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sábado, 19 de marzo de 2011

En san José aprendemos a vivir la pascua, el paso de Dios por nuestra vida


2Sam. 7, 4-5.12-14;

Sal. 88;

Rm. 4, 13.16-18.22;

Mt. 1, 16.18-21.24

‘Abrahán creyó. Apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza… por lo cual le valió la justificación’. La lectura del apóstol hace referencia a Abrahán con su fe y su esperanza en esta fiesta de san José que estamos hoy celebrando.

Una fiesta entrañable y llena de gozo el celebrar a san José, el esposo de María, el padre putativo (así solemos decir no encontrando mejor palabra que lo exprese) de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, patriarca y patrono de la Iglesia universal.

Bien nos refleja ese texto de la carta a los Romanos hablándonos de la fe y de la esperanza de Abrahán lo que es la fe y la esperanza de san José. Duro y costoso fue para Abrahán el fiarse de Dios que le ponía en camino y le llenaba de promesas que no veía totalmente cumplidas y más aún cuando le pide incluso el sacrificio del hijo de la promesa. Pero Abrahán creyó cuando podía parecer que las esperanzas se desvanecían. Y como decía el apóstol, eso ‘le valió la justificación’. Qué importante mantener viva y firme nuestra fe, por muchas que sean las oscuridades con que nos encontremos en la vida. No podemos perder la fe ni la esperanza porque será lo que nos llevará hasta el final, lo que nos hará encontrarnos con la plenitud de Dios.

Es lo que vivió José. El tuvo también su pascua, el paso de Dios por su vida que tuvo que saber descubrir y ver para fiarse totalmente de Dios. José tuvo su pascua no exenta de pasión y de muerte en sí mismo para poder llegar a descubrir la luz que le daría plenitud. José vivió su pascua en silencio, pero alentado en ese paso de Dios por su vida porque Dios quería contar también con la colaboración de José para ese paso salvador de Dios en Cristo Jesús, el que que iba a aparecer como hijo de José, y en quien se iba a realizar la Pascua definitiva y eterna.

‘Era bueno’ nos dice el evangelio de José como una definición de su vida. Pero en ese ‘era bueno’ se encierran muchas cosas grandes del alma de José como su fe y su disponibilidad para Dios, así como su capacidad de sacrificio en el cumplimiento de su deber como padre y cabeza de familia de aquella familia que iba a ser la Sagrada Familia de Nazaret.

Cuando su corazón se vió turbado y su alma llena de dudas mantuvo su bondad y sus deseos de no hacer daño nunca a nadie, confiando que en medio de aquellas oscuridad un día podría aparecer la luz. Y la luz llegó a su vida con un angel enviado por el Señor en sus sueños, como un día un ángel viniera también a María para anunciarle a ella la Maternidad divina que se iba a gestar en sus entrañas, para anunciarle a José cuál era la colaboración que Dios le pedía en aquel Misterio de Salvación que se gestaba en las entrañas de María.

‘No temas’ anuncia siempre el ángel cuando viene de parte de Dios. Se lo dijo a María, se lo diría ahora a José, como se lo diría un día a las mujeres que fueron al sepulcro buscando al crucificado que ya estaba resucitado. Y es que Dios viene hasta nosotros no para el temor sino para la paz. En nuestra pequeñez y debilidad nos sentimos turbados y llenos de temor cuando aparece el misterio de Dios en nuestra vida, pero el paso de Dios siempre será para la paz, porque el paso de Dios por nuestra vida siempre nos estará manifestando lo que es el amor de Dios.

‘José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo’, le dice el ángel del Señor. ‘El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra’, le había dicho Gabriel a María. ‘El Santo que va a nacer se llamará hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre’, continuaba Gabriel explicándole a María. Ahora el ángel le dirá a José que tendrá que actuar con la autoridad de padre porque ‘dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque El salvará a su pueblo de los pecados’.

Autoridad de padre para ponerle el nombre, pero nombre que viene desde el cielo para significar la misión que tendrá el hijo, el Salvador, pero también la colaboración que José como padre tendrá que prestar en esa obra de la salvación. Así lo hemos expresado hoy en la oración ‘confiaste los primeros misterios de la salvación de los hombres a la fiel custodia de san José’.

‘Cuando José se despertó, terminará diciéndonos el evangelista, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor’. Fue el principio de su colaboración en la obra de Dios. Fue el comienzo de su pascua, de ese paso de Dios por su vida, una vida llena de fe y animada por la esperanza. Era un alma de Dios en la que Dios se estaba gozando también por la disponibilidad y la grandeza de aquel corazón. Siempre disponible para Dios, para el sacrificio, para el amor, para vivir la pascua.

