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sábado, 30 de noviembre de 2013

Apóstoles que han vivido un encuentro con Jesús llevan el anuncio de la salvación a los demás

Rom. 10, 9-18; Sal. 18; Mt. 4, 18-22
 ‘Venios conmigo y os haré pescadores de hombres’. Estaban los pescadores repasando las redes, limpiando todo, dejándolo todo ordenado después de la dura faena. Por un lado Simón y su hermano Andrés, por otra parte Santiago y Juan con su padre y otros que trabajaban a jornal con ellos. Escucharon la voz… la voz del profeta que había aparecido predicando por los pueblos y caminos de Galilea, la voz del Maestro porque su Palabra cautivaba y nadie había hablado como él. Y vaya sí que comenzaron a ser pescadores de una nueva pesca. Inmediatamente dejándolo todo, la barca, las redes, la familia, los compañeros de trabajo se fueron con él, lo siguieron.
Pero no era el primer encuentro que habían tenido con Jesús. Allá en la orilla del Jordán, después de escuchar la voz del Bautista, se habían ido tras él preguntando donde vivía, cuál era su vida y ante su invitación para ir a verlo por sí mismos, palparlo si no con sus propias manos sí al menos con sus ojos y oídos conociéndolo de primera mano. Grande había tenido que ser el impacto porque se quedaron con Él aquella tarde; si no les hubiera importado o interesado no se habrían quedado con El. Pero es que a continuación se desencadenaron muchos acontecimientos que venían por ahora a culminar en este encuentro allí en la orilla del lago.
Ya Andrés entonces había comenzado a ser pescador de aquella nueva pesca y trabajo que ahora Jesús le ofrecía. A la mañana siguiente se fue a ver a su hermano Simón para llevarlo hasta Jesús; comenzaba la pesca nueva. Más tarde, en las pocas veces que aparecerá en el evangelio salvo en los listados de los doce apóstoles, unos gentiles habían venido hasta él preguntando por Jesús y hasta Jesús los habían llevado. Y es que conocer a Jesús y conocerlo a fondo no nos dejará ni impasibles ni insensibles porque ya tenían que estarlo anunciando a los demás. Aquella fe que iba comenzando a surgir en sus corazones y que transformaría por completo sus vidas como para dejarlo todo por seguirle, había que compartirla, anunciarla a los demás.
Parece como si ya desde el principio Andrés conocía lo que más tarde san Pablo escribiría a los romanos. La fe en Jesús trae la salvación; y sentirme salvado significa sentirme transformado totalmente en mi vida para ya vivir una vida nueva. Desde la fe en Jesús nuestra vida tiene otro sentido y como otro color, porque ya seremos unos hombres nuevos, los hombres nuevos de la gracia y de la salvación. ‘Si tus labios profesan que Jesús es el Señor y tu corazón cree que Dios lo resucitó, te salvarás’.
Pero esa fe que hemos encontrado, esa salvación nueva que estamos viviendo hemos de anunciarla a los demás, hemos de contagiarla a cuantos estén a nuestro lado. Por eso no podemos callar, no podemos ocultar, tenemos que anunciar, hemos de transmitir con valentía. ‘¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian el Evangelio!’, nos decía el apóstol. Es lo que tiene que brillar en nuestra vida.
Pero eso es un compromiso para nuestra vida. A todos ha de llegar esa Buena Noticia, ese Evangelio de Salvación. ‘¿Cómo van a invocarlo si no creen en él?, ¿cómo van a creer si no oyen hablar de él?, ¿y cómo van a oír sin alguien que proclame?, y ¿cómo van a proclamar si no los envían?’ Aquí están los enviados, los apóstoles. Aquí estamos nosotros enviados también para ser misioneros y apóstoles en medio del mundo. ¿No se nos ha ocurrido pensar en la responsabilidad grande que tenemos si por causa de que nosotros no hagamos el anuncio haya muchos que no alcancen la salvación?

