Con el evangelista Juan hagamos la carrera a porfía por el amor
1Jn. 1, 1-4; Sal. 96; Jn. 20, 2-8
La escena del evangelio parece una carrera de porfía
por el amor. Ante la comunicación de María Magdalena de que se habían llevado
el Cuerpo de Jesús del sepulcro corren los dos discípulos que tanto amaban al
Señor hasta el sepulcro. Una carrera de amor, a ver quien más le ama. Ya
conocemos el entusiasmo de Pedro por Jesús que está dispuesto a todo por El, aunque luego vengan las debilidades,
pero de Juan ya se dice que era el discípulo amado.
Y bien nos manifiesta Juan en el evangelio cómo conoce
el corazón de Cristo. Allí junto a su corazón se había recostado en la última
cena, a la hora de las confidencias y las despedidas. Con qué profundidad nos
hablará de Jesús en su evangelio. Como dice una antífona de esta fiesta ‘éste es el apóstol que durante la cena
reclinó su cabeza en el pecho del Señor. Este es el apóstol que conoció los
secretos divinos y difundió la palabra de vida por toda la tierra’.
Justo es, pues, que celebremos a san Juan, el hijo del
Zebedeo, el discípulo amado de Jesús, en esta cercanía de la Navidad, como lo
estamos haciendo hoy. Lo celebramos y queremos aprender de él a amar a Jesús,
con toda la intensidad con que lo amaba, que fue el único discípulo que llegó
hasta el pie de la cruz, para recibir allí como un testamento a guardar y a
cumplir el regalo de una madre, la madre de Jesús que iba a ser desde entonces
la madre de todos los hombres; en Juan nos vemos todos representados, y cuando
él recibe a María y la lleva a su casa, nos la estaba llevando a nuestra casa,
a la casa de todos los que desde entonces íbamos a ser sus hijos.
No podía menos Juan que trasmitirnos todo aquello que
llevaba en su corazón desde ese conocimiento profundo que tiene de Jesús. Hoy
hemos comenzado a leer su primera carta que continuaremos leyendo todo este
tiempo de navidad y ya en el comienzo
nos dice: ‘Lo que existía desde el
principio, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y
palparon nuestras manos, la Palabra de la Vida (pues la Vida se hizo visible)
nosotros la hemos visto, os damos testimonio y os la anunciamos’.
Vayamos a beber a la fuente; vayamos allí donde podemos
alcanzar ese conocimiento profundo de Cristo, de todo el misterio de Dios. Juan
nos trasmite la Palabra de Dios, la Palabra de la Vida. El la conoció, la
palpó, la vivió y ahora nos la trasmite. Cómo tenemos que acudir a la Escritura
Santa que para nosotros es Palabra de Dios, es Palabra de Vida que nos llena de
vida. Si nos empapamos del Evangelio, si nos dejamos conducir por el Espíritu
de Dios que nos lo revela ahí en nuestro corazón, nosotros podemos llegar a
palpar también esa Palabra de la Vida, nosotros podemos llegar a palpar
profundamente a Jesús, y no hace falta que sea con los sentidos, sino que lo
hacemos desde el corazón.
Que crezca así nuestra fe, esa adhesión profunda y
total que nosotros queremos hacer a
Cristo y a su misterio de salvación. Qué dicha que podamos creer, tener fe,
porque cuando ponemos toda nuestra fe en el Señor nuestra vida se llenará
siempre de alegría y de paz. Hoy nos ha dicho san Juan en su carta: ‘os escribimos esto para que nuestra
alegría se completa’. Sí, nuestra alegría sea completa desde esa fe que
tenemos.
Recordamos que Isabel llamó a María dichosa porque
tenía fe. Es lo que nosotros hemos de experimentar en el corazón. No entiendo
que nos digamos creyentes y vivamos llenos de tristezas y de amarguras. ¿Para
qué nos sirve entonces la fe? La fe tiene que llenarnos de paz, darnos
seguridad en la vida, hacernos sentir el gozo de la salvación, sentirnos
dichosos porque nos sabemos amados de Dios. Es la alegría de la que nos habla
hoy Juan. Seguro que en todo momento fue lo que él vivió y experimentó en su
vida desde todo ese conocimiento profundo que él tenía de Jesús.
Desde la fe que tenemos en Jesús hagamos esa carrera
por el amor, por el amor que le tenemos a Jesús y para que todos los hombres
conozcan también el amor que Dios nos tiene.
No hay comentarios:
Publicar un comentario