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sábado, 30 de agosto de 2008

Unos talentos para el beneficio de todos

1Cor. 1, 26-31
Sal. 32
Mt. 25, 14-30

La parábola que hoy nos propone Jesús en el Evangelio es una llamada a nuestra responsabilidad ante nuestra vida y ante la sociedad en la que vivimos con todas sus consecuencias. Es la conocida como parábola de los talentos. El hombre que se va al extranjero y reparte entre sus empleados diversa cantidad de talentos, esperando recibir sus ganancias a la vuelta.
Cada uno recibimos en la vida diversos talentos, que son nuestras cualidades, nuestros valores personales, en una palabra lo que somos. Nadie es mayor o menor por los talentos que hemos recibido. Y todos hemos de saber dar gracias a Dios por lo recibido, tomando la vida y lo que somos con total responsabilidad. Está, es cierto, la tentación de unos creerse mayores o mejores que los demás. Pero cada uno tiene su propio valor y su responsabilidad.
Suele decirse que nadie es imprescindible, pero yo me atrevo a añadir que todos sí que somos imprescindibles porque somos necesarios, porque cada uno, el pequeño o el grande, el que tiene más o valores o el que tiene menos ocupa su lugar, tiene su responsabilidad, ha de realizar su función y su misión. Responsabilidad de cara a su propia vida que ha de desarrollar al máximo desde lo que es; pero responsabilidad que sentimos también en esa sociedad, en ese mundo en el que vivimos donde todos tenemos que poner nuestro grano de arena por hacer que cada día sea mejor. No todos podemos hacer lo mismo, pero todos sí que tenemos que contribuir al desarrollo de nuestra sociedad, de ese mundo que Dios desde la creación ha puesto en nuestras manos.
Porque seamos pequeños no tenemos que ocultarnos o quedarnos en un segundo plano. Ya vemos lo que sucede en la parábola con aquel que como tenía poco, lo que hizo fue esconderlo y no lo puso a negociar. Es que además hemos de reconocer que Dios se vale de lo pequeño y en lo pequeño realiza el Señor maravillas. Podríamos recorrer muchas páginas de la Biblia para corroborarlo en la propia historia de la salvación.
Miremos a María. Ella se sintió la pequeña, la humilde esclava del Señor, pero el Señor se fijó en ella, y en ella hizo maravillas. Como María hemos de saber reconocer nuestra pequeñez, pero reconocer también las maravillas que el Señor realiza en nosotros. ‘El Señor hizo en mi maravillas... se fijó en la pequeñez de su esclava’. Dios quiere contar también con nosotros. Y la gloria es siempre para el Señor. Como nos dice san Pablo ‘nadie puede gloriarse en la presencia del Señor’. Y cada uno da gloria al Señor con lo que tiene o con lo que es.
San Pablo, en la carta a los Corintios que estamos proclamando estos días, les recuerda que entre ellos ‘no hay muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los fuertes...’ Así pues no nos podemos gloriar de nuestras grandezas humanas, porque ¿qué somos ante el Señor? Sin embargo Dios quiere contar con nosotros. ‘Así pues, el que se gloría, que se gloríe en el Señor’, termina diciendo el apóstol.
A los que son humildes, pero tienen en su corazón esa disponibilidad para el Señor, Dios se les manifiesta de manera especial y son ricos en su corazón con una Sabiduría que viene de Dios. Humildad no significa uno anularse, sino reconocer lo que Dios ha hecho en nosotros. El verdaderamente humilde no entierra sus talentos por pocos que sean, sino que con su pobreza contribuye como el que más al bien de los demás.
Que así todos demos gloria al Señor reconociendo las maravillas que el Señor realiza en nosotros y por nosotros.

viernes, 29 de agosto de 2008

El Bautista, precursor del nacimiento y de la muerte de Jesús

El Bautista, precursor del nacimiento y de la muerte de Jesús
Jer. 1, 17-19
Sal. 70
Mc. 6, 17-29