Celebrar la fiesta de un apóstol como nosotros estamos hoy celebrando la fiesta de san Andrés se convierte en algo muy serio y muy comprometedor. Ya no nos podemos echar para atrás ni ocultar. Sabemos cómo tenemos que ser apóstoles y misioneros. No podemos poner la mano en el arado y volver la vista atrás. Aprendamos de los apóstoles que hoy contemplamos en el evangelio esa generosidad y disponibilidad para dejarlo todo por seguir a Jesús. Grande será la alegría del cielo y grande será la recompensa que se nos tiene reservada en el cielo. 

viernes, 29 de noviembre de 2013

Con nuestra vida hemos de ser para los que nos rodean signos del Reino de Dios

Dan. 7, 2-14; Sal.: Dan. 3, 75-81; Lc. 21, 29-33
Se suele decir que de donde vemos que brota el humo allí está el fuego. Hoy Jesús en el evangelio se hace pedagogo y nos habla de señales que hemos de saber interpretar; igual, como nos dice, que si vemos que la higuera o cualquier otro árbol comienzan a echar brotes es señal de que el tiempo va cambiando, se va acercando la primavera. ¿Sabremos nosotros interpretar las señales, los signos de los tiempos?
¿Por qué nos dice eso Jesús? No separemos estas palabras que nos dice hoy de lo que hemos venido escuchando en estos días porque tiene su continuidad literal en el texto del evangelio. Por eso nos dirá ahora. ‘Pues cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el Reino de Dios’.
¿Qué comienzan a haber contradicciones y confusiones? Es señal de que por alguna parte está brotando el Reino de Dios pero que entra en contradicción con lo que está a su alrededor. ¿Qué hay tribunales en los que hay que comparecer por el nombre de Jesús, cárceles y persecuciones? Es señal de que el evangelio de Jesús se está manifestando hecho vida en esas personas pero habrá alguien que no lo soporta y vendrá la oposición y la persecución. ¿Que nos juzgan y nos critican por lo que queremos hacer? Ya habrá alguien que no lo soporta porque quizá entra en contradicción con su vida, y eso es señal de que estamos queriendo vivir según el estilo del Evangelio y de lo que nos enseña Jesús. ‘Cuando sucedan estas cosas, sabed que está cerca el Reino de Dios’, nos dice Jesús.
Como nos preguntábamos antes, ¿sabremos leer los signos de los tiempos? Hay dos cosas, se me ocurre pensar. Tenemos que aprender a descubrir cómo en nuestro entorno en muchas personas de buena voluntad unas y en otras seriamente comprometidas se dan muchas señales de que el Reino de Dios se está haciendo presente en nuestro mundo. Algunas veces parece que nos gusta más ser profetas de calamidades y todo lo vemos mal, todo lo vemos negro, y nos parece que vamos en pendiente hacia una hecatombe de lo religioso y de la Iglesia. Escuchamos cosas en ese sentido muchas veces.
Es cierto que hay crisis y unos se alejan, otros han perdido el sentido de lo religioso y de lo cristiano, pero también podemos, tenemos que descubrir muchas personas muy comprometidas con el bien, trabajando por los demás, viviendo con responsabilidad su vida, luchando por la justicia, dándolo todo y desprendiéndose de lo que tienen para compartir con los demás. Eso son señales de que queremos vivir los valores del Reino de Dios, imperfectamente quizá muchas veces, pero no apaguemos el pequeño cabo humeante, sino tratemos de hacer que brille con fuerza su luz y su calor, y desde aquí hagamos posible que encontremos más a Dios para convertirlo de verdad en Señor de nuestra vida.
Señales así podemos ver en nuestra sociedad y señales así y muy hermosas podemos descubrir también en nuestra Iglesia. Y es el otro punto en que quería fijarme. Dios es quien va conduciendo a su Iglesia y va haciendo surgir en cada momento lo mejor para la Iglesia, lo mejor para que vivamos con intensidad el Reino de Dios, lo mejor que nos pueda ayudar a dar esa respuesta de fe con nuestra vida en medio de nuestro mundo.
Hay muchas señales de ese amor providente de Dios para con su Iglesia que nos da lo que mejor necesitamos. El soplo del Espíritu se nota en nuestra Iglesia insuflándole el aire fresco de su gracia cuando en este momento nos ha dado al Papa Francisco que con su ardor y entusiasmo, con la claridad de sus palabras y de sus gestos está queriendo despertarnos para que vivamos con intensidad nuestra fe, con intensidad y con alegría. Humilde y sencillo pero con mano firme y con palabra clara nos va iluminando, nos va despertando, nos va haciendo caminar.
Veamos esas señales de que el Reino de Dios quiere hacerse presente entre nosotros y de que todos tenemos que dar señales de ese Reino de Dios frente al mundo que nos rodea. Ese tiene que ser también nuestro compromiso, nuestra tarea, porque nuestra vida tiene que convertirse para los que nos rodean en señales de ese Reino de Dios. Es lo que tenemos que preguntarnos si en verdad lo somos. ¿Verán en nosotros esas señales? ¿Habrá esas señales de humo en nuestra vida que indique que dentro hay un corazón ardiendo por el Reino de Dios?

