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sábado, 31 de agosto de 2013

El evangelio una escuela de valores para todo hombre

1Tes. 4, 9-11; Sal. 97; Mt. 25, 14-30
El mensaje del evangelio, que ilumina la vida nuestra de cada día, nos va haciendo resaltar esos valores humanos que nos van engrandeciendo cada día más y que se convierten en camino de santificación para nuestra vida.
Hemos de estar muy atentos a todo lo que vamos escuchando en el evangelio que nunca es ajeno o indiferente a lo que es nuestra vida de cada día y hemos de saber escuchar su mensaje no como palabras bonitas que nos encantan en los oídos al escucharlas, sino como semilla de vida y de gracia para nuestra vida.
Cuando escuchábamos ayer la parábola de las lámparas encendidas se nos estaba hablando, por ejemplo ya que serían muchas las cosas que habría que destacar, de la responsabilidad con que hemos de vivir nuestra vida y la constancia y perseverancia en lo que nos proponemos hacer, aunque nos sea dificultoso; se nos hablaba de una esperanza que no es pasividad sino más bien de una esperanza que nos empuja y nos impulsa a la vigilancia y el cumplimiento de nuestros deberes sin cansarnos nunca.
Hoy hemos escuchado otra parábola de Jesús, la parábola que llamamos de los talentos. Unos talentos que en diferentes cantidades un hombre confía a sus empleados para que los administren mientras él está de viaje. Diferente será la forma de actuar de aquellos empleados porque mientras unos con responsabilidad los pusieron en producción, el otro, lleno de miedo, lo ocultó para no perder el talento que se le había confiado, pensando que así era mejor, pero no obteniendo ningún beneficio como se esperaba de él.
La parábola se expresa en términos materiales o pecuniarios, pero no olvidemos que siempre es como un ejemplo que luego ha de trascender en nuestra vida para saberla aplicar a todo lo que es la realidad de nuestra existencia. Pero de algo importante nos está hablando y creo que todos hemos de saber deducir desde un primer momento, es la responsabilidad con que hemos de asumir nuestra vida y todo lo que tenemos en nuestras manos, ya sean los bienes materiales que poseamos como todos esos otros valores y cualidades de las que está adornada nuestra vida.
Nada de eso lo podemos encerrar en nosotros mismos sino que hemos de pensar en la responsabilidad que hemos de asumir no solo ante nosotros y nuestra propia conciencia, sino también en una referencia a ese mundo en el que vivimos, donde desarrollamos nuestra vida, y donde tenemos que compartir no solo lo que tenemos sino también y principalmente lo que somos.
Podemos pensar en ese mundo con toda la riqueza de la vida y todos sus valores que Dios ha puesto en nuestras manos - y lo hacemos desde una actitud creyente -, pero pensamos también en nuestra vida personal. Un mundo que tenemos que desarrollar y mejorar, una riqueza que contiene ese mundo que no es para unos pocos, sino que es algo de toda la humanidad y que hemos de saber respetar y hacer que en verdad beneficie a toda la humanidad. Cuantas conclusiones tendríamos que sacar de aquí para la responsabilidad con que hemos de vivir en medio de ese mundo y de esa sociedad de la cual no podemos desentendernos. ¿Muchas veces no nos cruzaremos demasiado de brazos desentendiéndonos del mundo y de la sociedad que nos rodea o en la cual vivimos?
Y pensamos en nuestros valores y cualidades, lo que somos, lo que es nuestra vida, lo que hemos recibido y nos ha enriquecido personalmente que no pueden ser como un adorno que pongamos solo para nosotros para llenarnos de vanidad. Todo eso ha de tener una repercusión en los demás, en lo que podemos hacer por los otros, con lo que podemos enriquecer su vida para hacerlos más felices, en todo lo que tenemos que compartir para no quedarnos nunca en una actitud egoísta.
Y todos tenemos unos valores, unas cualidades, unos talentos. No puedo encerrarme en mi mismo pensando que solo son para mi, ni puedo encerrarme en mi mismo diciendo que yo no valgo nada. Con humildad y con espíritu también de acción de gracias hemos de saber reconocer lo que valemos. Seamos quienes seamos, tengamos la edad que tengamos o incluso las limitaciones físicas que puedan acompañarnos a causa de los años, siempre hay algo que yo pueda ofrecer a los demás. Porque somos mayores o porque tenemos unas limitaciones físicas podríamos tener la tentación de que no valemos, pero lejos de nosotros ese pensamiento. Nuestro yo y nuestra persona es algo mucho más hondo y más valioso que todo eso. No reconocerlo podría hasta convertirse en un orgullo que tendríamos que quitar de nuestra vida.