La liturgia llama a san Juan Bautista ‘precursor del nacimiento y de la muerte’ de Jesús, ‘mártir de la verdad y de la justicia’. El pasado 24 de junio celebrábamos su nacimiento – sólo se celebra el nacimiento de Jesús, la Virgen María y Juan el Bautista – y hoy celebramos su martirio y su muerte.
Precursor del Mesías, precursor de su nacimiento, pues vino a preparar los caminos del Señor y seis meses antes que Jesús celebramos su nacimiento. Con Juan Bautista hacemos el camino del Adviento preparándonos para la Navidad, celebración del nacimiento de Jesús. Era el anunciado por los profetas que venía a preparar los caminos del Señor, a preparar un pueblo bien dispuesto, como le anunció el ángel a Zacarías.
Como testigo de la verdad y de la justicia se presenta ante el pueblo en su austera figura. Vestido de piel de camello y comiendo saltamontes y miel silvestre allá en el desierto junto al Jordán invitaba a la conversión para preparar el camino del Señor. Con su palabra fuerte iba señalando a cada uno lo que había de hacer, para caminar por caminos de rectitud, de justicia y de amor. ‘Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a escapar del juicio inminente? Dad frutos que prueben vuestra conversión... todo árbol que no da buen fruto va a ser cortado y echado al fuego’.
Y ante la pregunta de qué tenían que hacer les invitaba a compartir ‘el que tenga dos túnicas que le dé al que no tiene ninguna’, a no exigir más de lo establecido, a no usar de la violencia ni a hacer extorsión a nadie. También al rey Herodes ‘le decía que no le era lícito tener la mujer de su hermano’.
Sentía sobre sí la palabra del Señor dicha a Jeremías. ‘Tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando. No les tengas miedo... te convierto hoy en plaza fuerte, con columna de hierro, en muralla de bronce frente a todo el país... a los reyes y a los príncipes... a los sacerdotes y a las gentes del campo...’ Era un testigo de la verdad y de la justicia.
Pero es precursor de la muerte de Jesús. Su muerte le convierte en mártir, en anuncio y anticipo. ‘Herodías aborrecía a Juan y quería quitarlo de en medio’. Se repetirán esas palabras en referencia a Jesús cuando sumos sacerdotes, escribas y fariseos conspiren contra Jesús.
Pero pedíamos también en la oración litúrgica que ‘luchemos nosotros valerosamente por la confesión de nuestra fe’. El testimonio de los mártires es fuerza para nosotros ser testigos también. Es lo que tenemos que pedir al Señor. Que con la misma valentía nosotros nos mostremos como testigos de nuestra fe, de la verdad y de la justicia.
Cuando contemplo y celebro el testimonio de los mártires que así han sido ya reconocidos por la Iglesia, quiero pensar también en tantos mártires de hoy a nuestro lado, en nuestro mundo. Tantos testigos de la fe en circunstancias difíciles que en algunos casos llegarán también a derramar su sangre, a entregar su vida. Mártires de nuestro siglo que no conocemos pero que ahí están dando su testimonio.
No son noticias que habitualmente nos trasmitan las agencias de noticias, nos hagan referencias a ellas en los medios de comunicación, televisión, radio o prensa escrita. Pero que si estamos atentos y buscamos en los medios apropiados quizá no pase una semana sin que salga una noticia de estas. Esta misma semana nos llegaba la noticia de sangrientas persecuciones en algunos lugares de la India, donde una religiosa murió quemada viva, otras fueron violadas y maltratadas, obras sociales de la Iglesia arrasadas, sacerdotes huidos y refugiados en casas particulares de cristianos. (visitar Zenit.org: http://www.zenit.org/article-28236?l=spanish)
Son cosas que siguen sucediendo hoy y que tenemos también que conocer. Porque además ahí encontraremos fortaleza para seguir testimoniando nuestra fe en nuestro propio ambiente no siempre propicio a dar ese testimonio. Pidamos al Señor que nos dé fortaleza para dar ese testimonio; que dé fortaleza a la Iglesia y a todos los cristianos sobre todo a los que viven en esos lugares más comprometidos.
Es también la lección que hoy aprendemos de este mártir de la verdad y la justicia que Juan el Bautista, el precursor del nacimiento y de la muerte de Jesús.

