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sábado, 13 de septiembre de 2014

Los cimientos de una verdadera espiritualidad cristiana que nos lleven a dar buenos frutos

Los cimientos de una verdadera espiritualidad cristiana que nos lleven a dar buenos frutos

1Cor. 10, 14-22; Sal. 115; Lc. 6, 43-49
¿Las obras de nuestra vida denotarán el árbol bueno que llevamos en nuestro corazón? Será quizá la pregunta que tengamos que hacernos tras escuchar el evangelio proclamado. Porque viene el Señor a ayudarnos a que nos interroguemos por dentro con toda sinceridad por nuestra vida.
‘Cada árbol se conoce por su fruto’, nos está diciendo Jesús. Por eso, repito, tenemos que ver los frutos que damos en nuestra vida. Y no nos vale decir que nosotros somos buenos, que tenemos buenas intenciones, ni hasta que rezamos mucho. Tenemos que hacerlo, es cierto,  y tenemos que ser buenos, pero no solo porque lo digamos sino porque estemos dando frutos de obras buenas.
Pero, como decíamos, tenemos que analizarlo con toda sinceridad, porque bien sabemos cuales son nuestras tentaciones; hemos de ser sinceros y analizar con detalle nuestras palabras, nuestras obras, nuestros gestos, esos prontos que nos salen de dentro muchas veces llenos de violencias o de resentimientos, de desconfianzas o de envidias. Y esas cosas van manchando nuestra vida.
Ya en otra ocasión Jesús nos decía en el evangelio que no es lo que entra lo mancha el corazón del hombre y lo hace impuro, en referencia a todas aquellas normas y preceptos que se habían creado declarando cosas o animales puros o impuros y que se podrían comer o no porque podrían hacer impuro el corazón del hombre. El nos dice que lo que sale del corazón del hombre es lo que hace impuro al hombre, porque ahí dentro de nosotros tenemos la codicia y la envidia, la maldad y el egoísmo, los malos sentimientos y las malas ideas, y ‘lo que rebosa del corazón lo habla la boca’, como hoy nos dice.
‘¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que os digo?’ Ya nos decía en otro momento paralelo a este que ‘no todo el que dice Señor, Señor entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la voluntad del Padre’. Y nos pone la comparación de los cimientos sobre los que edificamos la casa. ¿Serán roca firme o serán arena? A nadie se le ocurriría edificar sin tener una firme cimentación sobre roca, porque sabríamos de seguro que ante cualquier temporal la casa se nos vendría abajo.
Nos puede suceder que vamos edificando así nuestra vida. Con cuánta superficialidad vamos construyendo nuestra vida, porque simplemente nos vamos dejando llevar por lo más fácil o lo más cómodo o por lo que todos hacen. Siempre decimos que hemos de darle una espiritualidad profunda para que podamos lanzarnos a lo alto, a lo más grande, a lo más hermoso. Un árbol que no tiene raíces pronto lo veremos caer arrancado de la tierra donde está plantado. Para crecer tenemos que tener esas raíces hondas. Para crecer hacia arriba, antes hay que crecer en profundidad hacia dentro.
¿Dónde vamos a cimentar nuestra vida o donde vamos a ahondar esas raíces del árbol de nuestra vida? ¿Dónde tienen que estar las raíces o los cimientos de nuestra espiritualidad cristiana? No puede ser una religiosidad superficial basada en rutinas o banalidades. Es en Cristo donde tenemos que cimentar nuestra vida. Por eso es tan importante para nosotros su Palabra; que la escuchemos con fe y atención; que la meditemos, la rumiemos para ir de verdad impregnándonos del Espíritu de Cristo que nos transformemos en El.
Por eso es tan importante la oración en la vida del cristiano para unirnos a Cristo, para llenarnos de Dios, para sentir la luz y presencia de su gracia que nos orienta la vida y nos da fortaleza para nuestro caminar. Un cristiano tiene que ser siempre una persona de oración, pero de una oración profunda que le haga vivir la presencia y la fuerza del Señor. Importante también la vida sacramental para llenarnos de la gracia del Señor.
Será así como iremos ahondando en nuestra espiritualidad, poniendo los verdaderos cimientos de nuestra vida cristiana que nos harán mejorar, que nos harán crecer, que harán que lleguemos a dar frutos de verdad, como árboles buenos, tal como nos dice hoy Jesús. Mucho más tendríamos que hablar de todo eso.

viernes, 12 de septiembre de 2014

Concédenos a quienes recurrimos a la protección de María ser confortados por la invocación de su santo nombre

