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sábado, 29 de diciembre de 2012


Inundados por el Espíritu como Simeón para amar con un amor como el de Jesús

1Jn. 2, 3-11; Sal. 95; Lc. 2, 22-35
Contemplamos de nuevo en el evangelio a un anciano lleno del Espíritu Santo. Si nos fijamos es algo que hemos visto repetido en el principio del evangelio de Lucas. Ahora es el anciano Simeón que sale al encuentro de María y José que van a presentar a Jesús en el templo tal como lo manda la ley de Moisés. Pero hemos contemplado a Isabel llena del Espíritu y a Zacarías que entonaba cánticos de alabanza y bendición a Dios. En medio de todo ello contemplamos también a María.
Hoy es el anciano Simeón, ‘hombre honrado y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel, y el Espíritu Santo moraba en él’.  Sentía en su interior, por esa fuerza del Espíritu, que no moriría sin haber visto al Mesías del Señor. Por eso ahora ‘impulsado por el Espíritu Santo fue al templo’. Y de la misma manera que Isabel había escuchado en su interior la voz del Espíritu que señalaba a su prima como la Madre del Señor y por eso prorrumpe en cánticos y bendiciones, ahora el anciano Simeón reconocerá en aquel niño al Salvador anunciado y esperado y también comienza a alabar al Señor.
Ya puede morir; las promesas del Señor se han cumplido. Ante sus ojos está, lo tiene en sus brazos, ‘el Salvador a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel’. Y comenzarán los anuncios proféticos de lo que va significar Jesús en medio de su pueblo, pero también de su pasión con lo que una espada traspasará el alma de María, la madre. ‘Será como bandera discutida… y a ti una espada te traspasará el alma’. Ante Jesús tenemos que hacer una opción radical en la vida. Como nos dirá en otros lugares del evangelio o estamos con El o estamos contra El. Con Jesús no valen las medias tintas, nuestras decisiones tienen que ser claras y firmes.
Se nos manifiesta una vez más la alegría por la salvación que llega para todos los hombres. Como hemos reflexionado más de una vez, la alegría de la fe. Este hombre, el anciano Simeón, lleno del Espíritu, se llena de gozo porque sus ojos han visto al Salvador. Como diría Jesús en una ocasión a los discípulos ‘dichosos porque veis lo que otros desearon ver y no pudieron’. Dichosos nosotros por nuestra fe; dichosos porque en la fe podemos contemplar y celebrar la salvación; dichosos porque hayamos podido celebrar estas fiestas de la navidad llenándonos nosotros también de Dios. Que esa dicha de la fe no se aparte nunca de nuestro corazón. Que el Espíritu cante en nuestro corazón para que sepamos alabar y bendecir al Señor porque su luz puede iluminar nuestra vida.
Como nos decía hoy san Juan en su carta ya nosotros no caminamos en tinieblas, tenemos la luz con nosotros porque tenemos a Jesús. Vivamos en consecuencia siempre en su luz. Y vivir en la luz de Cristo significa vivir en el amor. Por eso Juan nuestra recuerda el mandamiento antiguo y el mandamiento nuevo. Nos recuerda cómo hemos de escuchar y acoger la Palabra y nos invita a vivir al mismo tiempo en el mandamiento nuevo del amor para que andemos siempre en la luz.
‘Quien guarda su Palabra ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud, nos dice. En este conocemos que estamos en El. Quien dice que permanece en El, debe vivir como El vivió’. Y nos recuerda entonces el mandamiento del amor, porque si no amamos de verdad estaríamos en tinieblas. Y si estos días tanto hemos cantado a la luz que nos viene de lo alto, que nos llega con Jesús y su salvación, vivamos en consecuencia en el amor, vivamos amándonos de verdad los unos a los otros.
Sigamos viviendo el gozo de la navidad. Sigamos viviendo en su luz. Aprendamos a vivir para siempre en el amor, porque así podremos alcanzar la plenitud de nuestra vida, esa plenitud que Jesús nos ha venido a traer con su salvación.