Que el Espíritu del Señor despierte nuestro corazón adormilado. ‘Levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación’, como hemos venido escuchando en estos días. 

jueves, 28 de noviembre de 2013

Unas palabras de Jesús para la esperanza y que nos trascienden hasta la vida eterna en Dios

Dan. 6, 11-27; Sal.: Dan. 3, 68-74; Lc. 21, 20-28
Las palabras de Jesús nunca pretenden perturbar nuestro corazón, sino que son siempre palabras que nos conducen a la paz, nos llenan de esperanza y nos hacen sentirnos fuertes para los momentos de mayor dificultad. Jesús no quiere la muerte sino la vida, quiere despertar esperanza en nuestro corazón y deseos de que alcancemos la verdadera vida.
Hay momentos en que por las descripciones que nos hace o porque también toque las fibras sensibles de nuestro corazón sobre todo allá donde está la herida del pecado nos puede dejar inquietos, pero siempre nos ofrece el bálsamo de su amor, la medicina de su gracia que nos cura porque viene a traernos siempre el perdón y la salvación.
Así hemos de escuchar las palabras que hoy le escuchamos en el evangelio. Clave de su mensaje que nos puede parecer perturbador son sus palabras finales que nos invitan a ponernos en pie y en camino para acercarnos o para estar preparados para recibir la salvación que nos ofrece. ‘Levantaos, alzad la cabeza, nos dice; se acerca vuestra liberación’.
Como decíamos las palabras nos pueden parecer perturbadoras por las descripciones que nos hace pero sobre todo por la inminencia de la llegada del Señor a nuestra vida que viene con su salvación y a lo que hemos de estar preparados. El anuncio que se nos pueda hacer de guerras y de destrucción, de catástrofes naturales y de cataclismos cósmicos siempre nos puede resultar perturbador. Quienes en la vida hayan pasado por situaciones de ese tipo tendrán un recuerdo doloroso en el alma; quienes se ven envueltos en crisis y problemas para los que nos parece que no hubiera solución es normal que sientan una cierta amargura en su vida y les parece perder la esperanza.
Jesús comienza hablando de la futura destrucción de Jerusalén y del templo lo que tendría que producir cierto desasosiego en los judíos que tanto amaban su ciudad; ya hemos mencionado en otro momento las lágrimas de Jesús por lo que le iba a suceder a su querida ciudad de Jerusalén. Pero lo escuchado hoy en el evangelio se entremezcla con anuncios futuros que pueden hablar por una parte del fin cósmico del mundo y del universo, pero también de otras situaciones de conflicto que se han vivido y se vivirán a lo largo de la historia. Pero todo está hablándonos de la segunda venida del Hijo del Hombre en el final de los tiempos o en el final de la historia personal de cada uno.
‘Entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube, con gran poder y gloria’. Es un anuncio que se repite en varios momentos del Evangelio. San Mateo, por ejemplo, nos describirá esa venida en la alegoría del juicio final, mientras que serán palabras con las que Jesús replicará al sumo sacerdote delante del Sanedrín cuando es preguntado si es el Mesías, el Hijo de Dios. ‘Tú lo has dicho; y además os digo que veréis al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Todopoderoso y que viene sobre las nubes del cielo’.
No son palabras aterradoras para el hombre de fe que ha puesto toda su confianza y esperanza en el Señor y así ha querido vivir su vida. El creyente sabe que va a vivir un encuentro con el Señor para la vida, porque el Señor siempre nos ofrece su amor y su salvación. El cristiano verdadero vive con la esperanza de la vida eterna, con el deseo de ese encuentro con el Señor para vivir para siempre en la plenitud de su vida y de su amor.
El que no ha sabido o querido darle trascendencia a su vida, viviendo su vida al margen de Dios y de toda esperanza cristiana cuando se ve abocado a la muerte y al final sin ningún tipo de esperanza sí que puede caer en la angustia y en la desesperación. Es lo que de alguna manera ya nos describe Jesús hoy. ‘Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad, ante lo que se le viene encima al mundo’
El verdadero creyente vive ese momento con esperanza, con la confianza puesta en el amor y en la misericordia de Dios, sabiendo que va a encontrarse con el Dios que es nuestro Padre y nos ama con un amor eterno e infinito. ‘Levantaos, alzad la cabeza, con confianza y con esperanza, alejad de vosotros todo temor, se acerca la liberación’, se acaban para siempre los males y los sufrimientos, vamos a ir a vivir en la paz de Dios.
Esto tendría que llevarnos a muchos pensamientos para nuestra vida, muchas consecuencias para cómo vivimos o cómo nos enfrentamos al hecho de la muerte. Muchas veces pudiera dar la impresión que vivimos sin esperanza, sin haber puesto toda nuestra confianza y nuestro amor en Dios cuando tantos miedos y angustias manifestamos ante el hecho de la muerte.