Concédenos a quienes recurrimos a la protección de María ser confortados por la invocación de su santo nombre

Ecls. 24, 17-22; Sal: Lc. 1,46-54; Lc. 1, 26-38
El Señor Dios te ha bendecido, Virgen María, más que a todas las mujeres de la tierra; ha glorificado tu nombre de tal modo, que tu alabanza está siempre en la boca de todos’. Es la antífona con que ha comenzado hoy la liturgia esta celebración de María con la que queremos glorificar su santo nombre.
Palabras tomadas de aquellas con las que el pueblo aclamaba a Judit que con su valor había liberado al pueblo del opresor y que la liturgia quiere aplicar a María, dando así cumplimiento al mismo tiempo a sus propias palabras proféticas en el Magnificat donde proclamaba que todas las generaciones la felicitarían. ‘Tu alabanza está siempre en la boca de todos’. Así queremos nosotros alabar a María, pero bendecir sobre todo al Señor que la hizo instrumento de salvación para nosotros al traernos al Salvador.
En el evangelio hemos escuchado el relato de la embajada angélica. ‘El ángel Gabriel fue enviado por Dios… a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María’. Es el dulce nombre de la Madre de Dios y nuestra Madre, que hoy nosotros queremos celebrar. Pero si nos fijamos en el fondo de la celebración en los diversos textos y oraciones que nos ofrece la liturgia hay una triple referencia al nombre, aunque nos estemos fijando de manera especial en María, pero que las vemos íntimamente interrelacionadas.
Hay una referencia constante al santo nombre de Dios, al nombre, más bien, de Jesús. No solo es el cántico de María, que hemos recitado en el salmo, donde bendice y alaba el nombre de Dios - ‘santo es su nombre’, proclama María - sino que en el prefacio de manera especial se dice: ‘En el nombre de Jesús se nos da la salvación, y ante El se dobla toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el abismo’, recordándonos aquel himno cristológico que nos traerá la carta de san Pablo y que nos recuerda también que no hay otro nombre en el que podamos obtener la salvación. Toda fiesta de María, toda referencia que hagamos siempre de María contemplando su grandeza la hemos de contemplar siempre relación a Jesús, siempre dentro del misterio de Cristo porque El es nuestro único Salvador.
Está, en segundo lugar, la referencia al nombre de María de manera especial en esta celebración de hoy. ¿Qué nos dice el nombre de María? Como nos decía el libro del Eclesiástico ‘mi nombre es más dulce que la miel y mi herencia, mejor que los panales’. Es ese nombre de María que endulza nuestra boca al invocarlo y llena del sabor divino nuestro corazón.
Decir María es decir ‘la llena de gracia’, la inundada de la presencia del Señor, aquella sobre la que el Señor volvió su rostro y la llenó de gracia, la agraciada del Señor que podemos decir, y la hizo toda pura y santa, la que está llena del Espíritu de Dios que la cubrió con su sombra para que de ella naciera hecho hombre el Hijo de Dios. Nombre glorioso el de María que ‘ha sido glorificada de tal modo, como recordábamos con la antífona, que su alabanza está siempre en la boca de todos’.
Decir el nombre de María es decir Madre, ese dulce nombre con que la llamó el mismo Hijo de Dios, pero que también nosotros podemos pronunciar con el mismo amor porque fue el regalo hermoso que nos dejó Jesús desde la Cruz. Jesús, el Señor, ‘al expirar en la cruz quiso que la virgen María, elegida por El como madre suya, fuese en adelante nuestra madre’, como hemos expresado en la oración litúrgica. Cómo podemos saborear desde entonces ese dulce nombre de María.
Decir María es sentirnos para siempre confortados con su protección maternal cuando con devoción y amor de tantas maneras invocamos su nombre. ‘Con frecuencia está el nombre de María en nuestros labios porque la contemplamos como estrella luminosa, invocándola como madre en los peligros sintiéndonos siempre seguros cuando acudimos a ella’, como expresamos también en el prefacio. ¿Cuántas veces invocamos el nombre de María a lo largo del día? Pensemos en las avemarías que rezamos, en las jaculatorias con que invocamos a María. Estamos expresando así la confianza y el amor de los hijos que invocan a la Madre, pero estamos al mismo tiempo glorificar el nombre de Jesús, porque siempre María nos llevará de la mano hasta Jesús.
Hablábamos de una triple referencia al nombre y es que nos queda nuestro nombre de cristianos. Y es que en la oración final de la Eucaristía de esta memoria de la Virgen pediremos que ‘bajo la guía y la protección de la Virgen, confortados con la gracia de los sacramentos, rechacemos lo que es indigno del nombre cristiano y cumplamos cuanto en él se significa’. Hemos de pensar en la dignidad del nombre de cristiano que llevamos marcado en nuestra vida desde nuestra consagración bautismal; pero hemos de saber vivir conforme a esa dignidad con una vida santa.
Cada día decimos cuando rezamos el padrenuestro ‘santificado sea tu nombre’; ¿cómo vamos a santificar el nombre de Dios,  que ya por si mismo es santo? Viviendo conforme a la dignidad de nuestro nombre cristiano, viviendo una vida santa. Que no haya nada en nuestra vida que desdiga ese dignidad de cristianos que hemos de llevar con todo orgullo. Invocamos el nombre de María, para que así recordemos nuestra condición; invocamos el dulce nombre de María, para que así sintamos la protección de nuestra Madre y nos alejemos del pecado y vivamos para siempre en la gracia del Señor.