viernes, 28 de diciembre de 2012


Los santos inocentes, el misterio de la Cruz y de Belén están cerca

1Jn. 1, 5-2,2; Sal. 123; Mt. 2, 13-18
La primera impresión que nos produce el relato de la matanza de los inocentes que hemos escuchado hoy en el evangelio es de rechazo ante la maldad de Herodes que en su ambición, como sucede tantas veces, quiso quitar de en medio a quien pudiera hacerle sombra o quien pudiera ser un peligro para su soberanía y poder. Son las negruras del corazón del hombre que se ciega ante la ambición del poder o de la riqueza o de cualquiera otra de las pasiones que pueden afectar a la vida del hombre, de toda persona. En cuantas situaciones semejantes nos podemos ver envueltos, o se ve envuelta la vida sobre todo de los que tienen sueños de grandeza y de poder.
Ahí, en ese claroscuro de la vida con sus ambiciones y las maldades del corazón tenemos una hermosa lección que aprender y de la que tendríamos que sacar muchas consecuencias, pero creo que todos comprendemos que el sentido de la fiesta de los Santos Inocentes que celebramos en este día va mucho más allá. Tampoco se puede quedar en lo que popularmente convertimos esta fiesta, que a pesar de la crueldad que se trasluce en este actuar de Herodes, sin embargo la convertimos en un día de bromas y de inocentadas como solemos decir. Tenemos que buscar un sentido mucho más hondo a nuestra celebración.
Es la muerte de unos niños inocentes pero que en realidad lo que quería buscar Herodes era la muerte de aquel ‘recién nacido rey de los judíos’, del que venían hablando los Magos que habían llegado a Jerusalén preguntando por El, como escucharemos dentro de unos días al celebrar la Epifanía del Señor. Podríamos decir que ocuparon el lugar de Jesús, que era a quien realmente perseguía Herodes. Se convierten en un signo de la persecución que sufren los justos, cuando su vida se convierte en un espejo en el que mirarnos, cuando en nosotros lo que existe muchas veces solo es la maldad de nuestro pecado. ‘Acechemos al justo que nos resulta incómodo’, ya habíamos oído hablar al sabio del Antiguo Testamento.
Pero creo que contemplar la crueldad de este martirio de los santos inocentes, en medio del marco de las fiestas de la Navidad del Señor que estamos celebrando, nos viene a recordar cómo la cruz, la pasión y el sufrimiento van a estar muy presentes en nuestra historia de la salvación. Este niño recién nacido que contemplamos en estos días y que por la fe ya sabemos que es nuestro Señor y nuestro Salvador - además así lo anunciaron los ángeles a los pastores - es el que ha venido a traernos la salvación, a redimirnos de nuestro pecado y será en su pasión y muerte en la cruz donde se va a consumar el sacrificio redentor.
No está lejos en la vida del cristiano Belén del Calvario de manera que cuando le contemplamos en Belén estamos viendo a quien es nuestro Salvador y Redentor por el sacrificio de su cruz. Mientras nosotros estos días hemos estado cantado con alegría los villancicos del nacimiento de Jesús, al mismo tiempo en nuestra celebración siempre hemos proclamado el misterio pascual de Cristo donde obtenemos la salvación. ‘Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor  Jesús’, hemos proclamado en cada Eucaristía y siempre mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo.
Es el camino de la vida del cristiano, el camino de la Iglesia a lo largo de los siglos, donde nunca ha faltado el sufrimiento, el sacrificio o el martirio de sus mejores hijos. Hoy mismo seguimos escuchando noticias de la muerte de cristianos, simplemente por ese hecho, ser cristianos en distintos lugares del mundo, o de cristianos que tienen que abandonar su casa, su tierra, su patria por los acosos y la persecución que allí están sufriendo. Sea en Nigeria donde estos mismos días de navidad grupos de cristianos han sido masacrados durante las propias celebraciones, o sea en países del Oriente Medio como Siria o Irak donde muchos cristianos han tenido que emigrar a otros lugares a causa de la persecución.
Al celebrar hoy esta fiesta de los Santos Inocentes tengamos un especial recuerdo por los mencionados o tantos otros en distintos lugares del mundo que sufren por el nombre de Jesús, como de alguna manera también sucede en nuestro entorno donde se minusvalora o se quiere ocultar en tantas ocasiones lo que lleve el nombre o el sentido de los cristiano. También a nuestro alrededor se quiere borrar el nombre de Dios de la historia y de la vida de los hombres.  Celebremos la fiesta, porque es el triunfo, de los Santos Inocentes. Los Santos Inocentes de ayer y de hoy nos recuerdan que el misterio de la cruz no está lejos de Belén.