jueves, 28 de agosto de 2008

Que nunca sea tarde para encontrarte, Señor

1Jn. 4, 7-16
Sal. 88
Mt. 23, 8-12

Todos buscamos a Dios. Hay ansias de plenitud en nuestro corazón pero no sabemos cómo llegar, cómo encontrarlo. Somos limitados y esa inmensidad de lo infinito pareciera que nos queda grande. En nuestra limitación nos sentimos confundidos. Confundimos la plenitud de lo infinito con lo bello y hermoso que nos vamos encontrando en el camino. Confundimos la criatura con el Creador. Nos quedamos en la cosas que vemos a la vera del camino, bellas y hermosas que han sido creadas por Dios, y no terminamos de llegar a Dios. Está también nuestra condición pecadora. Nos encerramos en nuestro egoísmo y no descubrimos lo que es el Amor verdadero.
Pero lo maravilloso no es sólo que nosotros busquemos a Dios, sino que es Dios el que nos busca y nos llama. Nos sale al encuentro. Está en nosotros y no sabemos descubrirlo. Se nos ciegan los ojos y no sabemos verlo. El nos está llamando y somos sordos para escucharle.
Pero aún más quiere que le encontramos – se hace el encontradizo tantas veces con nosotros en el camino de la vida – y nos da su Espíritu para que podamos descubrirle y conocerle. Ya nos decía san Juan en sus cartas: ‘En esto conocemos que permanecemos en El y El en nosotros: en que nos ha dado su Espíritu’. Es el Espíritu de Sabiduría, el Espíritu de Ciencia, el Espíritu del conocimiento de Dios.
Para eso nos ha enviado a su Hijo. Es la revelación del Padre, es la Palabra que nos dice y que se ha hecho carne, es el que va a darnos a conocer a Dios. ‘Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar’. Tendríamos que recordar aquellos primeros versículos del evangelio de Juan. ‘Al principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios... en Ella estaba la Vida y la Vida era la Luz de los hombres... y la Palabra se hizo carne y plantó su tienda entre los hombres... y hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad...’
Jesús se acerca al hombre y lo busca para revelarle a Dios. Podríamos recorrer muchas páginas del evangelio. Siempre acercándose a nosotros. Siempre dándonos a conocer el rostro amoroso de Dios. ‘En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de El’. Para que vivamos, para que le conozcamos, para que nos llenemos de El.
Tenemos que ir hasta Jesús. Tenemos que conocerle, escucharle y seguirle. Tenemos que confesar nuestra fe en El para descubrir a Dios, para conocer a Dios, para vivir a Dios. ‘Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios’.
Nos estamos haciendo esta reflexión a la luz de la Palabra de Dios y en la fiesta de san Agustín. El hombre que buscaba a Dios y andaba confundido. Tardó mucho en encontrarlo, porque también se quedaba por el camino, en las criaturas, en las filosofías del mundo de entonces, en lo que creía que era amor pero que nunca le satisfizo ni le llenó. En su corazón había ansias de Dios, buscaba a Dios, no pudo descansar hasta haber encontrado a Dios.
Así lo reconocía él en sus Confesiones. ‘¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera y yo por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, más yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti’.
Ilumíname, Señor, para que desaparezcan mis cegueras. Que pueda oír tu voz y se acabe para siempre mi sordera. Que pueda yo saber de ti, conocer tu perfume de vida y nada me aleje de ti. Que tenga yo ansias de ti, y sepa buscarte por tus caminos, encontrarte cuando sales a mi paso. Que no me distraiga, Señor, ni criatura alguna me separe de ti.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Una madre que llora a su hijo muerto y Cristo que nos hace resucitar a la vida