‘Concédenos a quienes recurrimos a la protección de María ser confortados por la invocación de su santo nombre’ como hemos pedido en la oración litúrgica.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Jesús nos enseña la revolución del amor que será la única que puede transformar nuestro mundo

Jesús nos enseña la revolución del amor que será la única que puede transformar nuestro mundo

1Cor. 8, 1-7.11.13; Sal. 138; Lc. 6, 27-38
Alguien ha escrito que ‘nos encontramos con el trozo más revolucionario del Evangelio’. Quizá nos hemos acostumbrado a escucharlo, pero reconozcamos que aunque lo hemos escuchado y comentado muchas veces es una página que se nos atraviesa y no se nos hace fácil ponerla en práctica.
Como siempre digo, trato de ponerme en la situación de quienes escucharon por primera vez estas palabras directamente de labios de Jesús, que si ya les había sido sorprendente lo que le escuchaban en el principio del sermón del monte con el anuncio de las bienaventuranzas - las escuchábamos ayer -, no sería menos la sorpresa ante lo que les siguió diciendo Jesús y que hoy escuchamos.
Amor a los enemigos, bendiciones para quienes nos maldicen, oraciones por los que nos injurian, responder a la violencia con gestos de mansedumbre y amor, dar a cualquiera que nos pida y prestar sin esperar que se nos devuelva son cosas bien sorprendentes que no caben en los esquemas de actuación que solemos tener en nuestra cabeza y en nuestra manera de hacer o relacionarnos con los demás.
Pero Jesús está anunciando un mundo nuevo al que llamamos Reino de Dios y ya nos pedía desde el principio que para aceptar esa Buena Nueva que El nos venía a proclamar había que cambiar totalmente los esquemas de nuestra vida. Conversión, nos pedía, pero nos acostumbramos a la palabra y ya no le damos el sentido profundo que tiene que sentir. Es dar la vuelta totalmente a nuestra manera de actuar, si en verdad queremos poner a Dios en el centro de nuestra vida. Eso es el Reino de Dios, poner a Dios en el centro, que vendrá a ser entonces toda la motivación de lo que hagamos y todo el sentido de nuestro vivir.
Como tantas veces hemos reflexionado, no se trata de seguir con las mismas cosas o con la misma manera de vivir si en verdad nos convertimos a Dios porque en El hemos encontrado la salvación y el sentido de nuestra vida. Seguir con lo mismo significa que no hemos encontrado aun el sentido del evangelio. Y tras veinte siglos aun seguimos renqueando porque aunque nos llamemos cristianos y todo eso que decimos aun no nos hemos impregnado totalmente del espíritu y del sentido del evangelio. ¿No es señal de eso que nos sintamos sorprendidos con páginas del evangelio como esta que hemos escuchado y que tanto nos cuesta vivir?
Es la revolución del amor la que nos viene a proponer Jesús. Muchas revoluciones y guerras nos hacemos cuando decimos que queremos mejorar nuestro mundo, pero todas nos llevarán al fracaso porque siempre la violencia va a engendrar más violencia y todo va a ser como una espiral que no se acaba sino que se agranda.
La espiral que tenemos que meter en nuestro mundo es la del amor. Y a esto es a lo que nos enseña Jesús hoy cuando nos habla del amor a los enemigos, o nos dice que tenemos que bendecir a los que nos maldicen o rezar por aquellos que nos hacen daño; es lo que nos enseña Jesús cuando nos dice que nunca tenemos que responder con violencia a quien nos injuria o nos hace violencia y como Jesús nos ha dejado una frase bien significativa de poner la otra mejilla, ya no nos lo tomamos en serio y no llegamos a responder con amor a quienes nos odian o nos hacen daño, sea cual sea.
Os digo una cosa, cuando nos vemos insultados o tratados mal seguro que lo pasamos mal y nos surge pronto dentro de nosotros esos deseos de venganza y de respuesta violenta; te digo, intenta, aunque te cueste, rezar no solo para que el Señor te ayude a soportar pacientemente ese mal que te hayan podido hacer, sino a rezar por aquellos que te injurian o hacen daño, y vas a sentir una paz en tu interior que vale más que todos los oros del mundo. No es la venganza la que te dará paz o satisfacción, es esa respuesta de amor hecha oración la que va a producir la paz más hermosa en tu corazón.
Y ¿dónde encontramos el motivo y la fuerza para todo esto?  ‘Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo’, nos viene a decir. Nuestro modelo está en el amor de Dios. Un amor que nosotros hemos de vivir en su mismo estilo y en su misma medida. El amor de Dios no tiene fronteras y así ha de ser nuestro amor. Porque si nos decimos amados de Dios, pero luego nosotros amamos con un amor lleno de límites, porque amamos solo a los que nos aman, porque hacemos el bien solo a los que nos hacen el bien, ¿en qué nos estamos diferenciando? Nuestro modelo y nuestro estilo es el amor de Dios.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Las bienaventuranzas son también para nosotros hoy un mensaje de esperanza que nos lleva a tener alegría y paz en el corazón