jueves, 27 de diciembre de 2012


Con el evangelista Juan hagamos la carrera a porfía por el amor

1Jn. 1, 1-4; Sal. 96; Jn. 20, 2-8
La escena del evangelio parece una carrera de porfía por el amor. Ante la comunicación de María Magdalena de que se habían llevado el Cuerpo de Jesús del sepulcro corren los dos discípulos que tanto amaban al Señor hasta el sepulcro. Una carrera de amor, a ver quien más le ama. Ya conocemos el entusiasmo de Pedro por Jesús que está dispuesto a todo  por El, aunque luego vengan las debilidades, pero de Juan ya se dice que era el discípulo amado.
Y bien nos manifiesta Juan en el evangelio cómo conoce el corazón de Cristo. Allí junto a su corazón se había recostado en la última cena, a la hora de las confidencias y las despedidas. Con qué profundidad nos hablará de Jesús en su evangelio. Como dice una antífona de esta fiesta ‘éste es el apóstol que durante la cena reclinó su cabeza en el pecho del Señor. Este es el apóstol que conoció los secretos divinos y difundió la palabra de vida por toda la tierra’.
Justo es, pues, que celebremos a san Juan, el hijo del Zebedeo, el discípulo amado de Jesús, en esta cercanía de la Navidad, como lo estamos haciendo hoy. Lo celebramos y queremos aprender de él a amar a Jesús, con toda la intensidad con que lo amaba, que fue el único discípulo que llegó hasta el pie de la cruz, para recibir allí como un testamento a guardar y a cumplir el regalo de una madre, la madre de Jesús que iba a ser desde entonces la madre de todos los hombres; en Juan nos vemos todos representados, y cuando él recibe a María y la lleva a su casa, nos la estaba llevando a nuestra casa, a la casa de todos los que desde entonces íbamos a ser sus hijos.
No podía menos Juan que trasmitirnos todo aquello que llevaba en su corazón desde ese conocimiento profundo que tiene de Jesús. Hoy hemos comenzado a leer su primera carta que continuaremos leyendo todo este tiempo de navidad y ya en el comienzo  nos dice: ‘Lo que existía desde el principio, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos, la Palabra de la Vida (pues la Vida se hizo visible) nosotros la hemos visto, os damos testimonio y os la anunciamos’.
Vayamos a beber a la fuente; vayamos allí donde podemos alcanzar ese conocimiento profundo de Cristo, de todo el misterio de Dios. Juan nos trasmite la Palabra de Dios, la Palabra de la Vida. El la conoció, la palpó, la vivió y ahora nos la trasmite. Cómo tenemos que acudir a la Escritura Santa que para nosotros es Palabra de Dios, es Palabra de Vida que nos llena de vida. Si nos empapamos del Evangelio, si nos dejamos conducir por el Espíritu de Dios que nos lo revela ahí en nuestro corazón, nosotros podemos llegar a palpar también esa Palabra de la Vida, nosotros podemos llegar a palpar profundamente a Jesús, y no hace falta que sea con los sentidos, sino que lo hacemos desde el corazón.
Que crezca así nuestra fe, esa adhesión profunda y total que  nosotros queremos hacer a Cristo y a su misterio de salvación. Qué dicha que podamos creer, tener fe, porque cuando ponemos toda nuestra fe en el Señor nuestra vida se llenará siempre de alegría y de paz. Hoy nos ha dicho san Juan en su carta: ‘os escribimos esto para que nuestra alegría se completa’. Sí, nuestra alegría sea completa desde esa fe que tenemos.
Recordamos que Isabel llamó a María dichosa porque tenía fe. Es lo que nosotros hemos de experimentar en el corazón. No entiendo que nos digamos creyentes y vivamos llenos de tristezas y de amarguras. ¿Para qué nos sirve entonces la fe? La fe tiene que llenarnos de paz, darnos seguridad en la vida, hacernos sentir el gozo de la salvación, sentirnos dichosos porque nos sabemos amados de Dios. Es la alegría de la que nos habla hoy Juan. Seguro que en todo momento fue lo que él vivió y experimentó en su vida desde todo ese conocimiento profundo que él tenía de Jesús.
Desde la fe que tenemos en Jesús hagamos esa carrera por el amor, por el amor que le tenemos a Jesús y para que todos los hombres conozcan también el amor que Dios nos tiene.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Tras el nacimiento de Jesús celebramos con júbilo el triunfo del martirio de san Esteban

Hechos, 6, 8-10; 7, 54-59; Sal. 30; Mt. 10, 17-22
