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sábado, 11 de agosto de 2012

Un corazón compasivo y misericordioso que acoge, consuela, sana y llena de vida

Un corazón compasivo y misericordioso que acoge, consuela, sana y llena de vida
Habacuc, 1. 12-2, 4; Sal. 9; Mt. 17, 14-19

Una vez más se nos muestra el corazón compasivo y misericordioso de Jesús. ‘Se acercó a Jesús un hombre… ten compasión de mi hijo…’ Se lo había traído a los discípulos mientras Jesús estaba en lo alto del monte de la Transfiguración pero no habían podido hacer nada. Nada más aparece Jesús allí al bajar del monte está aquel hombre suplicando.

Pero allí llega Jesús con su corazón compasivo y misericordioso para acoger a todo el que sufre, para consolar y para sanar, para arrancar de la muerte de la desesperanza y para llena de vida. Así es el corazón de Cristo siempre abierto para acogernos, para recibirnos, para poner paz en nuestro corazón, para llenarnos de esperanzas y de vida.

Se queja Jesús de la falta de fe. ‘Gente sin fe… ¿hasta cuando?’ ¿Cuándo despertaremos de verdad? ¿Cuándo aprenderemos a poner toda nuestra confianza en El? ¿Se quejará Jesús también de nuestra falta de fe? Vayamos a Jesús, si, con nuestra vida, nuestras penas, nuestro dolor, nuestras oscuridades. Vayamos con confianza que siempre nos escucha y tiene una palabra de vida. Vayamos con confianza, con la certeza de que en El encontraremos siempre la salvación.

Jesús curó al muchacho y lo devolvió lleno de vida a su padre. Es Jesús quien viene a vencer el mal, a arrancarnos de las garras del mal. Se habla de que los ataques que padecía aquel niño eran como consecuencia de la posesión de un espíritu inmundo. Una imagen del mal que nos atenaza por dentro tantas veces en nuestro pecado, en nuestra desconfianza, en la pérdida de ilusión y esperanza. Muchas veces estamos así como adormecidos y nos vamos dejando arrastrar por la vida. Jesús quiere levantarnos, darnos vida, arrancar el mal de nuestro corazón.

Luego los discípulos le preguntarán a Jesús por qué ellos no habían podido. Ya Jesús los había enviado en otra ocasión a anunciar el Reino y a curar a los enfermos y expulsar demonios. Sin embargo ahora no han podido hacer nada en aquella situación. ‘¿Por qué no pudimos echarlo nosotros? A lo que Jesús contestó: Por vuestra poca fe…’ En el texto paralelo en que nos narra Marcos este mismo episodio dirá Jesús además que ‘esta clase de demonios no puede ser expulsado sino con la oración’.

Aquí tenemos la clave: la fe y la oración. Fe capaz de mover montañas, como nos dice Jesús hoy. La fe que pone toda su confianza en el Señor, que se fía totalmente de Dios. No es para que vayamos moviendo montañas por ahí y cambiando la geografía, sino para que sintamos fuertemente la gracia de Dios en nosotros que nos fortalece contra el mal y que moverá nuestro corazón a hacer siempre el bien. Fe y oración, porque necesitamos estar intima y profundamente unidos con el Señor.

Oración en que le pediremos también como lo hace el hombre del evangelio que nos aumente y fortalezca en nuestra fe. ‘Señor, yo creo, pero aumenta mi fe’, le hemos de pedir una y otra vez.

Oración que nos hará sentir en todo momento la presencia y la gracia de Dios en nuestra vida. Oración que abre nuestro corazón a Dios para escucharle e ir descubriendo en cada momento cual es su voluntad.

Oración en la que nos vamos llenando de Dios para dejarnos impregnar totalmente por su amor y su misericordia y así seamos capaces también de tener corazón compasivo y misericordioso que nos impulse a amar cada día con mayor intensidad a todos nuestros hermanos. Oración que nos llene de la luz de Dios que nos haga sentir paz en nuestro corazón, nos haga sentirnos también consolados y sanados en nuestras miserias y sufrimientos.