Esto más bien tendría que animarnos a vivir con esa vigilancia y esa atención que siempre nos ha señalado el Señor, para que en verdad estemos siempre preparados, con nuestro corazón purificado de todo pecado, para ese encuentro con Dios. Vivido así no tiene por qué haber angustia ni desesperación, no lo vamos a vivir con estoicismo pagano ante lo irremediable, sino con la esperanza del cristiano que quiere vivir rectamente y con su corazón siempre puesto en Dios. 

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Yo os daré palabras y sabiduría… con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas

Dan. 5, 1-6.13-17.23-28; Sal.: Dan. 3, 62-67; Lc. 21, 12-19
El Evangelio es un gozo y una alegría grande para quienes creemos en Jesús. Es para nosotros Buena Nueva de salvación y quien se siente salvado tiene que llenarse necesariamente de alegría. La Exhortación apostólica del Papa Francisco publicada ayer precisamente comienza con estas palabras: ‘La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría’. Mucho tendremos que reflexionar sobre estas palabras del Papa y todo su mensaje.
Sin embargo hemos de reconocer que para quienes no se abren a la fe no encontrarán en el evangelio ninguna alegría ni ningún sentido para sus vidas. Es más, podríamos decir como ya se nos expresa en el principio del evangelio de san Juan que ofrecerán oposición a esa luz y alegría que en el Evangelio por la fe nosotros encontramos. Es la vida que resplandece en las tinieblas pero las tinieblas quisieron sofocar esa luz y esa vida. Era la luz verdadera que con su venida ilumina a todo hombre, pero en el mundo estaba pero el mundo no la reconoció, como  nos dice el evangelio de san Juan.
No nos tienen que asustar, entonces, estas palabras de Jesús en el Evangelio que hoy se nos ha proclamado. Quienes rechazan la luz pretenden imponer las tinieblas; quienes rechazan a Cristo como la única verdad del hombre, pretenderán imponer su mentira. Quienes no quieren escuchar la Palabra de vida y salvación pretenderán acallarla haciendo frente a quien la proclama con el testimonio de su vida y su fe y con el anuncio que de ella hará con sus palabras.
Como  hemos venido escuchando estos días en las palabras de Jesús quiere prevenirnos para todo lo que nos podamos encontrar. Nos prevenía en lo que escuchábamos ayer frente a las confusiones de todo tipo que nos pudieran aparecer y nos previene hoy de las persecuciones que podamos sufrir prometiéndonos la victoria final. Como  nos dirá en otro momento del Evangelio, ‘no temáis ni os acobardéis que yo he vencido al mundo’. Y su muerte aparente derrota frente al poder del mal es auténtica victoria que dará muerte a esa muerte y ese mal.
‘Así tendréis ocasión de dar testimonio’,  nos dice cuando nos habla de las persecuciones que vamos a sufrir por causa de su nombre. Y habla de persecuciones y de cárceles, de tribunales y de muerte, incluso de la incomprensión, desprecio y condena de aquellos que más cerca están de nosotros como pueden ser nuestras propias familias. Pero al final nos dirá: ‘con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas’.
Pero no nos deja solos. Su Espíritu estará con nosotros y nos dará fortaleza, e incluso va a poner palabras en nuestros labios y fuerza en nuestro corazón para hacer frente a todo eso. ‘No os preocupéis de preparar vuestra defensa’,  nos dice; ‘Yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrán hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro’.
Cuando celebramos la fiesta de los mártires esto es lo que estamos contemplando. Estos días hemos celebrado la fiesta de santa Catalina de Alejandría. Esta virgen y mártir, que incluso se tiene como patrona de los filósofos, fue capaz de enfrentarse a los filósofos y sabios que le oponía el emperador con palabras llenas de sabiduría a las que no eran capaces de rebatir. Es lo que hoy Jesús nos dice. Cuántas veces también, cuando nos dejamos conducir por el Espíritu del Señor, surgen de nuestros labios y de nuestro corazón palabras y razones para responder y hacer frente a quienes se oponen a nuestra fe y a nuestra manera de vivir. Es el cumplimiento de esta palabra de Jesús que hoy hemos escuchado en el Evangelio.