Mucho de muerte, de morir a sí mismo, tuvo que haber en su vida para saber seguir diciendo a Dios Sí aunque las tinieblas de la contrariedad y del sacrificio siguieran apareciendo en su vida. Será el traslado de Nazaret a Belén porque los caprichos de un emperador lejano quisieran hacer un censo para saber el número de los habitantes de su imperio. Oscuridad para José por el sacrificio que significaba para su vida y para María en el estado en que se encontraba. Pero detrás estaba el designio de Dios ya preanunciado por los profetas. El Mesías era hijo de David y en la ciudad de David habría de nacer. Por eso el conocimiento de las Escrituras que no podía faltar en José como en todo judío piadoso, le hacía ver luz detrás de aquellas oscuridades porque él descubría el designio de Dios.

Muerte en sí, como camino de pascua, era en José su pobreza, pero más aún la extrema pobreza en la que había de nacer el hijo de María, para quien no había sitio en la posada y tendría que nacer como el más pobre entre los pobres para ser reclinado en las pajas de un pesebre. Pero en su pascua José su vida se llenaba de luz con la contemplación de los ángeles que cantaban la gloria de Dios y de los pastores que venían a traer ofrendas contando lo que los ángeles les habían anunciado.

Camino de Pascua para José, como camino de Dios por su vida, sería la huída a Egipto para salvar la vida del niño, como luego su vida silenciosa en Nazaret a donde finalmente se retirarían. Dios que se manifiesta y llega a la vida del hombre en los momentos difíciles y oscuros que podrían llenarnos de incertidumbres y de dudas pero que cuando se mantiene firme la fe y la esperanza siempre se verán iluminados con la luz de Dios. También en la vida silenciosa de Nazaret, sin grandes ni especiales acontecimientos, Dios se hacía presente, - y de qué manera más maravillosa en la presencia de Jesús – y había que seguir teniendo los ojos abiertos y el corazón caldeado para ver y sentir esa presencia de Dios.

Es lo que hoy san José nos está enseñando, y bien necesitamos aprender la lección. Abrir los ojos para ese paso de Dios por nuestra vida. La verdadera pascua, la definitiva y eterna la tenemos en Jesús, verdadera pascua de Dios para nosotros en su muerte y en su resurrección. Pero esa pascua, ese paso de Dios hemos de irlo viviendo en el día a día de nuestra vida, en la que el Señor quiere seguir manifestándose a nosotros y también nos pide una colaboración, una respuesta de fe, de disponibilidad, de esperanza, de amor.

Miremos lo que es la realidad de nuestra vida diaria, con momentos buenos, pero también con momentos de dificultad, de problemas, de sufrimientos, de soledades, de oscuridades, pero sepamos avivar nuestra fe para descubrir cómo Dios está con nosotros; sepamos poner nuestra confianza en el Señor, toda nuestra esperanza en él, aunque esos vientos de oscuridad quieran apagar esa llama de esperanza, y vamos a encontrar la luz que Dios tiene especial para cada uno de nosotros. Nuestra vida nos puede parecer insignificante porque quizá no hacemos o no se nos han confiado cosas extraordinarias, pero en ese silencio de nuestra vida también está Dios, también actúa Dios.

San José es poderoso intercesor al que acudimos muchas veces en nuestras necesidades pidiendo su patrocinio y protección. No dejemos de hacerlo. Pero pidámosle por nuestra fe y por nuestra esperanza. Que su ejemplo nos ayude a avivar nuestra fe, a mantener viva nuestra esperanza.

Que con su intercesión gloriosa ante el trono de Dios - ¡cómo no va a ser poderosa su intercesión si está acudiendo a quien en la tierra lo llamaba a él padre y cuyo lado creció como hombre! – nos alcance ese don de la fe, ese regalo de la esperanza, esa disponibilidad de nuestro corazón, esa capacidad de sacrificio para el servicio y para el cumplimiento de nuestras responsabilidades, y también esa perseverancia final en una buena muerte de la que san José es también abogado y protector.

Si la casa de Nazaret, donde José era el padre de familia, fue como el seminario donde Jesús crecía en estatura, en sabiduría y en gracia ante Dios y los hombres, pidamos a san José por nuestros seminarios donde se forman y se forjan en el espiritu los futuros sacerdotes, quer van a realizar la misma obra de Jesús y que necesitan crecer también en sabiduría y en gracia ante Dios y los hombres.

San José tuvo también su pascua, el paso de Dios por su vida, que él supo ver y aprovechar; que aprendamos de san José a descubrir nuestra pascua, ese paso salvador de Dios por nuestra vida y a vivirlo con generosidad de corazón.

viernes, 18 de marzo de 2011

Si llevas cuentas de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?...