Ya sabemos, el evangelio nos hace pensar en todos esos valores que hay en nosotros y que no podemos enterrar. Démosle gracias a Dios por esa luz que es para nuestra vida el evangelio y como nos hace engrandecernos porque nos llena de dignidad.

viernes, 30 de agosto de 2013

Nos lamentamos porque no teníamos las lámparas encendidas…

1Tes. 4, 1-8; Sal. 96; Mt. 25, 1-13
Con qué sensación de desconcierto y hasta de ridículo se queda uno cuando pudo haber conseguido algo, pero por un descuido, por no haberse esforzado lo suficiente quizá, o por alguna otra razón de la que uno se siente culpable, no lo ha conseguido, se ha quedado a las puertas, como se suele decir, con la miel en los labios.
Nos sucede en muchas situaciones de la vida; un examen que pudimos aprobar si hubiéramos aprovechado más el tiempo que tenemos conciencia de que lo perdimos sin ninguna justificación; una meta en algo, ya sea en lo deportivo o ya sea en la carrera de la vida, que no pudimos alcanzar porque preferimos la vida fácil y sin complicaciones y no nos preparamos lo suficiente.
Luego vienen los lamentos y los llantos, echándonos veinte mil culpas cuando ya no tenemos remedio; pudimos haberlo conseguido y no lo logramos; y vienen los propósitos, eso no me volverá a pasar, ya aprendí la lección, pero quizá los errores se siguen repitiendo porque seguimos en nuestro tren de la comodidad y del mínimo esfuerzo.
¿Nos estará reflejando esto, situaciones así, la parábola que acabamos de escuchar? Bien entendemos que la parábola es una bonito lección para muchas situaciones, también en el lado más humano de la vida, por las que podemos pasar. Pero nos está hablando también de nuestra salvación eterna, de nuestra pertenencia y vivencia del Reino de los cielos.
Unas jóvenes, diez doncellas, que lo que tenían que hacer era esperar al novio que llegaba para la boda, pero teniendo bien preparadas las lámparas con las que se iba a iluminar el camino de llegada y se iba a adornar la sala del banquete. Pero ya escuchamos, unas cuantas no fueron lo suficientemente sensatas y no tenían aderezadas debidamente sus lámparas porque no tenían suficiente aceite, combustible, para que las lámparas permanecieran encendidas. Y la puerta se les cerró en sus narices, hablando vulgarmente, y cuando debían de estar dentro en el banquete de bodas, se tuvieron que quedar fuera, por no mantener encendidas sus lámparas. ¿Cómo se sentirían? ¿frustradas? ¿desconcertadas? ¿tirándose de los pelos, como se suele decir? ¿echándose mil culpas por no haber sido previsoras? Pero se quedaron fuera.
Viene el Señor a nuestra vida, y podemos pensar en el momento final de nuestra existencia que nunca sabemos cuando va a suceder; pero viene el Señor a nuestra vida y en cada momento y cualquier situación que vivamos si lo hacemos con fe tendríamos que sentir su presencia. ¿Cómo estamos preparados para ese momento final? ¿cómo está de ardiente nuestra fe para saber descubrir la presencia del Señor que llega a nuestra vida con su gracia?
En muchas ocasiones vivimos adormilados. ‘El esposo tardaba y les entró sueño a todas’, que decía la parábola. Vivimos entretenidos en nuestra vida con nuestras cosas, con nuestras preocupaciones, con la lucha de cada día y no pensamos en esa presencia del Señor que llega a nosotros; ya tendremos tiempo de pensar en ello en otro momento, nos decimos; ahora nos preocupan más otras cosas y las expresiones religiosas y de fe las dejamos para otro momento.
Nos hemos propuesto quizá en la vida irnos superando en muchas cosas en esa tarea ascética de ir purificándonos, creciendo espiritualmente, sintiéndonos fuertes frente a las tentaciones que nos pueden venir porque queremos ser mejores, comportarnos más como cristianos; y quizá nos creemos fuertes, pensamos que ahora no nos va a venir la tentación, dejamos para otro rato ese momento de oración donde sentiríamos esa fuerza del Señor y cuando menos lo pensemos nos encontramos con la prueba y la tentación, y nos dejamos arrastrar, y retrocedemos lo que habíamos avanzado en ese camino de superación porque volvimos con nuestro pecado.
Nos hace falta tener la lámpara encendida y el suficiente aceite que nos alimente en la oración, en la frecuencia de sacramentos, en la reflexión que nos hagamos sobre nuestra vida, en la escucha allá en lo hondo del corazón de la Palabra del Señor. El Señor nos llama, quiere hacerse presente en nuestra vida, tenemos que estar con la fe despierta y el espíritu bien dispuesto.
Luego nos sentimos mal, porque podíamos haber hecho y no hicimos, por desgana o por rutina dejamos de hacer aquella oración de cada día; teníamos en nuestra mano la gracia del Señor pero andábamos preocupados más por otras cosas. Y luego también vienen las lamentaciones, los arrepentimientos y los propósitos. Y el Señor sigue esperándonos, sigue contando con nosotros, sigue regalándonos su gracia. No la echemos en saco roto porque El siempre quiere reconocernos, porque El siempre nos ama con amor eterno.