No temamos que el Señor está con nosotros. Pero además hemos de recordar la Bienaventuranza de Jesús. ‘Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo’. Y hoy nos ha dicho Jesús. ‘Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia  salvaréis vuestras almas’. ¿No es importante pasar lo que fuera con tal de poder alcanzar la vida eterna, la gloria eterna en el cielo junto a Dios?

martes, 26 de noviembre de 2013

Creyentes en Jesús que descifremos rectamente lo que son los designios de Dios

Dan. 2, 31-45; Sal.: Dan. 3, 57-61; Lc. 21, 5-11
No somos creyentes solamente porque reconozcamos, por así decirlo, de forma teórica o si queremos de forma intelectual la existencia de Dios, sino porque centramos nuestra vida en Dios de manera que nada de lo que vivimos sería ajeno a esa confesión de fe. En consecuencia el verdadero creyente va queriendo descubrir esa presencia de Dios en todo lo que vive y trata también en todo momento de descifrar, conocer, descubrir lo que son los designios de Dios en lo que es su vida, pero también en lo que es el mundo en el que vivimos.
Por eso, podemos afirmar que lo de ser creyente no es una cuestión que podamos considerar como algo privado y que solo vivamos allá en lo oculto de nuestra conciencia sino que manifestaré de forma pública mi condición de creyente y entonces la visión que desde esa condición de creyente tenga de la vida y de las cosas. Algunos, quizá porque les moleste la palabra que sobre la vida y la cosas podamos expresar como creyentes, pretenden acallar nuestra palabra y nuestro sentido y quieren algo así como encerrarnos en la sacristía, o sea, que no nos manifestemos públicamente. Quieren considerar la religión como asunto meramente privado. Y no podemos estar de acuerdo en eso.
Como decíamos vamos tratando de descubrir lo que son los designios de Dios para nosotros, lo que es el sentido de Dios en todo lo que vivimos. Algunas veces nos cuesta, no nos es fácil y si no hemos madurado bien nuestra fe podemos caer en perniciosas confusiones. Por eso es tan importante el que cultivemos bien nuestra fe, tratemos de ahondar dejándonos guiar por la Palabra de Dios y la enseñanza de la Iglesia en todo lo que concierne a nuestra fe; es lo que decimos también un crecer en nuestra espiritualidad, pero desde un sentido cristiano.
Y es importante esto último que estamos diciendo, desde un sentido cristiano, porque muchas pueden ser las confusiones que nos encontremos a nuestro alrededor. Nos encontramos con muchas manera de expresar los sentimientos religiosos naturales que llevamos dentro; pero también nos encontramos con muchas corrientes, por llamarlas de alguna manera, que nos llegan de acá o de allá que, utilizando incluso signos religiosos cristianos, están muy lejos del sentido cristiano de una religiosidad apoyada en el Espíritu de Jesús.
Muchas veces se apoyan en la credulidad de la gente que se impresiona por cualquier cosa, o gente con poca formación cristiana, o porque se ven amargados en medio de problemas y dificultades y les dan salidas, llamadas espirituales, con un sentido bien lejano de lo que nos enseña Jesús, haciéndoles ver cosas que no tienen una profunda religiosidad cristiana.
En el evangelio que hoy se nos ha proclamado Jesús quiere prevenirnos frente a todas esas cosas. Los discípulos, como hemos escuchado, estaban admirando la belleza del templo de Jerusalén que como hemos comentado en otras ocasiones eran realmente admirable. Jesús les dice que todo eso un día caerá, será destruido, no quedará piedra sobre piedra. No nos podemos quedar en la belleza externa de un templo, sino que tiene que llevarnos a Dios y es la grandeza y el amor de Dios el que profundamente tiene que cautivar nuestro corazón. Por eso les dice Jesús que aquello va a desaparecer un día, que tenemos que ir a algo más profundo para encontrarnos con Dios, para vivir a Dios.
Los discípulos preguntan cuando va a suceder eso, porque les parece que eso son señales de que el mundo se acaba. Jesús les previene que no, que tengan cuidado, que no se dejen confundir. Sucederán todas esas cosas, habrá guerras, catástrofes y calamidades de todo tipo, vendrán algunos calentándonos la cabeza con supuestas apariciones o cosas extraordinarias. Jesús les dice que no se dejen confundir. ‘Muchos vendrán usando mi nombre, diciendo: Yo soy, o bien el momento está cerca; no vayáis tras ellos’.
Creo que tenemos que escuchar esta Palabra de Jesús abriendo nuestro corazón a lo que en verdad quiere de nosotros. Como decíamos antes, tenemos que profundizar en nuestra fe, tenemos que ahondar más y más en el conocimiento de Jesús, tenemos que escuchar con una sincera apertura de nuestro corazón la Palabra de Dios, tenemos que empaparnos del Evangelio más y más.