Ez. 18, 21-28;

Sal. 129;

Mt. 5, 20-26

‘Si llevas cuentas de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?... Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa y El redimirá a Israel de todos sus delitos’. Qué bueno es el Señor, tenemos que reconocer. De El viene la misericordia. El quiere darnos siempre el perdón. Nos está regalando su amor continuamente. Como dice, ‘redención copiosa’, así con generosidad, desbordante es el amor del Señor. Consuelo, esperanza, llamada al amor y a la conversión.

Con este salmo hemos seguido saboreando lo que nos decía el profeta. No quiere el Señor la muerte del pecador sino que se convierta y viva. Es la hermosa conclusión que podemos sacar. ‘Si el malvado se convierte de los pecados cometidos… ciertamente vivirá y no morirá, no se recordarán los delitos que cometió, por la justicia que ha hecho, vivirá…’ Qué generoso es el corazón del Señor. ‘¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y no que se convierta de su camino y viva?’

Sentir el gozo del perdón del Señor es un gozo grande para el corazón. Saber que el Señor no tiene en cuenta nuestros delitos y pecados una vez que nos hayamos convertido y El nos haya perdonado, nos llena de esperanza y de confianza. Es el Señor dispuesto a perdonar y olvidar para siempre nuestro pecado. Es el Señor bueno que siempre premiará nuestras obras buenas como El sabe hacerlo.

Pero también es una exigencia para nuestra vida. Hemos de convertirnos guardando los preceptos del Señor, practicando el derecho y la justicia, como nos dice el profeta. Hemos de dar señales de esa vida buena que queremos vivir cumpliendo los mandamientos del Señor. No podemos decir que nos convertimos al Señor y seguimos haciendo el mal.

Por eso cuando en el catecismo hablamos de las cosas necesarias para celebrar bien el sacramento de la penitencia en el que el Señor nos concede su perdón y su paz, una de las condiciones es el propósito de la enmienda, o sea, el propósito de corregirnos, de evitar de nuevo el pecado. Es costoso pero necesario. Costoso porque está nuestra inclinación al mal y la tentación a la que estamos sometidos continuamente. Necesario porque tenemos que dar señales de un verdadero arrepentimiento. Es algo que no podemos olvidar de ninguna manera.

Por eso es fuerte también lo que nos dice el Señor por el profeta. ‘Si el justo se aparta de su justicia y comete la maldad, imitando las abominaciones que cometía el malvado, no se recordará la justicia que hizo… por el pecado que cometió morirá’. Es para pensarlo bien. Cómo echamos a perder nuestra vida por el pecado y dejándonos seducir por la tentación. Eso nos pide esa vigilancia con que hemos de vivir para no caer en la tentación. Vivamos un arrepentimiento sincero y llenemos nuestra vida de las obras del amor y de la justicia.

El texto del evangelio, que forma parte del Sermón del Monte, lo hemos escuchado y reflexionado no hace muchos días. Subrayar lo que entonces decíamos de cuál es la medida y la delicadeza de nuestro amor; cómo el Señor nos pide esa comunión y armonía de hermanos y de personas que se quieren que nos llevará a no ofender nunca, y a saber perdonar y reconciliarnos con sinceridad siempre. Si, como decíamos, el Señor es generoso en su amor y su perdón para con nosotros que de la misma manera con esa generosidad del amor sepamos actuar y relacionarnos con los que nos rodean. Es una manifestación de nuestra sincera conversión al Señor.

jueves, 17 de marzo de 2011

Pedid… buscad… llamad… y se os dará… y encontraréis… y se os abrirá


Esther, 14, 1.3-5.12-14;

Sal. 137;

Mt. 7, 7-12

‘Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá’. Así nos dice Jesús que hemos de orar. Con confianza, con deseos de Dios, con humildad. Dios siempre nos escucha. Es el Padre bueno que siempre escucha a sus hijos y nos dará lo mejor. Es el Padre bueno del cielo que siempre dará cosas buenas a los que le piden. Así es su amor.

Toda la Palabra de Dios hoy proclamada es una invitación a orar y a orar con confianza. La primera lectura nos ofrece el hermoso testimonio de la oración de la reina Esther. El rey de Persia había ordenado, por instigación de Amán, exterminar a todos los judíos. Esther era judía, y Mardoqueo le recuerda que aunque sea la reina no quedará exenta de aquel exterminio, si no intercede ante el rey. Pero ante el rey no se podía presentar sin ser llamada. Pero ella está dispuesta a todo, y de ahí su oración.

Ha pedido a los compatriotas a través de Mardoqueo que ayunen y oren al Señor. Ella hace lo mismo y lo que hemos escuchado es la oración de la reina Esther. Una hermosa oración llena de confianza y que nos puede servir de modelo para nuestra oración. Acude humildemente al Señor pero recordando con confianza las obras maravillosas que el Señor ha realizado en su pueblo a través de la historia. Pide ahora al Señor que se siga manifestando así con su pueblo. Pide fuerza para enfrentarse al león. ‘Pon en mi boca un discurso acertado cuando tenga que hablar al león… a nosotros líbranos con tu mano y a mí, que no tengo otro auxilio, protégeme tú, Señor, que lo sabes todo’. Es pedir la gracia de Dios; es pedir la sabiduría de Dios para saber actuar; es sentir su fortaleza porque en Dios pone toda su confianza.