Ecl. 26, 1-4.16-21
Sal. 130
Lc. 7, 11-17

Y vaya si se iba a propagar la noticia no sólo por Galilea – Naín es una ciudad de Galilea – sino que también iba a llegar toda la región de Judea. Jesús había resucitado un muerto. No era sólo ya la curación de una enfermedad, una imposibilidad, sino que le había devuelto la vida. ‘Un gran profeta ha surgido entre nosotros; Dios ha visitado a su pueblo’, clamaban las gentes. Lo que nos recuerda lo que ya había cantado Zacarías en el nacimiento del Bautista. ‘Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo...’
‘Jesús se marchó a una ciudad llamada Naín, acompañado de sus discípulos y mucha gente... llevaban a enterrar al hijo único de una viuda...’
¡Cuánta tristeza y desolación para una madre la pérdida de un hijo! Pero si contamos además que era viuda y aquel hijo sería su único sostén en su ancianidad, mayor sería la tristeza y el dolor. Ello incluía una miseria y una pobreza absoluta.
‘Jesús, al verla, se compadeció de ella y le dijo: no llores...’ Aparece el corazón compasivo y misericordioso de Jesús. Jesús consuela y llena de vida; Jesús levanta al caído y hace renacer la fe y la esperanza; con Jesús aparece el amor y la compasión. Jesús nos está manifestando el rostro misericordioso de Dios.
Pero Jesús que viene a dar vida, resucita al que estaba muerto para devolvérselo a su madre. ‘Y acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon. Entonces dijo: Muchacho, a ti te lo digo, levántate. El muerto se incorporó y se puso a hablar; y Jesús se lo entregó a su madre’. Fue al asombro de las gentes y que todos se pusieran a dar gracias a Dios que los ‘había visitado con su misericordia entrañable, para iluminar a los que están en tinieblas y en sombras de muerte... como lo había prometido a nuestros padres, a favor de Abrahán y a su descendencia para siempre...’
Muchas lecciones podemos sacar de este texto. Una madre llorosa y suplicante. Estamos proclamando este evangelio en el día de santa Mónica que con sus lágrimas y su oración consiguió la conversión de su marido y su hijo Agustín. Veo en las lágrimas de la viuda de Naín las lágrimas y súplicas de tantas madres por sus hijos y por su familia. Una madre siente siempre todo lo que le pueda suceder a hijo y hace suyos todos sus problemas y dificultades.
Pero está la súplica de tantas madres cristianas que quisieron educar cristianamente a sus hijos y ahora los ven cómo se alejan de Dios, se apartan de la Iglesia y viven quizá una vida bastante diferente de aquello en lo que los quisieron educar. No hablo de memoria sino que tengo en mi mente y en mi corazón tantas confidencias escuchadas y tantas lágrimas que he tratado de enjugar con el consuelo y la esperanza, donde siempre les he puesto como modelo a esta santa mujer que hoy celebramos, santa Mónica.
Tantas lágrimas derramadas por madres a las que se les parte el corazón cuando sus hijos han tomado el camino de la droga, del alcoholismo y hasta de la delincuencia. Por ellas tenemos que rezar y a ellas tenemos que animar con una esperanza cristiana. Una esperanza que consuela y anima en el pensamiento de que la buena semilla sembrada algún día puede brotar y hacer que surjan los buenos frutos que hagan desaparecer los efectos de las malas cizañas que ahora parecen ahogar todo lo bueno en ellos sembrado.
Pero contemplamos también a Jesús adelantándose hasta el féretro para hacer levantar de la muerte a aquel muchacho. Jesús que se adelanta y llegar a nuestra vida tendiéndonos su mano para levantarnos de tantas muertes en las que nosotros caemos cada día. Nos levanta y resucita de la muerte del pecado; nos levanta y nos resucita llevándonos a la vida y al amor. Como hemos escuchado tantas veces a san Juan en sus cartas ‘el que no ama permanece en la muerte... y sabemos que pasamos de la muerte a la vida porque amamos...’ Dejemos que Jesús nos tienda la mano para levantarnos de nuestra muerte. Hemos permitido que se metiera en nuestro corazón el desamor y el egoísmo, el odio y la venganza, tantas cosas que hacen daño a los demás y nos llenan de muerte. Que Cristo nos resucite y nos llene de vida. Que nos sintamos inundados por el amor. Si amamos es que hemos pasado de la muerte a la vida.

martes, 26 de agosto de 2008

Valores profundos y permanentes

2Tes. 2, 1-3.13-16
Sal. 95
Mt. 23, 23-26

El que se fija sólo en las minucias y olvida lo fundamental o esencial es como el que limpia la copa por fuera para dejarla muy brillante, pero dentro la deja llena de suciedad y porquería. Cuando vas a beber, ¿dónde pones el contenido en el exterior muy limpio o en el interior lleno de basura?
Es lo que echa en cara Jesús a letrados y fariseos, como escuchamos en el evangelio. Por eso los llama hipócritas, porque tienen dos caras, una al exterior muy limpia y agradable pero otra en su interior muy llena de maldad y de engaños. ‘¡Ay de vosotros letrados y fariseos hipócritas que limpiáis por fuera la copa y el plato, pero por dentro estáis rebosando de robo y desenfreno!’
Ya les había dicho: ‘... pagáis el diezmo de la menta, del anís y del comino, y descuidáis lo más grave de la ley: el derecho, la compasión y la sinceridad...’
No podemos olvidar actitudes y valores fundamentales que siempre permanecen: la justicia, la misericordia, la sinceridad y autenticidad en la vida. No sólo se los dice Jesús a los escribas y fariseos de su tiempo, sino que nos lo está diciendo a nosotros también. Cuidemos de no quedarnos en superficialidades, sino ir a lo que es verdaderamente importante. Es una tentación que tenemos todos. Nos hacemos cumplidores de minucias pero descuidamos esos valores fundamentales.
Hay que actuar siempre obrando con justicia y rectitud. Lo bueno, lo recto, lo justo es lo que tenemos que buscar, es por lo que tenemos que actuar. El bien es lo que tiene siempre que prevalecer. No podemos dañar injustamente a nadie bajo ningún concepto.
El corazón hay que llenarlo siempre de compasión, de misericordia, de amor. Es lo que dulcifica la vida. Lo que hace nuestras relaciones más humanas. No podemos ser agrios para los demás, sino que siempre tenemos que dulcificar nuestra relación con humanidad, con amor.
La sinceridad, la verdad, la fidelidad son valores esenciales en la vida. No nos podemos ocultar bajo apariencias que nos desfiguran. Eso es la hipocresía, la doble cara. La fidelidad y la lealtad en nuestra relación, en nuestra palabra son importantes. Nos dan la verdadera fortaleza. Ahí se manifiesta de verdad nuestra personalidad y nuestra grandeza.
¿De qué nos vale fijarnos solamente en minucias en la vida si nos faltan los valores profundos de la vida? Nos llenamos de superficialidades y olvidamos los valores profundos y permanentes. Valores que no están reñidos entre sí sino que se complementan y se enriquecen mutuamente. La justicia y el amor. La sinceridad y verdad con el respeto y la misericordia. La fidelidad y la rectitud con la comprensión. La lealtad con la búsqueda sincera del bien. El arrojo y la valentía con la esperanza.
Que el Señor nos dé esa Sabiduría.