Nos sentimos acogidos por el corazón compasivo y misericordioso de Cristo para nosotros de la misma manera saber acoger con los mismos sentimientos de amor a nuestros hermanos.

viernes, 10 de agosto de 2012

Un amor como el grano de trigo enterrado para darnos una espiga de numerosos granos


Un amor como el grano de trigo enterrado para darnos una espiga de numerosos granos
2Cor. 9, 8-10; Sal. 111; Jn. 12, 34-26

Sembramos en tierra un grano de trigo, y ¿qué sucede? Aquel grano desaparecerá bajo la tierra, es cierto, pero germinará una planta nueva que nos dará una hermosa y generosa espiga de muchos granos. Un grano de trigo que aparentemente muere será origen de muchos granos que se multiplican y multiplican dándonos hermosos y generosos frutos.

Así es el amor. Es la fecundidad del amor. El amor no se consume al darse, sino que se multiplica más y más. El amor engendra amor, hace nacer más amor, y cuanto más amemos de más amor nos llenaremos nosotros pero también lo estaremos derramando y derrochando sobre los demás produciendo más amor. No temamos al amor. No temamos darnos y amar, que el amor no se gasta sino que se multiplica.

El evangelio nos ha hablado del grano de trigo que se entierra y muere, pero por eso mismo da mucho fruto. Si no muere, queda infecundo. El amor que no se da y se reparte es el amor que está llamado a morirse en la infecundidad de la vida. Y es que quien no ama se encierra en si mismo y aunque en su orgullo no lo quiera reconocer será la persona más infeliz del mundo. Pero quien ama de verdad traspirará alegría y felicidad haciendo felices también a los demás.

Por algo Jesús nos propone la imagen del grano de trigo para hablar de sí mismo. Es lo que hizo que por se dio hasta el extremo de entregar su vida y de ahí surgió un mundo nuevo, que ojalá nosotros amando a la manera de Jesús supiéramos seguirlo multiplicando y haciendo crecer para bien y dicha de todos.

Por eso nos ha dicho también el apóstol ‘el que siembra tacañamente, tacañamente cosechará; y el que siembra generosamente, generosamente cosechará…’ Por eso no podemos amar a disgusto o por compromiso, nos dice, sino que hay que hacerlo de buena gana. Y podremos hacerlo si ponemos generosidad en el corazón. Y además contamos con quien estará de nuestra parte cuando hemos puesto amor en nuestra vida para multiplicarlo con su gracia. No nos faltará la gracia y la ayuda del Señor. Es hermoso lo que terminaba diciéndonos, ‘el que proporciona semilla para sembrar y pan para comer, os proporcionará y aumentará la semilla y multiplicará la cosecha de vuestra caridad’. Abundante será la cosecha de nuestro amor y de nuestra caridad. Seamos generosos en el corazón.

Nos hacemos esta reflexión a la luz de la Palabra del Señor en la fiesta de san Lorenzo mártir que estamos celebrando hoy. Es glorioso su martirio y siempre recordamos su muerte a fuego porque incluso sus imágenes se nos representan siempre con la parrilla en sus manos, signo de la forma de su martirio.

Pero quizá se nos puede pasar desapercibida una cosa importante que fue la causa de su martirio. Era diácono de la Iglesia de Roma; hace unos días hemos celebrado el martirio del Papa san Sixto y sus compañeros mártires, que eran también diáconos de la Iglesia de Roma; en las propias catacumbas donde celebraban la Eucaristía - eran tiempos de dura persecusión de los cristianos y por eso allí se refugiaban - fueron martirizados; pero al diácono Lorenzo no lo martirizaron en el momento, sino que sabiendo que era el adminstrador de los bienes de la Iglesia lo torturaron para que entregara los bienes de la Iglesia de Roma. Todos conocemos cómo reuniendo a los pobres a los que atendía precisamente desde la caridad de los fieles, los presentó como la única riqueza de la Iglesia, lo que le mereció el duro martirio que tuvo que sufrir.

Destaca san Lorenzo no solo por el cruel martirio a fuego que tuvo que sufrir, sino por su caridad, por su amor, porque era el que en nombre de la Iglesia de Roma estaba encargado precisamente de servir y atender a los pobres. Nada tenían porque todo era compartido desde el amor con los necesitados.