jueves, 29 de agosto de 2013

Como el Bautista, mártir de la verdad y de la justicia, luchemos valerosamente por la confesión de nuestra fe

Jer. 1, 17-19; Sal. 70; Mc. 6, 17-29
‘Cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando. No les tengas miedo… frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y a la gente del campo… no te podrán, yo estoy contigo para librarte’. Fue lo que escuchó un día el profeta Jeremías, aquel que había sido escogido desde el seno materno como profeta de las naciones.
Es lo que ahora realizó también aquel que había nacido para ser profeta del Altísimo, que había sido consagrado ya en el seno de su madre en la visita de María a su prima Isabel cuando la criatura saltó de alegría en su vientre, y a quien hoy vemos y celebramos no solo como Precursor del Nacimiento de Jesús sino también de su muerte siendo mártir de la verdad y de la justicia, como lo llama la liturgia en esta fiesta.
Preparando los caminos del Señor había administrado un bautismo de agua que purificara las conciencias de quienes se preparaban para la llegada del Mesías, pero había anunciado a quien vendría a bautizar con Espíritu Santo y fuego. A Juan no se le había preguntado, como luego se haría con los discípulos que querían ocupar primeros puestos, si estaba dispuesto a ser bautizado en un bautismo como el de Jesús, pero había pasado también por ese bautismo de sangre como testigo de la verdad y de la justicia. Había sabido hacerse el último y el servidor de todos. ‘El tiene que crecer y yo tengo que menguar’, había dicho dando paso a Jesús.
Es lo que hoy estamos celebrando, el martirio de Juan Bautista. Ya hemos escuchado el relato del evangelio donde le vemos como ese profeta de la verdad y de la justicia sin temor ante reyes y príncipes denunciando el mal como una invitación a la conversión. No había sido escuchado, aunque Herodes dijera que respetara a Juan porque sabía que era un hombre honrado y santo, pero sí se le había querido hacer callar para siempre decapitando su cabeza, pero su martirio sería supremo y permanente testimonio de esa verdad y de esa justicia que proclamara, no solo con su palabra sino ahora también con el martirio de su vida.
Hay una hermosa y permanente lección para nosotros en esta celebración y en la Palabra que nos ha sido proclamada. No vamos a detenernos hoy, como quizá muchas veces hemos hecho al reflexionar sobre este texto, en las negruras de las cobardías y los respetos humanos que desencadenan como en cascada un torbellino de injusticia y de muerte. Queremos más bien fijarnos en ese testimonio permanente de luz y de vida que se  nos ofrece desde la voz valiente del Bautista y esa fidelidad hasta el final a la verdad y a la justicia que podemos contemplar en la figura de Juan. ‘El dio su sangre como supremo testimonio del nombre de Cristo’, proclamamos en la acción de gracias del prefacio de este día.
Frente a las oscuridades que se nos meten en el alma con tantos temores el testimonio del Bautista nos enseña y nos estimula a esa valentía que tenemos que manifestar como creyentes en Jesús frente a un mundo que trata de ocultar de la forma que sea el nombre de Jesús y los valores del evangelio. Que por la intercesión de Juan Bautista, que murió mártir de la verdad y la justicia, pedíamos en la oración litúrgica, luchemos nosotros valerosamente por la confesión de nuestra fe.
Una confesión de nuestra fe que no nos hemos de reducir a proclamar entre los que ya tenemos esa misma fe en nuestras celebraciones litúrgicas dentro de la Iglesia, sino que hemos de proclamar fuera, ante el mundo muchas veces indiferente y otras hostil, con nuestra palabra y con el testimonio de nuestra vida. Algunas veces somos temerosos, pero escuchamos lo que nos decía el Señor por el profeta: ‘No les tengas miedo, que si no yo te meteré miedo de ellos… lucharán contra ti pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte’.
Si el Señor está con nosotros, ¿a quién hemos de temer? Si el Espíritu Santo fortalece nuestra vida, ¿por qué nos vamos a acobardar? No hemos de temer. De nosotros es el Reino de los cielos. Recordemos la bienaventuranza como lo hacíamos con el aleluya del Evangelio: ‘Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos’.