Que en verdad tengamos hambre de Dios y vayamos a saciarnos de verdad en Jesús y en lo que El nos ha dejado como canales de su gracia, como son la oración, la Palabra de Dios y los Sacramentos.

lunes, 25 de noviembre de 2013

¿Dónde está la medida de la generosidad?

Dan. 1, 1-6.8-20; Sal.: Dan. 3, 52-56; Lc. 21, 1-4
¿Cuál es la medida de la generosidad? Confieso que esa pregunta me ha estado dando vueltas en la cabeza al leer y meditar este texto del evangelio que hoy se nos proclama. La respuesta parece ser fácil pero ciertamente dentro de nosotros pueden aparecernos pensamientos y criterios con los que queramos poner medida al hecho de ser generosos, preguntándonos hasta donde debemos llegar.
Es fácil que digamos que la medida de la generosidad es la medida del amor; y seguramente analizando lo generoso que somos podríamos darnos cuenta de hasta donde llegar nuestro amor. Hablar de generosidad nos puede llegar al pensamiento del compartir; y compartimos según sea nuestro amor de lo que tenemos, pero es cierto también que al mismo tiempo que compartimos podamos estar pensando en nosotros mismos, porque compartimos pero no queremos quedarnos sin nada; por eso quizá nos preguntamos hasta donde tenemos que llegar. Y la respuesta nos pudiera suceder que no es tan fácil como parece.
Porque también podemos pensar, bueno, que sean generosos los que mucho tienen; yo nada tengo o de lo que dispongo no tengo tanta abundancia, y entonces ponemos medidas limites hasta donde podemos llegar porque, pensamos, no nos vamos a quedar sin nada. Así podríamos seguir haciéndonos muchas consideraciones.
En el hecho que nos narra el evangelio Jesús quiso resaltar algo muy importante. Quizá aquella mujer hubiera pasado desapercibida y nadie se hubiera dado cuenta de que se había acercado al cepillo de las ofrendas del templo a echar sus dos monedas. Resonaban más fuertes las monedas que echaban los otros, quizá por su abundancia, o quizá por lo que Jesús denuncia en otras ocasiones de los fariseos; poco menos que tocaban campanillas cuando echaban las limosnas al cepillo para que todos se dieran cuenta de su generosidad. Pero en aquella mujer, cuyas dos humildes monedas no hacían ruido, nadie se hubiera fijado. Ya Jesús nos dirá en otra ocasión que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha.
Pero Jesús quiere resaltar algo más que nos ayudará a comprender cuales son las medidas de una generosidad autentica. Aquellos que mucho echaban, lo hacían con lo que les sobraba, con lo que ya no necesitaban. Pero Jesús que conoce el corazón y sabía lo que había en el secreto del corazón de aquella mujer, dirá de ella que ‘ha echado más que nadie… porque ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’. No se guardó nada para sí; nada tenía y lo poco que tenía para su subsistencia lo depositó generosamente - y qué bien nos viene la palabra ahora - poniendo toda su confianza en el Señor que nunca abandona a sus hijos.
Con este testimonio, que el mismo Jesús se ha encargado de resaltarnos, vamos ahora comprendiendo donde está la medida de generosidad; cuando somos capaces de desprendernos de lo que tenemos y de lo que somos porque ya nada llamamos nuestro sino que en el amor profundo que hay en nuestro corazón somos capaces de darnos como se dan siempre los que tienen amor verdadero.
Pero comprenderemos también que el compartir y la generosidad no la podemos reducir a las cosas materiales que podamos poseer; es algo más hondo que afecta a nuestro yo más profundo, porque realmente seremos nosotros mismos los que nos damos en aquello que somos. Seguro que descubriremos que hay tantas cosas buenas en nuestra vida y en nuestro corazón que podemos compartir generosamente con los demás.
Por decir algo muy sencillo, sepamos estar al lado del otro; y estar al lado del otro es ofrecerle nuestra presencia y compañía, como ofrecerle nuestro corazón para que en él descanse; estar al lado del otro puede ser nuestra escucha o nuestro silencio; puede ser nuestra palabra amable o nuestra sonrisa; puede ser nuestra mano para ayudarle a dar un paso adelante en la vida, o nuestro hombro para que en él se apoye y encuentre descanso. Cuando hay amor de verdad seremos capaces de poner al lado del otro muchas cosas buenas de nuestra vida.