Las bienaventuranzas son también para nosotros hoy un mensaje de esperanza que nos lleva a tener alegría y paz en el corazón

1Cor. 7, 25-31; Sal. 44; Lc. 6, 20-26
Las palabras de Jesús nos interpelan, no nos dejan tranquilos, nos hacen pensar. Esto que estamos escuchando hoy en el Evangelio ¿es una utopía? ¿un sueño o un deseo? ¿un interrogante, quizá? ¿algo quizá que desconcierta? No podemos pasar por las palabras de Jesús a la ligera, ni podemos dejar que pasen por nosotros y no nos dejen huella.  
Pero ahí está el mensaje de las bienaventuranzas, como decimos siempre, la carta magna del cristianismo, el llamado sermón del monte, que en el evangelio de san Mateo es mucho más extenso. Pero quizá aquí en el evangelio de san Lucas las podemos escuchar más en su crudeza. Habla sencillamente de los pobres, de los que tienen hambre, de los que lloran, y de los que son odiados. Y de ellos Jesús les dice que es el Reino de Dios, que quedarán saciados, las lágrimas se transformarán en risa y alegría que no teman si son odiados sino que se llenen de alegría y salten de gozo porque será grande la recompensa en el cielo.
Trato de situarme en el marco que nos ha descrito el evangelista para estas palabras con aquellas gentes que habían venido a escucharle y a que les curara de sus dolencias, desde Judea y Jerusalén o desde Tiro y Sidón, o sea, desde toda Palestina. Y ya sabemos que los que principalmente están ante Jesús son los pobres y los enfermos, los que lo estaban pasando mal, aquellos que quizá en sus sufrimientos de todo tipo han perdido todas sus esperanzas, los de corazón inquieto que estaban siempre en búsqueda de algo nuevo y mejor, aquellos quizá que no encajaban en ninguna parte y hasta eran mal mirados por los demás por sus inquietudes o por su manera de hacer las cosas.
No eran precisamente a los que les iba bien en la vida y que ya se sentían satisfechos de si mismos los que hicieran grandes recorridos por escuchar al profeta de Nazaret; no eran los que se sentían llenos de cosas en las que ponían su felicidad los que estuvieran más dispuestos a escuchar el mensaje nuevo de Jesús. 
Por eso aquellas palabras de Jesús en las que les decía que a pesar de todos los males que sufrían eran dichosos y felices serían de gran impacto, despertarían quizá esperanzas en sus corazones porque vislumbraban un mundo nuevo, aunque quizá aun no supieran bien como iba a ser, donde iban a ser felices y ver saciadas sus inquietudes. Las palabras de Jesús estaban quizá planteándoles qué es lo que realmente es importante en la vida, cuál es el verdadero camino de felicidad y de plenitud, y cómo habría quizá que relativizar cosas que hasta entonces podían considerar importantes o esenciales.
Es quizá también en lo que nos quiere hacer pensar Jesús a nosotros, que venimos aquí también con nuestras pobrezas o nuestros sufrimientos,  con nuestras debilidades y con nuestros achaques quizá debido a los años, con nuestros problemas o también con los problemas de los demás que queremos hacer nuestros, con nuestras angustias o nuestras inquietudes por algo nuevo y distinto. Estas palabras de Jesús también tienen que llegar a nuestro corazón para que vislumbremos el camino que el quiere enseñarnos a seguir cuando nos invita a vivir el Reino de Dios.
Jesús nos están enseñando también cómo a pesar de todas esas cosas que afectan nuestra vida también puede haber alegría y paz en nuestro corazón. Es lo que nunca podemos perder. El quiere estar en el centro de nuestra vida, porque teniendole a El con nosotros nos daremos cuenta donde podremos encontrar esa verdadera felicidad y alegría, esa verdadera paz. El es nuestra fuerza, nuestra vida, nuestra esperanza.
El está con nosotros fortaleciendonos con su gracia y haciendo que podamos tener esa paz en el corazon si somos capaces de poner más amor en nuestra vida, si somos capaces de pensar un poco más en los otros antes que en nosotros mismos, si somos capaces de compartir solidariamente el sufrimiento y las angustias de los demás, si somos capaces de tener una palabra de consuelo y de animo para los otros. Jesús nos hace encontrar lo que verdaderamente llena de plenitud nuestra vida.