Con razón podíamos exclamar en el salmo responsorial: ‘Cuando te invoqué, me escuchaste, Señor’. Tenemos la seguridad de que el Señor nos escucha; es más tenemos la experiencia de cuántas veces el Señor ha escuchado nuestra oración cuando con confianza y humildad hemos acudido a El. ‘Te doy gracias de todo corazón…’ terminamos diciendo.

Todo viene a ser corroborado con las palabras de Jesús que nos enseña y nos invita a orar al Señor. ‘Se os dará… encontraréis… se os abrirá’, nos dice Jesús. Jesús empeña su palabra, sale fiador por nosotros. Ya en otros lugares del evangelio nos dirá que ora por nosotros, pero también que todo lo que pidamos al Padre en su nombre, se nos concederá.

Pero, si me permitís, voy a fijarme en las tres palabras, los tres verbos que emplea Jesús para decirnos que tenemos que orar: pedir, buscar y llamar. Podemos decir, es cierto, que los tres son como uno en referencia a la oración. Pero podemos mirarlos brevemente por separado.

‘Pedid y se os dará’, nos dice en primer lugar. Acudimos a Dios desde nuestra pobreza, desde nuestra debilidad, desde nuestra pequeñez, sabiendo que en el Señor lo tenemos todo. Y pedimos por nuestras necesidades materiales, pero no sólo por nuestras necesidades materiales, porque pedimos su ayuda en los problemas o dificultades, o pedimos por los demás; pedimos su gracia y su fuerza como pedimos también su perdón. Ya sé que normalmente unimos oración y petición como si fuera la única oración.

Pero Jesús nos dice más: ‘buscad y encontraréis’. ¿Qué es lo que buscamos? ¿No será en cierto modo también una búsqueda de Dios? Queremos conocer a Dios, queremos verle. Buscamos a Dios y buscamos su voluntad, lo que El nos dice o quiere de nosotros. Buscamos en nuestras dudas o en los interrogantes que se nos plantean tantas veces en la vida, en nuestro interior. Buscamos una luz o buscamos un sentido. Buscamos su gracia, su perdón, su salvación. Buscamos vivir su vida. Buscamos a Dios, y El se nos va a dejar encontrar.

‘Llamad y se os abrirá’, nos dice finalmente. Llamamos a la puerta de la casa de alguien porque queremos entrar y estar. ¿No vamos muchas veces a visitar a alguien, llamamos a su puerta, no porque le vayamos a pedir alguna cosa, sino simplemente para visitarle, para estar con esa persona, para hablar? Jesús nos invita a llamar. Quiere que entremos a estar con El. Queremos estar con Dios, sentirnos en su presencia, gozarnos de su presencia. Unos amigos que se quieren se encuentran y simplemente están el uno junto al otro; hablarán y charlarán, se contarán cosas, o se estarán callados, pero están. ¿No sería esa una forma de nuestra oración? Llamamos para estar con Dios, y el Señor nos abre para que estemos con El.

Pero es algo más lo que en este aspecto tendríamos que decir porque podemos recordar lo que nos dice en el Apocalipsis: ‘Estoy a tu puerta y llamo…’ Es el Señor también el que llama a nuestra puerta y espera que nosotros le abramos, porque El también quiere estar con nosotros. Si sabemos unir estas dos llamadas, qué hermosoo encuentro con el Señor se podrá realizar en nuestra oración.

‘Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá’ Que así sea nuestra oración.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Pregona allí el pregón que te diré para que se conviertan de su imperfecta vida


Jonás, 3, 1-10;

Sal. 50;

Lc. 11, 29-32

Suena de nuevo en nuestro camino cuaresmal la palabra conversión. El profeta es enviado a Nínive, aunque bien le costó aceptar aquella misión de la que en principio quería huir embarcándose en camino contrario. Pero Dios le había confiado una misión que tenía que cumplir y aunque los caminos fueran tortuosos al final terminó aceptando y cumpliendo aquella misión. Conocemos por otros momentos lo de la tormenta en el mar, lo del cetáceo que se lo tragó y demás cosas.

‘Vino de nuevo la Palabra del Señor a Jonás: Levántate y vete a Nínive, la gran capital y pregona allí el pregón que te diré’. Y Jonás hizo como le había dicho el Señor. ‘Comenzó Jonás a entrar por la ciudad y caminó durante un día pregonando lo que el Señor le decía: Dentro de cuarenta días Nínive será arrasada’.