¡Cuánto nos hace pensar el gesto generoso de aquella pobre viuda que echó en el cepillo del templo las dos monedas que tenia para su subsistencia!

domingo, 24 de noviembre de 2013

Demos gracias a Dios que nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido

2Sam. 5, 1-3; Sal. 121; Col. 1, 12-20; Lc. 23, 35-43
‘Demos gracias a Dios que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. El nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados’.
He querido comenzar la reflexión en esta fiesta de Cristo Rey del Universo que estamos celebrando con estas palabras de acción de gracias del apóstol san Pablo que hemos escuchado en la carta a los Colosenses. Vaya por delante, como solemos decir, y por encima de todo nuestra acción de gracias por el don de la fe, porque podamos confesar que Jesús es el Señor. Pero sí hemos de preguntarnos también por el sentido de esta fiesta y celebración para que podamos llegarla a vivir con toda profundidad.
Lo menos que se lo podría ocurrir a alguien es que fuera a buscar a un rey en un lugar de suplicio y de tormento; tampoco podría parecer que tuviera sentido el buscar el trono de un rey en un cadalso, en este caso, en una cruz. Los reyes los buscaríamos en otra parte y con otros, por así decirlo, ornamentos. Pero es lo que nos presenta hoy la liturgia de la Iglesia para poner ante nuestros ojos a Cristo Rey. Pero bien sabemos que tiene su sentido. Ya le respondería Jesús a Pilatos que su reino no es como los de este mundo; que si fuera como los reinos de este mundo allá estarían sus ejércitos para defenderlo. Sin embargo proclamamos a Jesucristo Rey.
Del Reino nos estuvo hablando siempre. El primer anuncio que nos hacía cuando comenzó por Galilea era invitarnos a la conversión porque llegaba el Reino de Dios. Las palabras algunas veces nos pueden jugar malas pasadas, porque depende de lo que entendamos por las palabras que decimos. Esperaban un Mesias, un Ungido que ese es el significado de la palabra hebrea si la tradujéramos literalmente, y el Ungido era el Rey. Luego el Mesías habría de ponerse al frente de su pueblo como rey, pero ¿de qué manera? ¿a la manera de los reyes de este mundo?
Cuando los discípulos andan allá poco menos que peleandose los unos con los otros por ver quien era el que había de ser principal, de ocupar el primer puesto, ya les dice Jesús que ellos no pueden actuar a la manera de los poderosos de este mundo. ‘El que quiera ser primero entre vosotros que sea vuestro servidor, que se haga el último y el servidor de todos’, les diría.
¿Cómo aceptaría Jesús que la gente lo considerara a El como rey? Ya recordamos que tras la multiplicación de los panes cuando comenzaron a pensar en proclamarlo rey, se escondió en la montaña porque no era eso lo que El buscaba ni era así su misión. Sin embargo hay otro momento en que sí aceptar que lo aclamen de esa manera.
Cuando san Lucas nos narra la entrada de Jesús en Jerusalen unos días antes de la Pascua, pide que le traigan un borrico que los discípulos ‘lo aparejaron con sus mantos y lo ayudaron a montar; y cuando se acercaba ya la bajada del monte de los Olivos, la masa de los discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos, por todos los milagros que habian visto, diciendo: ¡Bendito el que viene como Rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto, Hosanna…’ Y cuando los fariseos le piden que mande callar a la gente en aquellas aclamaciones, les dirá: ‘Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras’.
‘Bendito el que viene como Rey, en nombre del Señor’. Ahora sí acepta Jesús que le aclamen como Rey cuando llega ya la pascua y la que va a ser pascua eterna y definitiva. Llega el momento de la ofrenda de amor, del servicio y la entrega hasta el final, del amor del que ama hasta dar la vida, de la sangre derramada en rescate y sacrificio para arrancarnos del reino de las tinieblas y llevarnos al Reino de la Luz. Ahora se va a proclamar en verdad que Jesús es nuestro Rey. Y no solo porque se ponga en el estandarte de la ejecución la razón de aquella condena ‘éste es el rey de los judíos’, sino porque en verdad Jesús se nos está mostrando como Rey.