He aquí el hermoso ejemplo y testimonio que nos ofrece el mártir san Lorenzo; testimonio y ejemplo para nuestro amor, para nuestro compartir, para nuestro darnos con generosidad, como el grano de trigo que se entierra para que dé mucho fruto, como reflexionábamos. Cuántos testimonios podemos contemplar a nuestro alrededor, si abrimos con sinceridad nuestros ojos, en personas que se dan y se entregan generosamente en el amor hasta el sacrificio en la atención a los enfermos, los ancianos, los pobres y cuantos padecen necesidad y que son las personas más felices del mundo.

Que en la generosidad de nuestro amor se multiplique y crezca más y más; no tenamos miedo a darnos y amar con generosidad; cuando nos amemos de verdad haremos nuestro mundo mucho mejor y estaremos instaurando la civilización del amor, que es instaurar el Reino de Dios. Seamos como ese grano de trigo que se multiplica, porque nos multipliquemos en el amor.

jueves, 9 de agosto de 2012

Necesitamos el aceite que nos mantenga siempre encendidas nuestras lámparas


Necesitamos el aceite que nos mantenga siempre encendidas nuestras lámparas

Os. 2, 16-17.21-22; Sal. 44; Mt. 25, 1-13

‘¡Que llega el esposo; salid a recibirlo…!’ Las doncellas estaban esperando la llegada del esposo para la boda; habían de tener las lámparas encendidas para iluminar el camino y para poder adornar debidamente la sala del banquete. Pero no todas tenían aceite suficiente. ‘Dadnos un poco de aceite que se nos apagan las lámparas’. Mientras fueron a buscarlo se cerró la puerta del banquete de bodas.

Muchas veces hemos escuchado, comentado y reflexionado sobre esta parábola que nos propone Jesús. Al final nos dirá: ‘Por tanto vigilad, porque no sabéis el día ni la hora’. Lo importante es tener la lámpara encendida; lo necesario tener el aceite que alimente esa lámpara para que se mantenga encendida.

¿Cuál es esa lámpara? ¿Cuál es ese aceite? Nos preguntamos como siempre lo hacemos cuando escuchamos esta parábola y queremos encontrar el mensaje. No creo que sea necesario esforzarse mucho para darnos cuenta cuál es esa luz y cómo hemos de mantenerla encendida. Hablamos de la fe; hablamos de la vida de gracia; hablamos de nuestra vivencia de Dios; hablamos de la necesidad de estar unidos a El.

Todos nos damos cuenta que necesitamos esa luz que Jesús nos viene a traer; somos conscientes de que a nosotros, al mundo le falta una luz que ilumine de verdad la vida, que nos dé sentido a lo que hacemos, que sea transformadora de ese mundo al que nosotros queremos hacer con Jesús el Reino de Dios, el Reino de los cielos. Y nosotros estamos llamados a llevar esa luz al mundo. Es misión que Cristo nos ha confiado. Es necesario, para nosotros y para el mundo, encontrar ese aceite que haga encenderse esa lámpara.

Son muchos los problemas que nos vamos encontrando en la vida y en el mundo en el que vivimos. Muchas veces andamos como desorientados sin saber por donde caminar o la meta a la queremos tender. Nos vemos envueltos en tantas ideas, en tantas cosas, en tantas y tan diferentes maneras de pensar que podemos vernos confundidos.

Si a una lámpara que tiene que encenderse e iluminar le mezclamos diferentes y hasta contradictorios combustibles, es difícil que pueda encenderse. Y eso nos puede pasar en esa confusión de ideas y de pensamientos que nos encontramos a nuestro alrededor. Y cuando queremos entrar en diálogo con ese para tratar de anunciarle lo que es nuestra luz, algunas veces parece que no sabemos cómo hacerlo o nos sucede que nos podemos encontrar turbados y confundidos.

Por eso tenemos que asegurar esa luz que da sentido a nuestra vida y que nosotros sabemos que encontramos en Jesús. Y ya sabemos donde podemos encontrar ese aceite que mantenga bien encendida esa lámpara de nuestra fe y de nuestra vida cristiana. Por eso el cristiano tiene que preocuparse de formarse debidamente en su fe para que vaya creciendo y madure de verdad para que pueda dar frutos para nuestra vida y ser verdadera luz para nuestro mundo.

Qué importante ese crecimiento de nuestra fe y de nuestra espiritualidad. Si así lo hacemos no nos encontraremos confundidos y tendremos la respuesta clara que dar a nuestro mundo desde el anuncio que hacemos de Jesús y de su evangelio.