Creo que ésta tendría que ser la gran lección y el gran mensaje que recibiéramos en este día. Hemos de ser valientes para salir al mundo, aunque nos sea hostil, a hacer ese anuncio del nombre de Jesús como nuestro único Salvador. Que la intercesión de san Juan Bautista nos alcance esa valentía para el testimonio de nuestra fe. Que no temamos el pasar nosotros también por ese Bautismo del testimonio hasta en los momentos más dificiles que nos hace unirnos con la pasión y muerte de Jesús para vivir en plenitud su pascua. 

miércoles, 28 de agosto de 2013

Siempre hay en el fondo del corazón del hombre sed de Dios

1Jn. 4, 7-16; Sal. 88; Mt. 23, 8-12
 ‘Renueva en tu Iglesia el Espíritu que infundiste en tu obispo San Agustín’. Así hemos pedido en la oración de la liturgia de este día de san Agustín. Que tengamos en verdad sed de Dios, fuente de la verdadera sabiduría, como lo tenía san Agustín y así llenemos nuestro corazón del amor verdadero, del amor de Dios.
En el fondo del corazón del hombre siempre hay sed de Dios, aunque no lo queramos reconocer o, confundidos, lo busquemos por caminos errados. Seamos como seamos siempre hay en el corazón del hombre una sed de más que no podemos satisfacer de cualquiera manera, deseamos lo mejor, buscamos lo bueno, queremos el bien y la justicia, hay en el fondo de todo una búsqueda de la verdad, hay una sed de algo que nos llene en plenitud que muchas veces no sabemos donde encontrar.
Esos deseos queremos satisfacerlos por nosotros mismos o en lo que nos parece que tengamos más cercano y tenemos el peligro y tentación de quedarnos en cosas materiales o terrenas que nos dan satisfacciones efímeras. Por eso es necesario saber elevarnos para no quedarnos en lo material, porque tampoco somos solo algo material, porque hay un espíritu que nos eleva; somos seres espirituales aunque no sepamos a veces encontrar nuestra verdadera espiritualidad.
Cuando con sinceridad emprendemos ese camino de búsqueda, Dios viene a nuestro encuentro y si sabemos dejarnos guiar podemos elevarnos para poder llegar a encontrar a Dios, o a dejarnos encontrar por Dios. Nosotros lo buscamos porque hay ese deseo en nosotros, pero en el fondo es Dios el que nos busca, el que viene a nuestro encuentro. Tenemos que dejarnos encontrar por Dios. Es el camino de una verdadera espiritualidad, porque por muy buenas intenciones que nosotros podamos tener siempre tenemos el peligro de confundirnos, confundir nuestras luces terrenas con la verdadera Luz y no lleguemos a encontrar a Dios. Sólo Dios es capaz de saciar la sed de verdad y amor que todo hombre tiene en sí, ya que Dios es la fuente de la sabiduría y del amor verdadero.
San Agustín, a quien hoy estamos celebrando, de quien estamos haciendo memoria litúrgica, fue un buscador de la verdad; durante muchos años recorrió sus propios caminos y en los placeres del mundo o en las filosofías de su época le parecía encontrar la verdad o aquello que pudiera dar satisfacción a lo que buscaba, pero se sentía insatisfecho y que seguía siempre a oscuras.
Hasta que, como reconoce en el libro de sus Confesiones, fue capaz de entrar en su propio interior para poner orden y claridad a su vida y encontrarse de verdad con Dios. ‘Habiéndome convencido, reconoce, de que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo tú mi guía, y ello me fue posible porque tú, Señor, me socorriste. Entré, y vi con los ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable…’ Se encontró con la luz de la verdad, se encontró con Dios.
‘¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y noche. Y, cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era capaz aún de verlo’. Hermosas palabras de san Agustín - muchas más podríamos citar de sus Confesiones - que nos van describiendo ese camino que le llevó a encontrarse con Dios y como en Dios mismo se sentía fortalecido con su gracia para hacer ese camino, para llegar a encontrarse vivamente con Jesús, camino, verdad y vida siempre para el hombre.
Como recordábamos al principio de nuestra reflexión y pedíamos en la oración litúrgica que en verdad busquemos a Dios, tengamos verdadera sed de Dios, fuente de la sabiduría y le busquemos como el único amor verdadero. Cuando uno tiene sed va a la fuente y trata de calmar su sed en esa agua viva. Que así seamos capaces de llenarnos e inundarnos de Dios y de su amor.
Qué importante vivir con toda intensidad la vida de la gracia alimentándonos de Dios en la oración, en su Palabra, en los Sacramentos. Con qué intensidad tendríamos que vivir esos momentos de encuentro con Dios concentrándonos de verdad en lo que hacemos y vivimos.

