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domingo, 24 de noviembre de 2024

Jesucristo Rey, una proclamación, un reconocimiento, una vida que tiene que dar la señales de lo que es ese Reino de Dios

 


Jesucristo Rey, una proclamación, un reconocimiento, una vida que tiene que dar la señales de lo que es ese Reino de Dios

Daniel 7, 13-14; Sal. 92; Apocalipsis 1, 5-8; Juan 18, 33b-37

La buena noticia – el evangelio – que Jesús proclama desde el principio es el anuncio de la llegada del Reino de Dios; El mismo es esa buena noticia, El mismo es el evangelio. Así nos lo dice Marcos desde el primer versículo, es esa buena noticia del Reino de Dios, que en El se manifiesta, que en El se realiza, que El mismo viene a instituir. ¿No será bien significativo que el ladrón arrepentido junto a su cruz esa sea su petición que ni los mismos discípulos habían sido capaces de hacer, ‘acuérdate de mí en tu reino’?

Justo es, entonces, que cuando llegamos a culminar el año litúrgico, el ciclo litúrgico vengamos nosotros a proclamar que Jesucristo es el Rey del Universo, como hoy estamos celebrando. Una fe que tenemos que proclamar muy alto, una proclamación que tenemos que hacer no solo con palabras sino con la vida, una vida de fe que tendrá que dar las señales ante el mundo de lo que es y lo que significa ese Reino de Dios, teniendo muy en cuenta lo que Jesús nos ha dicho y repetido tantas veces de cual es su verdadero sentido.

Confieso que le tengo miedo a la palabra, por la confusión a la que se puede prestar cuando vemos la luchas de poder, de grandezas o de vanidad  que podemos observar en los que son los reyes o los dirigentes de nuestro mundo y de nuestra sociedad, démosle el nombre que le queramos dar en esa nomenclatura de los grandes y poderosos de nuestro mundo, y no quiero pensar solo en la imagen prestada a lo largo de la historia, sino en el hoy de nuestra vida y de nuestra sociedad. Con qué avidez se lucha por el poder, cuántas manipulaciones y cuantas mentiras se utilizan, todo son enfrentamientos y descalificaciones, cuántas cosas turbias se esconden tras las apariencias llenas de vanidad en los nuevos oropeles de los que se rodean.

Por algo nos dirá Jesús, cuando se encuentra a los discípulos discutiendo entre ellos en quien iba a ser el más importante, que no puede ser a la manera de los reyes o dirigentes de nuestro mundo, sino sabiéndose hacer el último y el servidor de todos, porque es ahí donde está la verdadera grandeza. Es la respuesta que hoy le vemos dar a Pilatos cuando le pregunta que si El es rey. Su reino no es como los reinos de este mundo, su reino no se apoya en la violencia de los ejércitos que defienden el poder y el dominio sobre los demás, su reino no se fundamenta en el poder entendido como dominio y aspiraciones de grandezas, su reino tiene la humildad y la fuerza de la verdad. ‘Para esto he nacido, para esto he venido a este mundo, para dar testimonio de la verdad’.

 Así se presenta Jesús ante Pilatos, pero es así cómo Jesús se ha presentado en su recorrido por los caminos y ciudades de Galilea y de toda Palestina. Así le vemos ahora en el momento de su suprema entrega cuando sobre la cruz aparezca el título que Pilatos incluso quiso mantener ‘Jesús Nazareno, Rey de los judíos’. Es nuestro Rey. Y es cierto que en nuestro amor y devoción le hemos querido vestir con ostentosos mantos y coronas en sus imágenes, pero no podemos olvidar que El se despojó del manto para arrodillarse delante de sus discípulos para lavarles los pies.

Creo que cuando hoy lo estamos celebrando como rey es algo que no podemos olvidar. Le celebramos y lo proclamamos como Rey porque nosotros queremos vivir en esos nuevos valores que nos enseñó con su palabra y con su propia vida. Pensemos cuál es el signo de ese Reino de Dios que tenemos que dar ante el mundo. Despojémonos también de nuestros mantos y ciñamos una toalla a nuestra cintura.

Bajemos al barro de la vida y sepamos ponernos de rodillas delante de los demás aunque para eso tengamos que embarrarnos; no tengamos miedo, ese barro que nos embarra por fuera será agua que no purifica por dentro, porque ahí está la sangre de Cristo derramada por nosotros para purificarnos, para perdonarnos, para hacer nacer en nosotros una vida nueva.

Reino que se manifiesta en la humildad y la verdad, decíamos antes; sólo cuando sepamos despojarnos de los mantos de nuestros orgullos y prestigios, de ser bien mirados o de recibir agasajos de los demás por lo que hacemos, cuando no temamos que hablen mal de nosotros porque con todos nos mezclamos – que a Jesús le criticaban porque comía con publicanos y pecadores -, cuando seamos capaces de poner la otra mejilla ante las ofensas o los insultos sabiendo dar nuestro brazo a torcer o agachar la cabeza… estaremos dando esos signos del Reino de Dios que harán creíble nuestro mensaje.

Muchos son los ropajes de vanidad de los que seguimos revistiéndonos y hemos olvidado que Jesús es Rey – ‘me llamáis el Maestro y el Señor y en verdad lo soy’, les dirá – porque se puso a lavarles los pies y nos dijo que eso era lo que teníamos que hacernos los unos a los otros. Son los signos y señales que tenemos que dar que Jesús es nuestro Rey como hoy celebramos, que no son solo unos cantos o unas bonitas celebraciones.

Lo que hemos visto estos días, a partir de la DANA de Valencia, en tanta gente que fue a embarrarse para ayudar, ¿no puede ser un signo de lo que nosotros por nuestra fe estamos obligados a hacer? No esperemos a ocasiones tan espectaculares, porque tenemos que aprender a hacerlo en el día a día en nuestro encuentro con los que nos rodean.