Hoy la liturgia de la Iglesia está celebrando a una mujer que en su búsqueda de la luz - era filósofa - un día se encontró con Jesús y ya para siempre esa fue la luz que iluminó su vida y con la que quiso iluminar también el mundo en que vivía. Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein) no era cristiana y un día descubrió a Jesús. Se bautizó y se enamoró de tal manera de Jesús que se hizo religiosa, Carmelita Descalza, para así vivir profundamente su unión con Jesús. No quería que nunca le faltara el aceite que le mantendría con la lámpara de su fe y de su unión con Jesús, siempre encendida. Terminaría mártir del odio y de la intransigencia en momentos oscuros del siglo XX, perseguida por el nazismo por su raza judía y sería ejecutada en aquellos terribles campos de exterminio.

De ella además del testimonio de su fe hasta el martirio hemos de aprender también la búsqueda de ese aceite, en la sabiduría de Dios, para que su vida estuviera siempre iluminada por Cristo y así poder iluminar a los demás. Que así sea nuestra búsqueda de ese aceite de Cristo para que podamos dar el testimonio de su luz.

miércoles, 8 de agosto de 2012


Hundamos las raíces de nuestra vida en la fe que tenemos en Jesús y saldremos victoriosos en la prueba

Jer. 31, 1-7; Sal.; Jer. 31, 10-13; Mt. 15, 21-28

El que nos pongan a prueba no es cosa que nos agrade mucho. ¿Nos faltará humildad, quizá? Pudiera ser también que nos sentimos inseguros y tenemos miedo a la prueba por si acaso no demos la talla. Pero en la prueba, al pasar por la dificultad, podemos vernos purificados, empezando por esas mismas inseguridades que tenemos en la vida y al mismo tiempo fortalecidos para sacar a flote lo mejor de nosotros mismos, o también para profundizar en aquellos aspectos de la vida en que nos sentimos más débiles y nos ayuden a prepararnos mejor. Es algo así, como un examen que tenemos que pasar y hemos de estar preparados para sentirnos fuertes y pasar por esa prueba.

La vida está llena de pruebas en esas mismas dificultades y problemas con que nos vamos encontrando cada día. Pero hemos de sentirnos serenos y bien fortalecidos para no hundirnos en esos momentos difíciles por los que podemos pasar. Hemos de buscar donde hundir fuertemente las raíces de nuestra vida para que el vendaval no nos arranque el árbol.

En el evangelio de hoy contemplamos una escena donde la fe de la mujer cananea sale fortalecida. Fue una prueba para ella que era cananea acudir a Jesús para pedirle que le curara a su hija enferma. Y las propias palabras de Jesús también ponen a prueba su fe. En ocasiones al leer este evangelio nos parece dura la reacción de Jesús y la forma de tratarla. Pudiera parecer que Jesús la rechace porque no es judía y la salvación que viene a traernos Jesús fuera solamente para los judíos. 

Pero hemos de entender. Las expresiones eran el lenguaje corriente que empleaban los judíos para referirse a los paganos. Y Jesús iba buscando también que la fe de aquella mujer pagana que venía a pedir el milagro para la curación de su hija, se purificase y ahondase lo suficiente para llegar a reconocer en verdad lo que Jesús venía a ofrecer. 

Es hermosa la insistencia de aquella mujer que le hace sentirse más firme en su fe en Jesús a pesar de toda la dificultad que va encontrando. Como decíamos las pruebas purifican y fortalecen. Fijémonos cómo finalmente Jesús alabará la fe de aquella mujer, accediendo a lo que le está pidiendo. ‘Mujer, qué grande es tu fe; que se cumpla lo que deseas. Y en aquel momento quedó curada su hija’. 

Qué lección para nosotros. ¿Merecerá nuestra fe una alabanza como la de Jesús a la mujer cananea? Tantas veces desistimos en nuestras peticiones y nos cansamos en nuestra oración, porque decimos que Dios no nos escucha. Pero el Señor está ahí y nos escucha, aunque no lo veamos, o aunque todo nos parezca oscuro. Ya ayer comentábamos como los discípulos iban llenos de temor en medio del lago embravecido porque les parecía sentirse solos. Pero allí estaba el Señor. ‘Soy yo…’ que nos dice también tantas veces a nosotros y no queremos escucharlo, o no sabemos escucharlo. 

No temamos la prueba. Como hemos dicho las pruebas nos purifican y nos fortalecen. Sepamos hundir las raíces de nuestra vida en la fe que tenemos en Jesús. Nos sentiremos seguros. Si nos apoyamos de verdad en El, podrán venir los vendavales que sean que no caeremos. Por eso, como tantas veces decimos, hemos de crecer más y más en nuestra fe. Hemos de crecer más y más en nuestra unión con el Señor. Hemos de crecer más y más en nuestro espíritu de oración y nuestra participación en los sacramentos. ‘El Señor nos guardará como pastor a su rebaño’, que fuimos repitiendo en el salmo con el profeta Jeremías.

Ahí tenemos la fuente de vida, porque ahí tenemos al Señor. Es su gracia que nunca nos faltará.

martes, 7 de agosto de 2012

La presencia de Jesús nos sorprende y nos llena de vida y de luz

La presencia de Jesús nos sorprende y nos llena de vida y de luz
Jer. 30, 1-2.12-15.18-22; Sal. 101; Mt. 14, 22-36

El actuar de Jesús siempre nos sorprende porque nos hace sentir su presencia y su gracia que nos fortalece y nos llena de vida en el momento que en verdad lo necesitamos. Y nos sorprende también porque su actuar no es un actuar interesado y desde las miras e intereses humanos como tantas veces actuamos nosotros.

Es significativo como sabe hacerse a un lado porque no son los aplausos humanos lo que El busca. Desde nuestra manera de actuar y según nuestros criterios podría parecer que Jesús no supo aprovechar la ocasión. Tras la multiplicación milagrosa de los panes en que había dado de comer a aquella multitud grande en el descampado, la gente quería hacerlo rey.

Desde nuestras miras humanas podríamos decir tenía que haber aprovechado la ocasión porque así se hubiera dado a conocer más y tenía en sus manos todos los ases para implantar el Reino de Dios que El estaba anunciando e instaurando. Pero esos no son sus caminos. El quiere ganar los corazones y que en verdad le sigamos no desde un entusiasmo pasajero, sino porque en verdad nos sintamos cogidos desde lo más hondo por el Reino de Dios.

Si había dicho a sus discípulos que había que hacerse el último y que el mayor y mejor camino era el hacerse el servidor de todos, es por lo que ahora, primero embarca a sus discípulos rumbo a la otra orilla del lago y luego El se retira solo a la montaña para orar.

Cómo tendríamos que aprender quienes queremos prestar un servicio a los demás o quienes realizamos la acción pastoral a hacernos a un lado, no buscando reconocimientos y alabanzas humanas, que tanto halagan nuestro yo, sino dejando que sea la gracia del Señor la que actúe en los corazones para que todos en verdad puedan ir hasta el Señor. No busquemos el halago y el aplauso por lo bueno que hacemos, sino que sea siempre primero la gloria del Señor.

Y el otro aspecto en que podríamos fijarnos es en la presencia de Jesús junto a nosotros para alentar nuestra vida, aunque no siempre nosotros sepamos reconocerlo. Los discípulos van bregando con un viento en contra atravesando el lago. Les parece sentirse solos porque Jesús no está con ellos. Pero El sí está allí. Le verán aparecer caminando sobre el agua, que era una manera de decirnos también como allí en medio de aquella dificultad está el Señor. No lo reconocen, sino que más bien en sus cegatos ojos lo confunden. Sentirán miedo en su corazón y se ponen a gritar dice el evangelista. Pero oirán la voz de Jesús. ‘¡Animo, soy yo, no tengáis miedo!’

Pero aún así querrán pruebas como hacemos nosotros tantas veces. Para que luego digamos que Tomás es el incrédulo que quiere palpar para convencerse. Es Pedro el que pide la prueba de poder él también caminar sobre el agua. ‘Señor, si eres tú, permíteme ir hacia ti caminando sobre el agua’. Pero aunque lo está haciendo siguen las dudas en su corazón y al menos contratiempo de una pequeña ola comenzará a hundirse.