En la oración final de la Eucaristía de esta fiesta daremos gracias al Señor por la abundancia de su misericordia ‘pues nos salvas por el nacimiento de tu Hijo y nos llenas de júbilo por el triunfo de tu mártir san Esteban’.
Creo que con esta oración, entre otras de la liturgia de este día, se expresa el sentido de esta fiesta del martirio de san Esteban precisamente al día siguiente de la celebración del Nacimiento de Jesús. Podría parecer que estando dentro de la octava de la Natividad del Señor todo tendría que girar en torno a esta fiesta grande que celebramos sin embargo la liturgia nos presente en este primer día la celebración de san Esteban, el protomártir.
Por ahí podría venir la clave de esta celebración; por eso pediremos llenarnos de júbilo en el triunfo del martirio de san Esteban. Sí, es un triunfo, es la manifestación de una victoria. Fue el primero en derramar su sangre por Jesús. Como anunciaría Jesús a lo largo del evangelio y hoy una vez más lo hemos escuchado ‘os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas, os harán comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa; así daréis testimonio de mi ante ellos y ante los gentiles’.
Es lo que vemos ahí casi en los comienzos de la Iglesia en Esteban. ‘Todos os odiarán por mi nombre, pero el que persevere hasta el final, salvará’. Es la manifestación de un triunfo y una victoria, como la de Cristo. Nos conviene recordarlo ahora que estamos celebrando su nacimiento, porque así miramos el camino y la meta. Hoy contemplamos al primer testigo, el protomártir.
Había sido elegido por los apóstoles para formar parte del grupo de los siete diáconos, cuando ante el crecimiento de la Iglesia y también de los problemas y necesidades se decide elegir a estos siete para el servicio de la comunidad en especial para la atención de los huérfanos y las viudas. Pero pronto no será sólo ése el servicio que van a prestar a la comunidad, porque veremos a Esteban, ‘lleno de gracia y de poder’, discutir con los judíos en las sinagogas de manera que no había quien pudiera hacerle frente a sus razonamientos anunciando a Jesús en quien se cumplían las Escrituras. Es el servicio de la Palabra, el servicio misionero del anuncio, como veremos en algún otro diácono como Felipe.
Era un hombre lleno del Espíritu Santo, que se dejaba conducir por el fuego y el ardor del Espíritu. Pero su testimonio no se quedó en el servicio de la caridad a los necesitados sino que fue más allá en el anuncio de la Palabra y en el testimonio que daría con su sangre por el nombre de Jesús.
Ya escuchamos el relato de su muerte en el martirio, que se nos cuenta casi como en paralelo como la muerte de Jesús. Le persiguen, le llevan ante los tribunales, ante el Sanedrín, pero no teme, tal como Jesús nos había enseñado. ‘No tengáis miedo: el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros’. Y El ve al Espíritu Santo junto a él, siente la presencia de Jesús, contempla ensimismado la gloria del cielo que el Señor le tiene reservada. Por eso ante los que le acusan y le apedrean repetirá al estilo de Jesús ‘Señor, no les tengas en cuenta este pecado’. En el momento de su muerte se pondrá en las manos de Jesús, como Cristo en la Cruz se había puesto en las manos del Padre. ‘Señor Jesús, recibe mi espíritu’.  Será el primer testigo, el primer mártir.
Muchas lecciones para nuestra vida. Seguir las huellas de Jesús ha de ser nuestra tarea. Dejarnos inundar por el Espíritu para llenarnos de su amor; sentirnos fortalecidos por el Espíritu en el testimonio que ante el mundo hemos de dar; poner siempre nuestra vida, nuestros actos en la manos del Señor, porque en nadie podemos sentirnos más seguros.
Es necesario dar un testimonio valiente de nuestra fe, aunque los que nos rodean no lo entiendan; mantener la integridad de nuestra fe y ser constantes a la hora de vivirla y de testimoniarla; sentirnos fortalecidos por la fuerza del Espíritu cuando nos vengan las contrariedades o los tiempos adversos que no nos faltarán con la certeza de que podemos vencer las fuerzas del maligno. Si mantenemos integra y firme nuestra fe seremos también vencedores, seremos los testigos necesarios para que el mundo crea y se acerque a Jesús. 

martes, 25 de diciembre de 2012


Nos ha amanecido un día sagrado, una gran luz ha bajado a la tierra

‘Nos amanecido un día sagrado; venid, naciones, adorad al Señor, porque hoy una gran luz ha bajado a la tierra’. El amanecer de este día es distinto. El Sol no se ha quedado en lo alto del cielo, sino que ha bajado hasta la tierra para darle a todo un nuevo resplandor. La noche se había convertido en día y en el amanecer de este nuevo día tenemos al Sol en medio de nosotros.
Escuchábamos en la misma víspera del nacimiento del Señor que así lo cantaba Zacarías en el nacimiento del Bautista. Dios ha visitado a su pueblo, el sol que nace de lo alto nos ha visitado para iluminar a los viven en tinieblas y en sombra de muerte. Es un día nuevo; es un día distinto. Es navidad, es el día del nacimiento de Jesús en Belén, que es el día en que Dios quiso poner su tienda entre nosotros. Venid, adoremos al Señor porque una gran luz, la única luz que nos ilumina de verdad, ha bajado a la tierra, como decíamos en la antífona.
En medio de la noche cuando todo se llenó de resplandor en el nacimiento de Jesús - ¿cómo no iba a llenarse de resplandor si allí estaba la luz del mundo? - los ángeles entonaron el cántico de toda la creación para anunciar a los pastores que había nacido el Salvador. ‘Os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo, proclamaban: hoy en la ciudad de David os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor’. Y les dio las señales de cómo lo iban a encontrar. No tenían que ir a palacios ni a lugares importantes. Habían de buscar un pesebre y un niño recostado en él envuelto en pañales.
Y los pastores creyeron. Los pobres y sencillos tienen un especial olfato para las cosas de Dios y sus maravillas. Los poderosos, los sabios y los entendidos les cuesta más; cuando llegaron los magos a Jerusalén preguntando por el recién nacido tuvieron que ponerse a estudiar en las Escrituras. Y es cierto que las Escrituras los condujeron a Belén. Pero ahora los pastores, los sencillos, se fían de las palabras del ángel. ‘Vayamos derechos a Belén, a ver eso que nos ha pasado y nos ha comunicado el ángel’. Ya ellos estaban viviendo el acontecimiento, ‘a ver eso que ha pasado’ comentan.
Y se van corriendo derechos a Belén siguiendo las indicaciones del ángel y allí encontraron todo como les habían dicho. ‘Fueron corriendo y encontraron a María, a José y al Niño acostado en el pesebre’. Todo será admiración y alabanzas. Contaban una y otra vez todo lo sucedido. Los pobres se alegran en el Señor porque a ellos se les ha comunicado la Buena Noticia. ¿No nos recordará lo que Jesús luego nos dirá con los profetas en la sinagoga de Nazaret?
Nosotros en esta mañana también hemos venido a Belén, también hemos venido al encuentro con el Señor. También creemos y también queremos adorar. Queremos proclamar bien alto  y bien fuerte nuestra fe. Lo que nos han contando, lo que los profetas nos habían anunciado, lo que en la tradición de la Iglesia se nos ha ido comunicando y enseñando a través de los siglos, para lo que nos hemos ido preparando a lo largo del Adviento lo vemos cumplido delante de nuestros ojos.
Abrimos los ojos de la fe. Aquí está el Señor. Este niño recién nacido envuelto en pañales y recostado en el pesebre es nuestro Salvador. ¿No decíamos que estamos necesitados de salvación? ¿No hemos venido reconociendo que en nuestra vida hay oscuridades, que nos llenamos de dudas en ocasiones, que algunas veces parece que hemos pedido la esperanza, que nos desalentamos tantas veces en nuestras luchas porque parece que el mal puede más que  nosotros? Aquí tenemos nuestro Salvador. Sí, nuestro Salvador, porque solo en Jesús vamos a encontrar la verdadera luz; solo en Jesús encontramos el aliento que nos anime en nuestros desalientos, solo en Jesús encontramos el perdón para tantas veces que hemos caído, que hemos errado el camino o por nosotros hemos querido tomar otro alejándonos de los caminos del Señor; solo en Jesús vamos a tener la fuerza para esa lucha de cada día por hacer un mundo mejor, solo en Jesús vamos a encontrar esa gracia que nos da nueva vida. Es quien nos ha redimido y dado nueva vida con el perdón de nuestros pecados.
Os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Este Jesús es el Ungido del Señor, el Mesías de Dios anunciado por los profetas, el Cristo en quien encontramos nuestra Salvación. Es el Señor, es quien, como diría después de Pentecostés Pedro, a quien Dios había constituido Señor y Mesías, resucitándolo de entre los muertos. Lo reconocemos como nuestro Señor, como el Hijo de Dios que el Padre ha enviado para ser nuestro Salvador. Tanto nos amo Dios que nos envió a su Hijo. Ahora nosotros lo reconocemos, ahora nosotros confesamos nuestra fe.
Es la noticia que nos ha convocado para venir hasta Belén, para venir al encuentro con Jesús en esta fiesta grande de su nacimiento. Pero es la noticia de la que nosotros también tenemos que hablar, tenemos que comunicar a los demás. Lo que ahora estamos viviendo no se puede quedar encerrado en estas cuatro paredes, lo que hemos visto y oído no lo podemos callar, como dirían mas tarde los apóstoles. Lo que es hoy nuestra alegría porque en Jesús se satisfacen todas nuestras esperanzas, en El encontramos todo el sentido y la alegría de nuestra vida no lo podemos callar.
Y no es solamente que estos días nos felicitemos o nos digamos feliz navidad, sino que tiene que ser algo mucho mas hondo que unas palabras lo que tenemos que trasmitir. Nuestra vida ha de ser signo en medio de los demás, como unas estrellas bien puestas en lo alto, que anuncien a la humanidad la salvación que nos trae Jesús.  
No todos a nuestro alrededor viven de igual manera la navidad. Para algunos son solamente unas fiestas que aprovechan para el descanso o la diversión o para el encuentro de los amigos o las familias. Quizás andan a oscuras porque la fe se les ha debilitado o la han perdido. Y es ahí donde tenemos que llevar nuestra luz, o menor, la luz de Jesús.
Es la fe que tenemos que despertar en los demás para que también vayan al encuentro con Jesús, para que todos se dejen iluminar por esa luz. Nuestra vida, nuestros comportamientos, nuestra manera de vivir la navidad, como la forma como nos enfrentamos a los problemas o nos comprometemos con nuestro mundo por hacerlo mejor, tiene que ser una luz que ilumina, una estrella que guié, un ángel anunciador que les conduzca a Belén, que les haga encontrarse con Jesús. Ese tendría que ser nuestro compromiso de navidad.
Nos ha amanecido un día sagrado. Ha aparecido la gracia y la bondad de Dios. Llega el Salvador, llega la salvación para nuestro mundo. Ha brillado bien alta la luz que nos anuncia el nacimiento de Jesús. Seamos luz que ilumine y conduzca a nuestro mundo a ese encuentro con Jesús. 