lunes, 25 de agosto de 2008

Contad las maravillas del Señor a todas las naciones

Tes. 1, 1-8.11-12
Sal. 95
Mt. 23, 13-22

‘Contad las maravillas del Señor a todas las naciones’, nos dice el salmo de hoy. Todo el salmo es un cántico de alabanza al Señor. ‘Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra, cantad al Señor, bendecid su nombre…’ Tenemos que bendecir y alabar al Señor, porque ‘es grande el Señor y muy digno de alabanza…’
Nuestra alabanza al Señor son nuestros cánticos y nuestras bendiciones. Pero alabamos también al Señor cuando contamos a los demás las maravillas del Señor Que todos conozcan que el Señor es grande y hace maravillas. Cuando damos a conocer las obras maravillosas que el Señor realiza en mí – recordemos el cántico de María – estamos también cantando la alabanza del Señor.
De la misma manera que cuando alguien hace algo heroico y extraordinario lo damos a conocer a los demás, porque en sí mismo es un reconocimiento de la bondad de las personas que son capaces de hacer cosas buenas y hasta heroicas; pero es también un estímulo y un ejemplo para los demás. Y con ello estamos contribuyendo a ese reconocimiento y a esa alabanza merecida de quien realizó algo bueno. Así nosotros con el Señor. Reconocemos sus maravillas y las contamos a los demás para que todos puedan entonar ese cántico de alabanza al Señor.
Es lo que de alguna manera está haciendo Pablo en el comienzo de la segunda carta a los Tesalonicenses. Vamos a escuchar esta carta en la lectura continuada en la Eucaristía de estos días. Pablo ama mucho a aquella comunidad, ‘os que forman la Iglesia de Dios’ en Tesalónica, pues allí anunció el evangelio cuando cruza de Asia Menor hasta Macedonia, y a ellos dirigirá varias cartas de las que conservamos dos en el Nuevo Testamento.
Se siente orgulloso de aquella comunidad. ‘Esto hace que nos mostremos orgullosos de vosotros ante las Iglesias de Dios…’ Es ese 'contar las maravillas de Dios a todas las naciones’ y da gracias a Dios por ellos. Resalta Pablo que ‘vuestra fe crece vigorosamente y vuestro amor mutuo – de cada uno por todos y de todos por cada uno – sigue aumentando’. Y aunque vengan dificultades, tentaciones o persecuciones – era normal en aquellas pequeñas comunidades en medio de un mundo pagano, y surgiendo como surgían de las comunidades judías muy hostiles al anuncio del Evangelio – ‘vuestra fe permanece constante…’
Por eso pide al Señor por aquella comunidad ‘para que con su fuerza os permita cumplir buenos deseos y la tarea de la fe’. Y todo ello, ¿para qué? Todo siempre para la gloria de Dios. ‘Para que así Jesús nuestro Dios sea vuestra gloria y vosotros seáis la gloria de El’.
Pidamos, pues, que nosotros crezcamos de igual manera vigorosamente en nuestra fe y en nuestro amor. Esa fe que, como hemos reflexionado recientemente, envuelva totalmente nuestra vida. Esa fe que se mantenga firme en nuestro corazón y no tambalee nunca a pesar de los embates de un mundo indiferente y algunas veces también hostil. Y que la luz del amor no solo llene nuestra vida sino que también transforme ese mundo que nos rodea. Vivamos en el amor; querámonos de verdad los unos a los otros; tengamos muchas muestras de amor y de amistad para con los que nos rodean, si en algún momento ha decaído nuestro amor hasta herir o molestar al hermano, seamos capaces de pedir perdón para encontrar pronto la reconciliación y la paz.
Que con nuestra fe, nuestro amor, nuestro testimonio cristiano estemos en verdad contando a los demás las maravillas del Señor, pero estemos también cantando la alabanza del Señor para quien sea siempre todo honor y toda gloria.