‘Señor, sálvame’, grita Pedro. ‘¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?’, le dice Jesús. Cuántas veces les había dicho que había que creer en El, fiarse totalmente. Pero siguen las dudas en el corazón, siguen las oscuridades y la falta de confianza. Pero el Señor está allí. ‘Enseguida Jesús extendió la mano y lo agarró’ para que no se hundiese.

Qué poca fe, tenemos tantas veces y cuantas oscuridades llenan nuestro corazón. Cuántas veces nos parece que andamos solos y desamparados porque las dificultades son muchas. Tenemos que aprender que ahí en esas dificultades está el Señor, que nunca nos deja solos. No son fantasmas ni sueños, sino que es la presencia del Señor.

Que se despierte nuestra fe.

lunes, 6 de agosto de 2012


La gloria de la Transfiguración nos hace brillar con resplandores de santidad
2Pd. 1, 16-19; Sal. 96; Mc. 9, 1-9

Cuando celebramos el misterio de Cristo siempre nos vemos envueltos por su luz, luz que mana abundante llena de gracia para nosotros de su misterio pascual. Siempre está presente el misterio pascual en la vida de Cristo, como siempre ha de estar presente en la vida del cristiano. No en vano cada una de nuestras celebraciones son siempre celebrar el misterio pascual de Cristo.

Hoy estamos celebrando el misterio de la Transfiguración del Señor. Hemos contemplado en el Evangelio la subida al Tabor y la transfiguración de Jesús en presencia de sus tres discípulos escogidos. Allí se manifiesta la gloria del Señor. Pero como toda la liturgia nos enseña al tiempo que contemplamos a Jesús transfigurado en el Tabor hemos de contemplar todo el misterio pascual; misterio pascual de que nosotros participamos desde la fe por nuestra unión con Cristo.

En dos momentos aparece la proclamación de este texto de la Transfiguración en la liturgia a través del año; primero durante la cuaresma en el camino de cuarenta días en que nos vamos preparando para la celebración de la pascua y ‘testimoniarnos de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es camino de la resurrección… después de anunciar a sus discípulos su muerte’, y ahora cuando nos faltan también cuarenta días para la exaltación de la santa Cruz. Nos dirá el prefacio de hoy que ‘ante la proximidad de la pasión fortaleció la fe de los apóstoles para que sobrellevasen el escándalo de la cruz’.

Quiere, pues, la liturgia fortalecernos en la fe para que podamos seguir en nuestro empeño de irnos también nosotros transfigurando por la luz de Jesús, que mana brillante en su transfiguración. San Marcos nos habla de vestidos de un blanco deslumbrador, mientras san Mateo nos dirá que su rostro resplandecía como el sol. Todo nos habla de luz. Es la luz de Jesús que a nosotros nos ha de iluminar para que también nuestra vida resplandezca y así nos veamos purificados de las manchas de nuestros pecados, como pediremos en la oración sobre las ofrendas. ‘Con los resplandores de su luz nos ímpiamos de las manchas de nuestros pecados’, pediremos.

Pero es al mismo tiempo la esperanza de la Iglesia que también tiene que brillar y resplandecer con la misma luz de Cristo. ‘Alentó la esperanza de la Iglesia, al revelar en sí mismo la claridad que brillará un día en todo el cuerpo que le reconoce como cabeza suya’, que diremos en el prefacio. Tenemos que ser un pueblo santo, una Iglesia santa, aunque también nos reconozcamos pecadores, porque así nos dejemos iluminar por Cristo y con su luz nos sintamos purificados.

Y es que en el misterio de la Transfiguración donde así vemos resplandecer la gloria de Dios no olvidemos que se escuchó la voz del Padre desde el cielo señalándolo como el Hijo amado y predilecto de Dios a quien tenemos que escuchar y seguir. Se repite la voz del cielo que escuchamos en el Bautismo allá junto al Jordán. ‘Este es mi Hijo amado, mi predilecto, el escogido… escuchadle’.

Una proclamación de fe en Jesús, a quien reconocemos como el Hijo amado de Dios que el Padre ha enviado para manifestarnos todo el amor que nos tiene. Así nos lo entregó para que nosotros alcanzáramos la salvación. Pero es la Palabra del Padre que hemos de escuchar y seguir. Y escuchar a Jesús y seguirle es llenarnos de su vida para llegar a ser también nosotros hijos de Dios. ‘Prefiguraste maravillosamente nuestra perfecta adopción como hijos tuyos’, confesamos en nuestra oración.