Es admirable la prontitud con que la ciudad entera acogió la llamada del profeta. Todos se visten de penitencia convirtiéndose al Señor de su mala vida y de las maldades cometidas. Y el Señor vio el arrepentimiento del pueblo y para ellos hubo perdón.

Nosotros también escuchamos esa invitación al arrepentimiento y a la conversión que el Señor nos va haciendo en la Palabra que la Iglesia nos proclama cada día. De forma concreta iremos escuchando cada día lo que la Palabra nos va señalando de las cosas que tenemos que ir transformando, cambiando en nuestra vida.

La Cuaresma va siendo ese momento de reflexión, de examen, de mirarnos la vida, pero de mirar la gran bondad del Señor que nos acompaña con su gracia. En nosotros está ahora la respuesta que tenemos que ir dando en esa purificación de nosotros mismos, en esa renovación de la vida, en esa conversión sincera al Señor.

Jesús se queja hoy, en el evangelio que hemos escuchado, de aquella generación porque una y otra vez piden signos y señales, pero tienen los ojos cegados y no terminan de descubrir todo lo que les está ofreciendo. ‘Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del Hombre para esta generación’. A la hora del juicio se levantará la reina del Sur que vino a escuchar la sabiduría de Salomón, se levantarán los ninivitas que escucharon las palabras del profeta y se convertirán en acusación. Allí está quien es más que Salomón con toda su sabiduría, porque allí esta la Palabra viva de Dios; allí está alguien que es más que Jonás que solo era un profeta, porque está el Hijo de Dios con su salvación.

¿Qué dirá el Señor de la respuesta que ahora nosotros damos? ¿Estaremos también cegados o aplomados en nuestras rutinas de siempre pensando que ya somos buenos y que de nada tenemos que convertirnos? Muchas veces nos cegamos. Yo no tengo pecados, decimos tantas veces. Nos falta inquietud en nuestro corazón para crecer cada día más como personas y como cristianos. Nos falta finura espiritual para ir purificándonos más y más de esas cosas que nos pueden parecer pequeñas e insignificantes pero que tanta rémora pueden ser en nuestra vida para ese crecimiento espiritual.

Saben ustedes que los cascos de los barcos hay que estar haciéndoles continuamente un mantenimiento no solo pintándolos para evitar la corrosión en el contacto contínuo con el agua, sino además para limpiarlos de muchas cosas, algunas pueden parecer pequeñas, rémoras que se van adhiriendo a su superficie y que les impedirán el que puedan deslizarse con fluidez en medio de las aguas.

Así en nuestra vida. Necesitamos quitar esas pequeñas cosas que también nos impiden realizar con toda prontitud y fluidez en esa carrera espiritual de nuestra vida. Esa purificación nos hará crecer espiritualmente; esa purificación nos conducirá a esa vida santa a la que estamos llamados arrancándonos de esas imperfecciones en nuestros gestos, en nuestras actitudes, en las cosas que hacemos, decimos o pensamos, que tanto nos limitarían.

Escuchemos sin miedo esa invitación a la conversión, a la purificación, al crecimiento espiritual, en una palabra, a la santidad.

martes, 15 de marzo de 2011

Palabra y oración, regalo de Dios


Is. 55, 10-11;

Sal. 33;

Mt. 6, 7-15

Palabra y oración. Regalo de Dios. ¿No es un regalo de Dios que podamos escuchar su Palabra? ¿No es un regalo que podamos dirigirnos a El con la confianza de los hijos y gozarnos de su presencia y de su amor?

Quizá podría parecer que no sea necesario decir más. Nuestras palabras se quedan cortas ante la inmensidad de su Palabra. Y Dios nos la regala. Dios se acerca a nosotros y quiere hablarnos. Y su Palabra será siempre una palabra de amor y de vida. Una palabra de amor porque siempre nos está manifestando todo lo que es el amor de Dios. Una palabra de vida porque es siempre lo que produce en nosotros.

Nos lo decía el profeta. Una palabra que penetra en nosotros y nos transforma. Una palabra que llega a nosotros y nos llena de vida. El profeta nos habla en imágenes que son muy ricas de contenido en su sencillez. Como una lluvia que nos empapa; como una lluvia que hace fecunda la tierra y de ella brotan plantas nuevas llenas de vida y prometedoras de hermosas flores y ricos frutos.

‘Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así mi palabra que sale de mi boca…’

Pero tiene que ser lluvia que dejemos que nos empapa, semilla que plantemos en nuestro corazón, planta que cultivemos con esmero. Es la acogida que en nuestro corazón y nuestra vida tenemos que hacer de la Palabra. La escuchamos, la acogemos en nuestro corazón convertido en tierra buena, la reflexionamos y la rumiamos masticándola una y otra vez en nuestro corazón para sacarle todo su jugo, para enriquecernos con toda su vida, para dejarnos transformar por la salvación que nos ofrece.