lunes, 24 de diciembre de 2012


Rebosamos de alegría porque nos ha nacido un Salvador

Is. 9, 1-3.5-6; Sal. 95; Tito, 2, 11-14; Lc. 2, 1-14
Confieso que siento ganas de comenzar esta reflexión cantando. ¿No tienen ganas ustedes también de cantar? ‘Hoy nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor’, como les anunciaba el ángel a los pastores, como repetimos muchas veces nosotros en esta noche santa y luminosa del nacimiento del Señor.
Todo es una invitación a la alegría, ‘porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado’. La noche se ha llenado de resplandor y en el cielo brillan con un brillo especial las estrellas y es que ‘el sol nace de lo alto nos ha visitado para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte’, como había proclamado Zacarías proféticamente. ‘Ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación a todos los hombres’. Las promesas se han cumplido. ‘Lo que te ha dicho el Señor se cumplirá’, le había dicho Isabel a María. Y aquí está su cumplimiento. ¿No tenemos mil motivos para cantar y para rebosar de alegría?
La gloria del Señor nos envuelve a nosotros también de claridad. Y aunque nos sobrecogen las maravillas del Señor, la grandeza del momento que vivimos ya de nosotros desaparece el temor, porque ha llegado el que nos viene a traer la paz, el que derrama el amor infinito de Dios en nuestros corazones y nos viene a llenar de nueva vida.
Es grande el misterio que esta noche contemplamos. Pero mira cómo son las cosas de Dios, este misterio no se manifiesta ni se realiza en medio de grandezas humanas. Así son las cosas de Dios. No es en las riquezas de los palacios, ni en el esplendor de los magníficos templos que los hombres levantar para dar culto al Creador, sino en un lugar pequeño y humilde, como fue Belén, como fue aquel establo, como es en aquel pesebre donde está recostado el niño envuelto en pañales, como les anuncia el ángel a los pastores, donde se realiza el misterio.
La página del evangelio no puede ser más sencilla, pero nos está señalando el misterio maravilloso de la Encarnación de Dios que nace hecho hombre como un niño en medio de la más absoluta pobreza para ser el Emmanuel, Dios con nosotros. Cuando los profetas anunciaban como hemos venido escuchando en el Adviento y nos invitaban a la alegría ‘porque el Señor ha cancelado tu condena y el Señor será el Rey de Israel en medio de ti, es un guerrero que salva’, quizá podíamos haber pensado en palacios reales o en ejércitos victoriosos.
Pero aquí está el misterio maravilloso de Dios. Ahí contemplamos a ese niño recién nacido envuelto en pañales y recostado en un pesebre, en medio de la pobreza de quien nada tiene, ni había sitio para él en la posada de Belén y allá aquel pequeño establo se tuvieron que ir sus padres María y José, que es el Mesías de Dios, que es el Hijo de Dios, que es nuestro Salvador.
Quizá hemos llenado de demasiada poesía el lugar de Belén y del nacimiento de Jesús y no terminamos de captar la maravilla y la grandeza del amor de Dios que se manifiesta, sí, en lo pequeño y en la pobreza, que por otra parte nos estará enseñando muchas cosas. Miremos, pues, ese mundo de pobreza que nos rodea y tratemos también de descubrir a Cristo en él; ahí también tenemos que encontrar a Cristo, ahí tiene que resplandecer la luz de Cristo. El nacimiento de Jesús en Belén nos tiene que hacer tener una mirada nueva a cuanto nos rodea. Nos enseñará también a hacer una lectura con ojos de fe de cuanto nos sucede o de la realidad de la vida de cada día.
¿Quién es ese niño que contemplamos envuelto en pañales y recostado en un pesebre? ¿Quién es el que viene y que con tanta esperanza estábamos esperando? Es el Señor y es el Salvador; es el Mesías anunciado y con tantas ansias esperado. Es quien viene a traernos la salvación, y cuando decimos que viene a traernos la salvación no es como cosa del pasado, sino que esa salvación se hace presente hoy y ahora en nuestra vida y para nuestro mundo.
Hemos repetido muchas veces que teníamos que sentirnos necesitados de salvación. Pues ha llegado nuestro salvador que cancela la deuda de nuestro pecado porque nos trae la gracia y el perdón. Ha llegado quien viene a iluminar nuestra vida, porque cuando hablamos esta noche de resplandores y de luz no lo hacemos como palabras bonitas y llenas de poesía sino como una realidad de auténtica salvación para nuestra vida, para nuestro mundo.
En Jesús encontramos la fuerza y la gracia para esa lucha de nuestra vida de cada día en muchas ocasiones tan dura; en El se despiertan todas nuestras esperanzas para nuestro corazón tan desilusionado y lleno de tinieblas en muchas ocasiones; en El comenzamos a vislumbrar que de verdad podemos hacer un mundo nuevo y mejor; en El sentimos que podemos ponernos de pie para vivir con un corazón libre y con un corazón siempre dispuesto a amar y hacer lo bueno.
Ese gozo de esa esperanza renacida en nuestros corazones con el nacimiento de Jesús es algo que hemos de también llevar a los demás; tenemos que contagiar de esa esperanza a tantos corazones que tienen rotas sus ilusiones y desesperanzas. Es el Salvador de todos los hombres; es una salvación que a todos los hombres ha de alcanzar. Tenemos que ser portadores de la Buena Noticia que trasmitieron los ángeles a los pastores, tenemos que ser nosotros evangelio para el mundo que nos rodea porque tenemos que anunciarle y hacerlo con nuestra propia vida además de con nuestras palabras que Jesús es en quien de verdad encontramos la salvación.
Tenemos que ser luz para los demás, luz que refleje a Cristo. Estos días todo se llena de luz porque celebramos la navidad, pero quizá muchos se sienten confundidos porque se quedan en las luces externas y efímeras y no han encontrado la verdadera luz que nos trae Cristo, la verdadera luz que es Cristo y su evangelio. No nos quedemos en luces de adorno sino vayamos en búsqueda de la verdadera luz. Celebramos la navidad pero no nos dejamos iluminar por la luz de Jesús, esa es la incongruencia grande en que vivimos. Y frente a todo eso nosotros los que creemos en Jesús tenemos que ser un signo auténtico de esa verdadera luz. Así hemos de manifestar y proclamar nuestra fe.
También quisiera en esta noche santa del nacimiento del Señor quisiera dar gracias a Dios porque aun en medio de tantas oscuridades que amenazan nuestro mundo, sin embargo podemos percibir destellos de luz en muchas personas buenas, en muchas personas generosas y solidarias, en muchas personas de buena voluntad que hacen el bien, pero en muchas personas que viven un compromiso por los demás y son capaces de compartir y trabajar seriamente por remediar necesidades, o por hacer un mundo mejor. No todo es oscuridad, también hay resplandores de fe y de amor. Son semillas de luz, son semillas del evangelio que van aflorando y por lo que tenemos que dar gracias al Señor.
‘Hoy nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor’, queremos, sí, cantar porque estamos llenos de gozo y alegría grande en esta noche en que celebramos el nacimiento del Señor. Sentimos que nace una nueva vida en nosotros. Vivamos esta navidad con toda intensidad conscientes de que en verdad podemos hacer un mundo mejor. Hagamos resplandecer en medio de nuestro mundo la luz verdadera que ilumina nuestra vida. Que así hagamos en verdad una navidad más feliz para todo nuestro mundo.

El Señor ha visitado a su pueblo

2Samuel 7, 1-5.8-11.16; Sal. 88; Lc. 1, 67-79
‘Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo… por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos ha visitado el sol que nace de lo alto…’ Es el cántico de Zacarías tras el nacimiento de su hijo Juan. Había quedado mudo por sus dudas cuando la aparición del ángel. Pero en su corazón se había ido agrandando la fe y ahora cuando se le suelta la lengua prorrumpe en alabanzas al Señor.
Fijémonos en el sentido hermoso de este cántico de Zacarías que además nos puede ayudar a nosotros en este momento en que ya esta noche vamos a celebrar el nacimiento de Jesús. ‘Dios ha visitado y redimido a su pueblo’, nos lo repite por dos veces. Viene el Señor a visitar a su pueblo para liberarlo de todo temor, para llenar los corazones de paz. Nada ya tendría que separarnos del amor de Dios que se nos manifiesta. Los enemigos serán derrotados, las tinieblas disipadas, el temor alejado de nuestros corazones, la paz ha de brillar para siempre en nuestra vida y para todos los hombres. Va a comenzar un tiempo nuevo porque viene el Señor con su salvación.
Teniendo a su hijo recién nacido en sus brazos - era el momento ritual de la circuncisión en que se le imponía el nombre - al niño van dedicadas pocas palabras como diciéndole cuál es la misión para la que ha venido. Será el profeta del Altísimo, el precursor, el que va delante preparando los caminos, siendo pre-evangelio porque irá dando la noticia de que viene Dios a visitar a su pueblo. Es lo que hemos venido considerando a lo largo de este tiempo de Adviento y las palabras que le hemos ido escuchando a Juan nos invitaba a la conversión porque se nos anunciaba a quien venía a traernos el perdón de los pecados.
Para eso nos hemos venido preparando. Llega el momento de la venida pero por nuestra parte de la acogida. Cuando alguien viene llamando a la puerta de nuestra casa lo hacemos pasar y le ofrecemos nuestra hospitalidad. Nuestras puertas no se pueden cerrar. Esta noche vamos a ver que en Belén algunas puertas se cerraron porque siempre está la disculpa de que no hay sitio, de las incomodidades que nos pueden provocar los que nos llegan a nuestra puerta, como siempre que estamos poniendo disculpas para Dios. Pero tras este camino que hemos ido realizando de preparación si lo hemos hecho con toda seriedad llega el momento de abrir nuestras puertas.
Estos días hemos escuchado en los salmos ‘portones alzad vuestros dinteles’, que se ensanche, que se agranden, ‘que se alcen las antiguas compuertas porque va a entrar el rey de la gloria’. Que se ensanche nuestro corazón, que lo tengamos siempre bien abierto para recibir al Señor. Hemos ido queriendo quitar todos los obstáculos como hemos querido enderezar nuestros caminos quitando todo lo abrupto que hubiera en nuestra vida a causa del pecado.
Ahora tiene que estar bien abierto nuestro corazón. ‘Ya se cumple el tiempo en el que Dios envió a su Hijo a la tierra’, como decíamos en la antífona del comienzo de la celebración. Veremos la gloria del Señor, contemplaremos el resplandor de su luz. Ya vamos a sentir su luz para siempre porque tenemos la certeza de que Dios está con nosotros. Ha venido y ha redimido a su pueblo. Comienza el tiempo de la salvación.
Como hemos pedido en la oración litúrgica del día ‘ven, Señor, y no tardes, para que tu venida consuele y fortalezca a los que esperan todo de tu amor’. Viene el Señor con su paz. Escucharemos cantar a los ángeles esta noche anunciándonos la paz que con la venida del Señor llega a nosotros. Que vivamos en esa paz en nuestros corazones, que construyamos esa paz en nuestras mutuas relaciones, que trabajemos para que haya en el mundo verdadera paz. Si sentimos de verdad la presencia del Señor podremos lograrlo.

domingo, 23 de diciembre de 2012


¿Quién soy yo para que me visite el Señor con su salvación?