Nada tendría que distraernos ni apartarnos de El. Muchos ruidos no solo externos sino muchas veces dentro de nuestro corazón nos pueden distraer y hemos de tener sumo cuidado para que no suceda. El evitar esas cosas externas que nos puedan distraer tenemos que cuidarlo entre todos. Pero cada uno en su interior ha de centrar su pensamiento y su corazón en Dios, porque nada hay más importante en ese momento para nosotros que estar con el Señor.  Cómo hemos de cuidar, entonces, nuestras celebraciones donde escuchamos su Palabra, donde nos llenamos de su gracia, donde vivimos su presencia, donde bebemos en esa fuente de vida eterna. 

martes, 27 de agosto de 2013

Autenticidad, verdad, sinceridad que nos alejen de la vanidad y de la hipocresía

1Tes. 2, 1-8; Sal. 138; Mt. 23, 23-26
Cuando celebrábamos el pasado sábado la fiesta del Apóstol san Bartolomé escuchábamos en el evangelio las palabras de alabanza de Jesús en su encuentro con Natanael: ‘Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño’.
Qué hermosa sensación sentimos en nosotros cuando nos encontramos a un hombre que se manifiesta con total autenticidad, sin ningún tipo de doblez ni de falsedad. Se siente uno a gusto con personas así y de alguna forma nos sentimos estimulados a imitarles en la rectitud de sus vidas y en su sinceridad.
Por el contrario cuando nos encontramos con alguien que no es sincero, y no ya solo en sus palabras, sino en las actitudes y posturas que toma en la vida, hay como un rechazo dentro de nosotros, porque parece que nos sintiéramos heridos por dentro porque nos parece que aquella persona quiera engañarnos con sus actitudes y posturas falsas.
Una persona que obra con rectitud y sinceridad y que al mismo tiempo se manifiesta con humildad y sencillez ante los demás porque no va haciendo gala de aquellas cosas que hace, pero que además tiene buen corazón para los que están a su lado, es para nosotros un espejo en el que mirarnos y de alguna manera al sentirnos atraídos por esa sinceridad de su vida queremos como imitarla y parecernos a ella porque son valores que nos atraen y nos convencen. La rectitud en personas así nunca se convertirá en intolerancia sino que serán capaces de ser comprensivos con todos porque nunca se sentirán superiores a nadie ni mejores que los demás por ese su buen obrar.
Es lo que viene a denunciar hoy Jesús en el evangelio. No soporta Jesús la hipocresía de quien hace alarde de ser cumplidor en cosas que son minucias, pero que luego no son capaces de tener compasión y misericordia en su corazón. Por eso les señala Jesús que antes de proponerse ante los demás como ejemplo y como modelo, se miren bien por dentro para alejar de si toda vanidad y toda falsedad, porque lo que importa no es la apariencia externa que queramos presentar sino ese corazón puro y limpio que tengamos en nuestro interior.
Los fariseos se querían presentar siempre ante los demás como cumplidores estrictos, dándole importancia a minucias que tenían menos importancia olvidándose de lo que verdaderamente tendrían que buscar. ‘Descuidáis lo más grave de la ley, les dice Jesús, la justicia, la compasión y la sinceridad. Esto es lo que habría que practicar, sin descuidar lo otro’. Es cierto que Jesús nos dice que El no viene a abolir la ley y se ha de cumplir y ser fiel hasta en las cosas pequeñas, pero nos dice también que viene a darle la plenitud del amor. ‘Justicia, compasión y sinceridad’, nos dice hoy.
‘¡Ay de vosotros, guías ciegos… letrados y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis rebosantes de robo y desenfreno! ¡Fariseo ciego!, limpia primero la copa por dentro, y así quedará limpia también por fuera’. Son fuertes las palabras de Jesús que escuchábamos ya ayer y aún mañana en el evangelio se volverá a insistir en lo mismo, cuando haga la comparación de los sepulcros blanqueados.
Por eso el auténtico cristiano, el auténtico creyente en Jesus no se manifestará nunca desde la arrogancia ni la vanidad, nunca se presentará orgulloso como modelo para nadie, sino que callada y humildemente hará siempre el bien, buscando siempre lo bueno, llenando su corazón de ternura y misericordia para así parecernos más al corazón de Dios. Qué lástima y qué triste los que van siempre alardeando de las cosas buenas que hayan podido hacer porque en su orgullo y vanidad lo que van buscando son reconocimientos humanos y no serán gratos para Dios.
 Sepamos ser fieles a lo que es la voluntad del Señor que se nos manifiesta en lo que son los mandamientos de Dios. Por eso hemos de tener siempre nuestro corazón abierto a la Palabra de Dios para descubrir su voluntad. Pero busquemos la plenitud del amor y vivámoslo en la sinceridad de nuestra vida, con autenticidad y verdad, alejando de nosotros toda vanidad e hipocresía. El Señor conoce lo que hay dentro de nuestro corazón.