Y esa palabra que escuchamos nos lleva al otro regalo de Dios que es la oración. Bueno, tendríamos que decir que ya es oración esa escucha de la Palabra, porque es escuchar a Dios, es entrar en diálogo con Dios. Y es así como tiene que ser nuestra oración. Jesús nos dice cómo no debemos hacer y nos da como una plantilla de aquello que hemos de tener en cuenta siempre que nos acercamos a Dios.

Nos dice que no andemos ‘con muchas palabras como los paganos que se imaginan que por hablar mucho les harán caso’, pero nos da pautas de la sencillez y el amor con que hemos de acercanos a Dios para disfrutar de su amor de Padre, para gozarnos en su presencia y así surja de toda nuestra vida la mejor alabanza, para sentirnos comprometidos con El, en su obra, en su reino, en su amor, en ese mundo nuevo, de nuevas relaciones que tenemos que aprender a hacer.

Por ahí tenemos que empezar siempre, disfrutando y gozándonos en lo más hondo del corazón de poder llamar a Dios Padre. El nos llama hijos, nos ha hecho hijos. Cuando Jesús sintió en el Jordán la voz de Dios que le llamaba Hijo – ‘Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto’ – se marchó al desierto para durante cuarenta días seguir escuchando en su corazón y saboreandoi en el alma esa dulce voz de Dios, que era su Padre. Y nosotros lo decimos tan rápido que la miel pasa por nuestros labios y no terminamos de cogerle su sabor.

Es un regalo de Dios que así podamos dirigirnos a El, y alabarle, y buscar su voluntad, y querer realizar su Reino. ‘Santificado sea tu nombre’, le decimos. Nunca el nombre de Dios en nuestros labios para tomarlo en vano, pero la rapidez y la incosciencia con que lo mencionamos no podría asemejarse a eso. Seamos conscientes de cada palabra. Si no lo decimos sino una sola vez porque el gozo que sentimos en el alma nos hace pregustar ya la gloria y felicidad del cielo, es que lo estamos diciendo bien. Cuando saboreamos nuestro encuentro con el Señor en la oración no se nos hace una eternidad de cansancio el tiempo de oración, sino que nuestro tiempo lo convertimos en eternidad de dicha y felicidad de la que no querríamos salir nunca.

Disfrutemos de esos dos regalos de Dios: Palabra y oración. No es necesario que digamos nada más.

lunes, 14 de marzo de 2011

Santos reflejando la santidad y el amor de Dios en nuestra vida


Lev. 19, 1-2.11-18;

Sal. 18;

Mt. 25, 31-46

‘Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo’. Hermosa invitación que escuchamos ya desde el principio de la Cuaresma. Ser santos. Una exigencia. Una exigencia surgida desde nuestra fe en Dios. ‘Yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo’.

Es bueno que lo tengamos en cuenta desde el principio de este camino cuaresmal en el que estamos casi aún en sus inicios. Bueno, eso tiene que ser el ideal y la meta de todo creyente, en todo momento, en toda su vida. Claro que ahora, cuando estamos en este camino de renovación que es para nosotros la Cuaresma, tenemos que escucharlo con mayor intensidad y exigencia.

Seguir a Jesús, tener fe en él comporta un estilo de vida. Porque la fe tiene que envolver toda nuestra existencia. Porque la fe no son solo palabras que decimos en un momento determinado. La fe compromete todo con una congruencia grande en la vida, entre lo que creemos y lo que hacemos.

Hoy se nos dice que tenemos que ser santos. ¿Cuál es el camino que se nos propone para vivir esa santidad en la que nos asemejaremos, nos parecernos a Dios? Los mandamientos que nos desgrana el libro del Levítico van por una vida de rectitud y justicia, por una vida de respeto del nombre del Señor, pero sobre todo por una vida de amor en nuestra relación con los demás. Ni robos ni explotaciones; ni maltratos ni actos que puedan dañar a los otros ni con palabras ni con obras; ni odios ni resentimientos, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo.

Lo que el Levítico nos dice señalándonos lo que no tenemos que hacer, en el evangelio que hoy nos propone la liturgia se nos presenta de un modo más positivo diciendo lo que tenemos que hacer a favor de los demás pero sintiendo que se lo hacemos al Señor. Hoy nos propone Jesús la alegoría del juicio final, donde se nos va a examinar del amor. Como decía san Juan de la Cruz, y lo hemos recordado en estos días, ‘en el atardecer de la vida seremos examinados de amor’.

Muchas veces hemos escuchado y meditado estas palabras de Jesús. ‘Tuve hambre… estaba sediento… estaba desnudo… enfermo o en la cárcel… y me diste de comer… de beber… me vestiste… me visitaste…’ Siempre surge la pregunta ¿cuándo te vimos así… y te atendimos?