domingo, 24 de agosto de 2008

Una confesión de fe con toda la vida

Is. 22, 19-23; Sal. 137; Rm. 11, 33-36; Mt. 16, 13-20
¡Qué pasada las preguntas de Jesús a los apóstoles! Primero, qué es lo que opina la gente de él, y luego más directamente qué es lo que piensan ellos. ‘¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?... y vosotros, ¿quién decís que soy yo?’ Preguntas comprometidas.
Eran momentos de una mayor intimidad, podríamos decir, pues habían llegado a la región de Cesarea de Filipo, que quedaba realmente fuera del territorio palestino y era la oportunidad, lejos del agobio de las multitudes que lo seguían, para hablar más en un tú a tú entre Jesús y los apóstoles. Ellos podían captar lo que eran los comentarios de las gentes que acudían a Jesús, que le escuchaban sus enseñanzas, o que eran testigos o beneficiarios de sus milagros y era lo que Jesús preguntaba aunque como veremos era algo más lo que Jesús buscaba.
Ya en alguna ocasión el evangelio habla de la admiración de la gente por Jesús. ‘Nadie ha hablado como él, con tal autoridad... un gran profeta ha aparecido entre nosotros... este hombre tiene que venir de Dios porque si no, no podría hacer las obras que hace...’ Vemos la respuesta de los apóstoles: ‘Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas’.
Pero el trato hace el conocimiento y ese trato y conocimiento creciente hace brotar la flor de la amistad y del amor. Con los apóstoles Jesús había mantenido una mayor cercanía. Estaban siempre con El. Con Jesús iban a todas partes. A ellos les explicaba con mayor detalle las parábolas y sus enseñanzas. Eran testigos excepcionales de las obras de Jesús y de sus milagros. Por eso, sería importante la respuesta más personal que ellos pudieran dar. Ya conocemos la respuesta de Pedro que tantas veces hemos reflexionado.
Preguntas que también tienen que hacernos reflexionar a nosotros. A los que nos sentimos más cerca de la Iglesia y queremos vivir más intensamente nuestra vida cristiana, porque queremos seguir más de cerca de Jesús, y a aquellos que ocasionalmente hoy tengan la oportunidad y escuchen (o lean) este evangelio y comentario que estamos haciendo. ¿Qué dice la gente o qué decimos nosotros de Jesús? ¿Qué significa en nuestra vida? ¿Cuál es la confesión de fe personal que podemos hacer?
No es bueno hacer juicios sobre la fe o las actitudes profundas que tengan las personas para vivir. Más que juicio sobre los demás es pregunta sobre mí mismo, lo que me hago. Si la pregunta nos la dirigiera Jesús hoy a nosotros, ¿cuál sería nuestra respuesta? Como decía aquella gente que Jesús eran un profeta de otro tiempo – mencionaban a profetas que ya habían muerto -, ¿acaso también nosotros pensaremos en Jesús como si fuera un personaje de otro tiempo? ¿Habremos captado a un Jesús vivo, presente en nuestra vida y que viene a ser quien de verdad mueva toda mi vida en un nuevo estilo de ser y de actuar?
No nos vale sólo que hagamos o demos una respuesta totalmente fiel a lo que hemos aprendido en el catecismo o en la teología. A Jesús no lo podemos encerrar en una definición. La respuesta que estaba dando Pedro era una respuesta vital. En lo que Pedro estaba diciendo, estaba poniendo toda su vida, todo su sentido de vivir. Y es a donde tenemos que llegar nosotros. Una respuesta y una confesión de fe que envuelva toda nuestra vida.
Pero ya antes decíamos que el trato hace el conocimiento y el trato y el conocimiento hacen crecer la flor de la amistad y del amor. Así tiene que ser nuestra relación con Jesús. Jesús, Dios no puede ser algo de lo que echemos mano en un momento determinado porque tenemos un problema, queremos recordar un difunto o ahora tengo un especial momento de fervor. Mi trato y relación con Dios, con Jesús tiene que ser algo más intenso, más vivido intensamente. Como quien cultiva una amistad. Tenemos que llegar a un conocimiento cada vez más intenso de Jesús. Tenemos que hacer que Jesús esté de verdad presente en cada instante de mi vida. por ahí tiene que ir nuestra respuesta y nuestra confesión de fe.
Jesús y los apóstoles se habían ido a un lugar apartado donde estar más a solas, donde entrar en esa relación más intensa. Es lo que nosotros tenemos que saber buscar con nuestra oración, con nuestra lectura atenta y fiel cada día del Evangelio, de la Biblia, de la Palabra del Señor. Es lo que tenemos que saber buscar con momentos de mayor interioridad y reflexión, para ir rumiando ahí en el corazón todo eso que vamos recibiendo del Señor, todo lo que El nos va hablando por tantos medios, por los mismos acontecimientos de la vida.
La respuesta de Pedro es una hermosa y vivida confesión de fe. ‘Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo’. No eran solamente unas palabras. Era toda una opción que Pedro estaba haciendo porque estaba confesando que Jesús, el Hijo de Dios, era en verdad la salvación de su vida, era el Mesías.
Y ya vemos que de aquella confesión de fe nació la Iglesia. A partir de esa confesión de fe, a Pedro se le confía una nueva misión. ‘Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia...’ Iba a ser piedra de aquella nueva comunidad que nacía, aquella comunidad de los que confesaban así esa fe en Jesús. Esa nueva comunidad, la Iglesia, que tan importante iba a ser para el mantenimiento de la fe en Jesús, para su propagación, para su extensión por todo el mundo. Un día serían enviado por todo el mundo para anunciar esa misma fe.
Ahí en la Iglesia - aquí en la Iglesia, tenemos que decir -, tenemos ese punto de encuentro para conocer a Jesús, para llegar a Jesús, para alimentar nuestra fe en Jesús. Pedro tenía la misión de ser piedra de unión de esa Iglesia y también la de confirmar la fe de todos los creyentes en Jesús.
‘¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!’, le dice Jesús. Felicidades, Pedro, por tu fe. Dichoso por su fe; dichoso porque abrió su corazón a Dios para recibir esa revelación del Padre; dichoso por confesar así esa fe. Es la dicha con la que nosotros también hemos de vivir y proclamar nuestra fe. Es la dicha y el gozo hondo de sentirnos y manifestarnos creyentes ante todos los hombres. No la ocultemos, no la disimulemos, ni la oscurezcamos. Vivamos la alegría de nuestra fe, de nuestra amistad y de nuestro amor por Jesús.