio que los invitados estaban muy preocupados por ocupar los primeros puestos, que ese no podía ser la manera de actuar. ‘Cuando te inviten a un banquete, vete a sentarte en el último puesto... porque el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido...’
Ahora le dice al que lo había invitado cuáles tenían que haber sido sus invitados principales. ‘... no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos: porque corresponderán invitándote y quedarás pagado... invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los muertos’.
Una nueva bienaventuranza nos dice hoy Jesús. Dichosos porque no recibimos pagas en este mundo, porque hacemos las cosas no simplemente buscando una recompensa; porque pensamos que lo que hacemos tiene una trascendencia en los cielos; porque la verdadera paga es la que nos da el Señor. El valor de la gratuidad. Las cualidades del amor verdadero que nunca es interesado. El no hacer las cosas para que me lo agradezcan. El no pensar en mis ganancias propias y terrenas. El hacer las cosas por un amor generoso y altruista.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Nos llevas a nueva vida para que tengamos parte en tu gloriosa resurrección

Job. 19, 1.23-27;
Salmo 22;
Rm. 14, 7-9-10-12;
Jn. 14, 1-6
Damos por sentado que quienes vamos a celebrar esta Conmemoración de Todos los Difuntos somos personas creyentes y con esperanza. Pero somos conscientes también de que estamos sujetos a muchas influencias externas y ajenas a nuestra fe cuando tenemos que enfrentarnos al misterio de la vida y de la muerte. Así corremos el riesgo de que el recuerdo y la conmemoración de los difuntos que hacemos en este día pueda perder su más auténtico sentido cristiano, se tiña incluso de connotaciones paganas o nos resignemos ante la muerte con un sentido fatídico y desesperanzado.
La vida no es una autopista que se acaba en el vacío, sino un camino que nos conduce a la plenitud. Decíamos al principio que necesitamos de la fe y de la esperanza. Si éstas nos fallan todo se nos convertiría en un sin sentido y en un vacío, que nos puede llevar a una resignación sin esperanza, a la desesperación. Muchas veces hemos escuchado aquel texto de san Pablo que nos dice que nosotros no podemos sufrir ante la muerte como los que no tienen esperanza.
Es cierto que es duro el que un día esta vida terrena se acabe, o ante nuestros ojos desaparezcan con la muerte los seres queridos. Es normal el dolor del desgarro de la separación. Pero quien ha llenado su vida de fe y de esperanza se enfrenta a este hecho natural con un nuevo y distinto sentido. No es esa vida terrena o corporal en lo que sólo pensamos. Somos algo más que eso y hay algo más en nuestro vivir. Hay una trascendencia mayor en nuestra vida. Hay en nosotros una llamada a la plenitud. Es la luz que nos da la Palabra del Señor, que siempre es para nosotros una Palabra de Vida. Es el sentido que en Cristo encontramos para nuestro vivir y para nuestro morir.
Hay una hermosa afirmación en el texto del libro de Job que hoy hemos proclamado en la primera lectura. ‘Yo sé que mi Redentor está vivo... yo mismo lo veré, mis propios ojos lo contemplarán...’ Job es el hombre del sufrimiento, que se ha visto desposeído de todos sus bienes e incluso su vida machacada por la enfermedad, pero es también el hombre de la esperanza. Desde su dolor, desde su sufrimiento, desde la muerte que acecha su vida, él ha sido capaz de descubrir la presencia de Dios. Después de la experiencia del dolor, Job podrá exclamar. ‘Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos’. Se ha abandonado en las manos de Dios y ha podido llegar a descubrir el verdadero rostro de Dios.
Esa experiencia y esa proclamación de fe y esperanza de Job se convierten para nosotros desde Cristo muerto y resucitado en una experiencia pascual. ‘Sé que mi Redentor está vivo...’ porque creemos en Cristo muerto y resucitado. Cristo es el Señor que vive y que nos da vida. Cristo resucitado es el sentido de nuestra vida y también de nuestro morir. Por eso podíamos escuchar a san Pablo: ‘Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor’. Cristo es quien únicamente da consistencia y sentido tanto al vivir como al morir. En Cristo veremos cumplidas esas ansias de plenitud, porque El quiere darnos una vida sin fin.
Y es que la vida del hombre se transforma por la resurrección de Jesucristo. Cristo, muerto y resucitado, es el centro de nuestra fe, y El nos ha hecho partícipes en su victoria sobre la muerte. Como decimos en la oración litúrgica, ‘al confesar nuestra fe en la resurrección de Jesucristo, se afianza también nuestra esperanza de que todos tus hijos resucitarán’. O como decimos en otra oración, ‘pues creyeron en la resurrección futura, merezcan alcanzar los gozos de la eterna bienaventuranza’.
¿Qué necesitamos? Fe. ‘Que no tiemble vuestro corazón, nos dice Jesús; creed en Dios y creed también en mí’. Y creemos en Jesús. Nos fiamos de su Palabra. Y es que El es la Vida, y es el Camino, y es la verdad. Lo hemos escuchado en el Evangelio. ‘Yo soy el Camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí’. Solamente a través de Cristo podemos alcanzar la vida eterna. Solamente con Cristo vamos a alcanzar la autentica plenitud de nuestro ser al unirnos plenamente a Dios. La muerte no es entonces un vacío, sino va a ser el retorno al Padre para vivir plenamente en El. Y como nos dice hoy Jesús, ‘voy a prepararos sitio... volveré y os llevaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros’.
Con Jesús, entonces, todo tiene un nuevo sentido. Con Cristo hay esperanza en nuestro corazón. Cuando creemos en Jesús no puede haber amargura en nuestro corazón a causa de la muerte, nuestra o de nuestros seres queridos, sino que siempre hay esperanza. Desde Jesús todo entonces se hace oración. Nuestro recuerdo de los seres queridos no se queda en una lágrima ni en una flor. Repito, es normal la pena de la separación física de nuestros seres queridos; es justo que tengamos un hermoso recuerdo de aquellos a quienes amamos, y le podamos hacer incluso la ofrenda de una flor. Pero lo más hermoso que podemos hacer es una oración llena de esperanza.
Es lo que queremos que sea esta conmemoración que hacemos en este día. Que no es, además, sólo recordar a nuestros seres queridos. Es una conmemoración que quiere hacer la Iglesia de todos los que han muerto para por todos ellos elevar la más hermosa de nuestras oraciones que es la celebración de la Eucaristía. Queremos que estén en el Señor y sólo los méritos de Cristo nos podrán hacer merecer ese perdón y esa vida para siempre. Por eso celebramos la Eucaristía que es celebrar todo el misterio pascual de Cristo, que es celebrar su muerte y su resurrección.
‘Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección...’, Señor que aquellos que han muerto vivan para siempre junto a ti, hayan alcanzado la misericordia divina y gocen para siempre en el cielo de la eterna bienaventuranza. ‘Te damos gracias, vamos a decir en el prefacio, porque, al redimirnos con la muerte de tu Hijo Jesucristo, por tu voluntad salvadora nos llevas a nueva vida para que tengamos parte en su gloriosa resurrección’.
Que esta sea nuestra esperanza y que así surja confiada nuestra oración.