‘Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis’. El Señor nos facilita las cosas dándonos motivaciones. Su mandato es el amor, pero bien sabemos que muchas veces nos cuesta amar, como hemos dicho en alguna ocasión, cuando le ponemos rostro, nombre y apellidos a ese amor. Pero, cuando en ese rostro que quizá nos cueste aceptar nosotros seamos capaces de ver el rostro de Cristo que nos está tendiendo la mano o esperando una acogida amorosa por nuestra parte, podíamos decir, que nos sentimos más motivados para hacerlo. Amamos siempre al otro, sea quien sea, siempre porque es un ser humano y es un hermano. Pero amamos al otro, sea quien sea o cueste lo que nos cueste, porque en él estamos viendo también el rostro de Cristo.

Es entonces cuando resplandecerá nuestra santidad; y nuestra santidad no es otra cosa que reflejar la santidad de Dios. Dios es el único bueno, como le dijo Jesús al joven rico, y seremos buenos y santos cuando reflejemos en nuestra vida esa bondad y esa santidad de Dios, cuando estemos dando cumplimiento a ese mandato del Señor de ser santos. Seremos santos amando con un amor como el que Dios nos tiene que a todos ama, sea quien sea.

Vayamos dando pasos, subiendo peldaños, creciendo cada día más y más en nuestro amor. Así iremos creciendo en esa santidad que el Señor nos pide, pero para que podamos realizarla El siempre nos dará su fuerza y su gracia. Pidámosla con confianza.

domingo, 13 de marzo de 2011

Cristo sale victorioso para guiarnos a vencer las seducciones del mal

Gén. 2, 7-9; 3, 1-7;

Sal. 50;

Rom. 5, 12-19;

Mt. 4, 1-11

Es meta de la vida del cristiano de cada día. Ahora en este tiempo, sin embargo queremos intensificarlo. La cuaresma con como unos grandes ejercicios espirituales que se prolongan durante cinco semanas con la prolongación de la semana de la pasión que nos ayudan a prepararnos para vivir con toda intensidad el misterio pascual de Cristo. Por eso hoy hemos pedido, nada más comenzar nuestra celebración, ‘avanzar en la inteligencia del misterio de Cristo y vivirlo en plenitud’.

Necesitamos conocer cada día más y mejor todo lo que representa el misterio de Cristo, su vida, su evangelio, el Reino nuevo de Dios que nos anuncia, su entrega, su pascua. Conocerlo que no es sólo conocer cosas – muchas cosas sabemos de Cristo y hemos ido aprendiendo con el paso de los años – sino empaparnos de Cristo, de su vida, de su amor. Por eso no nos quedamos en la inteligencia sino que tenemos que ir a más, a ‘vivirlo en plenitud’, a hacerlo vida de nuestra vida.

Todo esto lo sabemos. No es una novedad para nosotros. Sin embargo, hemos de recibilo como una Buena Nueva, una buena y nueva noticia de la que tenemos que dejarnos cautivar. Porque la rutina de los días hace que muchas veces nos enfriemos, perdamos intensidad y lleguemos a no darle toda la importancia que tiene para nuestra vida. No nos podemos cansar de considerar, meditar, rumiar todo lo que Cristo hace por nosotros, todo lo que Cristo nos da. Porque enfrente tenemos muchas tentaciones que nos distraen y nos pueden alejar.

Por eso la Iglesia, en su sabiduría, nos propone en la liturgia de este primer domingo de Cuaresma, en este como primer paso que damos en la consideración del Misterio de Cristo que nos conduzca a vivir el Misterio Pascual, el episodio de las tentaciones de Jesús en el desierto en el comienzo de su vida pública.

Quizá fuera bueno que enmarcaramos bien este episodio dentro de relato del evangelio. Jesús al someterse al bautismo de Juan en el Jordán había escuchado la voz del Padre que desde el cielo le proclamaba Hijo de Dios. ‘Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto…’ Y a continuación se había ido al desierto. ‘Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu…’ Cuarenta días, a imagen de los cuarenta años del pueblo de Israel por el desierto, para el silencio, para la oración, para el ayuno. Cuarenta días para saborear en el silencio del desierto esa voz que desde el cielo le llamaba Hijo de Dios. Así tenía que manifestarse Jesús ante los hombre, como el Hijo de Dios que venía a traernos la salvación.

Jesús es verdadero Dios, pero al mismo tiempo es verdadero hombre. Sentía en su corazón el gozo infinito, el amor infinito que desborda de la Trinidad Divina, y sentía la misión que había de realizar manifestándose a los hombres en su cuerpo humano como verdadero hombre que era. ¿Cómo había de realizar aquella misión? ¿Cómo había de manifestarse Cristo en medio de los hombres y mujeres a los que venía a ofrecer la salvación?