El mensaje de las bienaventuranzas es también para nosotros. No es una utopía ni un sueño irrealizable, sino algo que podemos vivir porque su amor llena de esperanza nuestra vida; y cuando hay esperanza podemos tener alegría en el corazón y podemos tener paz. Es vivir el Reino de Dios.

martes, 9 de septiembre de 2014

Aprendamos a ponernos en silencio ante Dios para dejar que ilumine nuestra vida y nos hable en lo secreto del corazón

Aprendamos a ponernos en silencio ante Dios para dejar que ilumine nuestra vida y nos hable en lo secreto del corazón

1Cor.6, 1-11; Sal. 149; Lc. 6, 12-19
‘Subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios’. Así ha comenzado hoy el texto del Evangelio proclamado. Y creo que quedándonos solo con estas palabras tenemos un hermoso mensaje para nuestra vida.
Vemos a Jesús a lo largo del Evangelio en diversos momentos en oración. Y no solo es su participación en la oración de la comunidad cuando va el sábado a la Sinagoga donde se proclama la Palabra de Dios y se cantan los salmos a Dios, o su presencia en el templo de Jerusalén con motivo de la fiesta de la Pascua u otras fiestas que allí se celebraban, sino que vemos también, igual que en esta ocasión, que se retira a lugares apartados para orar, o sube a lo alto de la montaña, como cuando el Tabor, o se retira en Jerusalén a Getsemaní.
Algo que los discípulos captaban muy bien, porque explicará en diversas ocasiones cómo tenían que orar sin alardes, con una oración confiada e insistente, con verdadero espíritu de humildad y confianza, y también les veremos en algún momento que se acercan a El para pedirle que les enseñe a orar. Fruto de ello es la oración del padrenuestro que nos dejó como modelo de nuestra oración.
Parece que esta noche de oración de la que nos habla el evangelista hoy tiene una motivación especial. Tras ‘pasar la noche orando a Dios, cuando se hizo de día llamó a sus discípulos escogiendo a doce de ellos y los nombró apóstoles’. Podríamos decir que era un momento importante y una decisión llamémosla trascendental; iba a escoger a doce de entre todos los discípulos que le seguían para confiarles una misión especial. El evangelista nos deja la relación de los doce escogidos.
A continuación lo veremos bajar a la llanura donde se va a encontrar con un grupo grande de discípulos y gentes venidas de todos los rincones de Palestina. Se supone que estamos en Galilea, pero allí hay gente venida de Judea y Jerusalén al sur, como de más al norte porque se menciona Tiro y Sidón que son ya ciudades fenicias. ‘Venían a oírlo y a que los curara de sus enfermedades’, dice el Evangelista. Allí se está manifestando lo que es la misión de Jesús, el que lleno del Espíritu de Dios, como le escuchamos en la sinagoga de Nazaret, venía a anunciar la Buena Nueva a los pobres y a sanar a los oprimidos por el diablo, pero, podríamos decir también, se está manifestando la misión que confía a sus discípulos, a los apóstoles sus enviados a los que ahora ha escogido de manera especial.
Podríamos decir que está enseñando con sus mismos gestos y acciones lo que los apóstoles han de realizar. Es la misión que a nosotros también nos confía. No sé si los apóstoles en aquellos primeros momentos eran del todo conscientes de la misión que Jesús quería confiarles; mucho habrían de aprender, porque les veremos a lo largo del evangelio en muchas ocasiones con sus ambiciones y algo así como sus luchas entre ellos. Un día se llenarían también del Espíritu divino, que Jesús les prometerá, y comprenderán también su misión y saldrán por el mundo también con el anuncio de la Buena Nueva. Ya les veremos en el Cenáculo reunidos en oración en la espera del Espíritu prometido por Jesús.
Abriendo su corazón a Dios en la oración aprenderán a llenarse de Dios y de la fuerza del Espíritu Santo y saldrán valerosos por el mundo con la misión de Jesús. Creo que es el mensaje que hoy recibimos nosotros, que algunas veces podemos sentirnos acobardados ante todo lo que nos damos cuenta que tendríamos que hacer para ese anuncio del Evangelio en el mundo que hoy vivimos. Aprendamos a llenarnos de Dios, a saborear su presencia en la oración, a discernir bien nuestra vocación o lo que el Señor nos pida precisamente en ese espíritu de oración.