lunes, 26 de agosto de 2013

Ven, bendito de mi Padre a heredar el reino porque me diste tu amor

Mt. 25, 31-46
‘Os aseguro que cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis’, responde Jesús. Nos está hablando del juicio final; ‘venid, benditos de mi Padre… estaba hambriento… estaba enfermo… era forastero… y me diste de comer… me acogiste y me curaste…’
Nos está señalando donde podemos verle, encontrarle, atenderle, mostrarle nuestro amor. Por la fe pensamos en todo el inmenso misterio de Dios que lo llena todo y que nos hace sentirle en todas partes. Le damos el sí de nuestra fe y nos postramos ante El en adoración reconociendo su presencia. Por la fe podemos descubrirle y sentirle de forma maravillosa en los sacramento teniendo la certeza de que ahí está el Señor y podemos alimentarnos de El y adorarle en la Eucaristía o podemos sentir su amor que nos perdona y restaura nuestra vida llenándonos de su vida.
Pero no sólo ahí ha querido hacerse presente el Señor. Tenemos, sí, que despertar nuestra fe y vivirla con toda intensidad, pero al mismo tiempo tenemos que abrirnos al amor  y uniendo esa fe y ese amor podemos verle, sentirle, palparle y mostrarle todo nuestro amor. Será entonces cuando le descubrimos en el amor, cuando le vamos a mostrar nuestro amor en el pobre o el que sufre a nuestro lado. Es de lo que nos está hablando hoy en el evangelio. Y será tan esencial descubrir esa presencia que de ello va a depender toda nuestra felicidad eterna.
Para nosotros se abre la heredad del reino de los cielos cuando lleguemos a descubrir esa presencia de Jesús en el hambriento, en el que sufre, en el que está solo y abandonado, en el enfermo o en el peregrino o forastero que llega a nuestra vida. Porque amando a ese hambriento y dándole de comer estaremos de verdad amando a Jesús y mereciendo entonces que se nos abran las puertas del reino de los cielos.
Es lo que hemos escuchado hoy en el evangelio. Tiene que hacernos pensar esto que estamos escuchando y tendremos entonces que aprender a descubrir esa presencia de Jesús y a manifestarle nuestro amor. Muchas veces somos más devotos para quedarnos extasiados ante una imagen religiosa que para quedarnos extasiados y llenos de amor ante una imagen viva de Jesús en el pobre que se acerca a nosotros tendiéndonos su mano y solicitando nuestro amor.
Estamos escuchando y meditando este hermoso mensaje del evangelio cuando estamos celebrando a una santa que supo comprender a la perfección este hermoso mensaje. Hoy celebramos a Santa Teresa Jornet e Ibars fundadora con el venerable P. Saturnino de la congregación de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados y patrona de la Ancianidad.
Dios fue perfilando con suma delicadeza el alma de Teresa Jornet forjando su espíritu para llegar a entregarse como ella lo hizo a la acogida y atención de los ancianos desamparados. Su vocación se fue clarificando poco a poco en su vida pasando por numerosas pruebas que la fueron conduciendo desde el magisterio para el que se había preparado en sus estudios, por la vida contemplativa que tuvo que abandonar porque en los tiempos difíciles que le tocó vivir, a mediados del siglo XIX, le impidieron consagrarse por ese camino, para terminar según los planes de la providencia divina fundando la congregación de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados.
Supo realizar en su vida lo que hoy nos enseña el evangelio, porque supo descubrir esa presencia de Jesús en el anciano desamparado y allí puso todo su amor al Señor en su servicio. No vamos a extendernos ahora en el recorrido de su vida y de la fundación de la Congregación, sino que su testimonio nos sirva a nosotros de estímulo para que como ella sepamos abrir los ojos para descubrir a Cristo que llega a nosotros en el hermano que pasa a nuestro lado y sobre todo en la persona que sufre o pasa necesidad.