Como expresábamos al principio de nuestra reflexión celebramos el misterio de Cristo que es celebrar su misterio pascual que está, tiene que estar tan presente en la vida del cristiano, porque en virtud de nuestra participación en el misterio pascual nos llenamos de la vida de Dios para ser hijos de Dios. Hemos de morir con Cristo en el bautismo, para con Cristo renacer a una vida nueva, la vida nueva de los hijos de Dios.

Eso nos compromete. Si así estamos llenos de la vida de Cristo, así hemos de estar revestidos de Cristo, así tiene que brillar nuestra vida también con resplandores de santidad y de gracia. No siempre brilla nuestra vida, porque el pecado se nos mete demasiado en nuestro corazón; por eso al celebrar el misterio pascual de Cristo en su transfiguración queremos sentirnos purificados para llegar a esa vida santa que hemos de vivir.

Es el compromiso de nuestra celebración, ser cada día más santos, replandecer con resplandores de gracia y santidad. La gloria de la transfiguración nos hace brillar con resplandores de santidad

domingo, 5 de agosto de 2012



Señor, danos de ese pan de vida y que nos da vida
Ex. 16, 2-4.12-15; Sal. 77; Ef. 4, 17.20-24; Jn. 6. 24-35

‘Señor, danos siempre de este pan’, le piden a Jesús. ¿Qué pan le están pidiendo? También podíamos preguntarnos, ¿qué pan le estamos pidiendo nosotros a Jesús cuando en este domingo venimos a nuestra celebración?

¿Le estarían pidiendo pan, como aquel que comieron allá en el descampado, que les saciara el hambre de sus estómagos vacíos? Podíamos estar pidiendo ese pan, y ya no sólo para nosotros, sino pensando en nuestro mundo, en los millones que mueren de hambre cada día en tantos lugares del mundo, o de los que están pasando necesidad a nuestro lado por la situación difícil que estamos viviendo. No está mal que pidamos también ese pan.

Quizá aquellos judíos de la sinagoga de Cafarnaún no sabían bien ni qué pan estaban pidiendo, porque no 
terminaban de comprender el pan que Jesús les estaba ofreciendo. Ya Jesús cuando llegan hasta El les hace plantearse por qué realmente le están buscando. ‘Maestro, ¿cuándo has venido hasta aquí?’ le preguntan al encontrarlo. No estaba allá en el descampado; sus discípulos tampoco estaban y se habían venido a Cafarnaún buscándole. ‘Os aseguro, les dice Jesús, me buscáis no porque visteis signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros… trabajad no por el alimento que perece, sino por el que perdura para la vida eterna’.

Una vez más, en su pedagogía divina, Jesús comienza a inquietarlos, a hacer que se pregunten desde dentro. ¿Por qué le buscaban? ¿Por qué buscaban pan o qué pan es el que buscaban? Buscar pan es buscar, sí, ese alimento para nuestro cuerpo; pero buscar pan puede significar algo más. Es lo que Jesús quiere hacerles, hacernos pensar. Es buscar vida o buscar lo que dé sentido a nuestra vida. Hay, tienen que haber, unos ‘por qué’ en nuestro interior que nos hacen buscar, luchar, esforzarnos, buscar caminos, trabajar, sin importarnos sacrificios incluso, que dan un sentido a nuestro vivir. 

La vida no se queda reducida al alimento que comamos, sino que hay algo más hondo en nosotros por lo que sufrimos o gozamos, por lo que algunas veces nos podamos sentir frustrados si no lo alcanzamos, o nos puede hacer sentir las personas más felices del mundo cuando lo alcanzamos, que pone ilusión y esperanzas en nuestro corazón y nos hace amar de verdad la vida y también lo que nos rodea, los que nos rodean.

Hay una referencia en el diálogo de los judíos con Jesús al maná del que se alimentaron sus padres en el desierto mientras peregrinaban hacia la tierra prometida. De eso nos ha hablado la primera lectura. Aquel maná caído del cielo no era sólo el alimento que alimentaba los cuerpos mientras caminaban por el desierto, sino que en aquel maná encontraban ellos motivos y fuerzas para seguir caminando a pesar de lo duro del camino, aunque muchas veces también sintieron tentaciones de volver atrás. 