También necesitamos ponernos en silencio delante de la presencia del Señor para dejar que el Señor ilumine nuestra vida y nos hable en el corazón. Aprendamos de la oración de Jesús y escuchemos su voz allá en lo más hondo de nuestro corazón. Recordemos que en la oración del Tabor en la que estaban participando también Pedro, Santiago y Juan, la voz del Padre desde el cielo no solo nos señalaba a Jesús como su Hijo amado, sino que nos decía también que teníamos que escucharle. 

lunes, 8 de septiembre de 2014

Celebramos el nacimiento de María, esperanza y aurora de salvación

Celebramos el nacimiento de María, esperanza y aurora de salvación

Miqueas, 5, 2-5; Sal. 12; Mt. 1, 1-16. 18-23
‘Celebremos con devoción, en este día el nacimiento de María, Virgen perpetua y Madre de Dios, cuya vida ilustre da esplendor a todas las Iglesias’. Esta es una de las antífonas con que la liturgia de este día canta a María en la celebración de su nacimiento.
Es muy significativo que en el conjunto de la liturgia de este día algo que se repite en sus antífonas es la mención a que el nacimiento de María fue como una aurora, un anuncio de una nueva luz que nos iba a iluminar, que ya comenzaba a resplandecer para el mundo con su nacimiento. ‘Cuando nació la santísima Virgen, el mundo se iluminó; ¡dichosa estirpe, raíz santa, bendito su fruto!’, canta otra de las antífonas. Su nacimiento,  se nos dice en una de las oraciones, fue ‘esperanza y aurora de salvación’.
Nos gozamos hoy nosotros en esta fiesta de María, con la que la invocamos en numerosas y diversas advocaciones en este día: Virgen de la Luz la celebramos en muchos de nuestros pueblos, Virgen de los Remedios como lo hacemos en nuestra propia catedral y en otros lugares, Virgen del Pino que se celebra en la diócesis hermana de Canarias, y así tantas y tantas advocaciones, que muestran el fervor y el amor que le tenemos a María y como nos alegramos y festejamos su nacimiento.
En el designio amoroso de Dios El la había escogido desde toda la eternidad para ser su Madre y la hizo Inmaculada y Purísima desde el primer instante de su Concepción. Pudo y quiso Dios hacerlo porque ¿cómo no la iba a hacer llena de toda gracia si en sus entrañas iba a encarnarse el Hijo de Dios para hacerse hombre y ser Dios con nosotros?
María es ese primer sagrario de Dios porque a Dios mismo llevó en su seno; no podía menos que llamarla ‘la llena de gracia’ el ángel que venía a traerle la Buena Nueva, el anuncio divino de que había sido escogida para ser la madre de Dios. Con razón le decía el ángel que el Señor estaba con ella cuando el hijo que de ella iba a nacer sería para nosotros Emmanuel, Dios con nosotros, y que llevando el nombre de Jesús venia a expresar cómo Dios nos salva y a nosotros también nos llena de gracia.
Si contemplamos la grandeza de María y consideramos lo suficiente lo que era el designio de Dios es lógico y normal que ahora en su nacimiento toda la humanidad cante a María, porque con su nacimiento estamos viendo como en un amanecer llegar para nosotros los resplandores del Sol que viene de lo alto y nos trae la salvación. ‘Han comenzado a soplar los vientos que anuncian la salvación’ que dice la liturgia bizantina de esta fiesta del nacimiento de María.
Ella como en primicia está siendo participe de los frutos de la redención porque cuanto en virtud de los méritos de Cristo fue preservada de todo pecado desde el primer instante de su Concepción. Pero en ella vemos también una primicia de la salvación, porque ella es una de los nuestros por así decirlo y con ella estamos viendo cómo toda la humanidad va a alcanzar esa gracia y esa salvación.
Festejamos, celebramos y felicitamos a María en su nacimiento. ¿No recordamos cada año la fecha del nacimiento de aquellos seres a los que apreciamos y los felicitamos en su día deseándole toda clase de parabienes? Así queremos felicitar hoy a María. Pero es que cuando festejamos y celebramos su nacimiento somos nosotros los que tenemos que felicitarnos por el regalo tan maravilloso que nos hizo Dios al darnos a María.
Y festejarnos y alegrarnos con María es querer gozarnos con sus alegrías, es cultivar en nosotros sus mismas esperanzas manteniendo viva nuestra fe a la manera como fue la fe de María, es queremos llenarnos e inundarnos de su mismo amor porque es lo que en María vemos de manera especial resplandecer y en lo que nosotros, copiando a María, hemos de resplandecer también en nuestra vida. Es la mejor felicitación que podemos ofrecer a María en el día de su nacimiento. Es en lo que ha de gozarse la Iglesia toda cuando siente esa protección maternal de María y hoy quiere celebrarla con inmensa alegría.

Celebramos, pues, con la liturgia y con inmensa alegría el nacimiento de María, la Virgen, de ella salió el Sol de justicia, Cristo, nuestro Dios. Con razón la llamamos Madre, Reina y Señora de la Luz, porque es la Madre de Jesús, por citar algunas de las adovaciones de la fiesta de este día. Con María desbordamos de gozo en el Señor.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Un amor comprensivo y respetuoso, delicado y humilde, que busque el bien y que ayude a corregirse y superarse al hermano


Un amor comprensivo y respetuoso, delicado y humilde, que busque el bien y que ayude a corregirse y superarse al hermano

Ez. 33, 7-9; Sal. 94; Rm. 13, 8-10; Mt. 18, 15-20
 ‘A nadie le debáis nada más que amor…’ nos dice san Pablo hoy. Para pensar. Sí, es necesario detenerse un poco a pensar, a reflexionar, a saborear lo que el Señor quiere trasmitirnos. Cuando nos acercamos a la Palabra de Dios y queremos escucharla de verdad para plantarla en nuestro corazón y en nuestra vida no podemos venir con prisas. Hemos de tratar de serenarnos dentro de nosotros mismos olvidando prisas y agobios para poder saborear bien toda la riqueza que nos ofrece la Palabra de Dios. Además la Palabra del Señor siempre llena de paz nuestro corazón. Demasiado corremos en la vida y así tenemos el peligro de caer fácilmente por la pendiente de las superficialidades.
¿Cuáles son nuestras deudas?, quizá tendríamos que preguntarnos. ¿Qué es lo que realmente nos debemos los unos a los otros? Algunas veces tenemos excesivamente marcada nuestra vida o nuestras mutuas relaciones por demasiadas cosas negativas. Guardamos demasiadas cosas en el corazón que nos hacen daño. Y con ello hacemos daño a los demás y nos hacemos daño a nosotros mismos. Tendríamos que guardar lo bueno, buscar lo bueno, ser capaces de ver siempre lo bueno de los otros, pero ya sabemos cómo somos.
Ahora nos dice el apóstol que  ‘A nadie le debáis nada más que amor…’ ¿Qué significa esa deuda de amor? A continuación nos dice ‘porque el que ama tiene cumplido el resto de la ley’, para que así comprendamos mejor lo que nos puede llevar a una plenitud de vida.
Todo tenemos que centrarlo en el amor. Es la base de nuestra vida, de nuestras relaciones con los demás, del cumplimiento de nuestras responsabilidades y obligaciones, de todo lo que hagamos. Es en verdad lo que tendría que dar sentido a toda nuestra vida. Amando seremos en verdad felices y haremos felices a los que amamos. Amando de verdad estaremos haciendo un mundo mejor, porque el amor hará desaparecer todas las sombras de los odios y de los egoísmos, de los orgullos y de los recelos, nos haría mirarnos de una manera más luminosa y aprenderíamos de verdad a aceptarnos y a convivir, a caminar juntos y a ser solidarios, a ayudarnos y a hacernos mejores. Como terminaba diciendo el apóstol en el texto de hoy ‘uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera’.
En el salmo fuimos repitiendo haciéndolo oración ‘ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis vuestro corazón’. Que sea nuestra súplica de verdad y seamos capaces de abrir bien nuestro corazón y nuestra vida toda al Señor y a su palabra.
Cuántas veces nos sucede que tenemos claro delante de nosotros lo que el Señor nos dice o nos pide, pero nos cuesta escucharlo y entenderlo quizá por aquellas cosas negativas de las que hemos llenado nuestra vida, como decíamos antes. Se nos endurece el corazón. Se hace como una costra impenetrable que no deja que llegue a nosotros esa luz de su gracia. Y en este tema del mandamiento del amor que el Señor nos dejó como su único y principal mandamiento andamos demasiado con los oídos cerrados y cegados. Sabemos cuál es el camino pero no hacemos sino poner pegas y siempre decimos que no amamos como tendríamos que amar por culpa del otro. Cuántas disculpas nos buscamos.
El amor es el color que debe impregnar nuestra vida, todo lo que hagamos. Será el amor lo que nos motive en nuestras relaciones fraternas y nos ayude siempre a buscar el bien de los demás, que no solo es no hacerle daño, sino positivamente buscar lo bueno; es lo bueno que nosotros podemos ofrecerle desde nuestro propio amor lleno de delicadeza, pero lo bueno que queremos que resplandezca también en su vida poniendo siempre delante el respeto y la comprensión. Es a lo que tenemos que ayudarle también en nombre de ese amor que da color y calor a nuestra vida.
Hoy el evangelio nos habla de esa unidad y comunión en el amor que entre todos ha de haber y que se convierte en signo de la presencia del Señor en medio de nosotros; nos da la seguridad de que el Señor está con nosotros si así permanecemos unidos en el amor. ‘Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’, nos dice. Cuando estamos unidos en el amor estamos unidos en el nombre del Señor. Unión que dará fortaleza y profundidad también a nuestra oración, porque en una oración hecha así tenemos la seguridad de que el Padre del cielo nos escuchará.
Y nos habla también, como una consecuencia de ese amor, de la corrección fraterna, algo muy importante porque todos somos pecadores y estamos sujetos a debilidades y fallos, de lo que mutuamente hemos de corregirnos, ayudarnos para superar esas limitaciones de nuestra vida; nos da las pautas por los que hemos de guiarnos cuando queremos ayudar al otro en este sentido.
Siempre guiados por el amor y son suma delicadeza; nunca la corrección se puede convertir en un juicio ni en una condena; siempre tenemos que tener una capacidad muy grande de comprensión y respeto; siempre desde un espíritu de humildad sabiendo y reconociendo que también nosotros somos pecadores; siempre con la fortaleza del Señor que estará con nosotros inspirados por su Espíritu para encontrar la mejor manera.
No es fácil, hemos de reconocer, pero el amor que le tenemos al hermano quiere siempre lo mejor y sabremos encontrar la  mejor forma de hacerlo. No podemos ir nunca a corregir al hermano desde unas posturas de superioridad ni con actitudes soberbias. Es el amor el que tiene que guiarnos, y cuando hay amor de verdad, brillará enseguida la delicadeza y florecerá la humildad.
Es la delicadeza con la que mutuamente hemos de tratarnos siempre para sabernos ayudar a salir de las malas situaciones a las que nos lleven nuestros fallos pero también para ser comprensivos y acogedores con el hermano que falla - también nosotros fallamos -, siendo capaces de ofrecer también siempre un perdón generoso. Y es la delicadeza y el amor de la comunidad para con el hermano que yerra, al que siempre tiene que buscar para ayudar y no para condenar. Cuánto nos hacen falta estas actitudes acogedoras y comprensivas, llenas de amor y de humildad para los hermanos que yerran, porque será siempre la mejor manera de ganarlos para los caminos del bien.
Era el sentido también de lo escuchado al profeta en la primera lectura. Una imagen muy expresiva la que emplea el profeta, el centinela que está en la atalaya vigilante y que ha de dar aviso del peligro. ‘A ti hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte, poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta’.
Que el Señor nos llene de su Espíritu de amor que impregne totalmente nuestra vida. Que siempre sea el amor el que inspire y mueva cuanto hacemos.