Ojalá podamos escuchar al final de los tiempos esas palabras de Jesús, ‘ven, bendito de mi Padre, porque tuve hambre, estaba solo, mi corazón estaba lleno de amarguras y tú me atendiste, me consolaste, me diste todo tu amor’.

domingo, 25 de agosto de 2013

Tenemos la esperanza de sentarnos en la mesa del reino de dios

Tenemos la esperanza de sentarnos en la mesa del Reino de Dios

Is. 66, 18-21; Sal. 116; Hb. 12, 3-7.11-13; Lc. 13, 22-30
‘Uno se le acercó a Jesús y le preguntó: ¿serán pocos los que se salven?’ Una pregunta, podríamos decir, curiosa que le hacen a Jesús. En alguna ocasión los discípulos cercanos a Jesús viendo las exigencias que Jesús planteaba se preguntaban ‘entonces, ¿quién puede salvarse?’ Ahora, nosotros, recogiendo en cierto modo esa pregunta a Jesús quizá nos preguntamos ¿nosotros alcanzaremos la salvación?
En la respuesta de Jesús de alguna manera hay como dos partes, porque por un lado nos dice ‘esforzaos por entrar por la puerta estrecha’ diciéndonos que algunos no van a ser reconocidos pero por otra parte nos dice que ‘vendrán de oriente y de occidente, del norte y del sur y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob y todos los profetas en la mesa del Reino de Dios’.
En este sentido ya nos anunciaba el profeta Isaías, en la primera lectura, que vendrá ‘a reunir a las naciones de toda lengua, vendrán para ver mi gloria… hasta el monte santo de Jerusalén’, con lo que queda claro ese mensaje de la salvación universal, que no tendrá un carácter exclusivista, sino que está abierta a todos los hombres de toda condición.
 El Señor viene como nuestro Salvador y es el regalo de gracia que El nos ofrece sin que nosotros lo merezcamos. Pero tiene sus exigencias. No es por el mero hecho de que seamos de un pueblo o de una raza, porque todos los hombres estamos llamados a la salvación, sino que tiene que estar nuestra manera de responder a ese regalo de gracia que  nos ofrece el Señor.
Por eso nos dice ‘esforzaos por entrar por la puerta estrecha’. Responder a esa llamada de gracia comporta una vida, unas actitudes, unos comportamientos, una manera de actuar y de vivir. Es ponernos a seguir un camino y ya en otro momento Jesús nos dirá que ancho es el camino que nos lleva a la perdición.
‘Muchos intentarán entrar y no podrán’, nos dice Jesús. ‘Llamaréis a la puerta diciendo: Señor, Señor, ábrenos, pero os replicará desde dentro: no sé quienes sois…’ Sería tremendo que nos llegara a suceder una cosa así. Nos recuerda otra parábola, la de las doncellas que habían de tener encendidas sus lámparas para la llegada del esposo. No les era suficiente con estar allí más o menos en vela en el camino esperando, sino que era necesario algo más: habían de tener las lámparas encendidas y con suficiente aceite para que no se apagaran. Pero no tuvieron suficiente aceite y no pudieron entrar porque sus lámparas no estaban encendidas en el momento preciso.
No nos vale decir es que yo soy cristiano de toda la vida, es que yo cuando era joven hice muchas cosas buenas, cumplí con los primeros viernes y asistía a todas las fiestas de las vírgenes y de los santos. ¿Era solo eso lo que había que hacer? ¿qué es lo que estoy haciendo ahora, cómo estoy respondiendo a la gracia del Señor en este momento? Se nos puede haber apagado esa lámpara de nuestra fe y de nuestro amor porque en lugar de preocuparnos del aceite de la gracia nos dejamos arrastrar por la tentación y dejamos que el pecado se nos metiera en la vida.