Allí estaba el diablo tentador, como está siempre junto a nosotros también para alejarnos del verdadero camino confundiendo nuestra mente y nuestro corazón. El ayuno había sido prolongado. Jesús tenía hambre. ‘Eres el Hijo de Dios… convierte estas piedras en pan…’ Puedes hacer milagros, tienes todo el poder divino en tus manos. ¿Por qué vas a pasar hambre? ¿Por qué no eres tú mismo el primer beneficiado de tu poder? Pero ‘no solo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios’, es la respuesta de Jesús al tentador.

No es lo material lo más importante. No es eso lo que tiene que prevalecer en la vida, aunque estemos rodeados de cosas materiales y las tengamos cada día en nuestras manos. Hay algo más alto, más grande, más importante. Escuchemos a Dios, es el verdadero alimento que nos hace aspirar a cosas grandes, que elevará nuestro espíritu para lo que en verdad merece la pena en la vida. Y la capacidad que Dios ha puesto en tí no es sólo para ti, piensa en los demás, piensa en lo que verdaderamente tienes que repartir.

El tentador sigue acosando. Eres el Hijo de Dios, al que los hombres han de escuchar. ¿Cómo te van a conocer? ¿cómo sabrán que Dios está contigo? ¿Cómo se van a sentir atraidos por ese Reino nuevo que vas a anunciar? ‘Entonces el diablo lo lleva a la ciudad santa, lo pone en el alero del templo, y le dice: Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: Encargará a los ángeles que cuiden de ti, y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras…’ Con un milagro así, sería reconocido Jesús por todos. ¿Sería esa la forma de darse a conocer?

‘No tentarás al Señor, tu Dios’. Un día enseñaría a sus discípulos que no había que buscar grandezas humanas y que el verdaderamente importante sería el que fuera capaz de hacerse el último y el servidor de todos. Y su grandeza la vamos a descubrir en su entrega hasta la muerte. Es el Hijo de Dios, pero se rebajó y se hizo el último y el esclavo de todos para por todos entregar su vida en la muerte en la cruz. Y entonces podremos aclamarle, ¡es el Señor!

‘Después el diablo lo lleva a una montaña altísima y, mostrándole todos los reinos del mundo y su gloria, le dice: todo esto te daré, si te postras y me adoras…’ Eres el Hijo de Dios, vienes a anunciar un reino nuevo, yo te daré un reino, ‘todo esto te daré… si me adoras’. ¿Cómo se va a instaurar el Reino de Dios? ¿Cómo lo va a anunciar Jesús? No es el reino del mundo, es el Reino de Dios. Es de otra manera el Reino de Dios, porque no es como los reinos de este mundo. ‘Al Señor, tu Dios, adorarás, y sólo a El darás culto… así está escrito’.

No podemos servir a dos señores; no podemos adorar a Dios y al dinero, a Dios y a los deseos de poder, a Dios y a buscar grandezas o reconocimientos humanos, a Dios y a nuestros lujos y vanidades. Nada puede ocupar el lugar de Dios. Nosotros tampoco podemos convertirnos en dioses de nosotros mismos. ‘Seréis como dios’, le decía la serpiente cautivadora a Eva para tentarla. Y como Adán y como Eva caemos tantas veces en esas idolatrías. Es la tentación que de una manera u otra nosotros seguimos sintiendo en nuestro corazón.

Pero Jesús va delante de nosotros abriéndonos camino, enseñándonos cuál es el verdadero camino, cómo tenemos que superar y vencer la tentación. Como diremos en el prefacio: ‘Al abstenerse durante cuarenta días de tomar alimento, inauguró la práctica de nuestra penitencia cuaresmal, y al rechazar las tentaciones del enemigo nos enseñó a sofocar la fuerza del pecado…’

La victoria de Cristo sobre el maligno nos abre también a nosotros la puerta de nuestra victoria. Con nosotros está su gracia, su fuerza. La luz de Cristo en su Palabra sobre nosotros nos hace ver nuestra propia condición pecadora, nuestra fragilidad, y las tentaciones a las que el enemigo quiere someternos, pero para que aprendamos a sentir la fortaleza de la gracia con la que el Señor nos acompaña. Cristo sale victorioso, para abrir también nuestro corazón a la esperanza y guiarnos a vencer las seducciones del mal’, nos dice el Papa en su mensaje cuaresmal.

Caminemos con sinceridad este camino de cuaresma dejándonos iluminar por la Palabra del Señor y así podremos llegar a celebrar el misterio de la Pascua como anticipo y prenda de la Pascua que no se acaba que un día celebraremos en la gloria del cielo, viviendo en plenitud el Misterio de Dios.