Aquel maná les daba fuerzas físicas pero también les daba ánimos en su caminar, porque no se sentían solos, sabían que había una meta a la que llegar, finalmente no se sentían desamparados de Dios, sino todo lo contrario allí estaba la señal de que Dios caminaba con ellos aquel duro camino que les llevaba a la libertad y la riqueza de la tierra prometida que manaba leche y miel.

Buscamos nosotros ese pan, necesitamos nosotros también ese pan. Un pan que nos de vida, valor, sentido, ilusión, esperanza, fuerzas para nuestro caminar. ‘Trabajad por el alimento que perdura para la vida eterna, nos dice Jesús, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a Este lo ha sellado el Padre, Dios’. 

El pan que nos dará Jesús. Sí, buscamos ese pan, buscamos a Jesús. Como hacíamos referencia a lo que significó aquel maná, pan del cielo, en el desierto, en Jesús vamos a encontrar esos motivos y fuerzas para seguir caminando; en Jesús no nos vamos a sentir solos; es Jesús sabemos que tenemos una meta para nuestra vida; en Jesús sabemos que nunca nos sentiremos desamparados, porque El está con nosotros, El camina a nuestro lado, El es ese pan de vida y de vida eterna.

Cuando los judíos le decían cómo había que realizar ese trabajo que Dios quería, Jesús les responde que ‘la obra que Dios quiere es que creáis en el que Dios ha enviado’. Creer en Jesús. Creer en Jesús porque El es ese pan de vida, el verdadero pan del cielo que da vida al mundo. Qué importante esa fe que pongamos en Jesús. Creyendo en El encontraremos ese pan de vida eterna. Por eso terminará diciéndonos Jesús hoy ‘Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed’. 

Hablábamos antes de esos ‘por qué’ que tenemos en nuestro interior que nos hacen buscar, luchar, esforzarnos, buscar caminos, trabajar, sin importarnos sacrificios incluso, que dan un sentido a nuestro vivir. En Jesús está la respuesta. En Jesús encontramos los motivos. En Jesús encontramos esa fuerza interior, esa gracia. En Jesús nos sentimos en camino de nueva vida. En Jesús nos sentimos comprometidos al máximo por ayudar a dar sentido a la vida de cuantos nos rodean. En Jesús tenemos esa luz que nos ilumina de verdad y que iluminará nuestro mundo. En Jesús nos sentimos totalmente implicados en buscar caminos para salir adelante en los momentos difíciles o de prueba.

Por eso, sí, tenemos que buscar a Jesús. Cada día más y con mayor intensidad. Conocerle hondamente. Meterlo en nuestra vida. Hacerlo vida nuestra. Buscamos ese pan que saciará todas nuestras hambres y nuestra sed más profunda. Le pedimos, sabiendo bien lo que le pedimos, que nos dé de ese pan para tener vida para siempre.

Cuando venimos aquí cada semana o cada día a la Eucaristía es eso lo que venimos buscando; venimos buscando a Jesús, esa luz y ese sentido de nuestra vida, esa fuerza y esa gracia, esa presencia y esa vida para nuestro caminar, sabiendo que en Jesús lo vamos a encontrar. El camina a nuestro lado, no nos deja solos ni desamparados. Aquel pan del cielo del maná era una señal, decíamos, de la presencia de Dios que estaba con ellos y caminaba con ellos el duro camino del desierto. En este pan del cielo encontramos a Cristo que quiere hacerse pan para que además le comamos y nos alimentemos de El. Qué misterio y locura de amor.

Cuando comemos del pan de la Eucaristía no olvidemos que estamos comiendo a Cristo, no como un recuerdo, sino teniendo la certeza de su presencia real y verdadera que se hace alimento para nuestro caminar. No es una simple señal que ponemos al lado del camino para recordarnos cosas, sino que es Cristo mismo el que se hace pan, se hace Eucaristía para nosotros para ser esa vida, esa gracia y esa fuerza que necesitamos. En los próximos domingos seguiremos reflexionando sobre todo el sentido del pan de vida que Jesús nos da en la Eucaristía.

‘Señor, danos siempre de ese pan de vida’ y que nos da vida.