Miqueas, 5, 1-4; Sal. 79; Hebreos, 10, 5-10; Lc. 1, 39-45
‘¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?’, exclamó Isabel al saludo de María que venía de la lejana Galilea. Hemos tenido ocasión de reflexionar en estos últimos días sobre esta escena de la visita de María a su prima Isabel. Cuando nos encontramos en el cuarto domingo de Adviento, ya a las puertas de la nochebuena, la fiesta del nacimiento del Señor, queremos de mano de María y - ¿por qué no? - contemplando la fe de Isabel que está llena también del Espíritu Santo completar nuestra preparación para celebrar con toda hondura el Misterio de la Navidad.
También nosotros podemos preguntarnos en este momento, ¿quién soy yo para que venga a mi encuentro el Señor con su salvación? Necesitamos de una dosis grande de humildad, como hemos venido reflexionando a lo largo de todo el Adviento, para reconocer cuán necesitados - valga la redundancia - estamos de la salvación que el Señor viene a ofrecernos. Es una gracia del Señor que no merecemos, un don, un regalo del Señor. Pero es que solo Cristo puede ofrecernos la salvación. No hay ningún otro nombre, ni en el cielo ni en la tierra, que pueda darnos la salvación.
Necesitamos de esa humildad y necesitamos fortalecer nuestra fe. Para ello, como María y como Isabel, hemos de dejarnos conducir por el Espíritu de Dios. Isabel, llena del Espíritu Santo, tuvo ojos de fe para reconocer quien venía hasta ella, para reconocer movida por ese mismo Espíritu que María era la madre del Señor. Con María estaba llegando Dios de manera especial a aquel hogar de la montaña; María estaba llena de Dios, llena de gracia, llevaba en sus entrañas al Hijo de Dios que se encarnaba para ser nuestro Emmanuel, para ser para siempre Dios con nosotros. Isabel tuvo ojos de fe para descubrir lo que ningún humano le podía manifestar, porque supo escuchar en su corazón la voz del Espíritu que le revelaba aquel misterio de salvación.
¿Quién soy yo…? seguimos preguntándonos para merecer esa visita del Señor a nuestra vida. Pero Dios quiere llegar hasta nosotros, quiere hacerse presente en nuestra vida - ese es el estilo de su amor - y hemos de saber descubrir las señales de su presencia dejándonos conducir por el Espíritu. De muchas maneras, en muchos acontecimientos, en tantas personas que de una forma u otra llegan a nuestro lado o pasan junto a nosotros está llegando Dios en estos días a nuestra vida. Hemos de saber descubrirlo. Hemos de abrir los ojos de la fe.
¿Quién podía imaginar que en aquella muchachita jovencita llegaba Dios a la casa de Isabel y Zacarías en la montaña? ¿quién podría imaginar más tarde - y esto nos vale mucho a nosotros en estas vísperas de la navidad - que en aquel matrimonio joven que venía desde el lejano Nazaret y pasaba por la posada o por las puertas de Belén buscando donde cobijarse llegaba Dios para ser Emmanuel en medio de nosotros los hombres? Algunos cerraron las puertas o no tenían sitio para ellos, pero dichoso quien compasivo quizá les dirigió a aquel establo de los alrededores de Belén para que allí pudieran cobijarse. Y allí nació Dios hecho hombre.
Alguien puede llegar a nuestra puerta en estos días, algún acontecimiento puede suceder a nuestro lado o en nuestro mundo, alguna señal querrá poner el Señor junto a nosotros de su presencia; quizá en un problema, un dolor, un sufrimiento, una alegría… pero sepamos abrir los ojos para sintonizar con esas señales de Dios y no cerremos las puertas a Jesús que viene porque quiere nacer en nuestro corazón, quiere nacer y reinar en nuestra vida. Ya sabemos bien, Jesús nos lo enseña en el evangelio, en quienes quiere Jesús que le veamos a El y le acojamos.
Podemos fijarnos en la actitud de María que como buena mujer y madre lo normal hubiera sido que tras el anuncio del ángel de su divina maternidad hubiera comenzado a cuidarse y a preparar la llegada del hijo que iba a nacer de sus entrañas. Cuántas cosas preparan las madres para el nacimiento de su hijo y cómo se preparan ellas también. Pero ¿qué hizo María? ¿cuál, podríamos decir, fue la preparación que realizó? Marchar presurosa hasta la montaña porque allí estaba quien necesitaba su ayuda, a quien ella podía servir y fue desde el amor y en el amor cómo ella supo acoger al Dios que llevaba en sus entrañas para hacerse hombre y esas fueron las pautas de su preparación.
‘Dichosa tú porque has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá’, fue la alabanza de su prima Isabel. Dichosa María por su fe, esa fe que ella plantaba en lo hondo de su corazón pero envolvía y empapaba totalmente su vida. Dichosa María por su fe, porque se cumplían las promesas del Señor. Dichosa porque con el sí de su fe ella colaboró desinteresada y generosamente con el plan de Dios, que eran planes de amor y de salvación. Dios quiso contar con ella y allí está la disponibilidad y la generosidad de su fe que se transforma en obras de amor. Se puso en camino, fue aprisa allí donde ella podía manifestar su amor, y así llevó a Dios también hasta aquel hogar de la montaña.
Dichosos tenemos que sentirnos nosotros, sí, por nuestra fe. También queremos hacer el obsequio de nuestra fe y de nuestro amor. Dichosos porque tenemos la certeza del Señor que viene a nosotros con su salvación. Se cumplen todas las promesas de Dios. Lo anunciado ya en aquella primera página de la historia allá en el jardín del Edén tras el pecado de Adán ahora tiene su cumplimiento. Va a nacer de la mujer, de la nueva Eva, aquel que va a escachar la cabeza del maligno porque con su vida y con su muerte se va a realizar la obra de la redención.
Dichosos nosotros si ponemos toda nuestra fe en el Señor que viene a nuestra vida y con su salvación va a hacer un mundo nuevo. Dichosos nosotros si poniendo toda nuestra fe en el Señor nos dejamos conducir, prestamos nuestra generosa disponibilidad y colaboración para que se cumplan las promesas del Señor y podamos hacer más presente el Reino de Dios en nuestra vida y nuestro mundo. Creemos, sí, en Jesús que es nuestro salvador, y creemos en su victoria sobre el mal, y creemos en ese mundo de justicia y de verdad, de paz y de amor que podemos realizar con la fuerza del Señor.
Dichosos cuantos llenan de sentido y de valor sus vidas con la fe. Dichosos si con fe y con nos acercamos al misterio de la Navidad y sabemos descubrir a Dios que nos sale al encuentro en nuestra vida. Llenos de dicha y de alegría honda nos acercamos al misterio; llenos de dicha y de alegría abrimos los ojos de nuestro amor para descubrir, para reconocer y para acoger al Señor que llega a nosotros. Estemos atentos, tengamos prontitud en el corazón y diligencia con las obras de nuestro amor para acoger al Señor que llega y que encuentre sitio en la posada de nuestro corazón.
Que desde lo hondo del corazón con fe seamos capaces de decir: ‘Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad’. Esa obediencia de la fe, esa generosidad que pone la fe en nuestro corazón sea la cuna en que recibamos a Jesús.