Creo que este evangelio tiene que hacernos pensar y sin temor ninguno dejar que la Palabra del Señor nos interpele por dentro, nos haga hacernos muchas preguntas que nos lleven a una corrección del rumbo quizá de nuestra vida. Eso de la corrección algunas veces no nos gusta; no nos agrada que nos pongan el dedo en la llaga para señalarnos posturas o actitudes que tendríamos que mejorar en nuestra vida, cuando tendríamos que estar agradecidos en que alguien nos ame de tal manera que nos corrija y nos ayude a ser mejores.
Se nos mete fácilmente el orgullo en el alma. Pero fijémonos lo que nos ha dicho el Señor hoy en la carta a los Hebreos. ‘Hijo mío, no rechaces el castigo del Señor, no te enfades por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama… aceptad la corrección porque Dios os trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos?’ Pensemos, pues, en el amor de Padre que Dios tiene para con nosotros.
Que no se nos apague nuestra fe; que no se nos enfríe el amor; que no perdamos nunca la esperanza de vida y salvación poniendo toda nuestra confianza en el Dios que nos ama. Pero estas virtudes, esenciales en el camino de nuestra vida cristiana, son como unas plantas muy delicadas que tenemos que cuidar para que no se estropeen ni se pierdan; son una luz que hemos de cuidar de mantener siempre encendida en nuestra vida frente a los vendavales de las dudas y de los errores, de los materialismos y sensualidades, de las pasiones y de tantas cosas que pudieran hacerla peligrar.
Si queremos llevar una luz encendida que nos ilumine el camino para no perder el rumbo sabiendo que hay muchos vientos y tormentas que pudieran ponerla en peligro de apagarse, ya buscaríamos el modo de preservarla, de buscar todo lo que sea necesario para evitar que se nos apague o nos falte el combustible que la alimente. No sé si siempre en la vida cuidamos así la luz de nuestra fe. Nos dejamos fácilmente influir por tantas cosas, por tantas ideas que nos aparecen de un lado y de otro en quienes en su increencia tratan de destruirnos, apartarnos de esa luz de nuestra fe; no nos fortalecemos lo suficiente con una profundización y formación adecuada para enfrentarnos y superar dudas y errores que se  nos pueden plantear.
Y lo que estamos diciendo de la luz de la fe hemos de decirlo también de nuestro amor y de nuestra esperanza. Tenemos que ir puliendo esa piedra preciosa de nuestra vida para que vaya resplandeciendo más y más nuestro amor y nuestra esperanza. ¿Dónde podemos a aprender a amar de verdad? En el amor de Dios, empapándonos más y más de ese amor de Dios, hundiéndonos en Dios en la intimidad y en la profundidad de la oración.
Una oración que tiene que ser llenarnos de Dios para que luego con nuestro amor seamos capaces de trasparentar a Dios. Entonces podremos amar con un amor como el de Dios. Quien se ha empapado así de Dios con sus obras, con su amor, con su vida estará siendo signo de Dios para los demás; a través de su amor el cristiano tiene que dar a conocer a Dios.
Con una fe así de intensa y con un amor que nos trasparenta lo que es el amor que Dios nos tiene, nuestra esperanza se mantendrá firme y segura. Tenemos la certeza de que todo eso que vivimos en nuestra fe y en nuestro amor no se queda reducido al tiempo presente sino que trasciende hacia la plenitud de la vida eterna. Nos sentimos seguros haciendo ese camino, que será, sí, un camino de lucha y de esfuerzo por superarnos cada día, pero camino alegre en la esperanza porque a los que son fieles Dios les tiene reservado una recompensa eterna. La esperanza llena de alegría y de paz nuestra vida.
Es la salvación que deseamos y esperamos porque sabemos que el amor que el Señor  nos tiene nos perdonará las debilidades que nos han hecho tropezar quizá muchas veces en el camino de la vida y tenemos la esperanza de la salvación eterna, de podernos un día sentar con los que vienen de oriente y de occidente, del norte y del sur, en la mesa del Reino eterno de Dios.