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miércoles, 27 de agosto de 2008

Una madre que llora a su hijo muerto y Cristo que nos hace resucitar a la vida

Ecl. 26, 1-4.16-21
Sal. 130
Lc. 7, 11-17

Y vaya si se iba a propagar la noticia no sólo por Galilea – Naín es una ciudad de Galilea – sino que también iba a llegar toda la región de Judea. Jesús había resucitado un muerto. No era sólo ya la curación de una enfermedad, una imposibilidad, sino que le había devuelto la vida. ‘Un gran profeta ha surgido entre nosotros; Dios ha visitado a su pueblo’, clamaban las gentes. Lo que nos recuerda lo que ya había cantado Zacarías en el nacimiento del Bautista. ‘Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo...’
‘Jesús se marchó a una ciudad llamada Naín, acompañado de sus discípulos y mucha gente... llevaban a enterrar al hijo único de una viuda...’
¡Cuánta tristeza y desolación para una madre la pérdida de un hijo! Pero si contamos además que era viuda y aquel hijo sería su único sostén en su ancianidad, mayor sería la tristeza y el dolor. Ello incluía una miseria y una pobreza absoluta.
‘Jesús, al verla, se compadeció de ella y le dijo: no llores...’ Aparece el corazón compasivo y misericordioso de Jesús. Jesús consuela y llena de vida; Jesús levanta al caído y hace renacer la fe y la esperanza; con Jesús aparece el amor y la compasión. Jesús nos está manifestando el rostro misericordioso de Dios.
Pero Jesús que viene a dar vida, resucita al que estaba muerto para devolvérselo a su madre. ‘Y acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon. Entonces dijo: Muchacho, a ti te lo digo, levántate. El muerto se incorporó y se puso a hablar; y Jesús se lo entregó a su madre’. Fue al asombro de las gentes y que todos se pusieran a dar gracias a Dios que los ‘había visitado con su misericordia entrañable, para iluminar a los que están en tinieblas y en sombras de muerte... como lo había prometido a nuestros padres, a favor de Abrahán y a su descendencia para siempre...’
Muchas lecciones podemos sacar de este texto. Una madre llorosa y suplicante. Estamos proclamando este evangelio en el día de santa Mónica que con sus lágrimas y su oración consiguió la conversión de su marido y su hijo Agustín. Veo en las lágrimas de la viuda de Naín las lágrimas y súplicas de tantas madres por sus hijos y por su familia. Una madre siente siempre todo lo que le pueda suceder a hijo y hace suyos todos sus problemas y dificultades.
Pero está la súplica de tantas madres cristianas que quisieron educar cristianamente a sus hijos y ahora los ven cómo se alejan de Dios, se apartan de la Iglesia y viven quizá una vida bastante diferente de aquello en lo que los quisieron educar. No hablo de memoria sino que tengo en mi mente y en mi corazón tantas confidencias escuchadas y tantas lágrimas que he tratado de enjugar con el consuelo y la esperanza, donde siempre les he puesto como modelo a esta santa mujer que hoy celebramos, santa Mónica.
Tantas lágrimas derramadas por madres a las que se les parte el corazón cuando sus hijos han tomado el camino de la droga, del alcoholismo y hasta de la delincuencia. Por ellas tenemos que rezar y a ellas tenemos que animar con una esperanza cristiana. Una esperanza que consuela y anima en el pensamiento de que la buena semilla sembrada algún día puede brotar y hacer que surjan los buenos frutos que hagan desaparecer los efectos de las malas cizañas que ahora parecen ahogar todo lo bueno en ellos sembrado.
Pero contemplamos también a Jesús adelantándose hasta el féretro para hacer levantar de la muerte a aquel muchacho. Jesús que se adelanta y llegar a nuestra vida tendiéndonos su mano para levantarnos de tantas muertes en las que nosotros caemos cada día. Nos levanta y resucita de la muerte del pecado; nos levanta y nos resucita llevándonos a la vida y al amor. Como hemos escuchado tantas veces a san Juan en sus cartas ‘el que no ama permanece en la muerte... y sabemos que pasamos de la muerte a la vida porque amamos...’ Dejemos que Jesús nos tienda la mano para levantarnos de nuestra muerte. Hemos permitido que se metiera en nuestro corazón el desamor y el egoísmo, el odio y la venganza, tantas cosas que hacen daño a los demás y nos llenan de muerte. Que Cristo nos resucite y nos llene de vida. Que nos sintamos inundados por el amor. Si amamos es que hemos pasado de la muerte a la vida.

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