Alrededor de la cruz de Jesús vamos a escuchar muchos gritos y muchas burlas. ‘A otros a salvado, que se salve a sí mismo si El es el Ungido de Dios… si eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo… ¿no eres tú el Mesias?’ diría uno de los condenados al mismo suplicio, ‘sálvate a ti mismo y a nosotros contigo’.
Pero allá alguien que está en el mismo dolor y en el mismo suplicio está contemplando todo con unos ojos distintos, porque parece que una luz le ha llegado al alma. El dolor y el sufrimiento pueden hacer que nos rebelemos contra todo, pero puede ser también un camino que nos ayude a encontrar un sentido a lo que parece que no tiene sentido, si abrimos al menos una rendija del alma para que entre la luz. Es lo que sucedió con el otro de los condenados. Su grito será por una parte para recriminar al otro condenado al mismo suplicio que allá se rebelaba contra todo entrando en el juego de las burlas o de la desesperación, pero por otra parte será un grito de confianza y de esperanza, porque por esa rendija del alma de su dolor ha entrado la luz de la fe. ‘Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino’. Hermosa profesión de fe; profunda confesión de esperanza.
Es el que hoy está enseñándonos a que proclamemos con todo sentido a Jesucristo como nuestro Rey. Está descubriendo lo que es el verdadero amor y cuando hay paz de verdad en el alma. Por un camino que quizá nos pudiera parecer imposible, por el camino del mismo suplicio y del mismo dolor y sufrimiento aquel hombre se ha abierto a la fe para reconocer en verdad que Jesús es el Señor. Allí, en la misma Cruz, ha encontrado la Buena Noticia del Evangelio y ha entrado en el camino de la vida y de la salvación. ‘Te lo aseguro, hoy mismo estarás en mi reino, estarás conmigo en el paraiso’. Qué hermoso encontrar así la salvación definitiva.
Estamos concluyendo hoy el Año de la fe al que nos convocó Benedicto XVI y que el Papa Francisco nos ha ayudado a concluir. Y de qué mejor manera que concluirlo con una profesión de nuestra fe reconociendo que Jesús es en verdad el Señor, el único Señor de nuestra vida, nuestro Rey. Pero no pueden ser solo palabras que digamos con nuestros labios, aunque con nuestros labios también hemos de proclamarlas bien en alto para que a muchos puede alcanzar ese rayo de luz que les abra a la fe. Hemos de proclamar nuestra fe con toda nuestra vida.
Hemos venido queriendo ahondar más y más en nuestra fe con las reflexiones que la Iglesia nos ha ofrecido a lo largo del año y con la participación de forma viva en las celebraciones de nuestra fe. Pero quizá aun pudiera faltarnos algun otro fogonazo de luz para que nos despierte de forma viva a vivir nuestra fe con mayor intensidad.
Quiero fijarme en ese hermoso testimonio que nos ofrece el que llamamos el buen ladrón, que desde la misma cruz y el mismo dolor supo o pudo encontrar la luz. Quizá pasamos también nosotros por problemas que nos puedan agobiar sobre todo en las circunstancias sociales en que se vive en hoy, o quizá estamos envueltos en dolores y sufrimientos por enfermedades, achaques o debilidades que nos pueden aparecer en la vida; que desde ahí sepamos ponernos a la altura de la cruz de Cristo y le miremos y nos miremos, como lo hizo aquel hombre del evangelio en el calvario.
Ahí también nosotros podemos encontrar esa Buena Nueva del Evangelio que nos lleve a resucitar o reavivar nuestra fe. Sería un hermoso colofón para este año que hemos recorrido. Que desde ahí, en lo que es nuestra vida, sepamos descubrir a Jesús como nuestro único y verdadero salvador. Es el Señor, el Dios de nuestra salvación. Por eso podemos terminar nuestra reflexión con las mismas palabras de san Pablo con que la iniciamos: ‘Demos gracias a Dios que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. El nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados’